Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO XXVI

De las leyes, en la relación que deben tener con el orden de las cosas sobre que estatuyen.


I. Idea de este libro. II. De las leyes divinas y de las leyes humanas. III. De las leyes civiles contrarias a la ley natural. IV. Continuación de la misma materia. V. Caso en que se puede juzgar por los principios del derecho civil, modificando los del derecho natural. VI. El orden de las sucesiones depende de los principios del derecho político y civil, no de los principios del derecho natural. VII. No se debe decidir según los preceptos de la religión cuando se trata de los de ley natural. VIII. No deben sujetarse a los principios del derecho canónico las cosas regidas por los principios del derecho civil. IX. Las cosas que deben ser reguladas por los principios del derecho civil, rara vez podrán serlo por las leyes religiosas. X. En qué caso debe regir la ley civil que permite y no la ley religiosa que prohibe. XI. No se deben regir los tribunales humanos por las máximas de los que miran la vida eterna. XII. Continuación de la misma materia. XIII. En qué casos deben seguirse, respecto al matrimonio, las leyes de la religión y en cuáles deben observarse las leyes civiles. XIV. En los matrimonios de parientes, en qué casos es menester guiarse por las leyes de la naturaleza y en cuáles por las leyes civiles. XV. No deben juzgarse por los principios del derecho político las cosas que dependen de los del civil. XVI. Tampoco ha de decidirse por las reglas del derecho civil lo que debe arreglarse por las del político. XVII. Continuación de la misma materia. XVIII. Se debe examinar si las leyes que parecen contradecirse son del mismo orden. XIX. No deben decidirse por las leyes civiles las cosas que deben decidirse por las domésticas. XX. No se deben decidir por los principios de las leyes civiles las cosas que pertenecen al derecho de gentes. XXI. Continuación de la misma materia. XXII. Desgraciada suerte del inca Atahualpa. XXIII. Varias consideraciones. XXIV. Los reglamentos de policía son de otro orden que las leyes civiles. XXV. No se deben observar las disposiciones generales del derecho civil en cosas que deben estar sujetas a reglas particulares sacadas de su propia naturaleza.


CAPÍTULO PRIMERO

Idea de este libro

Los hombres están gobernados por diversas especies de leyes: por el derecho natural; por el derecho divino, que es el de la religión; por el derecho eclesiástico, llamado también canónico, el cual es el de policía de la religión; por el derecho de gentes, que puede mirarse como el derecho civil del universo, considerando a cada pueblo como un ciudadano del mundo; por el derecho político general, cuyo objeto es la ciencia humana que ha fundado todas las sociedades; por el derecho político particular, que es el concerniente a cada sociedad; por el derecho de conquista, fundado en el hecho de que un pueblo ha querido, podido o debido hacer violencia a otro; por el derecho civil de cada sociedad, en virtud del cual puede un ciudadano defender sus bienes o su vida contra cualquiera otro; en fin, por el derecho doméstico, originado por hallarse dividida la sociedad en familas que necesitan un gobierno particular cada una.

Hay, pues, diferentes órdenes de leyes, y la sublinlldad de la razón humana está en distinguir, en saber bien, a cuál de esos órdenes pertenecen las cosas acerca de las cuales se ha de estatuír, no confundiendo los principios que deben gobernar a los hombres.


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CAPÍTULO II

De las leyes divinas y de las leyes humanas

Las leyes divinas no deben estatuír sobre lo que corresponde a las humanas, como éstas no deben invadir lo que corresponde a aquéllas.

Son dos especies de leyes que difieren por su origen, por su objeto y por su naturaleza.

Todo el mundo conviene en que las leyes humanas son de otra naturaleza que las religiosas, y este es un gran principio; pero este mismo principio depende de otros que es necesario buscar.

1° La naturaleza de las leyes humanas está sometida a todos los accidentes y a variar a medida que cambia la voluntad de los hombres; la naturaleza de las leyes religiosas es inmutable. Estatuyen las leyes humanas sobre lo bueno; las leyes religiosas estatuyen sobre lo mejor. Lo bueno puede tener varios objetos, pero lo mejor es único. Es posible modificar las leyes, porque basta que sean buenas; pero las instituciones religiosas no pueden cambiarse, porque, siendo mejores, cualquier mudanza las desmejoraría.

2° Estados hay donde las leyes no son nada, o no son más que la voluntad caprichosa y pasajera del soberano. En esos Estados, si las leyes religiosas fueran de igual naturaleza que las leyes humanas, tampoco serían nada; y como es necesario que en la sociedad haya algo permanente, ese algo es la religión, lo más fijo que existe en la sociedad.

3° La fuerza principal de la religión es que se cree en ella; la fuerza de las leyes humanas está en que se las teme. La antigüedad es conveniente para la religión, pues creemos en las cosas tanto más cuanto más lejano esté su origen, por no tener ideas accesorias de la misma época remota que las contradigan. Las leyes humanas, al contrario, sacan fuerza de la novedad, que demuestra la atención actual del legislador para hacerlas respetar.


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CAPÍTULO III

De las leyes civiles contrarias a la ley natural

Si un esclavo se defiende y mata a un hombre libre, debe ser tratado como parricida (1). Aquí tenemos una ley civil que castiga la defensa propia, defensa de derecho natural.

La ley de Enrique VIII, que condenaba a un hombre sin previo careo con los testigos, también era contraria a la natural defensa; para poder condenar a una persona es preciso que los testigos la vean, la reconozcan, sepan contra quien declaran y que el acusado pueda responderles: no soy la persona de que habláis.

La ley del mismo reinado que se dictó para castigar a la soltera cuando, después de haber tenido trato ilícito con algún hombre, se casaba con el rey sin declarárselo antes, era contraria a la defensa del natural pudor; tan insensato es pedirle tal declaración a una mujer soltera, como pedirle a un hombre que no defienda su vida.

La ley de Enrique II que condena a muerte a la soltera cuyo hijo ha perecido, si no declaró su preñez al magistrado, no es menos opuesta a la defensa natural. Bastaba con obligarla a dar cuenta de su estado a una de sus parientas, la cual velase por la conservación del hijo.

¿Qué otra confesión había de hacer en el suplicio de su pudor natural? La educación ha aumentado en ella el sentimiento de la conservación de su pudor, y en tales momentos, apenas le queda idea de la pérdida de la vida. Se ha hablado mucho de una ley inglesa (2) que permitía a una niña de siete años tener marido. Esta ley era repugnante por dos conceptos: no atendía a la naturaleza en cuanto a la madurez del alma, y no esperaba tampoco a la del cuerpo.

Entre los Romanos, el padre podía obligar a su hija a repudiar al marido, aunque el matrimonio se hubiera efectuado con su consentimiento (3). Pero poner el divorcio en manos de tercera persona, es también contrario a la naturaleza.

Para que el divorcio no sea contrario a la naturaleza, es menester que lo consientan ambas partes, o a lo menos que lo quiera una; si no lo consiente ninguna de las dos, el divorcio es una monstruosidad. La facultad de divorciarse no puede concederse más que a los que sufren las incomodidades del matrimonio y conocen el momento en que ya no pueden resistirlas.


Notas

(1) Platón, De las Leyes, lib. IX.

(2) Bayle habla de ella en su Crítica de la historia del Calvinismo.

(3) Véase la ley 5 en el Código De Repudiis et Judicio de moribus sublato.


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CAPÍTULO IV

Continuación de la misma materia

Gondebaldo, rey de Borgoña, mandó que si la mujer o el hijo del que robara no denunciaba el delito, fuesen reducidos a la esclavitud (1). Esta ley era contraria a la naturaleza (2). ¿Cómo había de acusar la mujer a su marido? ¿Cómo podía ser un hijo acusador del padre? Para vengar un delito, aquella ley ordenaba un acto aún más delictuoso.

La ley de Recesvinto, permitía que los hijos de la mujer adúltera, o los de su marido, pudieran acusarla, y que dieran tormento a los esclavos de la casa (3). Ley inicua, pues trastornaba la naturaleza por mantener la moral, siendo así que la moral se deriva de la naturaleza.

Vemos con placer en los teatros que un joven héroe siente tanto horror a descubrir la culpa de su madrastra como le había causado la culpa misma (4). En medio de su sorpresa, acusado, juzgado, condenado, proscrito e infamado, apenas si se atreve a formular algunas reflexiones sobre la abominable sangre de que Fedra descendía. Abandona todo lo que ama, hasta el objeto más tierno y todo cuanto le habla al corazón; olvida cuanto pudiera indignarle, y se entrega a la venganza de los dioses no mereciéndola. Son los acentos de la naturaleza los que nos causan placer; su voz es la más dulce de todas.


Notas

(1) Ley de los Borgoñones, tit. XLI.

(2) Podría justificarse únicamente por la consideración de que el hombre se debe a la patria antes que a la familia.

(3) Código de los Visigodos, lib. 111, tít. IV, párr. 13.

(4) Véase la Fedra de Racine, 4° acto, esc. 2.


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CAPÍTULO V

Caso en que se puede juzgar por los principios del derecho civil, modificando los del derecho natural

Una ley de Atenas obligaba a los hijos a mantener a sus padres si caían en la indigencia (1); pero eximía de este deber a los hijos nacidos de una cortesana (2), a los que hubieran sido explotados por sus padres haciéndolos objeto de un infame tráfico y a los que sus padres no hubieran enseñado oficio alguno para ganarse la vida.

La ley estimaba, en el primer caso, la incertidumbre de la paternidad, que hacia precaria la obligación natural del hijo; en el segundo, que si el padre había dado la vida también la habia mancillado, causándole a su hijo el mayor daño que podia causarle, desnaturalizándolo ; y en el tercero, que le habia hecho la vida insoportable por no darle un oficio para mantenerse. La ley consideraba entonces al padre y al hijo solamente como ciudadanos, no estatuyendo sino con miras políticas y civiles; tenia en cuenta el principio de que la morigeración es lo más importante en una buena República. Yo creo que la ley de Solón era buena en los dos primeros casos: en el uno, porque la naturaleza deja al hijo ignorante de quien es su padre; en el otro, porque la misma naturaleza parece mandarle que lo desconozca. Mas no puedo aprobarla en el tercero, en el cual no ha infringido el padre más que un reglamento civil.


Notas

(1) Bajo pena de infamia; otra ley imponía la pena de prisión.

(2) Plutarco, Vida de Solón.


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CAPÍTULO VI

El orden de las sucesiones depende de los principios del derecho político y civil, no de los principios del derecho natural

La ley Voconia no permitia instituir heredera a una mujer aunque fuera hija única. No hubo jamás ley más injusta, ha dicho San Agustin (1). Una fórmula de Marculfo (2) trata de impia la costumbre que priva a las hijas de la herencia de sus padres. Justiniano llama bárbaro al derecho de heredar los varones con perjuicio de las hembras. Estas ideas provienen de considerar el derecho de los hijos a suceder a sus padres como una consecuencia de la ley natural, lo que no es cierto.

La ley natural manda a los padres que alimenten a sus hijos, pero no que éstos sean sus herederos. El reparto de los bienes, las leyes relativas al reparto, la sucesión cuando muere el poseedor, todo esto puede haber sido regulado por la sociedad, esto es, por las leyes civiles o políticas.

Es verdad que el orden político o civil pide a menudo que los hijos sucedan a sus padres; pero no siempre lo exige.

Las leyes feudales pudieron tener buenas razones para que todo lo heredara el primogénito de los varones, o el pariente más cercano por línea de varón, y para que las hijas no heredaran nada; como las tendrían las leyes de los Lombardos (3) para que las hermanas del causante, los hijos naturales, todos los parientes y en su defecto el fisco, tuvieran participación en la herencia lo mismo que las hijas.

En algunas dinastías de China, lo establecido era que sucediesen al emperador sus hermanos, aunque dejara hijos. Si se quería que el príncipe tuviera cierta experiencia y evitar los escollos de las minoridades, no era indiscreto arreglar así la sucesión; y cuando algún escritor ha tenido por usurpadores a los hermanos (4), juzgaba por ideas tomadas de las leyes de nuestros países.

En Numidia, según era costumbre, sucedió a Gala en el reino su hermano Elsacio, no su hijo Masinisa (5); y aun hoy, entre los habitantes de Berbería, donde cada pequeño poblado tiene un jefe, se elige según la vieja costumbre al tío o a cualquiera otro pariente para que le suceda (6).

Hay monarquías puramente electivas; y es claro que en ellas el orden de sucesión, debiendo relacionarse con las leyes civiles y politicas, serán éstas las que indiquen en qué casos convendrá que se dé la sucesión a los hijos o será más prudente conferirla a otras personas.

Dondequiera que existe la poligamia, el soberano tiene muchos hijos, aunque en unos países más que en otros. Hay Estados en que al pueblo no le seria posible mantener a los hijos del monarca, y en ellos ha podido convenir que no sucedan al rey sus propios hijos, sino los de su hermana (7).

Un excesivo número de hijos expondría al Estado a guerras civiles horrorosas. Pasando la sucesión a los hijos de una hermana, cuyo número no puede ser mayor que el de los hijos de un rey casado con una sola mujer, se evita el expresado inconveniente.

Hay pueblos en que, razones de Estado o máximas religiosas, han exigido que reine siempre determinada familia. Es lo que pasa en la India (8), donde han creído que para tener príncipes de sangre real es más seguro que reinen los hijos de la hermana mayor del soberano.

Regla general: criar a los hijos es obligación de derecho natural; la de legarles los bienes es de derecho civil o politico. De esto proceden las distintas disposiciones acerca de los bastardos, que difieren según las leyes politicas o civiles de las diversas naciones.


Notas

(1) De civitate Dei, lib. III.

(2) Libro II, cap. XII.

(3) Libro II, tit. XIV, párr. 6, 7 y 8.

(4) Duhalde, refiriéndose a la segunda dinastía.

(5) Tito Livio, 8a. década, lib. XIX, cap. XXIX.

(6) Schaw, Viajes, tomo I, pág. 402.

(7) Véase la Colección de viajes, tomo IV, parte primera; pág. 114. - Véase también Smith, Viaje de Guinea, parte II, pág. 150.

(8) Cartas edificantes, décimocuarta colección.


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CAPÍTULO VII

No se debe decidir según los preceptos de la religión cuando se trata de los de ley natural

Los Abisinios tienen una cuaresma de cincuenta días, tan rigurosa que los deja extenuados por mucho tiempo; los Turcos aprovechan la ocasión para atacarlos (1). Es un caso en que la religión debería reformar tales prácticas debilitadoras, atendiendo a la defensa natural.

La religión les prescribió a los Judíos la observancia del sábado; pero fue una estupidez no defenderse cuando sus enemigos eligieron ese día para atacarlos (2).

Cambises, al sitiar a Pelusa, colocó en primera línea un gran número de animales de los que los Egipcios tienen por sagrados, y los soldados de la guarnición no se atrevieron a tirar. ¿Quién no ve que la defensa natural es más importante que todos los preceptos?


Notas

(1) Colección de viajes, tomo IV, primera parte, págs. 35 y 103.

(2) No se defendieron cuando Pompeyo sitió el templo en sábado. Véase Dion, lib. XXXVII.


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CAPÍTULO VIII

No deben sujetarse a los principios del derecho canónico las causas regidas por los principios del derecho civil

Por el derecho civil de los Romanos, al que se lleva de un lugar sagrado una cosa privada no se le castiga más que por delito de robo; el derecho canónico castiga por el de sacrilegio. Es que el derecho canónico se fija en el lugar: el derecho civil no ve más que la cosa. Pero atender al lugar únicamente, es echar en olvido la naturaleza y definición del robo y la naturaleza y definición del sacrilegio.

Así como el marido puede pedir la separación por la infidelidad de la mujer, ésta podía pedirla en otras épocas por la infidelidad del marido (1). Semejante uso, opuesto a la ley romana, se había introducido por los tribunales eclesiásticos (2), los cuales se regían por el derecho canónico: y en efecto, si se considera el matrimonio desde el punto de vista de las ideas puramente espirituales y en relación con las cosas de la otra vida, la violación de la fe es la misma en ambos casos. Pero las leyes políticas y civiles de casi todos los pueblos han distinguido con razón un caso de otro, exigiendo a las mujeres más recato y continencia que a los hombres, porque la falta de pudor en la mujer equivale a renunciar a todas las virtudes: porque la mujer, al quebrantar las leyes del matrimonio, sale de su estado natural de dependencia: porque, en fin, la naturaleza ha marcado la infidelidad con signos ciertos, sin contar que los hijos adulterinos de la mujer se atribuyen al marido y quedan a su cargo, mientras los hijos adulterinos del marido no se le atribuyen a la mujer ni tiene que criarlos.


Notas

(1) Beaumanoir, Antigua costumbre de Beauvoisis, capitulo XVIII.

(2) En Francia, ya no se entienden de estos asuntos.


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CAPÍTULO IX

Las cosas que deben ser reguladas por los principios del derecho civil, rara vez podrán serlo por las leyes religiosas

Las leyes religiosas tienen más sublimidad: las civiles tienen más extensión.

Las leyes de perfección, tomadas de la religión, tienen por objeto la bondad del hombre que las observa más bien que la de la sociedad en que se observan; las leyes civiles, al contrario, tienen por objeto la bondad de los hombres en general más bien que la de los individuos en particular.

Así pues, por respetables que sean las ideas que nacen inmediatamente de la religión, no siempre deben servir de principio a las leyes civiles, ya que éstas tienen otro, que es el bien general de la sociedad.

Los Romanos dictaron reglamentos para conservar en la República la morigeración de las mujeres; estos reglamentos eran de carácter político. Al establecerse la monarquía se hicieron leyes civiles con el mismo objeto, fundadas en los principios de gobierno civil. Pero desde la aparición del cristianismo, las leyes que el mismo instituyó se relacionaban menos con la bondad general de las costumbres que con la santidad del matrimonio; pues se miraba la unión de los dos sexos menos como un estado civil que como un estado espiritual.

Por la antigua ley romana, el marido que recibía en casa a su mujer después de haber sido condenada por adulterio, debía ser castigado como cómplice de su liviandad. Justianiano, con otro sentido, mandó que pudiera sacarla del monasterio al cabo de dos años.

Cuando una mujer cuyo marido hubiese ido a la guerra no supiera nada de él, podía en los primeros tiempos contraer nuevo matrimonio, porque tenía derecho a divorciarse. La ley de Constantino (1) prescribió que esperase cuatro años; transcurridos éstos, debía notificar el divorcio al jefe de su marido, con lo cual si el marido regresaba, no podía acusarla de adulterio. Pero Justiniano dispuso (2) que la mujer, por mucho que durase la ausencia del marido, no volviera a casarse mientras no probara su defunción con el testimonio y el juramento del capitán. Justiniano respetaba la indisolubilidad del matrimonio, sin atenderla demasiado. Pedía una prueba positiva donde bastaba una prueba negativa; exigía una cosa tan difícil como probar la suerte que hubiera corrido un hombre sujeto a cien vicisitudes y expuesto a mil peligros; sospechaba un delito como el abandono por parte del marido, cuando lo más razonable era presumir su muerte; perjudicaba al interés público al impedir que una mujer contrajera nuevas nupcias, y al interés particular exponiéndola a mil riesgos. La ley de Justiniano que incluía entre las causas de divorcio el acuerdo entre los cónyuges de entrar en el monasterio, se aparta completamente de los principios de las leyes civiles. Es lo natural que las causas de divorcio tengan por base algún impedimento que no pudo preverse antes del matrimonio; pero el deseo de guardar la castidad bien pudo ser previsto, puesto que depende de nosotros. Esta ley favorece la inconstancia en un estado que es perpetuo por su naturaleza; es contraria al principio fundamental del divorcio, que no soporta la disolución del matrimonio sino con la esperanza de contraer otro; por último, aun desde el punto de vista de las ideas religiosas, no hace más que dar víctimas a Dios sin sacrificio.


Notas

(1) Leg. VII, Cód. de Repudiis et Judicio de moribua sublato.

(2) Hodie quamtiscumque, cód. de Repud.


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CAPÍTULO X

En qué caso debe seguirse la ley civil que permite y no la ley religiosa que prohibe

Cuando se introduce en un país, de los que admiten la poligamia, una religión que la prohibe, no conviene; porque no es político, permitir que abrace la nueva religión el hombre que tenga varias mujeres, a no ser que el magistrado o el marido indemnicen a éstas devolviéndoles de alguna manera su estado civil. De lo contrario, las mujeres quedarían en mala situación y se verían privadas de las mayores ventajas de la sociedad, no habiendo hecho más que obedecer a las leyes.


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CAPÍTULO XI

No se deben regir los tribunales humanos por las máximas de los que miran a la vida eterna

El tribunal de la Inquisición, formado por los frailes a semejanza del tribunal de la penitencia, es contrario a toda buena policía. En todas partes ha provocado la indignación general; y hubiera cedido a las contradicciones, si los que querían establecerlo no se hubieran aprovechado de estas mismas contradicciones.

La Inquisición es un tribunal insoportable en todas las formas de gobierno. En la monarquía templada sólo sirve para producir delatores y traidores; en la República no puede engendrar más que falsarios y pícaros; en el Estado despótico resulta destructor como el Estado mismo.


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CAPÍTULO XII

Continuación de la misma materia

Uno de los abusos de dicho tribunal es que, de dos personas acusadas de igual delito, se mata a la que niega y se libra del suplicio la que confiesa. Esto es consecuencia de las ideas monásticas, según las cuales, al que niega se le considera impenitente y condenado y al que confiesa júzgasele arrepentido y se salva. Pero esta distinción no es propia de los tribunales humanos: la justicia humana, que sólo ve los hechos, no tiene más que un pacto con los hombres, que es el de la inocencia; la justicia divina, que además de las acciones ve los pensamientos, tiene dos pactos, el de la inocencia y el del arrepentimiento.


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CAPÍTULO XIII

En qué casos deben seguirse, respecto al matrimonio, las leyes de la religión y en cuáles deben observarse las leyes civiles

Ha sucedido en todos los países y en todos los tiempos que la religión ha intervenido en los matrimonios. Desde que empezaron a ser consideradas ilícitas o impuras ciertas cosas, necesarias a pesar de todo, se pensó en que la religión las legitimara en unos casos y en otros las reprobara. Pero como el matrimonio es, además, el acto civil más importante para la sociedad, ha sido menester que también las leyes civiles intervengan. Las consecuencias del matrimonio en lo tocante a los bienes, a las ventajas recíprocas de los cónyuges y a los intereses de la prole, es necesario que estén bien determinadas por las leyes civiles.

Como uno de los principales fines del matrimonio es evitar la incertidumbre que acompaña a toda unión ilegítima, si la religión le imprime su carácter la ley civil le presta la autenticidad. A las condiciones que pide la religión para que el matrimonio tenga validez, pueden agregarse otras exigidas por la ley civil.

La ley religiosa ordena ciertas ceremonias y la ley civil prescribe el consentimiento de los padres; lo que equivale a decir que la última pide algo más que la primera, sin pedir nada que la contradiga. A las leyes de la religión les toca decidir si el vínculo matrimonial será indisoluble o no; porque si establecieran la indisolubilidad y las leyes civiles decretaran que podía romperse, tendríamos dos cosas contradictorias.

Algunas veces, los caracteres que las leyes civiles imprimen al maridaje no son de necesidad absoluta; pertenecen a este orden los establecidos por las leyes, cuando éstas, en vez de disolver el matrimonio, se limitan a castigar a los que lo han contraído.

En Roma, las leyes Papias declararon injustos los matrimonios que ellas prohibían, sujetándolos nada más que a ciertas penas (1); el senadoconsulto dictado después del discurso del emperador Marco Aurelío, declaró que eran nulos, de suerte que no quedaba nada: ni matrimonio, ni mujer, ni dote, ni marido (2). La ley civil obra según las circunstancias: unas veces tiende a remediar el mal, otras a precaverlo.


Notas

(1) Véase lo que dejo dicho en el cap. XXI del libro en que trato De las leyes con relaci6n al número de habitantes.

(2) Véase la ley 16, ff. De Ritu nuptiarum. Véase además la ley 3. párr. 1 del Digesto (De Donationibus inter virum et uxorem).


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CAPÍTULO XIV

En los matrimonios de parientes, en qué casos es menester guiarse por las leyes de la naturaleza y en cuáles por las leyes civiles

En cuanto a la prohibición del matrimonio entre parientes, es cosa muy delicada fijar el límite en el cual terminan las leyes de la naturaleza y comienzan las civiles: para esto es necesario sentar algunas reglas.

El matrimonio del hijo con la madre es contra natura: el hijo debe a su madre ilimitado respeto; la mujer se lo debe a su marido. Semejante casamiento sería una confusión, un trastorno.

Hay más: la naturaleza ha adelantado en las mujeres el tiempo de la fecundidad y lo ha retrasado en los hombres; por lo mismo, las mujeres pierden más pronto la facultad de procrear y los hombres la pierden más tarde. Si se permitiera el maridaje de la madre con el hijo, ocurriría casi siempre que la mujer habría perdido la aptitud para los fines de la naturaleza cuando el marido aun la conservara.

El matrimonio del padre con la hija también repugna a la naturaleza, pero no tanto como el precedente por no existir los mencionados obstáculos. Así los Tártaros, que pueden casarse con sus hijas (1), no se casan nunca con sus madres, como vemos en las crónicas (2).

Natural ha sido siempre en los padres el velar por el pudor de sus hijas. Siendo su obligación darles estado, han debido conservarles el cuerpo intacto y el alma pura. Los padres, por sentimiento y por deber, han cuidado siempre de evitar la corrupción de los hijos. Se dirá que el matrimonio no es una corrupción, pero antes del matrimonio hay que hablar, enamorar, seducir; lo que horrorizaba era, sin duda, la idea de esta seducción.

Ha sido pues necesario levantar una barrera entre los que deben dar la educación y los que han de recibirla, evitando así todo género de corrupción, aun por causa legítima. ¿Por qué los padres se esfuerzan en impedir toda familiaridad entre sus hijas y los mismos que se han de casar con ellas?

El horror que produce el incesto del hermano con la hermana ha debido tener el mismo origen. Basta que los padres y las madres hayan querido conservar puras las costumbres de sus hijos y de sus casas, para inspirarles a los primeros una invencible repugnancia a todo lo que pueda conducirlos a la uni6n de los dos sexos.

La prohibici6n del matrimonio entre dos primos hermanos tiene la misma explicación. En los tiempos primitivos, es decir, en los tiempos santos, en las edades en que no se conocía el lujo, todos los hijos se quedaban en la casa y en ella se establecían (3), pues bastaba una casa chica para una familia grande. Los hijos de los hermanos y de los primos se consideraban todos como hermanos (4). Así las razones que se oponían al matrimonio entre hermanos se extendieron al matrimonio entre primos (5).

Tan naturales son estas causas y tan poderosas, que han obrado en todos los países de la tierra sin haber entre ellos comunicaci6n. No serían los Romanos, ciertamente, los que enseñaron a los isleños de Formosa que era incestuoso el casamiento con parientes hasta el cuarto grado (6); no serían ellos los que inculcaron a los Arabes la misma idea (7) ni los que se la transmitieron a los Maldivos (8).

Es cierto que algunos pueblos han admitido los matrimonios entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, pero ya hemos visto en el libro primero que los seres inteligentes no siempre se han sometido a esa legalidad. ¡Parece mentira! Las ideas religiosas han sido precisamente las que han hecho caer a los hombres en tamaños extravíos. Si los Asirios, si los Persas tomaban por esposas a sus propias madres, los primeros lo hicieron por el respeto religioso que Semíramis les inspiraba, los segundos por la religión de Zoroastro, que daba la preferencia a tales matrimonios (9). Si los Egipcios tomaban por mujeres a sus mismas hermanas, fue también un delirio de su religión que consagraba esas bodas en honor de Isis. Como el espíritu de la religión consiste en impulsarnos a ejecutar las cosas más difíciles o que exigen más esfuerzo, no debe creerse que una cosa es buena por haberla consagrado alguna religión.

El principio de que el matrimonio de padres con hijos y de hermanos con hermanas está prohibido para mantener en las familias el natural pudor, puede servirnos para conocer qué matrimonios prohibe la ley natural y cuáles no pueden ser prohibidos sino por la ley civil.

Como los hijos habitan o se supone que habitan con sus padres y, por consiguiente, el yerno con la suegra y el suegro con la nuera o con la hijastra, el matrimonio entre ellos está prohibido por la ley de la naturaleza. En estos casos, la imagen produce el mismo efecto que la realidad, pues tiene la misma causa: la ley civil no puede ni debe permitir semejantes matrimonios.

Hay pueblos, ya lo he dicho, en que los primos hermanos se consideran hermanos, porque generalmente viven en la misma casa; hay otros pueblos en que no se consideran lo mismo. En los primeros, el matrimonio entre primos debe reputarse contrario a la naturaleza; en los segundos no.

Pero las leyes de la naturaleza no pueden ser locales. Así es que, cuando tales matrimonios se prohiben o se permiten, según las circunstancias, es una ley civil la que los prohibe o los permite.

No es seguro que el cuñado y la cuñada vivan en la misma casa; por consiguiente, no está prohibido el matrimonio entre ellos para conservar el pudor de la familia; si una ley lo prohibe o lo permite, no es la ley natural, sino una ley civil que depende de las circunstancias y de las costumbres del país. Es uno de los casos en que las leyes se amoldan a los usos y costumbres.

Las leyes civiles prohiben ciertos matrimonios cuando, por los usos corrientes del país, se encuentran en las mismas circunstancias que los prohibidos por la naturaleza; y en caso contrario, los permiten.

La prohibición por las leyes de la naturaleza es invariable, puesto que responde a una causa invariable: el padre, la madre, los hijos, necesariamente viven juntos. Pero las prohibiciones de la ley civil son accidentales, porque las origina alguna circunstancia accidental; los primos hermanos y demás parientes, sólo viven accidentalmente en el mismo hogar.

Así se explica que las leyes de Moisés, las de los Egipcios y las de otros pueblos (10) consientan el matrimonio entre cuñados, prohibido por las leyes de otras naciones.

En la India hay una razón muy natural para que sean admitidos estos casamientos. Al tío se le considera como padre, obligándole a educar a los sobrinos y a darles estado como si fueran hijos, lo cual proviene del carácter de aquel pueblo, que es bueno y muy humano. Esta ley o costumbre ha dado origen a otra. Si un marido pierde a su mujer, deja de casarse con su cuñada (11); y esto es natural, porque la nueva esposa no será una madrastra. para los hijos del marido, que son sus sobrinos, como bijos de su hermana.


Notas

(1) Esta leyes muy antigua entre ellos. Según Prisco, Atila se detuvo en cierto lugar para tomar por esposa a su hija Esca; lo cual, añade, es cosa legal entre los Escitas.

(2) Historia de los Tártaros, parte III, pág. 236.

(3) Así sucedía entre los primeros Romanos.

(4) En efecto, en Roma se l1amaba hermanos a los primos hermanos.

(5) El matrimonio de los primos hermanos estuvo prohibido en Roma, hasta que el pueblo dió una ley permitiéndolo para favorecer a un hombre sumamente popular que había tomado por esposa a una prima hermana suya. Así lo dice Plutarco, en el Tratado de las Peticiones.

(6) Colección de viajes, tomo V, relación concerniente a la isla de Formosa.

(7) Corán, en el cap. de las Mujeres.

(8) Véase Pirard.

(9) Eran tenidos por los más honrosos. Véase Filón, De especialibus Legibus quae pertinent ad preacepta Decalogi, pág. 778; Paris, 1640.

(10) Véase la ley 8 en el código De incestis et inutiltbus Nuptiis.

(11) Cartas edificantes, décimocuarta colección, pág. 403.


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CAPÍTULO XV

No deben juzgarse por los principios del derecho político las cosas que dependen de los del civil

Así como los hombres han renunciado a su independencia natural para vivir sujetos a leyes políticas, de igual modo han renunciado a la natural comunidad de bienes para vivir sujetos a leyes civiles.

Si las primeras les aseguran la libertad, las últimas les aseguran la propiedad. Y no conviene que las leyes de la libertad, o de la ciudadanía, hayan de decidir lo que corresponde a las leyes de la propiedad. Es un paralogismo eso de que el bien particular deba ceder al bien público, lo cual no es cierto sino cuando se trata de la ciudad, es decir, de la libertad del ciudadano; en lo tocante a la propiedad no es cierto, porque en este particular el bien público estriba en que cada uno conserve sin alteración la propiedad que las leyes civiles le dan o le reconocen.

Decía Cicerón que las leyes agrarias eran funestas, porque, según él, la ciudad sólo estaba establecida para que cada cual conservara sus bienes.

Sentemos, pues, la máxima de que, tratándose del bien público, éste no consiste nunca ni puede consistir en que se prive de sus bienes a un particular, ni en que se le quite la menor parte de ellos por una ley política. Si llega el caso, debe seguirse rigurosamente la ley civil, que es el paladión de la propiedad.

Así pues, cuando el público necesita la finca de un particular, no se debe proceder a la expropiación con la inflexible severidad de la ley política, sino ajustándose a la ley civil, que mira a cada particular con ojos de madre, como a la ciudad misma.

Si el magistrado político desea construír algún edificio público, algún nuevo camino, la indemnización es lo primero; en esta relación, el público es un particular que trata con otro particular. Ya es bastante que al ciudadano pueda obligársele a vender su propiedad, negándole el privilegio que le da la ley civil de no poder ser compelido a enajenar sus bienes.

Los pueblos que destruyeron el imperio romano abusaron de sus conquistas, pero el espíritu de libertad les recordó el de equidad. Ejercieron con moderación los derechos más bárbaros; si hay quien lo dude, lea la admirable obra de jurisprudencia que Beaumanoir escribió en el siglo XII.

En aquel tiempo se componían los caminos como se hace ahora. Y dice el autot citado que, si algún camino era difícil de recomponer, se trazaba otro lo más cerca posible del camino viejo, pero indemnizando a los propietarios expropiados a expensas de los que resultaran beneficiados por el nuevo camino (1). La ley civil determinaba entonces lo que determina hoy la ley política.


Notas

(1) El señor designaba los prohombres que hacían pagar la cuota a los campesinos; el conde exigía la contribución correspondiente a los hidalgos: el obispo se la cobraba a los clérigos. (Beaumanoir, cap. XXII).


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CAPÍTULO XVI

Tampoco ha de decidirse por las reglas del derecho civil lo que debe arreglarse por las del político

Se verá el fondo de todas las cuestiones, si no se confunden las reglas derivadas de la propiedad con las que provienen de la libertad.

El dominio de un Estado, ¿es inajenable o no lo es? Esta cuestión se resuelve por la ley política y no por la ley civil. Y no por esta última, porque es tan necesario que haya un dominio para que el Estado pueda subsistir, como lo es que el Estádo tenga leyes reguladoras de la propiedad.

Si se enajena el dominio del Estado, deberá éste crear un nuevo fondo para otro dominio. Pero es un recurso que también trastorna el régimen político, porque, en virtud de la misma naturaleza de las cosas, a cada nuevo dominio que se establezca, el súbdito pagará más y el soberano retirará menos. En una palabra, el dominio es siempre necesario sin que lo sea la enajenación.

El orden de sucesión en las monarquías, se funda en la conveniencia del Estado, la cual exige que aquel orden tenga una fijeza que evite los disturbios del despotismo, en el que todo es incierto y arbitrario.

No se establece el orden de sucesión en interés de la familia reinante, sino que le interesa al Estado que haya una dinastía fija, una familia que reine. La ley que determina la sucesión de los particulares en una ley civil, que tiene por objeto el interés de los mismos; la que arregla la sucesión de la Corona es una ley política, la cual persigue el bien, la estabilidad del Estado y su conservación.

De esto resulta que cuando la ley política ha establecido en el Estado un orden de sucesión, es un absurdo, si este orden se extingue, el reclamar la sucesión en virtud de la ley civil de otro pueblo, sea el que fuere. Una sociedad particular no legisla para otra sociedad. Las leyes civiles de los Romanos, en semejante caso, no son más aplicables que cualesquiera otras; ni ellos mismos las emplearon para juzgar a sus reyes, y las máximas de que se sirvieron son tan abominables que no se debe hacerlas revivir.

De lo dicho se desprende que cuando la ley política ha obligado a una familia a renunciar la sucesión, es absurdo querer emplear las restituciones tomadas de la ley civil. Las restituciones pueden ser legales y muy buenas sin duda para los que viven en la ley, pero no lo son para los que han sido instituídos por la ley y viven para ella.

Es ridícula pretensión la de querer decidir sobre derechos de los reinos, de las naciones y del universo, por las mismas reglas que deciden entre particulares acerca del derecho a una canal, para servirme de los términos de Cicerón (1).


Notas

(1) De las Leyes, lib. I.


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CAPÍTULO XVII

Continuación de la misma materia

El ostracismo debe ser examinado por las reglas de la ley política y no por las de la ley civil; y semejante uso, lejos de ser un oprobio para el gobierno popular, es el que prueba su templanza; nos lo hubiera parecido así, a no existir un prejuicio fundado en que, entre nosotros, el destierro es una pena, lo que no nos permite separar la idea de ostracismo de la de castigo.

Aristóteles nos dice (1) que todo el mundo conviene en que esa práctica tiene algo de humano y de popular. Si en los tiempos y lugares donde se practicaba el ostracismo no le tenía nadie por odioso, ¿nos toca a nosotros, que miramos de tan lejos, pensar de otra manera que los acusadores, los jueces y los acusados mismos?

Y si se considera que este fallo del pueblo cubría de gloria al individuo contra quien se pronunciaba, y que desde el punto que se abusó de él en Atenas contra un hombre sin mérito (2) no se le volvió a emplear, se comprenderá perfectamente que es falsa la idea que se tiene y que, realmente, era admirable una ley que precavía los malos efectos que podía producir la gloria de un ciudadano, colmándole de nueva gloria.


Notas

(1) República, lib. III, cap. XIII.

(2) Hiperbolo. Véase la Vida de Arístides por Plutarco.


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CAPÍTULO XVIII

Se debe examinar si las leyes que parecen contradecirse son del mismo orden

En Roma se permitió que el marido prestara su mujer a otro hombre. Plutarco lo afirma formalmente (1). Sabido es que Catón prestó la suya a Hortensi (2), y Catón no era capaz de infringir las leyes de su patria.

Pero al mismo tiempo se castigaba al marido que consentía los desórdenes de su mujer, que no la acusaba o que volvía a recibirla después de condenada por sus desarreglos. Estas leyes parecen contradictorias y no lo son. La ley que permitía a los maridos de Roma el prestar su mujer, evidentemente era una ley de Esparta cuyo objeto era dar a la República hijos de buena cepa, si es que puedo emplear esta expresión; la otra tenia por objeto la conservación de las costumbres; la primera de las dos era una ley política, la segunda era una ley civil.


Notas

(1) En el paralelo de Licurgo y Numa.

(2) Plutarco, Vida de Catón. - Esto ocurrió en nuestro tiempo, dice Estrabón, libro XI.


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CAPÍTULO XIX

No deben decidirse por las leyes civiles las cosas que deben decidirse por las domésticas

La ley de los Visigodos (1) prescribia que los esclavos tenían la obligación de amarrar juntos al hombre y la mujer que sorprendían consumando el adulterio, y la de presentarlos, amarrados, al marido o al juez. ¡Ley terrible, que ponía en manos viles el cuidado de la vindicta pública y de la doméstica!

Una ley así no sería buena sino en los serrallos orientales, donde el esclavo tiene la misión de mantener la clausura, incurriendo en prevaricación, cuando alguien prevarica; detiene a los culpables, por lo tanto, no para que se les castigue, sino para que no lo juzguen y lo castiguen a él; o bien para demostrar que cumple sin descuido sus obligaciones.

Pero en los países donde las mujeres no viven custodiadas, es insensato que la ley civil las tenga sometidas, a ellas que son amas de la casa, a la inquisición de sus propios esclavos.

Semejante inquisición podría ser admisible, a lo sumo, como una ley particular doméstica en determinados casos; de ningún modo como una ley civil.


Notas

(1) Libro III, titulo IV,párr. 6.


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CAPÍTULO XX

No se deben decidir por los principios de las leyes civiles las cosas que pertenecen al derecho de gentes

La libertad consiste principalmente en no estar nadie obligado a hacer cosa ninguna que la ley no ordene; y esa libertad no existe sino en virtud de estar gobernados todos por las leyes civiles. Somos libres, porque vivimos sujetos a las leyes civiles.

De aquí se deduce que los príncipes, como no viven sujetos a las leyes civiles, no son libres; están gobernados por la fuerza, y tan pronto abusan de ella como son sus víctimas. De esto resulta que los tratados no son obligatorios para ellos, o no lo son tanto cuando los conciertan y los firman obligados por la fuerza como los que conciertan por su voluntad. Cuando nosotros, que vivimos sujetos a las leyes civiles, somos violentados para celebrar algún contrato que la ley no ordena, podemos reaccionar contra la fuerza al amparo de ía ley; pero un príncipe, que se halla constantemente en situación de violentar o de ser violentado, no puede quejarse de lo que haya estipulado por no haber tenido más remedio. Sería como quejarse de su estado natural, como si pretendiera ser príncipe de los demás príncipes y que éstos fueran simples ciudadanos para él, que sería tanto como alterar la naturaleza de las cosas.


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CAPÍTULO XXI

Continuación de la misma materia

Si las cosas que pertenecen al derecho de gentes no deben resolverse por los principios de las leyes civiles, tampoco deben resolverse por los de las leyes políticas.

Las leyes políticas exigen que todo hombre esté sujeto a los tribunales del país en que vive y a la animadversión del soberano.

El derecho de gentes ha establecido que los príncipes reinantes se envíen embajadores; la razón, fundada en la naturaleza de la cosa, no consiente que el embajador de un soberano dependa del soberano del país en que ostenta su representación, ni de sus tribunales: son la palabra del príncipe a quien representan, y esta palabra ha de ser libre. No han de encontrar ningún obstáculo que les impida desempeñar su misión. Quizá desagraden a menudo, porque llevan la voz de un hombre independiente; y si pudieran ser sometidos a los tribunales, no dejarían de imputárseles delitos y aun ser por ellos castigados. Se podría suponer que tenían deudas y por consecuencia encarcelarlos. Un príncipe, que es naturalmente altivo, tendría por órgano de expresión los labios de un hombre que hablaría con miedo, porque podría temerlo todo. Es indispensable, pues, con los embajadores, atenerse a las razones del derecho de gentes y no a las derivadas del derecho político. Si abusan de su carácter representativo, se les pone coto despidiéndolos. También puede acusárseles ante su soberano, que así sería su juez o su cómplice.


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CAPÍTULO XXII

Desgraciada suerte del inca Atahualpa

Los principios que hemos sentado fueron violados cruelmente por los Españoles. El inca Atahualpa, que sólo podía ser juzgado por el derecho de gentes, lo fue por las leyes políticas y civiles (1), acusándole de haber mandado matar a algunos de sus vasallos, de haber tenido muchas mujeres, etc. Y el colmo de la estupidez fue que no le condenaron con arreglo a las leyes civiles y políticas de su país, sino por las de España.


Notas

(1) Véase la obra del inca Garcilaso, pág. 108.


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CAPÍTULO XXIII

Varias consideraciones

Si por cualquiera circunstancia, la ley política vigente fuera destructora del Estado, se acude a la otra, a la que lo conserve. Por ejemplo, cuando una ley política ha establecido en el Estado cierto orden de sucesión y esa ley llega a ser destructora del cuerpo político para el cual se hizo, no cabe poner en duda que aquel orden puede cambiarse por otra ley. Y esta última ley, que puede parecer contraria a la anterior en el fondo se conformará con ella, pues ambas responderán al principio clásico: LA SALVACIÓN DEL PUEBLO ES LA SUPREMA LEY.

He dicho que un Estado grande (1), convertido en accesorio de otro, no solamente se debilitaría sino que debilitaría también al principal. Es bien sabido que al Estado le interesa tener a su jefe dentro de sus fronteras, que las rentas públicas estén bien administradas, que su moneda no vaya a enriquecer otro país. No es menos importante que quien deba gobernar esté poco imbuído en máximas extranjeras, siempre menos provechosas que las ya arraigadas. Por otra parte, los hombres son muy apegados a sus leyes y costumbres, en las que cifran la felicidad de la nación, y rara vez se las muda sin grandes sacudidas y efusión de sangre, como lo muestra la historia de todos los países.

De esto se deduce que si un gran Estado tiene por heredero al posesor de otro Estado grande, el primero puede muy bien excluírlo, porque es igualmente útil para los dos Estados que se cambie el orden de sucesión. Así la ley de Rusia, hecha al principio del reinado de Isabel, excluye prudentemente a todo heredero que posea otra monarquía; así también la ley de Portugal rechaza a todo heredero que pueda ser llamado al trono por derecho de sangre.

Si una nación puede excluir, con más razón tiene el derecho de hacer renunciar. Cuando tema que un matrimonio principesco pueda ocasionar desmembraciones o la pérdida de la independencia, podrá exigir que los contrayentes renuncien por ellos y por sus hijos a todos los derechos que tengan o algún día puedan tener a la Corona. Los que renuncian, o aquellos a los que se obliga a renunciar, no podrán quejarse, puesto que el Estado hubiera podido hacer una ley para excluírlos aunque ellos no renunciaran.


Notas

(1) Véanse el lib. V, cap. XIV; el lib. VIII. caps. XVI. XVII, XVIII, XIX Y XX; el libro IX, caps. IV, V. VI y VII, y el lib. X, caps. IX y X.


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CAPÍTULO XXIV

Los reglamentos de policía son de otro orden que las leyes civiles

El magistrado castiga a unos delincuentes y corrige a otros. Los primeros quedan sometidos a la potestad de la ley; los últimos a su autoridad; aquéllos quedan separados de la sociedad, a éstos se les obliga a vivir según las reglas de la sociedad.

En el ejercicio de la policía castiga el magistrado más bien que la ley; al juzgar los delitos, castiga la ley más bien que el magistrado. Las cuestiones de polícía son del momento y se refieren, comúnmente, a cosas poco importantes y que exigen pocas formalidades. La acción de la policía es rápida, recayendo en cosas que se repiten casi diariamente; por eso los castigos que impone no son graves. Ocupada constantemente en detalles y minucias, los asuntos graves no son de su competencia. La policía, en sus actos, se ajusta a reglamentos más que a leyes. Sus agentes se hallan siempre a la vista del magistrado, que los vigila a ellos como ellos a todo el mundo; si cometen faltas o se extralimitan, la culpa es del magistrado. Es necesario, pues, no confundir las graves infracciones de la ley con las simples faltas, con las infracciones a las z:eglas de la policía, por ser cosas de orden diferente.

Resulta de lo dicho que no se ajusta a la naturaleza de las cosas aquella República de Italia (1) en que se castigaba con pena capital el llevar armas de fuego; de modo que el hacer mal uso de ellas no se pagaba más caro que el hecho de llevarlas.

Y también resulta que la acción tan celebrada de aquel emperador que hizo empalar a un panadero sorprendido en fraude no fue más que una genialidad de un déspota, un rasgo de un sultán que no sabe ser justo sino extremando el rigor de la justicia.


Notas

(1) Venecia.


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CAPÍTULO XXV

No se deben observar las disposiciones generales del derecho civil en cosas que deben estar sujetas a reglas particulares sacadas de su propia naturaleza

¿Es buena la ley que declara nulas todas las obligaciones civiles contraídas entre marineros, a bordo de un barco, en el curso de un viaje? Francisco Pirard nos dice (1) que, en su tiempo, esa ley no era observada en Portugal, pero sí en Francia.

Personas que viven poco tiempo juntas; que carecen de necesidades, puesto que el príncipe provee; que no tienen más fin que el de su viaje; que no son miembros de la sociedad, sino del barco, no deben contraer obligaciones de las establecidas para sostener en tierra las cargas que impone a los ciudadanos la sociedad civil.

Con el mismo espíritu, la ley que hicieron los Rodios en un tiempo en que se navegaba sin alejarse nunca de las costas, prescribía que los tripulantes que permanecieran en el barco durante la tempestad fueran dueños de la embarcación y de todo el cargamento, sin que los que la abandonaran tuvieran derecho a cosa alguna.


Notas

(1) En el cap. XIV, parte XII.


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