Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO XXX

Teoría de las leyes feudales entre los francos, con relación al establecimiento de la monarquía.

(Segundo archivo)


XVI. De los leudos o vasallos. XVII. Del servicio militar de los hombres libres. XVIII. Del servicio doble. XIX. De las composiciones en los pueblos bárbaros. XX. De lo que se llamó posteriormente justicia de los señores. XXI. De la justicia territorial de las iglesias. XXII. Las justicias estaban establecidas antes de acabarse la segunda línea. XXIII. Idea general del libro acerca del Establecimiento de la monarquía fráncesa en la Galilas por el abate Dubos. XXIV. Continuación de la misma materia. XXV. De la nobleza francesa.


CAPÍTULO XVI

De los feudos o vasallos

He hablado ya de los voluntarios que, entre los Germanos, acompañaban a los príncipes en sus empresas; después de la conquista se conservó el mismo uso. Tácito los designaba con el nombre de compañeros (1); la ley Sálica los llamaba hombres que están en la fe del rey (2); antrustiones del rey los denominaban las fórmulas de Marculfo (3); nuestros historiadores más antiguos les dan el nombre de leudos y el de fieles (4); por último se les llamó vasallos y señores (5).

Hay en las leyes sálicas y ripuarias un gran número de disposiciones concernientes a los Francos y algunas solamente relativas a los antrustiones. Son estas últimas distintas de las dictadas para todos los Francos y nada se dice de los bienes de los antrustiones; se arreglaban más bien por la ley política que por la ley civil, pues eran dotación de un ejército y no patrimonio de ninguna familia.

Los bienes reservados para los leudos fueron denominados bienes fiscales (6), beneficios, honores, feudos, según las épocas y los autores.

No cabe dudar que, al principio, eran inamovibles los feudos (7). Vemos en Gregorio de Tours (8) que a Sunegicilo y a Galomán se les quitó lo que habían recibido del fisco, no dejándoles sino lo que tenían en propiedad. Cuando Gontrán puso en el trono a su sobrino Childeberto, le dijo en conversación secreta a quién había de dar feudos y a quién debía quitárselos (9). En una fórmula de Marculfo, el rey no sólo da algunos. beneficios que su fisco poseía, sino también los que otro había poseído (10). La ley de los Lombardos contrapone los beneficios a la propiedad. Los historiadores, las fórmulas y los códigos de los pueblos bárbaros, todos los monumentos que nos quedan, están unánimes. En fin, los que escribieron el libro de los Feudos (11) nos dicen que los señores, en los primeros tiempos, los quitaban cuando querían; que después los aseguraban por un año (12); que más tarde los dieron de por vida.


Notas

(1) Comites.

(2) Qui sunt in truste regis (tít. XLIV).

(3) Libro I, fórm. XVIII. - Antrustiones se deriva de la palabra alemana trew que significa fiel.

(4) Leudes, fideles.

(5) Vassali, seniores.

(6) Fiscalia. Véase la fórm. XIV de Marculfo, libro IV. En la Vida de San Mauro leemos: dedit fiscum unum; y en los Anales de Metz, dedit illi comitatus et fiscos plurimos. Los bienes destinados a la mantenencia de la familia real se llamaban regalía.

(7) Véase el libro I, título I, de los Feudos.

(8) Libro IX, cap. XXXVIII.

(9) Quos honoraret muneribus, qUos ab honore depelleret.

(10) Vel reliquis quibuscumque beneficiis, quodcumque ille, vel fiscus noster, in ipsis locis tenuisse noscitur. (Fórmula XXX, libro I).

(11) Feudorum, lib. I, tít. I.

(12) Era una especie de precario, que el señor renovaba o no anualmente, como observa Cujacio al comentar el libro de los Feudos.


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CAPÍTULO XVII

Del servicio militar de los hombres libres

Dos clases de personas estaban obligadas al servicio militar: los leudos vasallos o subvasallos por razón de su feudo, y los hombres libres, Francos, Romanos y Galos, que servían a las órdenes del conde y eran conducidos por él y sus tenientes.

Se llamaba hombres libres a los que, sin tener feudo, retrofeudo ni beneficio, tampoco estaban sujetos a la servidumbre del terruño; las tierras que poseían eran las llamadas alodiales.

Para llevar esos hombres libres a la guerra (1) los reunían los condes que ya tenÍan a sus órdenes cierto número de oficiales o vicarios (2), como ya también los hombres libres estaban divididos en centenas, cada una de las cuales formaba un burgo capitaneado por uno de los oficiales que dependían del conde. La división en centenas es posterior al establecimiento de los Francos en las Galias. Se debe a Clotario y Childeberto, que se propusieron obligar a los distritos a responder de los robos que se cometieran en ellos, como se ve en los decretos de los citados príncipes (3). Policía muy semejante a la que existe hoy en Inglaterra.

Así como los condes llevaban los hombres libres a la guerra, los leudos acaudillaban a sus vasallos y los obispos Y abades a los suyos (4).

Los obispos estaban indecisos, no acertando lo que más les convenía (5). Primero solicitaron de Carlomagno que los dispensara de ir a la guerra, y en cuanto se vieron dispensados de esta obligación, empezaron a quejarse de que la dispensa les hacía perder la estimación pública; de suerte que aquel príncipe se vió en la necesidad de justificar sus intenciones. En el tiempo que los obispos no iban a la guerra, no veo que los condes acaudillaran tampoco a sus vasallos; al contrario, parece que los capitaneaban hombres designados por los reyes o por los obispos (6).

En una capitular de Ludovico Pío (7), distingue el rey tres clases de vasallos: los del rey, los de los obispos, los del conde. Los del leudo o señor no eran llevados a la guerra por el conde, a no ser que aquél no pudiera capitanearlos por estar desempeñando algún cargo en la casa del rey (8).

Pero ¿quién es el que conducía los fieles a la guerra? Sin duda el rey, que siempre iba al frente de sus fieles. Por eso en las capitulares se distingue siempre a los vasallos del rey de los de los abispos (9). Nuestros reyes, bravos, altivos y magnánimos, no iban a ponerse al frente de una milicia clerical, pues no habían de escoger una tropa eclesiástica para vencer o morir con tales gentes.

Pero asimismo estos leudos llevaban consigo sus vasallos y retrovasallos, según se descubre claramente en una capitular de Carlomagno en la cual manda este príncipe que todo hombre libre, si tiene cuatro mansos, ya los tenga como propiedad suya o como beneficio de alguien, salga a campaña contra el enemigo o siga a su señor (10). Es evidente que Carlomagno quiso decir que quien no tuviera más que una tierra de su propiedad, entrase en la milicia del conde, y el que tuviera un beneficio del señor, fuese con él.

Sin embargo, el abate Dubos ha entendido que las capitulares, cuando hablan de hombres dependientes de un señor particular, se refieren únicamente a los siervos (11). Se funda en la ley y en la práctica de los Visigodos; más valdría fundarse en las capitulares, y la que acabo de citar dice formalmente lo contrario de lo que pretende el abate Dubos. El tratado entre Carlos el Calvo y sus hermanos también habla de los hombres libres que podían elegir a su arbitrio un señor o el rey, disposición que concuerda con otras varias.

Por lo tanto, podemos decir que había tres milicias diferentes: la de los leudos o fieles del rey, que tenían otros fieles a sus órdenes; la de los obispos u otros eclesiásticos y de sus vasallos; por último, la del conde, que iba a campaña con los hombres libres.

No quiero decir que el conde no dispusiera también de los vasallos, como dispone el que ejerce un mando general de los que tienen un mando particular. Al contrario, se ve que el conde y los enviados del rey podían hacerles pagar el ban, esto es, una multa, si no cumplían los deberes de su feudo.

De igual modo los vasallos del rey, si cometían rapiñas, quedaban sujetos a la corrección que les impusiera el conde si no preferían someterse a la del rey (12).


Notas

(1) Capitular de Carlomagno, de 812; véase en la edic. de Baluzio, tomo I, pág. 491. Y véase el Edicto de Pistes de 846, art. 26.

(2) Et habebat unusquisque comes vicarios et centenarios secum. (Capitulares, lib. II, art. 28).

(3) Decretos que dictaron hacia el año 595; sin duda los dictaron de común acuerdo. - Véanse los Capitulares en la edición de Baluzio, tomo I, pág. 490.

(4) Capitular del año 812, arts. 1 y 5, edic. de Baluzio, tomo I, pág. 490.

(5) Véase la capitular del año 803, datada en Worms; edic. de Baluzio, págs. 408 y 410.

(6) Capitular de Worms, del año 803, edic. de Baluzio, pág. 409; Y Concilio de 845, del tiempo de Carlos el Calvo, en la misma edición, tomo II, pág. 17.

(7) Capitulare quintum anni 819, art. 27, edic. de Baluzio, pág. 618.

(8) De vassis dominicis qui ad huc intra casam serviunt, et tamen beneficia habere noscuntur, statutum est ut quiqumque ex eis cum domino imperatore domi remanserint, vasallos suos casatos secum non retineant, sed cum comite, cujus pagenses sunt, ire permitant. Capitular XI, del año 812, art. 7, edición de Biluzio, tomo I, pág. 494.

(9) Capitular I del año 812, art. 5. De hominibus nostris et epis coporum et abbatum, qui vel beneficia vel talia propia habent, etc. (Edic. Baluzio, tomo I, pág. 490).

(10) Del año 812, cap. I, edic. de Baluzio, pág. 490. Ut omnis homo liber qui quatuor mansos vestitos de propio suo, sive de alicujus beneficio, habet, ipse se praeparet, et ipse in hostem pergat, sive cum seniore suo.

(11) Establecimiento de la monarquía francesa, tomo III, lib. IV, cap. IV, pág. 299.

(12) Capitular del año 882, art. 11, apud Vernis palatium. (Baluzio, tomo II, pág. 17).


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CAPÍTULO XVIII

Del servicio doble

Era principio fundamental, en la monarquía, que los que estaban sujetos a la potestad militar de alguno, lo estuviesen también a su jurisdicción en lo civil. La capitular de Ludovico Pío del año 815 (1) une la potestad militar del conde y la jurisdicción civil sobre los hombres libres; así los plácitos (2) del conde que llevaba hombres libres a la guerra se llamaban plácitos de los hombres libres (3), de donde, sin duda, nació la máxima de que sólo en los plácitos del conde y no en los de sus oficiales se resolvían las cuestiones sobre la libertad; así, pues, el conde no llevaba a la guerra los vasallos de los obispos o abades (4) porque no dependían de su jurisdicción civil; no comandaba tampoco a los retrovasallos de los leudos; así el Glosario de las leyes inglesas (5) nos dice que los llamados coples entre los Sajones recibieron de los Normandos el nombre de condes o compañeros, porque se repartían con el rey las multas judiciales; así, por último, vemos que en todo tiempo la obligación del vasallo para con su señor fue tomar las armas para combatir y juzgar a sus pares en su tribunal (6).

Una de las razones para que fuesen juntos el derecho de administrar justicia y el de mandar en la guerra, era, que el que guiaba a la gente cuando se guerreaba era el mismo que hacía pagar los derechos del fisco, los cuales consistían en servicios de acarreo que los hombres libres tenían obligación de prestar y en determinados provechos judiciales de que hablaré después.

Los señores tenían el derecho de administrar justicia cada uno en su feudo, por el mismo principio en que los condes la administraban en sus respectivos condados. En las mudanzas ocurridas en los diversos tiempos, los condados siguieron las mismas variaciones que los feudos: unos y otros se gobernaban según el mismo plan y con sujeción a las mismas ideas; en una palabra, los condes en sus condados eran leudos y los leudos en sus señoríos eran condes.

Se ha padecido una equivocación al mirar a los condes como funcionarios de justicia y a los duques como oficiales de guerra; unos y otros eran igualmente oficiales militares y civiles (7): no había más diferencia que la de tener el duque varios condes a sus órdenes aunque había muchos condes que no dependían de ningún duque (8).

Tal vez se crea que el gobierno de los Francos era entonces muy duro; por el hecho de que las mismas personas ejercían a la vez la potestad militar, la civil y aun la fiscal, puesto que yo mismo he dicho en libros anteriores que tal acumulación de poderes es una de las señales distintivas del despotismo.

Pero no debe pensarse que los condes juzgaran solos y administraran justicia como los bajaes entre los Turcos: para decidir se asesoraban, convocando juntas de notables que examinaban las cuestiones.

A fin de que se entienda bien lo concerniente a los juicios, que parecerá confuso algunas veces en las fórmulas, en las capitulares y en las leyes de los bárbaros, he de advertir que las funciones del conde, del gravión y del centenario eran las mismas; que los jueces, los ratimburgos y los escabinos eran las mismas personas con nombres diferentes; que siete de ellos se unían ordinariamente al conde para juzgar; y como las que juzgaran habían de ser doce personas, se completaba el número con notables (9).

Pero fuese quien quiera el que tuviese la jurisdicción -el rey, el conde, el gravión, el centenario, el obispo-, no juzgaba nunca solo; y este uso, que traía su origen de las selvas de Germania, tenía tanto arraigo, que se mantuvo aun cuando los feudos tomaron una forma nueva. En cuanto al poder fiscal, era tal que el conde no podía abusar de él. Los derechos del príncipe respecto de los hombres libres se reducían, como he dicho, a ciertos acarreos que podían exigírseles en servicio público (10); y en lo relativo a derechos judiciales, había leyes que precavían las malversaciones (11).


Notas

(1) En sus arts. 1 y 2; Y el concilio in Yerno palatio, del año 845, art. 8.

(2) Tribunales o juzgados.

(3) Capitulares, lib. VI de la colección de Anzegiso.

(4) Capitular de Carlomagno del año 812, arts: 1 y 5. (Edic. Baluzio).

(5) Que se encuentra en la colección de Guillermo Lambard, De priscis Anglorum legibus.

(6) Los defensores de la Iglesia (advocati) se hallaban también al frente de sus tribunales y de su milicia.

(7) Véase la f6rmula VIII de Marculfo, lib. I, que contiene las cartas otorgadas a un duque, patricio o conde, dándole la jurisdicción eivil y la gestión fiscal.

(8) Crónica de Fredegario, cap. LXXVIII.

(9) Acerca de todo esto, véanse las capitulares de Ludovico Pio añadidas a la ley Sálica, art. 2, así como la fórmula de los juicios dada por Du Cange en las palabras Boni hominis. Algunas veces no había más jueces que los notables, bonos hominis. Véase el apéndice a las fórmulas de Marculfo, cap. LI.

(10) Y algunos derechos de peaje y pontaje.

(11) Véase la Ley de los Ripuarios, tít. LXXXIX, y la Ley de los Lombardos, lib. II, tít. LII, párr. 9.


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CAPÍTULO XIX

De las composiciones en los pueblos bárbaros

Siendo imposible penetrar en nuestro derecho político sin conocer perfectamente las leyes y las costumbres de los pueblos germánicos, me detendré un momento a indagar unas y otras.

Parece por Tácito, que los Germanos no conocían más que dos delitos capitales: traición y cobardía. Ahorcaban a los traidores y ahogaban a los cobardes; no había entre ellos más delitos de carácter público. Si algún hombre recibía daño u ofensa de otro, los parientes del perjudicado u ofendido tomaban parte en la querella y el odio se aplacaba con una satisfacción. La satisfacción se daba al ofendido si podía recibirla, o a los parientes si les alcanzaba el daño, como asimismo la devolución, en caso de muerte del perjudicado (1).

Al decir de Tácito, las satisfacciones se daban según convenio recíproco entre las partes; por eso en los códigos de los pueblos bárbaros se llaman composiciones.

La ley de los Frisones es la única, no he encontrado otra, que dejase al pueblo en una situación tan primitiva, que las familias, no contenidas por ninguna ley política o civil, podían tomar la venganza que quisiera cada una, hasta darse por satisfecha. Pero esta ley misma se suavizó, al disponerse que la persona cuya vida se pedía, tuviera paz en su casa, como igualmente si salía para ir a la iglesia o a los lugares en que se administraba justicia, y al volver de estos lugares (2).

Los compiladores de las leyes sálicas citan un antiguo uso de los Francos; en virtud del cual, quien exhumaba un cadáver para despojarlo era excluído de la sociedad y desterrado hasta que los parientes consentían que volviera; y como entretanto le estaba prohibido a todo el mundo, hasta a su propia mujer, darle pan y recibirlo en su casa, hallábase el culpable en estado de naturaleza hasta que tal estado no cesara mediante composición.

Exceptuado esto, se ve que los sabios de las diversas naciones bárbaras se propusieron hacer por sí mismos lo que ya era muy largo y arriesgado mediante convenio recíproco de las partes. Legislaron, pues, cuidando de señalar un precio justo a la composición que había de satisfacerse al ofendido. Todas las leyes bárbaras se expresan con precisión admirable en este punto; distinguen los casos con sumo arte (3), pesando las circunstancias; la ley se pone en el lugar del ofendido y pide para él la satisfacción que él mismo hubiera reclamado si no le ofuscara la pasión.

Con estas leyes salieron los pueblos germánicos de aquel estado de naturaleza en que, según parece, estaban todavía en tiempo de Tácito.

Rotaris declaró en la ley de los Lombardos, que había aumentado las composiciones de las antiguas costumbres en lo tocante a heridas, para que, satisfecho el herido, concluyeran las enemistades (4). En efecto, como los Lombardos, antes pobres, se habían enriquecido con la conquista de Italia, resultaban insignificantes las composiciones antiguas y no había reconciliaciones.

Es indudable que esta misma consideración obligaría a las demás naciones conquistadoras a formar los diversos códigos que conservamos.

La principal composición era la que debía pagar el homicida a los parientes del muerto. La diferencia de condición hacía diferentes las' composiciones (5); así, en la ley de los Anglos, era de seiscientos sueldos la composición por la muerte de un adalingo, de doscientos por la de un hombre libre, de treinta por la de un siervo. La magnitud de la composición por la vida de un hombre formaba, pues, una de las mayores prerrogativas de las personas, pues aparte la distinción que suponía, les daba mayor seguridad en aquellas naciones tan violentas.

La ley de los Bávaros nos aclara esto (6), pues cita los nombres de las familias bávaras que recibían doble composición por ser las primeras después de los Agilolfingos (7). Estos últimos tenían cuádruple composición por ser del linaje ducal; el duque era elegido entre ellos. La composición del duque excedía en un tercio a la señalada para los demás Agilolfingos: Por ser duque, dice la ley, ha de honrársele más que a sus parientes.

Dichas composiciones se fijaban todas en dinero; no obstante, como en aquellos pueblos era escasa la moneda, a lo menos mientras vivieron en Germania, se permitía pagarlas en ganado, trigo, muebles, armas, perros, aves de caza, tierras, etc. (8). El valor de estas cosas lo señalaba la ley (9), Y así se comprende que hubiera tantas penas pecuniarias donde tanto escaseaba la pecunia.

Estas leyes, pues, marcaban con precisión la diferencia de los daños, de las injUrias y de los delitos, a fin de que cada uno conociera exactamente la importancia de la defensa o el daño recibidos y de la composición a que tenía derecho; y sobre todo, para que nadie pretendiese ni esperase más de lo que era debido.

Así se comprende que quien se vengaba después da haber recibido la satisfacción legal incurriera en grave delincuencia, pues la venganza entonces no era sólo una ofensa privada, sino también pública, por ser ejecutada con desprecio de la ley. No se olvidaron nunca los legisladores de castigar tal delito (10).

Otro delito hubo que se miró como todavía más grave (11) cuando aquellos pueblos, con el gobierno civil, hubieron perdido algo de su espíritu de independencia y los reyes se cuidaron más de organizar el Estado: el delito de no querer dar o no querer recibir satisfacción. En varios códigos de leyes de los bárbaros se ve que los legisladores exigían el cumplimiento de este deber (12). En efecto, el que se negaba a recibir la satisfacción, quería mantener su derecho a la venganza; el que se negaba a darla dejaba al ofendido este derecho; esto es lo que hombres sabios habían reformado en las instituciones de los Germanos, que invitaban, pero no obligaban a la composición.

Antes hablé de un texto de la ley Sálica, en que el legislador dejaba al arbitrio del ofendido el recibir o no satisfacción; aludo a la ley que prohibía el trato con los hombres al que había despojado a un cadáver, hasta que los parientes, consintiendo en ser satisfechos, pidieran ellos mismos que cesara tal interdicción. El respeto a las cosas consagradas no permitió que los redactores de las leyes Sálicas alteraran aquel antiguo uso.

Hubiera sido injusto conceder composición a los parientes de un ladrón muerto en el acto de robar, o a los de una mujer despedida por delito de adulterio. La ley de los Bávaros no daba composición en estos casos y castigaba a los parientes que intentaran vengarse (13).

No es raro encontrar en los códigos de los bárbaros composiciones por actos involuntarios. La ley de los Lombardos, en general discreta, dispone que en este caso la composición la fije la generosidad y que los parientes se abstengan de tomar venganza (14).

Clotario II dió un decreto muy sabio: el que prohibió al que había sido robado que recibiese la composición en secreto (15) y sin orden del juez. Luego veremos el motivo de esta ley.


Notas

(1) Suscipere tam inimicitias, seu patris, seu propinqui, quam amicitiae., necesse est; nec implacabiles durant; luitur enim etiam homicidium certo armentorum ac pecorum numero, recipitque satisfactionem universa domus. (Tácito, Costumbres de los Germanos).

(2) Additio sapientum, tít. I, párr. I.

(3) Véanse los títulos III, IV, V, VI Y VII de la ley Sálica, que se refieren a los robos de animales.

(4) Libro I, tit. VII, párr. 15.

(5) Véanse la Ley de los Anglos, títs. I y V, la Ley de los Bávaros, tít. I, caps. VII y IX, Y la Ley de los Frisones, tít. XV.

(6) En el tít. II, cap. XX.

(7) Hozidra, Ozza, Sagana, Habilingua, Aniena. (El mismo título citado en la nota precedente).

(8) La ley de Ina estimaba la vida en cierta suma de dinero o cierta porción de tierra. Leges Ynae regia, titulo de Villico regio, de priscis Anglorum legibus. (Cambridge, 1644).

(9) Véanse la Ley de los Sajones, cap. XVIII; la Ley de los Ripuarios, tít. XXXVI; la Ley de los Bávaros, tít. I, párrafos 10 y 11.

(10) Véase la Ley de los Lombardos, lib. I, tít. XXV, párr. 21, y tít. IX, párrs. 8, 34 Y 38; véase también la Capitular del año 802, cap. XXXII, que contiene las instrucciones dadas por Carlomagno a los enviados por él a las provincias.

(11) Véase en Gregorio de Tours, lib. VII, cap. XLVII, la relación de un proceso en que una de las partes pierde la mitad de la composición por haberse vengado.

(12) La Ley de los Sajones, la Ley de los Lombardos, la Ley de los Alemanes; esta última (cap. XLV, párrs. 1 y 2) permitía vengarse en el acto, en el primer movimiento. - Véanse además las Capitulares de Carlomagno de los años 779, 802 y 805.

(13) Véase el decreto de Tassillon, de popularibus LegibUs, arts. 3, 4, 10, 16 Y 19, y la Ley de lOs Anglos, tit. VII.

(14) Libro I, tit. IV, párr. 4.

(15) Pactus pro tenore pacis inter Childebertum et Clotarium año 593; y decretio Clotarium II regis, circa annum 595.


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CAPÍTULO XX

De lo que se llamó posteriormente justicia de los señores

Aparte de la composición que debía pagarse a los parientes por las muertes, daños e injurias, había que abonar un derecho llamado fredum (1) en las leyes de los bárbaros. Como de esto he de hablar mucho, empezaré por dar una idea de lo que era: la protección dispensada contra el derecho de venganza. Aun hoy fred significa paz en lengua sueca.

En aquellas naciones violentas, el administrar justicia no era más que conceder protección al ofensor contra el ofendido y obligar a éste a recibir la satisfacción que le correspondiera; de suerte que entre los Germanos, a diferencia de lo que sucede en los demás pueblos, se administraba justicia para proteger al delincuente. Los códigos de leyes de los bárbaros nos presentan los casos en que estos freda se podían exigir. Cuando los parientes no podían tomar venganza, no había fredum: en efecto, no habiendo venganza, no había derecho de protección contra ella. Así, por la ley de los Lombardos, si alguien mataba por casualidad a un hombre libre, pagaba el valor del hombre muerto sin añadir el fredum, porque habiendo sido involuntario el homicidio, los parientes no tenían el derecho de vengarse. De igual modo, según la ley de los Ripuarios, si uno recibía la muerte por caerle encima un trozo de madera o un objeto hecho por mano del hombre, el madero o el objeto se reputa culpable y pasaba a poder de los parientes que podían usarlo como cosa propia; lo que no podían era pedir el fredum.

De igual manera, si un animal mataba a un hombre, la misma ley señalaba una composición, sin el fredum, porque no había ofensa para los parientes del difunto.

En fin, por la ley Sálica, el niño que cometía alguna falta antes de cumplir doce años pagaba la composición, pero no el fredum, pues no pudiendo aún llevar las armas, no era ocasión de que pidieran venganza ni la parte ofendida ni sus parientes.

El hombre culpable pagaba el fredum para que la protección le hiciera recobrar la paz y seguridad perdidas por sus culpas; el niño no perdía la seguridad; y no siendo todavía un hombre, no podía ser excluído de la sociedad de los hombres.

El fredum era un derecho local para el que juzgaba en el territorio (2); sin embargo, la ley de los Ripuarios le prohibia exigirlo por si mismo (3), disponiendo que lo recibiera el que ganara la causa y se lo llevara al fisco, para que la paz, dice la ley, fuese eterna entre los Ripuarios.

La cuantia del fredum era proporcionada a la importancia de la protección (4); la protección del rey exigia mayor fredum que la del conde y la de los otros jueces.

Ya se ve nacer la justicia de los señores. Los feudos comprendían extensos territorios, según está demostrado por una infinidad de monumentos. He dicho que los reyes no cobraban nada por las tierras pertenecientes a los Francos; mucho menos se habían de reservar derecho alguno sobre los feudos. Las personas que los habían obtenido gozaban de ellos sin limitación, guardando para sí todos sus frutos, emolumentos y gajes; y como uno de los mayores consistía en los provechos judiciales (freda), que se recibían en virtud de los usos de los Francos (5), era consiguiente que quien tenía el feudo tuviese la justicia, la cual solamente se ejercía a causa de las composiciones debidas a los parientes y por los provechos que correspondían a los señores: se reducía pues, a hacer pagar las composiciones y las multas legales.

Que los feudos suponían este derecho, se ve en las fórmulas de confirmación o traslación a perpetuidad de un feudo a favor de un leudo o fiel (6), o en confirmación de privilegios feudales en favor de las iglesias (7). Lo mismo resulta de un sinfín de cartas que prohiben a los jueces y oficiales del rey el entrar en territorio feudal para ejercer algún acto de justicia, cualquiera que fuese, ni para pedir ningún género de gratificaciones por actos de justicia (8). Desde que los jueces reales no podían exigir nada en un distrito, no entraban más en él; y quien quedaba en posesión del distrito, ejercía en él la autoridad que tenían antes los otros.

Se prohibe a los jueces reales que obliguen a las partes a dar caución para comparecer ante ellos; si los jueces no la recibían, la exigiría otro. Se dice que los enviados del rey dejaron de pedir alojamiento; es natural que fuera así, puesto que no ejercían autoridad. La justicia, pues, en los feudos antiguos y en los nuevos, fue un derecho inherente al feudo mismo, del cual formaba parte y que daba cierto lucro.

Tal es la causa de que en todos los tiempos se haya considerado la justicia de igual modo, proviniendo de esto el principio de que las justicias son patrimoniales en Francia.

Algunos han creído que las justicias trajeron su origen de las emancipaciones que reyes y señores otorgaban a sus siervos; pero las naciones germánicas y las descendientes de ellas no han sido las únicas en dar libertad a los esclavos, y sí son las únicas en establecer justicias patrimoniales. Por otro lado, las fórmulas de Marculfo nos dan a conocer hombres libres dependientes, en los primeros tiempos, de las justicias mencionadas (9). Los siervos estaban sujetos a la justicia feudal por encontrarse en el territorio y no dieron origen al feudo por haber sido englobados en el feudo.

Otras personas han tomado un camino más corto, afirmando que los señores usurparon las justicias; al decir esto, imaginaron haberlo dicho todo. Pero ¿es que los pueblos descendientes de los Germanos son los únicos que hayan usurpado los derechos de los príncipes? La historia nos enseña que otros pueblos han mermado también la potestad real sin que apareciera por ninguna parte lo que se llama justicia de los señores. El origen de ella, por tanto, hay que buscarlo allá en el fondo de los usos y costumbres de los Germanos.

Véase en Loyseau de qué manera supone que procedieron los señores para formar y usurpar sus diferentes justicias (10). Ni que hubieran sido las personas más astutas del mundo, capaces de robar, no como entran a saco los guerreros, sino como se roban unos a otros los jueces de lugar y los procuradores. Sería preciso que aquellos hombres de guerra hubieran formado un sistema general de política en todas las provincias del reino y en otros muchos reinos. Loyseau les hace discurrir como él discurría en la calma de su gabinete.

Diré más: si la justicia no era una dependencia del feudo, ¿por qué se ve en todas partes que el servicio del feudo consistía en ir al rey o al señor, lo mismo en sus tribunales que en sus guerras (11)?


Notas

(1) Cuando la ley no fijaba este derecho, era ordinariamente la tercera parte de lo que se daba por composición, como se ve en la Ley de los Ripuarios, cap. LXXXIX, que está explicada en la capitular III, del año 813, edición de Baluzio, tomo I, pág. 512.

(2) Es lo que aparece en el decreto de Clotario II, del año 695: FredUs tamen judicis, in cujus pago est, reservetur.

(3) Título LXXXIX.

(4) Capitulare incerti anni, cap. LVII; véase Baluzio, tomo I, pág. 515. - Debe notarse que lo llamado faida en los monumentos de la primera línea, es lo mismo que se llama bannum en los de la segunda, como vemos en la capitular de partibUs Sazoniae, del año 789.

(5) Véase la capitular de Villis (de Carlomagno), en la que se hallan inclusos los freda entre las mayores rentas de lo que llamaban villae o dominios del rey.

(6) Véanse las fórmulas III, IV y XVII en el libro I de Marculfo.

(7) Fórmulas II, III y IV, en Idem.

(8) Pueden verse las colecciones de estas cartas en la Historia de Francia por los RR. PP. Benedictinos; recomiendo, sobre todo, la inclusa al final del tomo V.

(9) Fórmulas III, IV y XIV del lib. I; véase también la Carta de Carlomagno del año 771, tomo I. Praecipientes jubemus ut nullus judex publicus ... homines ipsius ecclesiae et monasterii ipsius Morba censis, et qul super eorum terras manere, etc.

(10) Tratado de las justicias de los pueblos, por Loyseau.

(11) Véase Du Cange, en la palabra hominium.


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CAPITULO XXI

De la justicia territorial de las iglesias

Las iglesias adquirieron riquezas considerables. Sabemos que los reyes les dieron grandes fiscos, esto es, grandes feudos, y que desde el principio se hallaban establecidas las justicias en las iglesias. ¿Cuál sería el origen de un privilegio tan extraordinario? Estaba en la naturaleza de la cosa: los bienes donados a los eclesiásticos tenían este privilegio porque no se les quitaba. Al darse un fisco a la iglesia, llevaba las mismas prerrogativas que habría tenido si se hubiera hecho la donación a un leudo, porque no quedaba sujeto al servicio que el Estado habría obtenido de él si hubiera hecho a un laico la misma donación; ya lo hemos visto.

Las iglesias tuvieron, pues, el derecho dentro de su territorio, de hacer pagar las composiciones y de exigir el fredum; y como tal derecho implicaba necesariamente el de impedir la entrada en el territorio a los oficiales reales para que en él administraran justicia, por no haber allí más jurisdicción que la eclesiástica, se llama a este derecho inmunidad en el estilo de las fórmulas (1), de las cartas y de las capitulares.

La ley de los Ripuarios (2) prohibe a los libertos de las iglesias (3) el celebrar junta para administrar justicia (4), no siendo en la misma iglesia que los manumitió; no podían hacerlo en otra parte. Por consiguiente administraban justicia aun a los hombres libres, y tenían sus audiencias desde que se fundó la monarquía.

Veo en las vidas de los Santos (5) que Clodoveo le dió a un santo personaje la potestad sobre un territorio de seis leguas, mandando que quedase libre de otra jurisdicción cualquiera. Yo creo firmemente que esto es falso, pero es una falsedad muy antigua; la vida y las imposturas se amoldan a las leyes y costumbres del tiempo y lo que aquí buscamos es esas leyes y esas costumbres (6).

Clotario II dispone que los obispos o magnates que poseían tierras en países lejanos, designen personas del mismo lugar para administrar justicia y recibir los emolumentos (7).

El mismo príncipe resolvió las competencias entre los jueces eclesiásticos y los oficiales del rey (8). La capitular de Carlomagno del año 802, prescribe a los obispos Y abades las cualidades que han de tener sus oficiales de justicia. Otra capitular del mismo príncipe (9) ordena a sus reales funcionarios que no ejerzan jurisdicción alguna sobre los que cultivan las tierras eclesiásticas (10), a no ser que se hicieran cultivadores fraudulentamente para eximirse de las cargas públicas. Los obispos, congregados en Reims, declararon que los vasallos de las iglesias estaban comprendidos en la inmunidad (11). La capitular de Carlomagno del año 806, manda que las iglesias ejerzan la justicia criminal y civil sobre todos los que habiten en sus respectivos territorios (12). Finalmente, la capitular de Carlos el Calvo (13) distingue las jurisdicciones del rey, de los señores y de las iglesias. Sobre esto, no tengo más que decir.


Notas

(1) Véase en el libro I de Marculfo las fórmulas III y IV.

(2) Ne alicui nisi ad ecclesiam, ubi relaxati sunt, mallum teneant. (Título LVIII, primer párrafo).

(3) Tabulariis.

(4) Mallum.

(5) Vita Sancti Germeri, episcopi Tolosani, apud Bollandianos, 16 Maii.

(6) Véase también la Vida de San Melanio.

(7) En el concilio de París, año 615: Episcopi, vel potentes qui in aliis possident regionibus, judices vel missos discussores de aliis provinciis non instituant, nisi de loco, qui justitiam percipiant et aliis reddant. (Art. 19). Puede verse además el art. 12.

(8) En el mismo concilio de París del año 615, art. 5.

(9) Está en la Ley de los Lombardos, lib. II, tít. XLIV, cap. II, edición de Lindembrock.

(10) Servi aldiones, libellarii antiqui, vel alii noviter facti (Idem).

(11) Carta del año 858, art. 7, en las Capitulares, pág. 108.

(12) Esta capitular está añadida a la Ley de los Bávaros, art. 8. - Véase también el art. 3 de la edición de Lindembrock, pág. 444. Imprimis omnium jubendum est ut habeant ecclesim earum justitias, et in vita illorum qui habitant in ipsis ecclesiis et post, tam in pecuniis, quam et in substantiis earum.

(13) Del año 857, in synodo apud Caristacum, art. 4, edic. de Baluzio, pág. 96.


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CAPÍTULO XXII

Las justicias estaban establecidas antes de acabarse la segunda línea

Se ha dicho que durante el desarreglo de la segunda linea fue cuando los vasallos se arrogaron la justicia en sus fiscos; era más fácil sentar una proposición general que examinarla, y se ha preferido decir que los vasallos no poseían, más bien que averiguar cómo poseían. Pero las justicias no son las hijas de las usurpaciones; se derivan del primer establecimiento y no de su corrupción.

El que mate a un hombre, dice la ley de los Bávaros, (1), pagará la composición a los parientes del muerto; y si no los tiene, la pagará al duque o a la persona a quien se hubiera recomendado durante su vida. Sabido es lo que era recomendarse para un beneficio.

Aquel a quien le quitaran el esclavo, dice la ley de los Alemanes (2), acudirá al príncipe de quien el raptor dependa a fin de obtener la composición.

Si un centenario, se dice en el decreto de Childeberto del año 595, sorprende a un ladrón en una centena que no es la suya, o en los limites de nuestros fieles, y no lo echa de allí, quedará en el lugar del ladrón si no se purifica por el juramento. Había, pues, diferencia entre el territorio de los fieles y el de los centenarios En una constitución de Pipino (3), rey de Italia, hecha para los Francos tanto como para los Lombardos, el príncipe, después de imponer penas a los condes y a todos los oficiales del rey que prevariquen o sean morosos en funciones de justicia, manda que si un Franco o un Lombardo en posesión de un feudo no quiere hacer justicia, quedará suspenso del feudo mientras el juez o su enviado la hacen (4).

Una capitular de Carlomagno (5) prueba que los reyes no percibían los freda en todas partes. Otra del mismo príncipe (6) nos enseña que ya existían reglas feudales y el tribunal feudal. En otra de Ludovico Pío se dispone que el que tiene un feudo, si no administra justicia o impide que se administre, mantenga a su costa a los enviados para administrarla. Citaré aún otras dos capitulares de Carlos el Calvo: una del año 861, que confirma la existencia de jurisdicciones particulares, y otra de 864 en la que el príncipe hace la distinción entre los señoríos de los particulares y sus propios señoríos (7).

No se encuentran concesiones primitivas de fundación de feudos porque éstos se fundaron al hacerse la repartición de tierras entre los vencedores. Por eso no puede comprobarse con escrituras originales que las justicias estuvieran anejas a los feudos en sus comienzos. Pero lo dicen las fórmulas de confirmaciones o traspasos de los mismos feudos a perpetuidad, lo cual es suficiente para ver que en ellos estaba ya establecida la justicia, como una de las principales prerrogativas del feudo.

Para probar el establecimiento de la justicia patrimonial de las iglesias en sus territorios, tenemos más documentos que para demostrar lo mismo con relación a los particulares. Y sucede así por dos razones: primera, que los monjes se cuidaron de recoger y archivar todos los escritos de utilidad para sus monasterios; segunda, que habiéndose formado el patrimonio de las iglesias mediante concesiones que derogaban en parte el orden establecido, se necesitaban cartas para ello. Las concesiones hechas a los leudos, siendo consecuencias del orden político, no exigían que se tuviera una carta particular y mucho menos que se conservara.

De todos modos la tercera fórmula de Marculfo (8) es bastante prueba de que el privilegio de inmunidad, y, por consiguiente, el de justicia, era común a eclesiásticos y seglares, puesto que se hizo para unos y otros. Lo mismo se advierte en la constitución de Clotario II (9).


Notas

(1) Titulo III, cap. XIII, edic. de Lindembroek.

(2) Titulo LXXXV.

(3) Inserta en la Ley de los Lombardos, lib. II, tit. LII.

(4) Et si lorsitan Francus aut Longobardus habens beneficium justitiam lacere noluerit, ille judex in cujus ministerio fuerit, contradicat illi beneficium. suum, interim, dum ipse aut missus ejus justitiam faciat. (Ley de los Lombardos, lib. II, tit. LII, que corresponde a la Capitular de Carlomagno del año 779, art. 21).

(5) La tercera del año 812, art. 16.

(6) Segunda capitular de 813, arts. 14 y 20.

(7) Ambas en la edición de Baluzio; la de 861 en el tomo II, pág. 152, y la de 864 en el tomo II, pág. 18.

(8) Libro I. Maximum regni nOstri augere credimus monimentum, si beneficia opportuna locis ecclesiarum, aut cui volueris dicere, benivola deliberatione concedimus.

(9) Episcopi vel potentes.


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CAPÍTULO XXIII

Idea general del libro acerca del Establecimiento de la monarquía francesa en las Galias por el abate Dubos

Antes de terminar este libro, examinemos someramente el del abate Dubos; conviene hacerlo así, porque si él está en lo cierto yo estoy equivocado, puesto que están, en contradicción constante su obra y mis ideas.

La obra del abate Dubos ha alucinado a mucha gente, por estar escrita con mucho arte; porque en ella se da continuamente por seguro lo que es dudoso; porque donde faltan las pruebas se multiplican las probabilidades; porque se convierten en principios meras conjeturas, sacando de ellas como consecuencia otra infinidad de conjeturas. El lector olvida que ha dudado para empezar a creer. Y como hay una gran erudición, colocada no en el sistema, sino al lado del sistema, el pensamiento se distrae con los accesorios y no se fija en lo principal. Tantas investigaciones, por otra parte, no permiten imaginar siquiera que realmente no se ha descubierto nada: lo largo del viaje hace creer que se llegó a su fin.

Pero examinando bien, lo que se encuentra es, un coloso con los pies de barro; precisamente por tener los pies de barro es tan coloso. Si el sistema del abate Dubos tuviera cimientos firmes, no habría necesitado el autor escribir tres mortales volúmenes para probar su certeza: lo hubiera encontrado todo en su mismo tema; y sin irse a buscar a un lado y a otro lo que, estaba lejos del asunto, la razón misma se hubiera encargado de eslabonar la verdad en la cadena de las verdades. La historia y nuestras leyes le hubieran dicho: No os canséis tanto; aquí estamos nosotras para dar testimonio de lo que decís.


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CAPÍTULO XXIV

Continuación de la misma materia

El abate Dubos ha pretendido desvanecer todo vislumbre de idea de que los Francos vinieran a las Galias como conquistadores; según él, nuestros reyes no hicieron más que acudir al llamamiento de los pueblos y suceder en sus derechos a los emperadores romanos.

Semejante pretensión no puede aplicarse a los días en que Clodoveo penetró en las Galias tomando y saqueando las ciudades; ni tampoco es aplicable al tiempo en que derrotó a Siagrio, capitán romano, conquistando el país que éste ocupaba: sólo puede convenir a aquel otro tiempo en que el citado invasor, dueño ya por la violencia, de una gran parte de las Galias, pudo ser aceptado por el resto del país. Y no basta que recibieran a Clodoveo; se quiere que lo llamaran, que lo eligieran, que el amor de los pueblos invocara su dominación. El abate Dubos debe probar que los pueblos prefirieron la dominación de Clodoveo a seguir viviendo sujetos a los Romanos. Según el abate Dubos, los Romanos de la parte de las Galias no invadida aún por los bárbaros, eran de dos clases: unos formaban la confederación armoricana y habían expulsado a los oficiales del emperador para gobernarse por sus propias leyes y defenderse ellos mismos de los bárbaros; otros obedecían a los oficiales imperiales. Por ventura ¿prueba el abate Dubos que estos últimos llamaron a Clodoveo? De ningún modo. ¿Prueba acaso que lo llamaron los de Armórica ni que trataron o contrataron con él? Tampoco. Lejos de decirnos cuál fue la suerte de esta República, ni siquiera ha podido probarnos su existencia; y aunque la sigue desde el tiempo de Honorio hasta la conquista de Clodoveo, aunque refiere con supremo arte los acontecimientos de la época, la tal República no aparece por ninguna parte. En efecto, hay mucha diferencia entre hacernos ver en un pasaje de Zósimo (1) que en los días de Honorio se rebelaron contra el poder de Roma, así la Armórica como las demás provincias de las Galias, y de mostrarnos que a despecho de las repetidas pacificaciones subsistió independiente la República de los armoricanos hasta la conquista de Clodoveo. Para dar por sentado todo esto harían falta pruebas concluyentes y precisas.

Faltando esta base, es fácil comprender que todo el sistema del abate Dubos se venga a tierra; siempre que deduzca alguna consecuencia del principio de que los Francos no conquistaron las Galias sino que los Romanos mismos los llamaron, se le podrá negar exactitud.

El abate Dubos sostiene su principio alegando las dignidades romanas de que fue revestido Clodoveo, y supone que éste sucedió a Chilperico, su padre, en el empleo de jefe superior de la milicia; pero ambos empleos, el del hijo y el del padre, no han existido más que en la mente de Dubos. Se funda en la carta de San Remigio a Clodoveo, que es simplemente una carta de albricias por su elevación al trono. Conocido el objeto de un escrito ¿porqué ha de atribuírsele otro que no tiene?

Clodoveo, hasta el fin de su reinado, fue nombrado cónsul por el emperador Anastasio; pero ¿qué derechos podía darle una autoridad que era solamente anual? Puede creerse, dice el abate Dubos, que en el mismo diploma le nombraba procónsul; yo digo que también puede creerse que no le nombraba. Es un supuesto, no es un hecho; es un supuesto que no se funda en nada; la autoridád del que lo niega es igual a la autoridad del que lo afirma. Tengo otra razón: Gregorio de Tours, que habla del consulado, nada dice del proconsulado. Y aun dando por cierto el proconsulado, habría durado seis meses. Clodoveo murió año y medio después de ser nombrado cónsul, y no es posible que se hiciese cargo hereditario el proconsulado. En fin, cuando le confirieron el consulado, y el proconsulado si se quiere, ya era dueño de la monarquía y estaban establecidos todos sus derechos.

La segunda prueba que alega el abate Dubos, es la cesión que hizo el emperador Justiniano a los hijos y nietos de Clodoveo de los derechos del imperio sobre las Galias. Mucho habría que decir de esta cesión. Fácil es apreciar la importancia que le dieron los reyes Francos por la manera de ejecutar sus condiciones. Por otra parte, los reyes de los Francos eran dueños de las Galias y soberanos pacíficos. En las Galias, no poseía Justiniano ni una sola pulgada de terreno; el imperio de Occidente ya hacía tiempo que estaba destruído. La monarquía de los Francos estaba ya establecida, estaba hecho el reglamento de su fundación, estaban convenidos los derechos recíprocos de las personas y de las varias naciones que vivían en la monarquía y dadas por escrito las leyes de las diversas naciones. ¿Qué añadía una cesión extranjera a un establecimiento ya constituído?

¿Y qué consecuencias quiere sacar el abate Dubos de las declamaciones de aquellos obispos que, en medio del desorden, la confusión, la caída del Estado, la calamidad de la conquista, procuran lisonjear al vencedor? ¿Qué supone la lisonja, ni qué la debilidad del que se ve obligado a lisonjear? ¿Qué prueban la retórica y el empleo mismo de estas artes? ¿Quién puede poner en duda que el clero se alegraría de la conversión de Clodoveo ni que de ella supiera aprovecharse? Pero al mismo tiempo, ¿quién dudará que los pueblos padecían todos los estragos y horrores de la conquista y que el gobierno romano cedería al germánico? Los Francos no pudieron ni quisieron mudarlo todo, manía que ha sido poco frecuente en los conquistadores. Las consecuencias que saca el abate Dubos serían más verdaderas, si los invasores, además de no mudar nada en los Romanos, se hubieran transformado ellos mismos.

Siguiendo el método del abate Dubos, yo probaría que los Griegos no conquistaron la Persia. Hablaría ante todo de los tratados que algunas de sus ciudades celebraron con los Persas; hablaría también de los Griegos que estuvieron a sueldo de los Persas, como hubo Francos a sueldo de los Romanos. Si entró Alejandro en el territorio de los Persas y luego sitió, tomó y destruyó la ciudad de Tiro, esto sería un negocio privado como el de Siagrio: pero veamos cómo el pontífice de los Judíos sale a recibirlo; oigamos el oráculo de Júpiter Ammón; recordemos cómo le había sido vaticinado a Gordio; contemplemos cómo todas las ciudades, por decirlo así, corren a su encuentro y cómo llegan presurosos los sátrapas y los grandes. Vístese Alejandro a la manera de los Persas: he aquí la toga consular de Clodoveo. ¿Y no le ofrece Darío la mitad de su reino? ¿No es asesinado el monarca persa como un tirano? Su madre y su mujer ¿no lloran la muerte de Alejandro? Quinto Curcio, Arriano, Plutarco, ¿eran contemporáneos de Alejandro? ¿No nos ha dado la imprenta luces que aquellos autores no tenían (2)? Ahí tenéis pues la historia del Establecimiento de la monarquía francesa en las Galias.


Notas

(1) Historia, lib. VI.

(2) Véase el discurso preliminar de Dubos.


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CAPÍTULO XXV

De la nobleza francesa

El abate Dubos sostiene que en los primeros tiempos de nuestra monarquía no había entre los Francos más que un solo orden de ciudadanos. Esta pretensión, injuriosa para la calidad de nuestras familias más antiguas, no lo es menos para la sangre ilustre de las tres excelsas casas que reinaron sucesivamente. Si fuera así, el origen de su grandeza no iría a perderse en la obscuridad de los más remotos siglos; habría habido un tiempo en que hubieran sido familias iguales a las otras; y para dar por nobles a Chilperico, Pipino y Hugo Capeto habríamos de buscar su origen entre los Romanos o entre los Sajones, es decir, las naciones subyugadas.

Su opinión la funda el abate Dubos en la ley sálica (1). Según esta ley, dice Dubos, claro es que no había dOs órdenes de ciudadanos entre los Francos. Señalaba dicha ley doscientos sueldos de composición por la muerte de un Franco, fuese quien fuese (2). Como entre los Romanos había composiciones de trescientos, de doscientos y de cuarenta y cinco sueldos, y como la diferencia entre las composiciones constituía la principal distinción, dice el abate que entre los Francos había un solo orden de ciudadanos y tres entre los Romanos.

Es sorprendente que su mismo error no le hiciera descubrir que se equivocaba. En efecto, hubiera sido muy raro que los nobles romanos, viviendo bajo la dominación de los Francos, tuvieran mayor composición que los más ilustres personajes y los grandes capitanes de sus dominadores. ¿Hay algún indicio de que el pueblo vencedor se respetara tan poco, respetando tanto a los vencidos? Además el abate Dubos cita las leyes de las otras naciones bárbaras, las cuales prueban que en todas ellas había diversos órdenes de ciudadanos, y sería muy extraordinario que esta regla general no comprendiera a los Francos. Esta sola consideración debiera haberle movido a pensar que entendía mal o no aplicaba bien los textos de la ley sálica; y así le ha sucedido, en efecto.

Como al decir de Dubos no había más que un orden de personas entre los Francos, lo regular sería que tampoco hubiera más que uno entre los Borgoñones puesto que su reino era una de las principales partes de la monarquía. Pero en los códigos de este pueblo hay tres clases de composiciones: una para el noble borgoñón o romano, otra para el borgoñón o romano de mediana condición y una tercera para los de ambas naciones que fueran de condición inferior (3). El abate Dubos no hace mención de esta ley.

Es curioso ver cómo evita los pasajes que no le dejan salida. Si se le habla de los grandes, de los señores, de los nobles, dice que estas distinciones particulares no indican diversidad de órdenes, por ser cosa de mera cortesía y no prerrogativas de la ley; o bien que supone que esas personas serían del consejo del rey o tal vez fueran Romanos, porque los Francos no tenían más que un orden de ciudadanos. Por otra parte, si se habla de Francos de clase inferior, dice que son siervos (4), e interpreta así el decreto de Childeberto.

Sobre este decreto necesito decir algo. El abate Dubos lo ha hecho famoso al valerse de él para probar dos cosas: una, que todas las composiciones que se encuentran en las leyes de los bárbaros eran sólo intereses civiles agregados a las penas corporales, y esto destruye por su base todos los antiguos monumentos; otra, que todos los hombres libres eran juzgados directamente por el rey, lo que está desmentido por multitud de pasajes y de autoridades que nos dan a conocer el orden judicial de aquella época. En el decreto de Childeberto de que estoy hablando, se dice que si el juez encontraba a un ladrón famoso lo hiciera amarrar para mandarlo a la presencia del rey, si fuere un Franco (Francus); pero que si es una persona más débil (debilior persona), se le ahorque allí mismo (5). Según el abate Dubos, francus es el hombre libre; debilior persona es el siervo. Supongamos por el momento que yo ignoro lo que aquí significa la palabra francus, y pasemos a examinar qué debe entenderse por debilior persona. Digo que en cualquier lengua todo comparativo supone tres términos: el mayor, el menor y el ínfimo. Si aquí sólo se tratara de hombres libres y de siervos, se habría dicho un siervo y no un hombre de menor poder. Por tanto, debilior persona quiere decir, no siervo, sino inferior al siervo. En tal supuesto francus no puede significar hombre libre, sino hombre poderoso; y en esta acepción se toma dicha palabra, porque entre Francos estaban siempre los que tenían más poder en el Estado y les era más difícil al juez o al conde el corregir. Esta explicación concuerda con gran número de capitulares que citan los casos en que los delincuentes podían ser enviados ante el rey y aquellos otros en que no debían serlo.

Se lee en la vida de Ludovico Pío, escrita por Tegán (6), que los obispos fueron los principales causantes de la humillación de dicho emperador, especialmente los que habían sido siervos o habían nacido entre los bárbaros. El citado autor de la vida de Ludovico Pío apostrofa de esta manera al arzobispo Hebón, a quien Ludovico había sacado de su servidumbre y le había nombrado arzobispo de Reims: ¿Qué pago ha tenido el emperador por tantos beneficios? Te ha hecho libre y no noble; no ha podido hacerte noble después de haberte dado la libertad (7).

Estas palabras, que prueban tan formalmente la existencia de dos órdenes de ciudadanos, nada significan para el abate Dubos, quien responde así: Este pasaje no quiere decir que Ludovico Pío no hubiese podido hacer entrar a Hebón en el orden de los nobles. Hebón, como arzobispo de Reims, era del orden más elevado, superior al de la nobleza misma (8).

Dejo al lector que decida lo que quiere decir este pasaje; queda a su juicio si se trata aquí de alguna precedencia de la clerecía sobre la nobleza. Este pasaje, prosigue Dubos, prueba solamente que los ciudadanos nacidos libres se calificaban de nobles hombres; eh el lenguaje social, noble hombre y hombre libre por su nacimiento siempre ha sido lo mismo. Según esto, ¡por haber tomado algunos burgueses de nuestros días la calidad de nobles hombres, se aplicará a esa clase de personas un pasaje de Ludovico Pío!

También puede ser, agrega, que Hebón no hubiera sido esclavo en la nación de los Francos, sino en la de los Sajones o en otra nación bárbara en que los ciudadanos se hallaba divididos en diversos órdenes. Es decir, que por el puede ser del abate Dubos, no habría habido nobleza en la nación de los Francos. Hemos visto que Tegán (9) distingue entre los obispos que se opusieron a Ludovico Pío, de los cuales unos habían sido siervos y otros habían salido de una nación bárbara: Hebón era de los primeros, no de los segundos. Por otra parte, ¿cómo puede decirse que un siervo, cual era Hebón, sería Sajón o Germano?

Un siervo no tiene familia ni nación. Ludovico Pío emancipó a Hebón; y como todos los libertos seguían la ley de sus amos, Hebón quedó hecho Franco y no Sajón o Germano.

He atacado; ahora necesito defenderme. Se me dirá que el cuerpo de los antrustiones formaba en el Estado un orden distinguido entre el orden de los hombres libres; pero que habiendo sido los feudos al principio amovibles y más tarde vitalicios, no podía constituír una nobleza de origen, puesto que sus prerrogativas se hallaban unidas a un feudo hereditario. Sin duda es esta la objeción que indujo a M. de Valois a pensar que no había más que un orden de ciudadanos entre los Francos, idea que el abate Dubos tomó de él, echándola a perder a fuerza de malas pruebas. Sea como fuere, no sería el abate Dubos el llamado a formular esta objeción; porque habiendo reseñado tres órdenes de nobleza romana y fundado el primero en la calidad de conviva del rey, no hubiese podido decir que este título indicase una nobleza de origen mejor que el de antrustión. Pero es necesaria una respuesta directa. Los antrustiones o fieles no adquirían esta calidad por poseer un feudo, sino que se les daba un feudo por tener la categoría de fieles o antrustiones. Recuérdese lo que expresado queda en los primeros capítulos de este libro: no tenían entonces, ni después tampoco, el mismo feudo; pero si no tenían el mismo tenían otro, ya porque se daban a menudo en las asambleas de la nación, ya porque, así como los nobles estaban interesados en tenerlos, al rey le interesaba otorgarlos. Eran familias que se distinguían por su dignidad de fieles y por su prerrogativa de poder recomendarse para un feudo. En el libro siguiente (10) se verá cómo, por las circunstancias de aquel tiempo, hubo hombres libres que fueron admitidos a gozar de esta prerrogativa y, como consecuencia, a ingresar en el orden de la nobleza. Esto no sucedió en tiempo de Gontrán ni en el de Childeberto su sobrino, pero sí en el de Carlomagno. Pero aunque desde el tiempo de este príncipe no fuesen los hombres libres incapaces de poseer feudos, parece por un pasaje de Tegán que los siervos emancipados estaban excluídos en absoluto de ellos. El abate Dubos (11), que acude a Turquía para darnos una idea de lo que era la antigua nobleza de Francia, ¿nos dirá si alguna vez ha habido quejas en Turquía por concederse honores y dignidades a personas de baja extracción, como las hubo en los reinados de Ludovico Pío y de Carlos el Calvo? No las hubo en tiempo de Carlomagno, porque este príncipe distinguió siempre a las familias antiguas de las nuevas, en lo que no le imitaron ni Carlos el Calvo ni Ludovico Pío.

Recuerde el público y no olvide jamás que es deudor al abate Dubos de muchas composiciones excelentes: por tan hermosos libros debe juzgarle, no por el otro al cual nos referimos. En la obra de que hablamos, ha incurrido el abate Dubos en graves faltas por haber escrito pensando más en el conde de Boulainvilliers que en la cuestión que trataba. De todas mis críticas no sacaré más que esta reflexión: si hombre tan grande se ha equivocado, ¿qué no debo yo temer?


Notas

(1) Véase el Establecimiento de la monarquía, tomo III, lib. VI, cap. IV.

(2) Cita el art. XLIV de la Ley Sálica y varios titulos de la Ley de los Ripuarios.

(3) Ley de los Borgoñones, tit. XXVI, arts. 1, 2 Y 3.

(4) Establecimiento de la monarquía francesa en las Galias, cap. V, págs. 319 y 320.

(5) Itaque colonia convenit et ita bannivimus, ut unusquique judex criminosum latronem ut audierit, ad casam suam ambulet, et sipum ligare faciat; ita ut, si francUs fuerit, ad nostram praesentiam dirigatur; et si debilior persona fuerit, in loco pendatur.

(6) Capítulos XLIII y XLIV.

(7) O qualem remunerationem reddidiste eil Fecit te liberum, non nobilem, quod impossibili est post libertatem.

(8) Establecimiento de la monarquía, tomo III, lib. IV, cap. IV, pág. 316.

(9) De gestis Ludovici Pii, caps. XLIII y VLIV.

(10) Capítulo XXIII.

(11) Establecimiento de la monarquía francesa, tomo III, lib. VI, cap. IV, pág. 302.


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