Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO XXXI

Teoría de las leyes feudales entre los francos con relación a las revoluciones de su monarquía.

(Segundo archivo)


XVII. Particularidad en la elección de los reyes de la segunda línea. XVIII. Carlomagno. XIX. Continuación de la misma materia. XX. Ludovico Pío. XXI. Continuación de la misma materia. XXII. Continuación de la misma materia. XXIII. Continuación de la misma materia. XXIV. Los hombres libres lIegaron a poseer feudos. XXV. Causa principal de la debilitación de la segunda línea. Cambio en los alodios. XXVI. Mudanza en los feudos. XXVII. Otra mudanza en los feudos. XXVIII. Mudanzas en los grandes empleos y en los feudos. XXIX. De la naturaleza de los feudos desde el reinado de Carlos el Calvo. XXX. Continuación de la misma materia. XXXI. De cómo el imperio salió de la casa de Carlomagno. XXXII. De cómo la Corona de Francia pasó a la casa de Hugo Capeto. XXXIII. Algunas consecuencias de la perpetuidad de los feudos. XXXIV. Continuación de la misma materia.


CAPÍTULO XVII

Particularidad en la elección de los reyes de la segunda línea

Los reyes eran ungidos y bendecidos, como se ve en la fórmula de la consagración (1); y los señores franceses quedaban obligados so pena de interdicción y excomunión, a no elegir nunca un rey de otro linaje (2).

Según los testamentos de Carlomagno y Ludovico Pío, los Francos hacían la elección entre los hijos del rey. Cuando pasó a otra casa la soberanía, cesó la restricción en la facultad de elegir.

Cuando Pipino entendió que se acercaba la hora de su muerte, convocó en Saint-Denis a los señores eclesiásticos y laicos (3); allí repartió el reino entre sus dos hijos. No se conservan las actas de aquella junta; pero se sabe lo ocurrido en ella por la antigua colección histórica, sacada a la luz por Canisio (4), y también por los Anales de Metz. Advierto allí dos cosas contradictorias hasta cierto punto: que Pipino hizo la repartición con el consentimiento de los grandes y que luego la llevó a cabo en uso de un derecho paternal. Esto prueba, que el derecho del pueblo era el de elegir en la familia; en realidad, era un derecho de excluir más bien que un derecho de elegir.

Esta especie de derecho de elección se encuentra confirmada por los monumentos de la segunda línea, como, por ejemplo, aquella capitular de Carlomagno que divide el imperio entre sus tres hijos, en la cual, después de asignar su parte a cada uno, dice que: si uno de los tres hermanos tuviera un hijo que el pueblo quiera elegir para suceder a su padre, sus tíos consientan en ello.

Hallamos la misma disposición en el reparto que hizo Ludovico Pío en la asamblea de Aquisgrán, el año 837 entre sus tres hijos Pipino, Luis y Carlos; y aun en otro reparto hecho veinte años antes por el mismo emperador entre Lotario, Pipino y Luis. Véase también el juramento que prestó Luis el Temerario, en Compiegne, en el acto de su coronación : Yo Luis, constituído rey por la misericordia de Dios y la elección del pueblo, prometo ... Lo que digo está confirmado por las actas del Concilio de Valence, celebrado el año 890 para elegir a Luis, hijo de Bosón, como rey de Arles (5). Eligióse rey, aduciendo como principales razones para elegirlo, que era de la familia imperial (6), que su tio Carlos el Craso le había dado la dignidad de rey, y que el emperador Arnulfo lo había investido con su cetro y por ministerio de sus embajadores. Como los demás reinos desmembrados o no del imperio de Carlomagno, el de Arles era electivo y hereditario.


Notas

(1) Historia de Francia, por los Benedictinos, t. V, pág. 9.

(2) Ut unquam de alterius lumbis regem in aevo praesumant eligere, sed ex ipsorum. (Idem, pág. 10).

(3) El año 768.

(4) Lectionis antiquae, tomo II.

(5) Dumont, Corpe diplomatique, tomo I, art. 86.

(6) Por las hembras.


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CAPÍTULO XVIII

Carlomagno

Carlomagno delimitó el poder de la nobleza, puso a raya el clero y cortó abusos de los hombres libres. El fue quien introdujo en los órdenes del Estado un temperamento de equilibrio, para ser el árbitro, como lo fue. Todo lo unió la fuerza de su genio; el imperio se mantuvo gracias a la grandeza de su jefe: príncipe, era grande, y hombre, lo era más. Los reyes, sus hijos, fueron sus primeros súbditos, instrumentos de su política y dechados de obediencia. Dictó reglamentos admirables; hizo más: conseguir que fueran observados. El talento de Carlomagno se difundió por todas las partes del imperio. En sus leyes se descubre un espíritu de previsión que todo lo abarca y una fuerza que todo lo domina; quitan los pretextos para eludir los deberes, corrigen las negligencias y precaven o enmiendan los abusos (1). Con amplitud de miras y sencillez de acción, no le supera nadie en hacer las cosas grandes con facilidad y las difíciles con prontitud. Sabe castigar; sabe mejor perdonar. Recorría sin parar su inmenso imperio, acudiendo a sostenerlo donde amenazaba ruina. Jamás hubo príncipe que tanto afrontase los peligros ni que mejor los evitara. Se burlaba de los riesgos que casi siempre amagan a los conquistadores, es decir, de las conspiraciones. Este príncipe tan prodigioso era la templanza misma; su carácter, sus modales y sus gustos no podían ser más suaves; fue quizá demasiado mujeriego, pero bien merece la indulgencia quien pasó la vida trabajando, gobernando siempre por sí mismo. Puso medida en sus gastos y aumentó el valor de sus dominios con cuidado y prudencia. En sus capitulares se ve el manantial puro y sagrado del que sacó sus riquezas. Añadiré solamente dos palabras más: ordenó que se vendieran las hierbas inútiles de sus jardines y los huevos de sus gallineros, él, que había repartido entre sus pueblos todas las riquezas de los Lombardos y los tesoros inmensos de los Hunos, aquellos bárbaros que habían despojado al universo.


Notas

(1) Véanse especialmente las capitulares III del año 811 y I del año 812.


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CAPÍTULO XIX

Continuación de la misma materia

Carlomagno y sus inmediatos sucesores témieron que las personas destinadas a lugares lejanos sintieran propensión a rebelarse, y creyendo que encontrarían docilidad en la gente de iglesia, erigieron en Alemania muchos obispados con grandes feudos. Consta por algunos privilegios que las cláusulas referentes a las prerrogativas de estos feudos no se diferenciaban de las comunes en tales concesiones, aunque veamos hoy a los principales eclesiásticos de Alemania ostentando la soberanía. Sea como quiera, se establecieron dichos obispados para que fuesen antemural de los príncipes contra los Sajones. Aquellos príncipes que desconfiaban de los leudos ponían su confianza en los obispos, sin considerar que, lejos de servirse de los vasallos contra el príncipe, necesitarían la protección de éste contra sus vasallos.


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CAPÍTULO XX

Ludovico Pío

Estando Augusto en Egipto mandó abrir la tumba de Alejandro; le preguntaron si quería que se abrieran las de los Tolomeos, y dijo que no, pues él había deseado ver el rey y no los muertos. Así en la historia de la segunda línea se busca a Pipino y Carlomagno, pues se quiere ver a los reyes y no a los muertos. Un príncipe, juguete de sus pasiones e indiscreto aun en sus virtudes, que no conoció nunca su fuerza ni su debilidad, que no supo granjearse el amor ni el temor, que teniendo pocos vicios en el corazón tenía muchos defectos en el entendimiento, fue quien tomó en manos las riendas del imperio que había regido un Carlomagno.

Cuando el universo derramaba lágrimas por la muerte de su padre, lo primero que hace para ir a ocupar su puesto es ordenar la prisión de todos los que habían contribuído a la corrupción de sus hermanas. Esto produjo escenas sangrientas: era obrar con imprudencia, con precipitación. La mala conducta de sus hermanas era una cuestión doméstica, y él empezaba por vengar ofensas particulares, sublevando los ánimos antes de ceñirse la Corona.

Mandó que sacaran los ojos a Bernardo su sobrino, rey de Italia, que había venido para implorar su clemencia y tardó poco en morir: esto multiplicó el número de sus enemigos. El temor que le inspiraban sus hermanos fue causa de que mandara torturarlos, y el número de sus enemigos aumentó aún más.

Tales actos fueron censurados con severidad por todo el mundo, diciéndose en todas partes que había violado su juramento y las promesas solemnes que había hecho a su padre (1).

Muerta la emperatriz Hirmengarda, que le había dado tres hijos, se casó con Judit y tuvo con ella un hijo más. En seguida, uniendo las complacencias de un marido anciano a las de un rey viejo, introdujo en su familia tal desorden, que trajo la ruina de la monarquía.

Mudó repetidas veces las reparticiones que había hecho entre sus hijos, no obstante haber sido confirmadas por sus juramentos, los de sus hijos y los de los señores. Aquello era tentar la fidelidad de sus súbditos; era empeñarse en provocar dudas, escrúpulos y equívocos en la obediencia: era introducir la confusión en los derechos de los príncipes, cabalmente en un tiempo que, siendo escasas las fortalezas, el mejor baluarte de la autoridad era la fe prometida y la fe recibida.

Los hijos del monarca, para conservar sus respectivas herencias, recurrieron al clero, concediéndole derechos y privilegios inauditos. Agobardo le recordó a Ludovico Pío que había enviado Lotario a Roma para hacerle declarar emperador, y que para señalar las herencias de sus hijos, había consultado al cielo en tres días de ayuno y oraciones. ¿Qué podía esperarse de un príncipe supersticioso y a quien se atacaba con la misma superstición? Compréndese qué golpe recibió por dos veces la autoridad soberana con la prisión y la penitencia pública de semejante príncipe. Se quiso degradar al rey y fue la monarquía la degradada.

No es fácil explicarse cómo un príncipe que tenía muchas cualidades buenas, que no carecía de luces, que amaba el bien y que era hijo de Carlomagno, pudo tener tantos enemigos apasionados, violentos, irreductibles; enemigos insolentes en su humillación, resueltos a perderle (2). Y le hubieran perdido irremediablemente, si sus hijos, después de todo menos malos que ellos, hubieran sido capaces de seguir un plan y convenir en algo.


Notas

(1) Su padre le habia mandado que tuviera con sus hermanas, hermanos y sobrinos una clemencia sin limites (indeficientem miserieordiam). Véase Tegán, en la Colección de Duchesne, tomo II, pág. 276. - Véase en la misma colección, tomo II, pág. 295, la Vida de Ludovico Píó, de autor incierto.

(2) Véase la sumaria de su desgradación en el tomo II, pág. 331 de la Colección Duchesne. Véase además su Vida, de autor dudoso, quien dice: Tanto enim odio laborabat, ut taederet eos vita ipsius. (En la misma colección, tomo II, pág. 307).


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CAPÍTULO XXI

Continuación de la misma materia

La fuerza que Carlomagno había comunicado a la nación, le sirvió algún tiempo a Ludovico Pío para mantener el poderío del Estado y ser respetado por los extranjeros. El príncipe tenía un ánimo flojo, pero la nación era guerrera. La autoridad se eclipsaba en lo interior, sin que en lo exterior pareciera disminuír su poder.

Gobernaron la monarquía, sucesivamente, Carlos Martel, Pipino y Carlomagno. El primero halagó la avaricia de la gente de guerra; los otros dos la del clero; Ludovico Pío descontentó a unos y otros.

En la constitución francesa, el rey, la nobleza y la clerecía tenían en sus manos todo el poder del Estado. Carlos Martel, Pipino y Carlomagno se entendieron a veces con algunos de aquellos dos brazos para contentar al otro, y aun con ambos cuando lo exigían sus intereses; pero Ludovico Pío no se entendió jamás con ellos. Se indispuso con los obispos, dictando reglamentos que les parecieron demasiado rígidos o contrarios a sus conveniencias: hay leyes buenas que pueden ser intempestivas. Los obispos de aquel tiempo, acostumbrados a guerrear contra los Sajones y los Sarracenos, distaban mucho del espíritu monástico. Por otra parte, habiendo perdido su confianza en la nobleza, la ofendió Ludovico Pío elevando a personas sin merecimiento alguno. Privó a los nobles de sus empleos en palacio y los constituyó con extranjeros. Clérigos y nobles, al verse rechazados, abandonaron a Ludovico Pío.


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CAPÍTULO XXII

Continuación de la misma materia

Pero nada contribuyó tanto al descrédito de la monarquía y a su debilidad como la disipación del príncipe. Acerca de esto, debemos oír a Nitard, uno de nuestros historiadores más juiciosos, nieto de Carlomagno, adicto al partido de Ludovico Pío y que escribía la historia por mandato expreso de Carlos el Calvo.

Dice Nitard: Un tal Adelardo había ejercido tanto ascendiente sobre el ánimo del emperador, que éste no hacía más que su voluntad; instigado por él, dió los bienes fiscales a cuantos los quisieron, con lo cual aniquiló la República. De suerte que ejecutó en todo el imperio lo que he dicho que antes había hecho en Aquitania. El mal que hizo en Aquitania lo enmendó Carlomagno; pero después no había quien lo remediara.

Quedó el Estado tan empobrecido como lo encontrara Carlos Martel; y las circunstancias eran tales que ya no era posible restaurarlo autoritariamente.

El fisco se vió tan exhausto, que en tiempo de Carlos el Calvo no se mantenía a nadie en los honores ni a nadie se le concedía seguridad sino mediante dinero. Cuando se podía acabar con los Normandos, se les dejaba escapar a cambio de dinero. Y el primer consejo dado por Hinemar a Luis el Tartamudo fue que pidiese en una asamblea dinero para atender a los gastos de su casa (1).


Notas

(1) Crónica del monasterio de San Sergio, de Angers; véase en Duchesne, tomo II, pág. 401. - Véase la primera carta de Hinemar a Luis el Tartamudo.


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CAPÍTULO XXIII

Continuación de la misma materia

El clero tuvo motivo para arrepentirse de la protección que había otorgado a los hijos de Ludovico Pío. Este príncipe, lo he dicho ya, no dió nunca a los laicos (1) precepciones de los bienes de las iglesias; pero Lotario en Italia y Pipino en Aquitania abandonaron pronto el plan de Carlomagno para seguir el de Carlos Martel. Los eclesiásticos acudieron al emperador contra sus hijos, pero ellos mismos habían debilitado la autoridad que invocaban. En Aquitania, algo se la tuvo en cuenta; en Italia, no fue obedecida.

Las guerras civiles que habían turbado la vida de Ludovico Pío fueron causantes de las posteriores a su muerte; estaba en las primeras el germen de las últimas. Los tres hermanos, Lotario, Luis y Carlos cada cual por sí, bien quisieron atraerse la amistad y el concurso de los grandes; para eso dieron precepciones de las iglesias a los que se prestaron a seguirles.

Se ve en las capitulares, que estos príncipes tuvieron que ceder a las exigencias de los nobles a expensas de los clérigos, que se consideraron cada vez más oprimidos; y más oprimidos por los nobles que por los reyes. Parece que fue Carlos el Calvo el que más atacó al patrimonio del clero (2). De todos modos, las capitulares evidencian las continuas querellas entre el clero, que pretendía recuperar sus bienes, y la nobleza que rehusaba o difería la devolución.

El estado de cosas era lamentable en aquel tiempo: Ludovico Pío haciendo a las iglesias donaciones inmensas de sus dominios, y sus hijos repartiendo los bienes del clero entre los laicos. A menudo se vió que la misma mano, fundadora de abadías nuevas, despojaba las antiguas. El clero no tenía una situación estable; unas veces le daban y otras veces le quitaban, pero siempre salía perdiendo la Corona.

A fines del reinado de Carlos el Calvo, y posteriormente, apenas se vuelve a hablar de las disensiones del clero y de los laicos por la restitución o no restitución de los bienes de las iglesias. Los obispos, ciertamente, no dejaban de pedirla; vemos sus peticiones en la capitular del año 856 y en el artículo 8 de la carta que dirigieron a Luis el Germánico el año 858; pero pedían tales cosas y recordaban tantas promesas incumplidas, que seguramente formulaban sus reclamaciones sin ninguna esperanza de verlas atendidas.

Sólo se trató de remediar los males causados a la Iglesia y al Estado (3). Los reyes se obligaron a no quitarles a los leudos sus hombres libres y a no dar los bienes eclesiásticos por precepciones, de modo que el clero y la nobleza tuvieron para unirse un interés común.

Pero lo que más contribuyó a terminar las querellas fue la horrorosa devastación de los Normandos.

Los reyes, cada día más desprestigiados, no tuvieron más recurso que ponerse en manos de los clérigos. Mas el clero había debilitado a los reyes y los reyes habían debilitado al clero. En vano fue que Carlos el Calvo y sus inmediatos sucesores apelaran al clero para salvar al Estado de una completa ruina; en vano se valieron del respeto que tenían los pueblos a los monjes; en vano trabajaron por dar autoridad a sus leyes con la que tenían los cánones; en vano añadieron las penas eclesiásticas a las civiles; en vano dieron a cada obispo el título de enviado suyo en las provincias, para contrapesar la autoridad del conde (4); todo fue inútil: ya el clero no podia reparar el mal que había hecho; y al fin, lo que hizo fue echar por tierra la Corona.


Notas

(1) Véase lo que dicen los obispos en el Sínodo del año 845, apud Teudonis villam, art. 4.

(2) Véase la capitular in villa Sparnaco. del año 846.

(3) Capitular del año 851, art. 6 y 7.

(4) Véase el Sínodo del año 862. - Véase la capitular del año 876 in synodo Pontigonemi.


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CAPÍTULO XXIV

Los hombres libres llegaron a poseer feudos

He dicho que los hombres libres iban a la guerra al mando de su conde y los vasallos al mando de su señor; esto hacía que los órdenes del Estado se equilibrasen entre sí; y aunque los leudos tuviesen vasallos propios, podía mantenerlos el conde, que era el capitán de todos los hombres de la monarquía.

Estos hombres libres no podían pretender un feudo; pero esto era al principio; más adelante sí pudieron. Esta mudanza ocurrió en el tiempo transcurrido desde el reinado de Gontrán hasta el de Carlomagno. Pruebo que fue así, cotejando el tratado de Andely (1), que ajustaron Gontrán, Childeberto y la reina Brunequilda, la repartición que entre sus hijos llevó a efecto Carlomagno y otra semejante hecha por Ludovico Pío. Los tres documentos contienen disposiciones parecidas respecto a los vasallos; y como en los tres se tocan los mismos puntos, el espíritu y la letra resultan iguales en los tres.

Pero en lo tocante a los hombres libres, hay entre los tres documentos una diferencia capital. El tratado de Andely no dice que se les pueda encomendar un feudo; pero lo dicen, en cláusulas terminantes, las reparticiones de Carlomagno y de Ludovico Pío, demostrando que después del tratado de Andely se implantó un uso nuevo por el cual los hombres libres llegaron a tener capacidad para dichas encomiendas.

Debió suceder esto cuando Carlos Martel distribuyó los bienes de la Iglesia entre sus soldados, pues dándoles una parte en feudo, y otra parte en alodio, hubo de provocar una especie de revolución en las leyes feudales. Es verosímil que los nobles, que ya tenían feudos, creyeran más ventajoso para ellos recibir en alodios las nuevas donaciones, mientras los hombres libres se quedarían muy satisfechos, creyéndose bien favorecidos, con recibirlas en feudo.


Notas

(1) Del año 587.


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CAPÍTULO XXV

Causa principal de la debilitación de la segunda línea. Cambio de los alodios

Dispuso Carlomagno (1) que, a su muerte, los hombres de cada rey (Carlos, Pipino y Luis) recibieran beneficios en el reino de cada uno, no en los de los otros; pero que conservaran sus alodios en cualquier reino que los tuvieran. Añadía, sin embargo, que todo hombre libre, muerto su señor, podría recomendarse para un feudo en los tres reinos a quien quisiera, como el que nunca hubiera tenido señor (2). Iguales disposiciones encontramos en el repartimiento que hizo Ludovico Pío entre sus hijos el año 817 (3).

Pero aunque hubiere feudos para los hombres libres, la milicia del conde no mermabá; aquéllos seguían contribuyendo por su alodio y preparando gente para el servicio en la proporción de un hombre por cada cuatro mansos, o tenían, si no, que presentar abusos, mas fueron corregidos según lo que se desprende de las constituciones de Carlomagno (4) y Pipino rey de Italia (5), que se explican mutuamente.

Es muy cierto lo que dicen los historiadores de que la batalla de Fontenoy causó la ruina de la monarquía; pero séame permitido echar una mirada sobre sus funestas consecuencias.

Algún tiempo después de esta jornada, los tres hermanos Lotario, Luis y Carlos ajustaron un tratado (6) en el cual se leen ciertos artículos que debieron cambiar todo el estado político entre los Franceses.

En la manifestación (7) que hizo Carlos el Calvo para dar conocimiento al pueblo de la parte del tratado que le concernía, dice que todo hombre libre puede elegir por señor a quien le plazca, sea el rey o alguno de los señores (8). Antes del tratado, el hombre libre podía recomendarse para un feudo: pero su alodio seguía siempre sujeto a la jurisdicción del conde, no dependiendo del señor al que se había recomendado, sino en razón del feudo obtenido de él. Después del tratado, ya pudo cualquier hombre libre someter su alodio al rey o a otro señor. No se trata aquí de los que se recomendaban para un feudo, sino de los que hacían de su alodio un feudo, saliendo, por decirlo así, de la jurisdicción civil para quedar bajo la autoridad del rey o del señor que elegían.

De este modo, los que antes dependían meramente del rey en su calidad de hombres libres sujetos al conde, llegaron insensiblemente a ser vasallos unos de otros, puesto que todo hombre libre podía elegir por señor a quien quisiera, fuese el rey o alguno de los señores.

Resultó, además, que constituyendo en feudo una tierra que se poseía a perpetuidad, los nuevos feudos no pudieron ya ser vitalicios. Por eso encontramos una ley general, dictada poco después, para dar los feudos al hijo del poseedor; es de Carlos el Calvo, uno de los tres príncipes que contrataron (9).

En los días de Carlomagno, el vasallo que recibía de su señor alguna cosa, aunque no valiera más de un sueldo, ya no podía abandonarle (10). En tiempo de Carlos el Calvo no era así. Con Carlomagno lós beneficios eran más personales que reales; después, más reales que personales.


Notas

(1) Disposición del año 806.

(2) En el tratado de Andely no se habla de esto.

(3) Licentiam habeat unusquique liber homo, qui seniorem non habuerit, cuicumque ex histribus fratribus voluerit se commendandi.

(4) Del año 811. (Edic. de Baluzio).

(5) Del año 793. (Ley de los Lombardos).

(6) El año 847.

(7) Adnunciatio.

(8) Ut unusquisque liber komo in nostro regno seniorem quem voluerit, in nobis et in nostris fidelibus, accipiat. (Art. II de la Adnunciatio, indicada en la nota precedente).

(9) Capitular del año 877.

(10) Capitular del año 813, art. 16, y la de Pipino del año 783, art. 5.


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CAPÍTULO XXVI

Mudanza en los feudos

No hubo menos cambios en los feudos que en los alodios. Por una capitular de Pipino (1), aquellos a quien daba el rey un beneficio lo compartían con algunos vasallos; pero al morir el leudo cesaba el derecho de los copartícipes: con el feudo acababa el retrofeudo. Quiere decir que el retrofeudo no dependía del feudo, era la persona la que dependía.

Tal forma revestía el retrovasallaje cuando los feudos eran amovibles; pero esto cambió cuando los feudos se hicieron hereditarios, pues se heredaron también los retrofeudos. Lo que antes dependía inmediatamente del rey, ya no dependió sino mediatamente y el poder real se encontró, digámoslo así, un grado más atrás, a veces dos y con frecuencia más aún.

Se lee en los libros de los feudos que, si bien los vasallos del rey podían dar en subfeudo, los subfeudatarios no podían hacer lo mismo. En todo caso, las concesiones de subfeudo no pasaban a los hijos cual sucedía en los feudos. Los primeros conservaron mucho más tiempo su naturaleza primitiva (2).


Notas

(1) La de Compiegne del año 757.

(2) A lo menos, en Italia y Alemania.


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CAPÍTULO XXVII

Otra mudanza en los feudos

En el tiempo de Carlomagno estaban todos obligados, bajo penas severas, a presentarse al llamamiento que se hacía para una guerra cualquiera; no valían excusas, y el mismo conde habría sido castigado si alguien se exceptuaba con su consentimiento. Pero el tratado de los tres hermanos introdujo alguna restricción, como la que emancipaba a la nobleza, por decirlo así: los nobles siguieron obligados a ir a la guerra con el rey, cuando era una guerra defensiva; en los demás casos, quedaban en libertad de seguir a su señor o no seguirlo. Dicho tratado se relaciona con otro que habían ajustado anteriormente los dos hermanos, Carlos el Calvo y Luis rey de Germania, por el cual uno y otro eximían a sus vasallos de acompañarlos a la guerra si era de un hermano contra el otro. Así lo juraron los dos príncipes y lo hicieron jurar a sus ejércitos (1).

La muerte de cien mil franceses en la batalla de Fontenoy, hizo pensar a los nobles supervivientes que todos perecerían en las cuestiones particulares de los reyes, por causas de sucesión o por ambiciones y rivalidades entre los mismos. Y se hizo entonces la ley para que no se obligase a la nobleza a combatir por el rey, a no ser en defensa del país y del Estado contra una invasión extranjera, ley que duró muchos siglos.


Notas

(1) Apud Argentotorutum, en Baluzio, Capitulares, tomo II, pág. 39.


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CAPÍTULO XXVIII

Mudanzas en los grandes empleos y en los feudos

Todo parecía viciarse y corromperse. He dicho que en los primeros tiempos se enajenaron muchos feudos a perpetuidad, pero, aun siendo muchos, eran casos particulares, pues los feudos, en general, conservaron su naturaleza. La Corona perdió feudos, pero los sustituyó con otros. He dicho también que la Corona jamás había enajenado los grandes empleos a perpetuidad (1).

Pero Carlos el Calvo hizo un reglamento general, que influyó tanto en los altos empleos como en los feudos: establecía que los condados se dieran a los hijos del conde, y ordenó que esta regla se hiciera extensiva a los feudos (2).

Este reglamento se amplió todavía más, pasando los feudos y los grandes empleos, no ya a los hijos, sino a los parientes más remotos. Resultó de esto que la mayoría de los señores, los mismos que antes dependían inmediatamente de la Corona, sólo dependieron mediatamente. Aquellos condes que antes administraban justicia en los plácitos del rey, que conducían a los hombres libres a la guerra, se encontraron luego entre el rey y los hombres libres, con lo que la potestad real retrogradó otro paso.

Hay más: aparece en las capitulares que los condes tenían beneficios ajenos a sus condados, y vasallos sujetos a sus personas (3).

Cuando los condados se hicieron hereditarios, estos vasallos del conde no fueron ya vasallos inmediatos del rey ni los beneficios anejos fueron beneficios reales. Y como los vasallos que tenían les permitieron o facilitaron el adquirir otros, los condes aumentaron su poder.

Los males que de esto se originaron al fin de la segunda línea, se pueden apreciar por lo que sucedió al principio de la tercera, esto es, cuando la multiplicación de los retrofeudos exasperó a los grandes vasallos.

Según costumbre del reino, cuando los primogénitos daban bienes a sus hermanos, éstos les hacían homenaje de ellos, con lo cual el señor dominante no los tenía ya sino en retrofeudo. Felipe Augusto, el duque de Borgoña, los condes de Nevers, de Boulogne, de Saint-Paul, de Dampierre y otros señores, declararon que en lo sucesivo, aunque el feudo se dividiera por sucesión, o de otro modo, siempre dependería del mismo señor, sin mediación de otro alguno (4). Esta disposición no se observó generalmente, porque era imposible en aquellos tiempos dar reglas generales; pero muchas de nuestras costumbres se amoldaron a ella.

Notas

(1) Han dicho varios autores que el condado de Toulouse, dado por Carlos Martel, pasó de heredero en heredero hasta el último Raimundo; si así fue, sería por alguna circunstancia que hiciera elegir los condes entre los hijos del último titular.

(2) Véase la capitular del año 877, tit. LIII. arts. 9 y 10, apud Carisiacum.

(3) Capitular III del año 812, art. 7; la del 815, art. 6, sobre los Españoles; etc.

(4) Véase la Ordenanza de Felipe Augusto, del año 1209.


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CAPÍTULO XXIX

De la naturaleza de los feudos desde el reinado de Carlos el Calvo

Carlos el Calvo dispuso que cuando el poseedor de un gran empleo o de un feudo, al fallecer, dejara un hijo, éste le sucediera en el empleo o el feudo. Sería difícil conocer el progreso de los abusos que de ello resultaron y averiguar la extensión que dicha ley alcanzó en cada país. Veo en los libros de los Francos que al comienzo del reinado de Conrado II, y en los países de su dominación, no pasaban los feudos a los nietos, sino que el señor escogía entre los hijos del último poseedor; de manera que los feudos se daban por elección que hacía el señor entre los hijos.

He explicado en el capítulo XVII de este libro XXXI cómo en la segunda línea era la Corona en cierto modo electiva y en cierto modo hereditaria. Hereditaria, porque siempre se tornaba el rey en el mismo linaje; y porque los hijos sucedían; electiva, porque el pueblo elegía a uno de éstos. Como las cosas van siempre eslabonadas, y una ley política nunca deja de tener relación con otra ley política, se siguió en la sucesión de los feudos el orden establecido para la sucesión de la Corona. Pasaron, pues, los feudos a los hijos por derecho de sucesión y por derecho de elección, y cada feudo fue, como la Corona, electivo y hereditario.

El derecho de elegir, reconocido al señor, no subsistía en tiempo de los autores de los libros de los Feudos (1), es decir, cuando reinaba el emperador Federico I.


Notas

(1) Gerardo Niger y Auberto de Orto.


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CAPÍTULO XXX

Continuación de la misma materia

Se dice en el Libro de los Feudos (1) que cuando el emperador Conrado salió para Roma, los fieles que estaban a su servicio le pidieron una ley para que los feudos que pasaban a los hijos se transmitiesen a los nietos y para que el hermano del que muriera sin heredero legítimo pudiese heredar del feudo: ambas cosas fueron concedidas.

Añádese a esto, que los antiguos jurisconsultos (recuérdese que hablamos de los que vivían en tiempo del emperador Federico I) habían sentado, que la sucesión de los feudos en línea colateral no pasaba de los primos hermanos, aunque en los últimos tiempos se había extendido hasta el séptimo grado y pronto hubiera llegado a lo infinito. De este modo fue extendiéndose poco a poco la ley de Conrado.

En tal supuesto, la simple lectura de la historia de Francia evidencia que la perpetuidad de los feudos se estableció en Francia antes que en Alemania. Cuando Conrado II comenzó a reinar, el año 1024, el estado de las cosas en Alemania era el que habían tenido en Francia en la época de Carlos el Calvo, que murió el año 877. Pero tales cambios hubo en Francia desde el citado rey, que Carlos el Simple no tuvo fuerzas para disputarle a una casa extranjera sus derechos indiscutibles al imperio; y que al fin, en tiempo de Hugo Capeto, la familia reinante, despojada de todos sus dominios, no pudo siquiera sostener la Corona.

El ánimo débil de Carlos el Calvo causó igual debilidad en el Estado; pero como su hermano Luis el Germánico y algunos de sus sucesores estuvieron dotados de grandes prendas, se mantuvo más tiempo la fuerza de su Estado.

¿Qué digo? Tal vez el genio flemático, la inmutabilidad de carácter de la nación alemana, resistió más tiempo que la índole de la nación francesa, a aquella disposición de las cosas que prestaba a los feudos cierta tendencia natural a perpetuarse en las familias.

Agregaré que el reino de Alemania no fue devastado, y pudiera decir aniquilado, como lo fue el de Francia, por aquel género especial de guerra que le hicieron los Normandos y los Moros. Había en Alemania menos riquezas tentadoras, menos ciudades que saquear, y también más pantanos y más selvas. Los príncipes, que allí no veían al Estado constantemente amenazado de ruina, tampoco necesitaron tanto de sus vasallos, ni dependieron de ellos. Y es de presumir que si los emperadores de Alemania no hubieran tenido que ir a coronarse en Roma y que hacer continuas expediciones a Italia, los feudos hubieran conservado allí, mucho más tiempo, su naturaleza primitiva.


Notas

(1) Libro I, tít. I.


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CAPÍTULO XXXI

De cómo el imperio salió de la casa de Carlomagno

El imperio que, en perjuicio de la rama de Carlos el Calvo, había pasado a los bastardos de la de Luis el Germánico (1), pasó al fin a una casa extranjera por la elección de Conrado, duque de Franconia, el año 912; la rama reinante en Francia, que apenas podía disputar una villa, menos podía disputar el imperio. Conocemos el tratado que ejecutaron Carlos el Simple y el emperador Enrique I, sucesor de Conrado; es conocido con el nombre de pacto de Bonn (2). Los dos príncipes se reunieron en un barco, en medio del Rhin, y allí se juraron amistad eterna. Adoptaron un mezzo termino muy acertado, como fue, tomar Carlos el título de rey de la Francia Occidental, y Enrique el de Rey de la Francia Oriental. Carlos, pues, estipuló con el rey de Germania, no con el emperador.


Notas

(1) Arnulfo y su hijo Luis IV.

(2) Año 926; lo trae Aubert-le-Mire, cód. de donationum piarum. cap. XXVII.


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CAPÍTULO XXXII

De cómo la Corona de Francia pasó a la casa de Hugo Capeto

La sucesión hereditaria de los feudos y el establecimiento general de los subfeudos acabaron con el régimen político y formaron el régimen feudal. En vez de la multitud incontable de vasallos que tenían antes los reyes, tuvieron pocos, y de estos pocos dependían todos los demás. Los reyes llegaron a no tener casi ninguna autoridad directa; y un poder que debía pasar por tantos otros poderes, se atenuaba o se perdía antes de llegar a término. Los vasallos directos, como eran poderosos, dejaron de obedecer, y aun se valieron de los subvasallos para no obedecer. Los reyes, privados de sus dominios, reducidos a las dos ciudades reales de Reims y de Laon, quedaron a merced de los señores feudales. Crecieron demasiado las ramas del árbol y el tronco se secó. El reino se encontró sin dominio, como hoy el imperio, y la Corona se dió, por consecuencia, a uno de los vasallos más poderosos.

Los Normandos asolaban el reino; en balsas o almadías entraban por las bocas de los ríos, los remontaban y causaban estragos en las dos riberas. Aquellos piratas no encontraban resistencia más que en las ciudades como Orleáns y París y en algún castillo aislado; así avanzaron poco a poco por el Loira y por el Sena. Hugo Capeto, que poseía las dos ciudades mencionadas, tenía en sus manos las llaves de los restos del desgraciado reino; por lo mismo se le entregó la Corona que él solo podía defender. Así fue cómo después se dió el imperio a la casa que defendía las fronteras de los Turcos.

El imperio había salido de la casa de Carlomagno en un tiempo en que la sucesión de los feudos se establecía por mera condescendencia. Este uso lo admitieron los Alemanes más tarde que los Francos, a lo que se debió, que el imperio, considerado como un feudo, fuese electivo. En Francia, al contrario, cuando la Corona salió de la casa de Carlomagno, eran en realidad hereditarios los feudos; la Corona, siendo un gran feudo, se hizo también hereditaria.


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CAPÍTULO XXXIII

Algunas consecuencias de la perpetuidad de los feudos

De la perpetuidad de los feudos resultó en Francia el derecho de primogenitura y mayoría de edad, no conocido antes (1), pues durante la primera línea se repartía el reino entre todos los hermanos, dividiéndose lo mismo los alodios; en cuanto a los feudos, siendo entonces de por vida, no eran objeto de sucesión y por consiguiente no podían serlo de repartición.

En la segunda línea, el título de emperador que tenía Ludovico Pío, y que transmitió a Lotario, su hijo primogénito, le hizo imaginar que al darle este título honorífico le daba a un primogénito una especie de supremacía sobre sus hermanos.

Los dos reyes tenían que ir anualmente a ver al emperador, llevarle presentes y recibirlos mayores de él; además conferenciaban sobre intereses comunes (2). Esto fue lo que inspiró a Lotario aquellas pretensiones que tan mal le salieron. Cuando Agobardo escribió a favor de este príncipe (3), alegó la voluntad del mismo emperador, que había asociado a Lotario al imperio después de haber consultado a Dios con tres días de ayuno, la celebración del santo sacrificio, oraciones y limosnas, añadiendo que la nación había prestado juramento, al que no podía faltar, y que Lotario había ido a Roma para obtener la confirmación del Papa. En esto se funda Agobardo y no en el derecho de primogenitura. Dice que el emperador prefirió al mayor, lo cual quiere decir que hubiera podido preferir a cualquiera de los menores.

Pero los feudos llegaron a ser hereditarios, y desde entonces quedó establecido en la sucesión de ellos el derecho de primogenitura; y por la misma causa, en la sucesión de la Corona.

La ley antigua, para el reparto de los bienes caducó; gravados los feudos con cierto servicio, era preciso que el poseedor fuera capaz de prestarlo. Se estableció un derecho de primogenitura, y la razón de la ley feudal se sobrepuso a la de la ley política o civil.

Pasando los feudos a los hijos del poseedor, los señores perdían la libertad de disponer de ellos, y para resarcirse de esta pérdida crearon el derecho llamado de redención, del que hablan nuestras costumbres; derecho que al principio se pagaba en línea directa y luego, por el uso, únicamente en la colateral.

No tardaron los feudos en poder pasar a los extraños como bien patrimonial; entonces nació el derecho de laudemio, establecido en casi todo el reino. Tales derechos fueron al principio arbitrarios y se determinaron cuando la práctica se generalizó.

El derecho de redención debía pagarse a cada mudanza de heredero, y al principio se pagó hasta en línea directa (4>). La costumbre más general era pagar la renta de un año, lo cual era incómodo para el vasallo y oneroso para el feudo. El vasallo obtuvo con frecuencia, en el acto del homenaje, que el señor no le pidiera por la redención más que cierta cantidad en dinero (5), la cual ha venido a ser una insignificancia por las alteraciones que ha tenido el valor de la moneda. Como este último derecho no concernía al vasallo ni a sus herederos, sino que era un caso fortuito que no debía esperarse ni preverse, no fue objeto de estipulaciones y siguió pagándose por él cierta parte del precio.

Cuando los feudos eran vitalicios no podía nadie dar para siempre en subfeudo una parte de su feudo; habría sido un absurdo que el mero usufructuario dispusiera de la propiedad de la cosa; pero así que los feudos se hicieron perpetuos, ya se permitió (6) con ciertas restricciones introducidas por las costumbres (7), a lo cual llamaron desmembrar el feudo. Una vez establecido el derecho de redención, con la perpetuidad de los feudos, pudieron las hijas heredarlos, a falta de varones; porque el señor. dando el feudo a la hija multiplicaba los casos de redención, puesto que el marido debía pagarla como la mujer (8). Semejante disposición no era aplicable a la Corona, porque no dependiendo ésta de nadie, no podía haber derecho de redención sobre ella. La hija de Guillermo, quinto conde de Tolosa, no sucedió a éste en el condado; pero casi en la misma época sucedieron Leonor en Aquitania y Matilde en Normandía: y llegó a parecer tan natural el derecho de sucesión de las hembras, que Luis el Mozo, después de disuelto el matrimonio de Leonor, le devolvió a Guiena sin poner dificultad ninguna. Como estos dos últimos casos fueron coetáneo del primero, es indudable que la ley general llamando a las mujeres a la sucesión de los feudos, se introdujo más tarde en el condado de Tolosa que en las demás provincias.

La constitución de los diversos reinos de Europa se acomodó al estado que tenían los feudos cuando aquellos reinos se fundaron. Las mujeres no sucedían en la Corona de Francia ni en la del imperio, porque no podían suceder en los feudos cuando se establecieron ambas monarquías (9); pero sí tuvieron derecho de suceder en los reinos que se fundaron cuando los feudos eran ya perpetuos, como los formados por las conquistas normandas o sobre los Moros y, finalmente, los que se constituyeron más allá de los limites de Alemania y los más modernos cuyo nacimiento coincidió con el establecimiento del cristianismo.

Cuando los feudos eran amovibles, se daban a personas que podían defenderlos y no se hacía mención de los menores de edad;. pero una vez convertidos en hereditarios se los conservaron los señores hasta la mayoridad del sucesor, bien para aumentar sus provechos, bien para educar al menor en el ejercicio de las armas. Esto es lo que llamamos la guardia noble, institución fundada en principios que no tienen nada de común con la tutela.


Notas

(1) Véase la Ley Sálica y la Ley de los Ripuarios, título de los alodios.

(2) Véase la capitular del año 817, que contiene el primer repartimiento hecho por Ludovico Pío entre sus hijos.

(3) Véanse sus dos cartas sobre esto, una de las cuales lleva por título De Divisione imperii.

(4) Véase la ordenanza de Felipe Augusto del año 1209, sobre los feudos.

(5) Algunos de estos convenios se encuentran en las Cartas, como el de la capitular de Vendome y el de la abadía de San Cipriano (en Poitou), que han sido extractados por Galland.

(6) Pero no se podía desmembrar el feudo, es decir, extinguir alguna parte de él.

(7) Estas costumbres consístían en fijar la párte que se podía desmembrar.

(8) Por algo el señor obligaba a la viuda a volverse a casar.

(9) Me parece que Montesquieu, de miras tan elevadas casi siempre, no eleva aquí la mirada. Para encontrar el origen de la ley que regula en Francia la sucesión al trono, es menester buscarla en las costumbres de las naciones germánicas. Estas naciones guerreras no honraban más mérito que el de las armas; y como el ejercicio de las armas y los ejemplos de bravura militar eran cosa de los hombres, todos los honores y prerrogativas se reservaban para el sexo fuerte. Es este el órigen del derecho que fija la sucesión de la Corona de Francia; derecho derivado de las costumbres antiguas y no de la ley de los feudos como dice Montesquieu. (Nota de Crévier).


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CAPÍTULO XXXIV

Continuación de la misma materia

Cuando los feudos eran de por vida o amovibles, se regían casi exclusivamente por las leyes políticas; esto es causa de que en las leyes civiles de la época no se haga apenas mención de las feudales. Pero al hacerse hereditarios, pudieron donarse, venderse, o legarse, cayendo bajo la doble acción de las leyes políticas y de las civiles. Considerado el feudo como obligación del servicio militar, correspondía al derecho político; pero en lo que tenía de propiedad como las otras, correspondía al derecho civil. De esto provienen las leyes civiles sobre feudos.

Cuando éstos se hicieron hereditarios, las leyes concernientes al orden de sucesión tuvieron que ajustarse a la perpetuidad de los feudos. Y así fue, no obstante lo establecido por el derecho romano y la ley sálica. De aquí la regla del derecho francés: los bienes propios no suben (1). Era necesario que el feudo estuviera servido, pero un abuelo o un hermano del del abuelo no habrían sido buenos vasallos del señor; así es, que aquella regla no se aplicaba al principio nada más que a los feudos (2).

Al mismo tiempo, como los señores tenían que velar porque el feudo estuviera bien servido, exigieron que las hembras, llamadas a heredar un feudo (y creo que también los varones en algunos casos), no pudieran contraer nupcias sin consentimiento; de manera que los contratos matrimoniales de los nobles fueron juntamente disposiciones feudales y civiles. En tales actos, celebrados en presencia del señor, se estipularía lo necesario para la futura sucesión con la mira de que el feudo pudiera ser bien servido por los herederos: de este modo, solamente los nobles tuvieron al principio la libertad de disponer de las sucesiones venideras por contrato matrimonial.

Inútil será decir que el retracto de sangre, fundado en el antiguo derecho de los padres, misterio de la antigua jurisprudencia francesa y que no puedo dilucidar ahora, no pudo aplicarse a los feudos, sino cuando llegaron a ser hereditarios.

Italiam, Italiam ... (3). Termino el tratado de los feudados por donde lo comienzan los más de los autores.


Notas

(1) De feudís, lib. IV, tít. LIX.

(2) Boutillier, Suma rural, lib. I, tít. LXXVI, pág. 447.

(3) Eneida, lib. III, V. 623.


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