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LIBRO XXVIII

Del origen y de las revoluciones de las leyes civiles francesas

(Tercer archivo)


XXX. Observación acerca de las apelaciones. XXXI. Continuación de la misma materia. XXXII. Continuación de la misma materia. XXXIII. Continuación de la misma materia. XXXIV. De cómo el procedimiento llegó a ser secreto. XXXV. De las costas. XXXVI. De la parte pública. XXXVII. De cómo cayeron en el olvido los Establecimientos de San Luis. XXXVIII. Continuación de la misma materia. XXXIX. Continuación del mismo asunto. XL. De cómo se introdujeron las formas judiciales de las Decretales. XLI. Flujo y reflujo de las jurisdicciones eclesiástica y laica. XLII. Renacimiento del derecho romano y resultado que tuvo. Mudanzas en los tribunales. XLIII. Continuación de la misma materia. XLIV. De la prueba de testigos. XLV. De las costumbres de Francia.


CAPÍTULO XXX

Observación acerca de las apelaciones

Se comprende bien que las apelaciones siendo provocaciones a un duelo, debían hacerse en el acto. Si sale de la audiencia sin apelar, pierde la apelación y da por buena la sentencia (1). Esto subsistió aún después de haberse limitado el uso del duelo judicial.


Notas

(1) Beaumanoir, caps. LXI y LXIII.


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CAPÍTULO XXXI

Continuación de la misma materia

El villano no podía reclamar contra el tribunal de su señor: lo dice Defontaines y se confirma en los Establecimientos. Así, añade Defontaines (1), no hay entre el señor y el villano más juez que Dios.

El uso del duelo judicial fue lo que excluyó a los villanos de poder tachar de falsedad al tribunal del señor; tan cierto es esto, que los villanos que por carta o por uso (2) tenían el derecho de batirse, también tenían el de tachar de falsedad al tribunal de su señor, aunque los jueces fuerán caballeros. Defontaines propone varios medios para evitar el escándalo de que un villano, que tachara de falsedad el juicio, pudiera batirse con un caballero.

Cuando empezó a desterrarse la costumbre de los duelos judiciales y a introducirse la de las nuevas apelaciones, se pensó que lo más puesto en razón era facilitarles a las personas francas un recurso contra las injusticias del tribunal de sus señores, sin que los villanos tuvieran igual recurso. Por lo mismo el parlamento recibió sus apelaciones como las de las personas francas.


Notas

(1) Capitulo II, art. 8.

(2) Defontaines, cap. XXII, art. 7. Este articulo como el 21 del mismo capitulo, ha sido mal explicado. Defontaines no pone en oposición el juicio del señor con el del caballero, pues era el mismo, sino al villano ordinario con el que, siendo también villano, gozaba del privilegio de batirse.


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CAPÍTULO XXXII

Continuación de la misma materia

Al tacharse de falsedad al tribunal del señor, este último iba en persona ante el señor inmediato, superior a él, para defender el juicio de su tribunal. Del mismo modo, en el caso de apelación por falta de justicia, la parte citada ante el señor superior, llevaba consigo a su señor inmediato para que, si la falta no se probaba, pudiera su tribunal continuar el juicio.

Esto, que se hacía sólo en dos casos particulares, llegó, andando el tiempo, a ser general en todos los asuntos por la introducción de todo género de apelaciones; y entonces pareció una cosa extraordinaria que el señor se viera precisado a andar continuamente en tribunales que no eran el suyo, en negocios ajenos a él. Felipe de Valois ordenó que sólo se citase a los ballíos (1) y cuando el uso de las apelaciones se extendió todavía más, quedó a cargo de las partes el defender las apelaciones: lo que antes era obligación del juez se hizo luego incumbencia de la parte.

He dicho antes (2) que en la apelación de falta de justicia, el señor no perdía más que el derecho de que se juzgase el asunto en su propio tribunal. Pero si el señor era apelado él mismo como parte, lo que llegó a ser frecuente, pagaba al rey, o al señor superior ante quien se había interpuesto la apelación, la multa de sesenta libras. De aquí resultó el uso, cuando las apelaciones se generalizaron, de hacerle pagar la multa al señor si se reformaba la sentencia de su juez, uso que se conservó no poco tiempo, que fue confirmado por una ordenanza y que al fin, por absurdo, se extinguió.


Notas

(1) En 1332.

(2) En mi capitulo XXX.


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CAPÍTULO XXXIII

Continuación de la misma materia

Según la práctica del duelo judicial, el apelante que tachaba de falsedad a uno de los jueces podía perder el pleito por el duelo y no podía ganarIo. En efecto, la parte que tenía la sentencia a su favor no debía quedar perjudicada por culpa de otro. Así era necesario que el apelante vencedor lidiase también con la parte contraria, no para saber si la sentencia estaba bien o mal dada, que eso ya lo había decidido el duelo, sino para decidir si la demanda era legítima o no; este era el punto que exigía nuevo combate. De aquí debe proceder nuestra manera de pronunciar las sentencias: La cour met l'appel au néant (anula la apelación); la cour met l'appel et ce dont a été apelé au néant (1).


Notas

(1) El tribunal anula la apelación y el motivo de la misma.


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CAPÍTULO XXXIV

De cómo el procedimiento llegó a ser secreto

Los duelos habían hecho que fuera público el modo de proceder, con lo cual eran igualmente conocidas la acusación y la defensa. Los testigos, dice Beaumanoir, deben dar su testimonio en público.

El comentador de Boutillier afirma haber oído a algunos antiguos abogados y haber leído en viejos procesos manuscritos, que en otro tiempo eran públicos en Francia los procesos criminales y muy parecidos en la forma a los juicios públicos de los Romanos. Esto era consecuencia de no saber escribir, lo más común entonces. El uso de los escritos fija las ideas y permite el secreto; pero no existiendo semejante uso, no pueden fijarse las ideas por otro medio que la publicidad. Y como puede haber incertidumbre acerca de lo juzgado por hombres, según la expresión de Beaumanoir, o de lo que se litiga ante hombres, podía recordarse la memoria de ello siempre que el tribunal se reunía, a lo cual llamaban procedimiento de recordación (1); y en este caso no se podía llamar a los testigos a duelo, porque entonces los pleitos no se habrían acabado nunca.

Más adelante se introdujo una forma secreta de proceder. Al principio, todo era público; después, todo quedaba oculto: los interrogatorios, los informes, las ratificaciones, los careos y las conclusiones, que es el uso actual. La primera forma de proceder convenía al gobierno de entonces; la segunda al establecido con posterioridad.

El comentador de Boutillier fijó como fecha de este cambio la ordenanza de 1539. Creo, por mi parte, que la mudanza no se operó en un día, sino poco a poco, pasando de señorío en señorío a medida que los señores renunciaban a la antigua práctica y se iba perfeccionando la que se sacó de los Establecimientos de San Luis. En efecto, dice Beaumanoir que no se oía públicamente a los testigos sino en los casos en que se podía dar prendas de combate; en los otros casos declaraban en secreto y se consignaban por escrito sus declaraciones. El procedimiento, pues, se hizo secreto cuando ya no hubo prendas de batalla.


Notas

(1) Consistía en probar con testigos lo que había pasado, lo que se habla alegado o lo que se habla mandado en justicia.


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CAPÍTULO XXXV

De las costas

En Francia, antiguamente, no había condena de costas en tribunal laico (1). Bastante castigo era el pago de multas al señor y a los pares, que recaía naturalmente sobre la parte que perdía el pleito. La manera de proceder por combate judicial llevaba consigo, en punto a delitos, que la parte vencida perdiese la vida y los bienes, de modo que el castigo no podía ser mayor; en los demás casos de duelo judicial, había las multas, ya fijas, ya dependientes de la voluntad del señor, que siempre hacían temer el resultado del proceso. Lo mismo sucedía en las cuestiones que no se decidían por el duelo. Como era el señor quien sacaba los principales provechos, también era él quien hacía los mayores gastos, ya para reunir a los pares como para ponerlos en estado de proceder al juicio. Por otra parte, como la cosa era rápida y no había la multitud de escritos que después se vieron, no había necesidad de muchos gastos.

El uso de las costas debió venir con el de las apelaciones. Ya lo dice Defontaines (2): cuando se apelaba por ley escrita, es decir, cuando se seguían las leyes nuevas (las de San Luis), había que pagar los gastos; pero dice también que, de ordinario, como el uso no permitía la apelación sin tachar de falsedad, no había gastos que costear, obteniéndose únicamente una multa y la posesión por un año y un día de la cosa disputada si el pleito se remitía al señor.

Pero luego que la facultad de apelar aumentó el número de las apelaciones (3), y por el uso frecuente que se hacía de ellas de un tribunal a otro, las partes se vieron muy a menudo precisadas a ir de un punto a otro y a permanecer fuera del lugar en que vivían; el nuevo procedimiento multiplicó y eternizó, digámoslo así, los pleitos, y se refinó la ciencia de eludir las más justas demandas, con lo que la demanda fue ruinosa y la defensa fácil; las razones se perdieron en un mar de palabras y en volúmenes de escritos, hubo más oficiales subalternos de justicia, prosperó la mala fe, y al suceder todo esto, fue preciso atajar a los pleitistas con el temor de las costas. Carlos el Hermoso dió sobre esto una ordenanza general (4).


Notas

(1) Defontaines, Consejo, cap. XXII, arts. 3 y 8; San Luis, Establecimientos, lib. I, cap. XC; Beaumanoir, cap. XXXIII.

(2) Capítulo XXII, art. 8.

(3) Hay ahora tanta afición a apelar, dice Boutillier, Suma rural, lib. I, tít. III, pág. 16.

(4) En 1324.


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CAPÍTULO XXXVI

De la parte pública

Como por las leyes sálicas, por las ripuarias y por todas las de los pueblos bárbaros se castigaban los delitos con sendas multas, es decir, con penas pecuniarias, no había en aquel tiempo como en nuestros días una parte pública para investigar los actos delictuosos. Todo se reducía, efectivamente, a indemnizar de daños y perjuicios; toda pesquisa era en cierto modo civil y podía hacerla cualquier particular. Por otra parte, el derecho romano revestía formas populares para la pesquisa de los delitos, formas que no se amoldaban al ministerio de una parte pública.

También era contrario a esta idea el uso de los duelos judiciales, porque ¿quién hubiera querido ser la parte pública y servir de campeón a todos contra todos?

He visto en una colección de fórmulas insertas por Muratori en las leyes de los Lombardos, que reinando la segunda línea había abogados de la parte pública (1). Pero leyendo la colección entera de las referidas fórmulas, se observará que hay una gran diferencia entre aquellos magistrados, y lo que llamamos hoy la parte pública, nuestros procuradores generales, procuradores del rey o de los señores. Los primeros eran unos agentes del público para lo doméstico y político más bien que para lo civil. En efecto, no se descubre en dichas fórmulas que estuviera a su cargo la pesquisa de los delitos ni lo concerniente a los menores, a las iglesias o al estado civil de las personas.

Ya he dicho que la existencia de una parte pública era opuesta al uso del combate judicial. No obstante, en una de aquellas fórmulas encuentro que había un abogado de la parte pública, el cual podía batirse; dicha fórmula es una que inserta Muratori después de la constitución de Enrique I, para la cual en esta constitución se dice que si alguno mata a su padre, a su hermano, a su sobrino, o a cualquiera de sus parientes, no podía heredarlos, pasando a los demás parientes la herencia del muerto, y la suya propia al fisco. Ahora bien, esta herencia que había de pasar al fisco, era reclamada por el abogado de la parte pública defensor de los derechos de aquél, y tenía la facultad de batirse; este caso estaba comprendido en la regla general.

Vemos en las mismas fórmulas que el abogado de la parte pública obraba contra quien había cogido a un ladrón Y no se lo presentaba al conde (2), contra el que armaba un motín o promovía una sublevación contra el conde; contra el que salvaba la vida a un hombre que el conde le había entregado para que lo matase; contra el patrono de las iglesias a quien el conde reclamara la entrega de un ladrón sin ser obedecido; contra el que hubiera revelado el secreto del rey a los extranjeros; contra el que perseguía a mano armada al enviado del emperador; contra el que menospreciaba las cartas dél mismo emperador; contra el que rechazaba la moneda de su príncipe; en fin, este abogado pedía las cosas que la ley adjudicaba al fisco.

Pero en las pesquisas de los delitos no aparece el abogado de la parte pública, ni aun cuando se emplea el duelo, ni aun cuando se trata de incendio, ni aun cuando matan al juez en su tribunal, ni aun cuando se litiga acerca del estado de las personas, de la libertad y de la servidumbre.

Estas fórmulas se hicieron, no sólo para las leyes de los Lombardos, sino también para las capitulares añadidas a las mismas leyes; por lo tanto, no puede ponerse en duda que ellas nos dan la práctica de la segunda línea.

Es evidente que los abogados de la parte pública debieron extinguirse con esta segunda línea, así como los enviados del rey a las provincias, puesto que ya no hubo ni ley general, y porque, habiendo cesado los condes de decidir los pleitos, cesaron naturalmente en las provincias los oficiales subalternos cuya función consistía en mantener la autoridad del conde.

El uso de los duelos, que se hizo más frecuente en el reinado de la tercera línea, era incompatible con la existencia de una parte pública. Por eso Boutillier, en la Suma rural, cuando habla de los funcionarios de justicia no cita más que a los bailíos, hombres feudales y alguaciles. Acerca del modo de practicar las pesquisas en aquellos tiempos, véase los Establecimientos (3) Y véase Beaumanoir (4).

En las leyes de Jaime, rey de Mallorca (5), veo creado el empleo de procurador del rey con los mismos atributos que tienen hoy los nuestros (6). Es indudable que estos procuradores no aparecieron entre nosotros hasta que se cambió la forma judicial.


Notas

(1) Esta constitución y aquella fórmula pueden verse en el segundo volumen de Los Historiadores de Italia.

(2) Muratori, Colección, pág. 104, relativa a la ley LXXXVIII de Carlomagno, lib. I, tit. XXVI, párr. 78.

(3) Libro I, cap. I; lib. II, caps. IX y XIII.

(4) Capítulos I y LXI.

(5) Véanse estas leyes en las Vidas de los Santos, mes de Junio, tomo III, pág. 26.

(6) Qui continue nostram sacram curiam sequi teneatur, instituatur qui facta et causas in ipsa curia promoveat atque prosequatur.


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CAPÍTULO XXXVII

De cómo cayeron en el olvido los Establecimientos de San Luis

Fue destino de los Establecimientos el nacer, envejecer y morir en poquísimo tiempo.

Haré sobre esto algunas reflexiones.

El código que conocemos por el nombre de Establecimientos de San Luis no se hizo para que fuera ley de todo el reino, aunque así lo dice su prefacio. Esta compilación es un código general que estatuye sobre todos los asuntos civiles, como disposición de los bienes por testamento, donaciones inter vivos, dotes y ventajas de las mujeres, provechos y prerrogativas de los feudos, asuntos de policía, etc. Ahora bien, en una época en la que cada ciudad, cada burgo, cada lugar tenía su costumbre, el dar una legislación igual para todo el reino hubiera sido tanto como querer destruir en un momento las leyes particulares que regían en cada punto. Hacer un fuero general de todos los fueros particulares, sería una cosa inconsiderada aun en nuestros días en que los príncipes encuentran fácil obediencia en todas partes; porque si las leyes no deben cambiarse cuando los inconvenientes contrapesan las ventajas, menos deben introducirse mudanzas cuando las ventajas son menudas y grandísimos los inconvenientes. Si se considera el estado en que se encontraba el reino cuando cada uno se apegaba a su soberanía y a su poder, se comprenderá que atreverse a mudar en todas partes las leyes y los usos recibidos hubiera sido una temeridad, que no podía ocurrírseles a los que gobernaban.

Lo que acabo de decir prueba también que este código no fue confirmado en parlamento por los barones y letrados del reino, como se afirma en un manuscrito del ayuntamiento de Amiéns, citado por Ducange (1). En otros manuscritos leemos que este código lo dió San Luis en 1270, antes de ir a Túnez, lo que tampoco es cierto, porque San Luis fue a Túnez en 1269, como observa Ducange, de lo cual deduce que el código se publicaría en ausencia del rey. Pero yo digo que eso no puede ser. ¿Cómo había de escoger San Luis el tiempo de su ausencia para hacer una cosa que hubiera podido producir trastornos y mudanzas, cuando no revoluciones? Semejante empresa requería la presencia del monarca, no ser dirigida por una regencia débil y formada, a mayor abunda miento, por señores que tenían interés en que se malograra. Estos señores eran Mathieu, abad de San Dionisio; Simón de Clermont, conde de Nesle; y en caso de que muriesen, Felipe, obispo de Evreux y Juan, conde Ponthieu; ya hemos visto cómo este último se opuso a la introducción en su señorío de un nuevo orden judicial.

Agrego que hay poderosos motivos para creer que el tal código es cosa diferente de los Establecimientos de San Luis. El código cita los Establecimientos, luego son cosas distintas. Por otra parte, Beaumanoir, que tanto habla de los mismos Establecimientos, no cita más que disposiciones particulares de San Luis, sin referirse a la compilación que lleva su nombre. Defontaines, que escribía en tiempo de San Luis (2), nos habla de las dos veces que pusieron en ejecución los Establecimientos, por orden judicial, como de cosa antigua. Eran, pues, anteriores los Establecimientos a esa otra compilación a que me refiero, la cual, en rigor, y adoptando los prólogos que le han sido puestos por algunos ignorantes, no habría aparecido hasta el último año de la vida de San Luis, o quizá después del fallecimiento de este príncipe.


Notas

(1) Prefacio de los Establecimientos.

(2) Véase el capitulo XXIX.


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CAPÍTULO XXXVIII

Continuación de la misma materia

¿Qué es, por consiguiente, esa compilación llamada Establecimientos de San Luis? ¿Qué viene a ser ese c6digo obscuro, confuso, ambiguo, en el que se mezclan sin cesar la jurisprudencia francesa y la ley romana, cuyo autor se presenta como jurisconsulto, habla como legislador y nos da un cuerpo entero de jurisprudencia sobre todas las cuestiones de derecho civil? Hay que trasladarse a aquellos tiempos.

Viendo San Luis los abusos de la jurisprudencia establecida, se propuso quitarle la simpatía de los pueblos; con este fin dictó varios reglamentos para los tribúnales de sus dominios y para los de sus barones, y obtuvo tan buen éxito, que Beaumanoir, que escribió después de muerto aquel príncipe (1), nos dice que la manera de juzgar establecida por él se practicaba en gran número de tribunales de los señores.

Así logró su objeto el rey San Luis, aunque los reglamentos que hizo para los tribunales de los señores no tenían el carácter general de ley del reino, pues no eran más que un ejemplo que cada señor podría seguir y que tenía interés en ello. De este modo cortó el mal, dando a conocer lo mejor. Tan pronto como se vió en su tribunal y en los de los señores un procedimiento más natural, más ajustado a la razón, a la moral, a la religión, a la paz pública, a la seguridad de la persona y de los bienes, se aceptó con gusto y se abandonó el viejo procedimiento.

Invitar cuando no es preciso obligar, conducir cuando no hace falta mandar, es la habilidad suprema. La razón ejerce un imperio natural y hasta tiránico; se la resiste, pero esta misma resistencia es tiempo perdido: pasado algún tiempo, ella se impone.

Para que se perdiera la afición a la jurisprudencia francesa, mandó San Luis que se tradujeran los libros del derecho romano, a fin de que los hombres de ley los conocieran. Defontaines, el primero de nuestros autores de práctica forense (2), ya hizo bastante uso de las leyes romanas; su obra es, hasta cierto punto, una resultante de la antigua jurisprudencia francesa, de las leyes de San Luis y de la ley romana. Beaumanoir apenas hizo uso de la ley romana, pero concilió la antigua jurisprudencia francesa con los reglamentos de San Luis.

Siguiendo el espíritu de estas dos obras, sobre todo de la de Defontaines, escribió algún bailío el código que llamamos Establecimientos. En la portada se dice que está hecho según la usanza de París, de Orleáns y del tribunal de baronía; y luego, en el prólogo, se agrega que se trata de los usos de todo el reino, de Anjou y del tribunal de baronía. Resulta, pues, que esta obra se hizo para París, Orleáns y Anjou, lo mismo que los tratados de Beaumanoir y de Defontaines se escribieron para los condados de Clermont y de Vermandois; y como según testimonios de Beaumanoir, muchas leyes de San Luis habían entrado en los tribunales de baronía, no le faltó razón al compilador para decir que su obra sería también para dichos tribunales (3).

Es claro que el autor de la obra compiló las costumbres locales con las leyes de San Luis. Es un libro de los más preciosos, pues contiene las antiguas costumbres de Anjou y los Establecimientos de San Luis, tal como se practicaban entonces, y además todo lo que estaba en uso de la antigua jurisprudencia francesa.

Comparada la obra a que nos referimos con las de Defontaines y Beaumanoir, se ve la diferencia que ofrece: la de hablar en términos imperativos, a la manera de los legisladores, sin duda por ser una compilación de costumbres escritas y de leyes.

Esta compilación adolecía de un vicio interno, cual era el de presentar un código híbrido en el cual mezclaba la jurisnrudencia francesa con la ley romana; código anfibio, en el que se juntaban cosas dispares, sin relación entre sí y contradictorias con frecuencia.

Bien sé que los tribunales franceses de los pares, las sentencias sin apelación, la manera de fallar con las palabras condeno o absuelvo (4), tenían semejanza con los juicios populares de los Romanos. Pero se usó poco de esta jurisprudencia antigua, utilizándose más la que después introdujeron los emperadores, que fue la empleada en la compilación para arreglar, limitar, corregir y extender la francesa.


Notas

(1) Capítulo LXI, pág. 309.

(2) En el prologo dice: nus lui en prit oncques, mais cette chose dont j'ay.

(3) Entre el título y el prólogo hay contradicción y vaguedad. Primero se dice que la obra contiene los usos de París y de Orleáns; después, que los usos de todos los tribunales del reino; y por último, que los del reino, los de Anjou y los del tribunal de baronía.

(4) San Luis, Establecimientos, lib. II, cap. XV.


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CAPÍTULO XXXIX

Continuación del mismo asunto

Dejaron de usarse las formas judiciales introducidas por San Luis. Este príncipe había atendido menos a la cosa misma, esto es, al mejor modo de juzgar, que al mejor modo de suplir a la antigua jurisprudencia; su primer objeto fue de tratar que se perdiera la afición a la antigua jurisprudencia, y el segundo fue de formar una jurisprudencia nueva; pero en cuanto se tocaron los inconvenientes de esta última, se vió aparecer otra.

Las leyes de San Luis, no tanto cambiaron la jurisprudencia como dieron medios de cambiarla; abrieron nuevos tribunales o más bien caminos para llegar a ellos, y cuando fue posible acudir al que tenía la suma autoridad, los juicios que antes no formaban más que los usos particulares de un señorío, formaron una jurisprudencia universal. Gracias a los Establecimientos se había conseguido tener decisiones generales, que antes faltaban en el reino; construído el edificio, pudo prescindirse del andamio.

Así las leyes hechas por San Luis produjeron efectos que no habrían podido esperarse de una obra maestra de legislación. Necesitase a veces el transcurso de los siglos para preparar mudanzas: llega la madurez y con ella las revoluciones.

El Parlamento juzgó en última instancia casi todos los litigios del reino. Anteriormente no juzgaba más que los entablados entre los duques, condes, barones, obispos, abades (1), o entre el rey y sus vasallos (2), más bien en sus relaciones con el orden politico que con el orden civil. Más tarde fue preciso darle carácter y tenerlo siempre reunido; y al fin se crearon varios parlamentos, porque no bastaba uno para todos los negocios.

En cuanto el Parlamento fue un cuerpo fijo, se empezó a compilar sus sentencias. Reinando Felipe el Hermoso, formó Juan de Monluc la primera colección, conocida hoy con el nombre de Registros de Olim (3).


Notas

(1) Véase Tillet (sobre el tribunal de los pares). - Véase Roche-Flavin, lib. I, cap. III.

(2) Los demás pleitos los decidían los tribunales ordinarios.

(3) Véase la excelente obra del presidente Henault, por los años de 1313.


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CAPÍTULO XL

De cómo se introdujeron las formas judiciales de las Decretales

Pero, ¿por qué al abandonarse las formas judiciales estáblecidas, se tomaron las del derecho canónico, prefiriéndolas a las del derecho romano? La causa fue, el tener siempre delante de los ojos los tribunales eclesiásticos, los cuales seguían las formas del derecho canónico, y el no conocer ningún tribunal que usara las del romano. Además, en aquel tiempo no estaban bien delimitadas las jurisdicciones eclesiástica y civil: había personas (1) que litigaban indistintamente en unos tribunales o en los otros (2); había materias en que pasaba lo mismo. Según parece (3), la jurisdicción laica no entendía sino en materias feudales Y en los delitos cometidos por los legos en casos que no ofendieran a la religión (4). Si por las convenciones y contratos había de acudirse a la justicia laica, las partes podían someterse voluntariamente a la eclesiástica; y si bien ésta no podía obligar a aquélla a que ejecutara la sentencia, acababa siempre forzándola a obedecer con el arma de la excomunión (5). En tales circunstancias, cuando se quiso mudar la práctica de los tribunales laicos se tomó la del clero, por ser la conocida, y no la del derecho romano que era ignorada; en materia de práctica no se sabe sino lo que se practica.


Notas

(1) Beaumanoir, cap. XI, pág. 58.

(2) Beaumanoir, Las viudas, los cruzados, los que tenían bienes de la Iglesia.

(3) Idem, véase todo el capitulo XI.

(4) Los tribunales eclesiásticos se arrogaron esto, pretextando el juramento; asi se ve por el concordato de Felipe Augusto con los clérigos y los barones. Dicho concordato se halla en las Ordenanzas de Lauriere.

(5) Beaumanoir, cap. XI, pág. 60.


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CAPÍTULO XLI

Flujo y reflujo de las jurisdieciones eclesiástica y laica

Estando el poder civil en manos de un enjambre de señores, a la jurisdicción eclesiástica le hubiera sido fácil extenderse cada día más; pero por lo mismo que mermaba la jurisdicción de los señores, fortalecía la jurisdicción real; y coartada por ésta, hubo de retroceder. El Parlamento, que se había apropiado en su manera de proceder todo lo que había de bueno en los tribunales eclesiásticos, no vió después sino sus abusos; y la jurisdicción real, que seguía robusteciéndose, fue cada vez más capaz de corregirlos. En efecto, aquellos abusos eran intolerables y no necesito enumerarlos; me basta con remitir al lector a Beaumanoir, a Boutillier y a las órdenes de nuestros reyes (1). Hablaré, sin embargo, de los que más podían interesar a la fortuna pública; los conocemos por los decretos que los reformaron. Habíalos introducido la ignorancia; brilló un poco de luz y desaparecieron. Por el silencio del clero puede juzgarse que él mismo se prestó a la reforma, lo que, tenida en cuenta la naturaleza del humano espíritu, es digno de loa. Todo el que moría sin dar una parte de su fortuna a la Iglesia, lo cual se llamaba morir inconfeso, era privado de la comunión y de la sepultura. Si alguno moría sin testar, los parientes impetraban del obispo que nombrara árbitros para que fijasen lo que habría debido dar a la Iglesia, en caso de haber hecho testamento. Los que se casaban no podían dormir juntos las tres primeras noches sin haber pagado el permiso, pues por las sucesivas nadie habría pagado. Todas estas cosas las corrigió el Parlamento. En el Glosario del derecho francés de Ragueau (2) se encuentra el auto dictado contra el obispo de Amiéns (3).

Volvamos al comienzo de este capítulo. En cualquier siglo y sea cual fuere la forma de gobierno, cuando se ve que los distintos cuerpos del Estado pretenden aumentar su autoridad o su riqueza a expensas de los otros, se incurriría en error creyendo que ese empeño es señal de corrupción. Por una desgracia inherente a la condición humana, los grandes hombres moderados son muy raros; siendo más fácil dejarse llevar por la propia fuerza que resistirla, es más frecuente encontrar en las clases superiores personas de gran virtud que varones de cabal prudencia.

Goza el alma de un placer cuando domina a las otras; los mismos que aman el bien se aman tanto a sí mismos, que no hay hombre alguno de cuyas intenciones no pueda desconfiarse; y es que, a la verdad, nuestras acciones dependen de tantas cosas, que es mil veces más fácil hacer el bien que hacerlo bien.


Notas

(1) Puede verse en Boutillier, Suma rural, tít. IX, qué personas eran las que no podían demandar en tribunal laico. Véase también sobre el particular Beaumanoir, cap. XI, pág. 56, Y los reglamentos de Felipe Augusto.

(2) Bajo el epígrafe Ejecutores testamentarios.

(3) El 19 de marzo de 1409.


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CAPÍTULO XLII

Renacimiento del derecho romano y resultado que tuvo. Mudanzas en los tribunales

Hacia el año 1137 se encontró el digesto de Justiniano, y pareció que volvía a nacer el derecho romano. Para enseñarlo se crearon escuelas en Italia. Tanta boga adquirió dicho derecho, que eclipsó, digámoslo así. la ley de los Lombardos.

Algunos doctores italianos trajeron a Francia el código de Justiniano. El de Teodosio era el único en Francia conocido, por ser el de Justiniano posterior a la invasión de las Galias por los bárbaros (1). El derecho justiniano encontró bastante resistencia; pero se mantuvo, a pesar de las excomuniones de los Papas, que querían proteger sus cánones (2). San Luis quiso acreditar las obras de Justiniano haciéndolas traducir; aun tenemos algunas de aquellas traducciones, manuscritas, en nuestras bibliotecas, y ya he dicho que se hizo algún uso de ellas en los Establecimientos. Felipe el Hermoso mandó que se enseñaran las leyes de Justiniano. solamente como razón escrita, en los países de Francia que se regían por las costumbres (3); y en los países donde regía el derecho romano, se adoptaron como ley.

Ya sabemos que la manera de proceder por el duelo judicial requería en los jueces muy poca suficiencia; en cada lugar se decidían las cuestiones por el uso corriente y por la tradición. En tiempo de Beaumanoir, había dos modos diferentes de administrar justicia (4): en unos sitios juzgaban los pares, en otros los bailes (5). En el primer caso, los pares juzgaban según el uso establecido; en el segundo, los ancianos indicaban a los bailes cuál era el uso en la localidad (6). Nada de esto exigía letras ni capacidad, ni estudio. Pero cuando se publicaron el código obscuro de San Luis y otras obras de jurisprudencia; cuando se tradujo el derecho romano y se comenzó a estudiarlo en las escuelas; cuando empezó a crearse una especie de arte y un estilo en los procedimientos; cuando, en fin, hubo prácticos y jurisconsultos, los pares y los hombres buenos dejaron de sentirse capaces de juzgar: los pares se fueron retirando de los tribunales, como los señores fueron mostrándose poco dispuestos a reunirlos, por lo mismo que los juicios, lejos de ser actos de ostentación agradables a los nobles e interesantes para los hombres de guerra, se convirtieron en vulgar rutina que ni conocían ni la querían aprender. La práctica de juzgar por medio de los pares fue disminuyendo (7) a la vez que se extendía el uso de juzgar por medio de los bailes. Estos, al principio, no hacían más que instruir la causa y pronunciar la sentencia de los hombres buenos, pero después sentenciaron ellos mismos (8).

Contribuyó a facilitar la reforma el tenerse a la vista la práctica de los jueces eclesiásticos: concurrieron a suprimir los pares el derecho canónico y el derecho civil.

De este modo se perdió el uso, hasta entonces constantemente observado, de que un juez no juzgase nunca solo, como se ve por las leyes sálicas y por las capitulares. El abuso contrario, que solamente existe en las justicias locales, ha sido atenuado y, en cierto modo, corregido con la introducción en muchas localidades de un adjunto al juez, a quien éste consulta, así como por la obligación que tiene el mismo juez de asesorarse de dos letrados siempre que se haya de imponer pena aflictiva. Por último, no sólo se ha corregido sino que se ha anulado con la suma facilidad de las apelaciones.


Notas

(1) El código de Justiniano se publicó el año 530.

(2) Decretales, lib. V, tit. De priveligiis, cap. Super specula.

(3) Du TiIlet: véase una carta que trae, de 1312, a favor de la Universidad de Orleáns.

(4) Beaumanoir, Costumbre de Beauvoisis, cap. I.

(5) En todos los concejos, los habitantes eran juzgados por sus convecinos, los hombres de feudo se juzgaban entre si. Véase La Thaumasiere, cap. XIX.

(6) Boutillier, Suma rural, lib. I. tít. XXI.

(7) El cambio se operó con lentitud. Aun había pares que juzgaban en tiempo de Boutillier, que vivía en 1402, fecha de su testamento; pero ya no conocían más que en las causas feudales. (Suma rural, lib. I, tít. I, pág. 16).

(8) Boutillier, Suma rural, lib. I, tít. XIV. - Beaumanoir, Costumbre de Beauvoisis, cap. I. - San Luis, Establecimientos, lib. I, cap. CV. y lib. II, cap. XV.


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CAPÍTULO XLIII

Continuación de la misma materia

No hubo, por lo tanto, ley alguna que prohibiera a los señores el tener sus tribunales, ni se dictó ninguna aboliendo la jurisdicción que los pares ejercían; tampoco la hubo que prescribiera la creación de bailes ni fue por la ley como éstos adquirieron el derecho de juzgar. Todo esto se hizo paulatinamente por la fuerza de las cosas. El conocimiento del derecho romano, de las sentencias de los tribunales, de los cuerpos de costumbres que se iban escribiendo exigía un estudio de que eran incapaces los nobles y el pueblo iletrado. La única ordenanza que tenemos sobre esta materia (1) es la que obligaba a los señores a elegir sus bailes en el orden de los laicos. Erróneamente se ha creído que esa ordenanza era la que creaba dichos jueces, pues no dice más que lo que acaba de indicar. Y da las razones de lo que prescribe: Para que los bailes, dice, puedan ser castigados por sus prevaricaciones, es menester nombrarlos del orden de los laicos (2). Sabido es que los eclesiásticos tenían entonces muchos privilegios.

No se crea que los derechos de que gozaban los señores en pasados tiempos y que hoy no tienen se les quitaran como usurpaciones; los han perdido unas veces por negligencia, otras veces por abandonarlos; no podían subsistir con las mudanzas que ha traído el curso de los tiempos.


Notas

(1) Del año 1287.

(2) Ut, si ibi delinquant, super iores sui possint animadvertere in eosdem.


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CAPÍTULO XLIV

De la prueba de testigos

Como los jueces no tenían más reglas que los usos, informábanse de cuáles eran por testigos, en las diversas cuestiones que se presentaban.

Cayendo cada día más en desuso el combate judicial, se hicieron por escrito las informaciones. Pero una prueba oral, aun puesta por escrito, no pasaba nunca de ser una prueba oral; y esto no hacía más que aumentar los gastos del proceso. Por lo mismo se dictaron reglamentos que hacían casi siempre inútiles aquellas informaciones (1). También se establecieron registros públicos, en los cuales estaban probados casi todos los hechos: nobleza, edad, matrimonio, legitimidad. Lo escrito es un testigo difícil de corromper. Se pusieron por escrito las costumbres, lo que era muy razonable: es más fácil buscar en las actas de bautismo si Pedro es hijo de Pablo que probar el hecho con una larga información. Cuando en un país hay gran número de usos, más sencillo es consignarlos todos en un código que obligar a los particulares a probar cada uno de ellos. Por fin se dió la célebre ordenanza prohibiendo recibir la prueba de testigos en los casos de deudas superiores a cien libras, a menos que hubiera un comienzo de prueba por escrito.


Notas

(1) En los Establecimientos, lib. I, caps. LXXI y LXXII, se ve cómo se probaban la edad y el parentesco.


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CAPÍTULO XLV

De las costumbres de Francia

Regíase Francia por costumbres escritas; los usos particulares de cada señorfo formaban el derecho civil. Cada señorío tenía su derecho civil en sus propios usos; como advierte Beaumanoir (1), era un derecho tan privativamente suyo, que el autor citado, a quien se debe considerar como la lumbrera de aquel tiempo, dice, que no creía que hubiese en todo el reino dos señoríos que en todos los puntos se gobernaran por la misma ley.

Esta pasmosa diversidad tenía un origen primero y otro segundo. Respecto al primero, puede recordarse lo que ya he dicho al tratar de las costumbres locales (2); en cuanto al segundo, se halla en las distintas resultas de los duelos judiciales, pues casos fortuitos debían siempre modificar los usos.

Las costumbres se conservaban en la memoria de los ancianos; pero poco a poco fueron formándose leyes o usanzas escritas.

1° En los comienzos de la tercera línea, dieron los reyes cartas particulares, y también generales, de la manera que ya he dicho; tales son los Establecimientos de Felipe Augusto y los de San Luis. De igual manera los grandes vasallos, de acuerdo con los señores que de ellos dependían, promulgaban en los tribunales de sus respectivos ducados o condados ciertas cartas o estatutos, según las circunstancias; tales fueron las de Geofroi, conde de Bretaña, sobre repartimientos de los nobles; las del duque Raúl, sobre las costumbres de Normandía; las de Champaña, que dió el rey Teobaldo; las de Simón, conde Montfort, y algunas más. Esto produjo algunas leyes escritas y más generales que las preexistentes.

2° En los comienzos de la tercera línea (3), casi todo el pueblo se componía de siervos. Por varias razones, se vieron los señores y los reyes forzados a emanciparlos.

Al emancipar sus siervos, los señores les dieron posesión de algunos bienes, por lo que fue necesario darles también leyes civiles para el manejo y disposición de tales bienes. Por otra parte, los señores no iban a privarse de los bienes cedidos sin reservarse derechos en compensación. Ambas cosas quedaron arregladas por medio de las cartas de liberación, las cuales vinieron a formar parte de nuestras costumbres, pasando de este modo a ser derecho escrito.

3° En el reinado de San Luis y en los siguientes hubo letrados hábiles, como Defontaines, Beaumanoir y otros, que redactaron por escrito las costumbres de sus bailías. Su objeto era establecer una práctica judicial más bien que escribir los usos de su tiempo relativos a la propiedad. Sin embargo, tratan de todo lo referente a la disposición de los bienes, y aunque estos autores particulares sólo tuviesen autoridad por la exactitud y la publicidad de las cosas que decían, no cabe duda que han servido de mucho para el renacimiento del derecho público francés. No era otro en aquel tiempo nuestro derecho consuetudinario escrito.

Llegamos a la gran época: el rey Carlos VII y sus sucesores hicieron ordenar por escrito las diversas costumbres locales de todo el reino, prescribiendo las formalidades que habían de observarse en su redacción. Y como ésta se hizo por provincias, y de cada señorío se llevaban a la junta provincial los usos locales, escritos o no escritos, se pensó en generalizar las costumbres en cuanto fuese posible, sin perjuicio de los intereses particulares, que se mantuvieron (4). Así nuestras costumbres tomaron tres caracteres: el de estar escritas, el de hacerse generales y el de ser autorizadas por la real sanción.

Algunas de estas costumbres se redactaron de nuevo, introduciéndose entonces no pocas mudanzas; bien quitándose lo que era incompatible con la jurisprudencia de aquella actualidad, o bien agregando cosas tomadas de la misma jurisprudencia.

Aunque el derecho romano se mire entre nosotros como en cierta oposición con el derecho consuetudinario, de tal suerte que ambos dividen los territorios, lo cierto es que entraron en nuestras costumbres numerosas disposiciones del derecho romano; sobre todo en tiempos no muy distantes del nuestro, en los cuales necesitaban conocerlo cuantos se destinaban a los empleos civiles; no se hacía gala de ignorar lo que se debe saber, y se empleaba el ingenio en aprender la profesión más que en ejercerla; tiempos, en fin, en que las diversiones continuadas no eran atributo ni aun de las mujeres.

Bueno hubiera sido que al terminar este libro me extendiese más, y que, entrando en nuevos detalles, hubiera seguido todos los cambios que insensiblemente han ido formando el gran cuerpo de nuestra jurisprudencia desde que se introdujeron las apelaciones; pero en ese caso habría intercalado una obra grande en esta que no es chica. Soy como aquel anticuario que salió de su país, llegó a Egipto, dirigió una mirada a las Pirámides y regresó (5).


Notas

(1) En el Prólogo de la Costumbre de Beauvoisis.

(2) En el cap. XII de este lib. XXVIII.

(3) Véase la compilación de las Ordenanzas de Lauriere.

(4) Como se hizo al redactar los usos del Berry de Paris. Véase La Thaumassiere, cap. III.

(5) En el Espectador inglés.


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