Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO VII

Consecuencias de los diferentes principios de los tres gobiernos, con relación a las leyes suntuarias, al lujo y a la condición de las mujeres.

I.- Del lujo. II.- De las leyes suntuarias en la democracia. III.- De las leyes suntuarias en las monarquías. IV.- De las leyes suntuarias en la aristocracia. V. En qué casos las leyes suntuarias son convenientes en una monarquía. VI.- Del lujo en China. VII.- Fatales consecuencias del lujo en China. VIII.- De la continencia pública. IX.- De la condición de las mujeres en las diversas formas de gobierno. X.- Del tribunal doméstico de los Romanos. XI.- De cómo cambiaron en Roma las instituciones al cambiar el gobierno. XII.- De la tutela de las mujeres romanas. XIII.- De las penas establecidas por los emperadores contra el libertinaje de las mujeres. XIV.- Leyes suntuarias de los Romanos. XV.- Del dote nupcial en las diversas constituciones. XVI. Hermosa costumbre de los Samnitas. XVII. De la administración de las mujeres.


CAPÍTULO PRIMERO

Del lujo

Siempre está el lujo en proporción con el desnivel de las fortunas. Si en un Estado se hallan las riquezas igualmente repartidas, no habrá lujo en él; porque el lujo proviene de las comodidades que logran algunos a expensas del trabajo de los otros.

Para que las riquezas estén y se mantengan igualmente repartidas, es necesario que la ley no consienta a ninguno, más ni menos que lo preciso para sus necesidades materiales. Sin esta limitación, unos gastarán, otros irán adquiriendo, y tendremos la desigualdad.

Supongamos lo necesario físico igual a una suma dada: el lujo de los que posean lo necesario será igual a cero; el lujo de quien tenga el doble de lo necesario será igual a uno; el que tenga doble riqueza que el anterior tendrá un lujo igual a tres; con doble hacienda que este último será el lujo igual a siete. Es decir que el lujo crecerá, suponiendo que tenga cada uno el duplo que el anterior, en la progresión: 0, 1, 3, 7, 15, 31, 63, 127.

En la República de Platón, el lujo se habría podido calcular exactamente (1). En ella había cuatro censos. El primero era precisamente el límite en que acababa la pobreza; el segundo era el doble; el tercero el triple, el cuarto el cuádruplo del primero. En el primero, el lujo era igual a cero; en el segundo igual a uno; en el tercero igual a dos; igual a tres en el cuarto; siguiendo así la proporción aritmética.

Si se considera el lujo de los diversos pueblos, en cada uno con relación a los demás, veremos el de cada Estado en razón compuesta de la desigualdad de fortunas entre los ciudadanos y de la desigualdad de riqueza de los distintos Estados. En Polonia, por ejemplo, es muy grande la desigualdad de las fortunas; pero la extremada pobreza de la nación no impide que haya tanto lujo como en un pueblo más rico.

El lujo está, además, en proporción con la magnitud de las ciudades, singularmente de la capital; de suerte que está en razón compuesta de las rentas del Estado, de la desigualdad de las fortunas particulares, y del número de hombres que se aglomeran en ciertos sitios.

Cuantos más hombres se juntan en lugar determinado, más vanos son, mayor su afán de distinguirse por pequeñeces (2). Por lo mismo que son muchos, en su mayor parte son desconocidos los unos para los otros, lo que aumenta su deseo de señalarse por ser mayor la esperanza de buen éxito. El lujo da esa esperanza, y cada uno ostenta las exterioridades de la condición que está por encima de la suya. Pero a fuerza de querer distinguirse, desaparecen las diferencias y nadie se distingue; como todos quieren llamar la atención, no la llama nadie.

Resulta de todo esto una incomodidad general. Los que sobresalen en una profesión se hacen pagar por sus servicios los precios que quieren; los demás siguen su ejemplo y desaparece la necesaria armonía entre las necesidades y los medios. Cuando yo tengo un pleito he de pagar un abogado; si estoy enfermo necesito un médico.

Algunos han creído que al juntarse en un lugar tanta gente disminuye el tráfico, por no haber ya cietta distancia entre unos y otros hombres. Yo no lo creo; más bien ocurrirá lo contrario, pues estando reunidos aumentan las necesidades, se aguzan los deseos y los caprichos y, por lo mismo, se fomenta y desarrolla el comercio.


Notas

(1) Platón no quería que se pudiera poseer otros bienes más que el triple del patrimonio heredado, de la tierra heredad de cada uno. Las Leyes, lib. V.

(2) En una ciudad grande, dice el autor de La fábula de las abejas (tomo I, pág. 133), se viste como si se fuera de calidad superior a la de cada cual, para ser más estimado por la multitud. Es un placer para los espíritus menguados, casi tan grande como la satisfacción de los mayores deseos.


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CAPÍTULO II

De las leyes suntuarias en la democracia

He dicho que en las Repúblicas donde las riquezas estén igualmente repartidas no puede haber lujo; y, como se ha visto en el libro quinto (1) que la equidad en la distribución de la riqueza es lo que hace la excelencia de una República, se deduce que una República es tanto más perfecta cuanto menos lujo haya en ella. No lo había entre los Romanos de los primeros tiempos, no lo hubo entre los Lacedemonios; y en las Repúblicas en que la igualdad no se ha perdido enteramente, el espíritu comercial, el amor al trabajo y la virtud hacen que cada uno pueda vivir con lo que tiene y que, por consecuencia, haya poco lujo.

Las leyes del nuevo reparto, que con tanto empeño piden algunas Repúblicas, serían muy saludables por su índole; si algo tienen de peligroso, no es por las leyes en sí, es por la acción súbita. Quitarles de repente las riquezas a unos y aumentar las de otros, es hacer en cada familia una revolución, lo que produciría la revolución en el Estado.

A medida que en una República se va introduciendo el lujo, aumenta el egoísmo; se piensa más cada día en el interés particular. Gentes que se conforman con lo necesario, lo que desean es la gloria de la patria y la suya propia; no es esto lo que desean las almas corrompidas por el lujo, que reniegan de las trabas opuestas por las leyes a sus egoístas ambiciones y se hacen enemigas de las leyes.

Cuando los Romanos estuvieron corrompidos, sus deseos crecieron y se desbordaron. Puede juzgarse de sus apetitos por los precios que pusieron a las cosas: una cántara de vino de Falerno costaba cien dineros (2); un barril de carne salada del Ponto se vendía a cuatrocientos; un buen cocinero tenía cuatro talentos de salario; los muchachos no tenían precio. Donde todo el mundo se daba a los placeres (3) ¿qué virtud quedaba?


Notas

(1) Caps. III y IV.

(2) Diodoro, Las virtudes y los vicios, lib. XXXVI.

(3) Cum maximus omnium impetus ad luxuriam esset. (Del mismo texto).


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CAPÍTULO III

De las leyes suntuarias en las monarquías

La aristocracia mal constituída tiene la contra de que los nobles, poseyendo las riquezas, no deben gastar; el lujo debe desterrarse por ser contrario al espíritu de moderación. Hay, por consiguiente, gentes muy pobres que no pueden recibir y gentes muy ricas que no pueden gastar.

En Venecia, las leyes obligan a los nobles a vivir modestamente; se han acostumbrado tanto al ahorro, que solamente las cortesanas les hacen soltar algún dinero. Esto sirve para sostener la industria: las mujeres más despreciables gastan sin medida, en tanto que sus tributarios llevan una vida obscura.

En este particular, las buenas Repúblicas griegas tenían instituciones admirables. Empleaban los ricos su caudal en fiestas, en música, en carros, en caballos, en magistraturas onerosas. Era el ahorro tan difícil en la riqueza como en la pobreza.


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CAPÍTULO IV

De las leyes suntuarias en la aristocracia

Los Suyones, pueblo germánico, honran la riqueza, dice Tácito (1), lo que hace que vivan gobernados por uno solo. Esto quiere decir que el lujo es singularmente propio de las monarquías, en las que no debe haber leyes suntuarias.

Como las riquezas, por la constitución de las monarquías, están en éstas repartidas con desigualdad, necesariamente en ellas ha de haber lujo. Si los ricos no gastaran mucho, los pobres se morirían de hambre. Es menester que los ricos gasten proporcionalmente a la desigualdad de las fortunas y que, según hemos dicho, el lujo aumente en la misma proporción. Las riquezas particulares no hubieran aumentado si a una parte considerable de los ciudadanos, precisamente a los pobres, no se les privara de una parte de lo que han menester para sus necesidades físicas: es preciso, pues, y es justo, que les sea devuelta en una u otra forma lo que se les quita.

Así, para que el Estado monárquico se sostenga, el lujo ha de aumentar en progresión creciente del labrador al artesano, al negociante, a los nobles, a los magistrádos, a los altos dignatarios, al monarca mismo, sin lo cual se perdería todo.

En el Senado de Roma, compuesto de severos magistrados, de jurisconsultos, de hombres que conservaban las ideas sanas de los primeros tiempos, se quiso en la época de Augusto corregir las costumbres y el lujo de las mujeres. Es curioso ver en Dion (2) con qué arte eludió las importunas exigencias de aquellos senadores. Como que fundaba una monarquía y disolvía una República.

En tiempo de Tiberio, los ediles propusieron al Senado el restablecimiento de las antiguas leyes suntuarias (3). Aquel príncipe, que era ilustrado, se opuso. Con esas leyes, dijo, el Estado no podría subsistir en la situación a que han llegado las cosas. ¿Cómo podría Roma vivir? ¿cómo las provincias? Vivíamos frugalmente cuando éramos vecinos de una sola ciudad; hoy consumimos las producciones de todo el universo; se hace trabajar para nosotros a los amos y a los esclavos. Comprendía que las leyes suntuarias ya no tenían razón de ser.

Cuando en tiempo del mismo emperador se le propuso al Senado que prohibiera a los gobernadores llevar sus mujeres a las provincias, por el lujo y el desorden que introducían en ellas, la proposición fue desechada. Se dijo que la aspereza de costumbres de los antiguos no podía servir de ejemplo, pues ya se vivía de una manera más agradable (4). Se comprendió que a tiempos nuevos costumbres nuevas.

El lujo, pues, es necesario en los Estados monárquicos, y también en los Estados despóticos. En los primeros, es el uso que se hace de la poca libertad que se tiene; en los otros, es el abuso de las escasas ventajas del propio servilismo: un siervo, escogido por su amo para que tiranice a los otros siervos, ignorando cada día cuál será su suerte al día siguiente, no tiene más felicidad que saciar el orgullo, los antojos, los deleites de cada día.

Todo esto nos lleva a una reflexión: las Repúblicas acaban por el lujo ; las monarquías por la pobreza (5).


Notas

(1) De moribus Germanorum. - Los Suyones, según Tácito, eran los habitantes de una isla del Océano más allá de la Germania: Suoinum hinc civitates in ipso Oceano. Guerreros valerosos y bien armados, tenían embarcaciones de guerra. Propter viros armaque classibus valent. Allí son considerados los ricos. No tienen más que un jefe. Aquellos bárbaros, que Tácito no conocía, que vivían aislados en un país remoto, que tenían en más el dueño de cincuenta vacas que al de veinte, ¿podían tener la menor relación con nuestras monarquías y nuestras leyes suntuarias? (Voltaire) - Los bárbaros a que se refieren Tácito y Voltaire vivían en lo que llamamos hoy península Escandinava.

(2) Dion Casio, lib. LlV.

(3) Tácito, Anales, lib. III.

(4) Multa duritiei veterum melius et laetius mutata. (Lib. III de los Anales de Tácito).

(5) Opulentia paritura moro egestatem. (Floro, lib. III).


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CAPÍTULO V

En qué casos las leyes suntuarias son convenientes en una monarquía

En el reino de Aragón se hicieron leyes suntuarias en pleno siglo XIII, porque allí palpitaba el espíritu de la República. Jaime I ordenó que ni el rey ni ninguno de sus súbditos pudiera comer en cada yantar más de dos clases de viandas, y que cada una sería guisada de una sola manera, a no ser que fuera caza matada precisamente por el que la comía (1).

En nuestros días se han hecho en Suecia leyes suntuarias, bien que su objeto es diferente del que en Aragón se perseguía.

Un Estado puede establecer leyes suntuarias para imponer una sobriedad absoluta: es el espíritu de las leyes suntuarias de las Repúblicas; y tal fue el espíritu de las de Aragón, como se ve por su índole.

Las leyes suntuarias pueden tener también por objeto imponer una sobriedad, no absoluta, sino relativa: cuando se observa que el precio elevado de las mercaderías extranjeras exige aumentar la exportación, y como esto sería perjudicial, el Estado limita la importación o la prohibe. Tal es el espíritu de las leyes que se han dictado en Suecia en nuestros días (2). Son las únicas leyes suntuarias que convienen a las monarquías.

En general, cuanto más pobre es un Estado más le arruina su relativo lujo; y por consiguiente, debe guardarse muy bien de hacer leyes suntuarias relativas. Explicaremos esto mejor, con más claridad, en el libro que trata del comercio (3). Aquí no tratamos más que del lujo absoluto.


Notas

(1) Constitución de Jaime I, del año 1234, art. 6. Véase Marca Hispana, pág. 1439.

(2) Se ha prohibido en Suecia la entrada de vinos finos y la de otras mercancías preciosas.

(3) Véase el Libro XX.


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CAPÍTULO VI

Del lujo en China

Razones particulares exigen leyes suntuarias en algunos Estados. El pueblo, por la fuerza del clima, puede llegar a ser tan numeroso, y por otra parte los medios de hacerlo subsistir pueden ser tan inseguros, que convenga destinarlo todo al cultivo de las tierras. En esos Estados el lujo es peligroso, y las leyes suntuarias deben ser en ellos inflexibles. Para saber si es conveniente fomentar el lujo o proscribirlo, nada mejor que comparar el número de habitantes con la mayor o menor facilidad de mantenerlos. En Inglaterra, el suelo produce granos en más abundancia que la precisa para alimentar a los cultivadores y a los tejedores: puede haber, por lo tanto, algunas artes frívolas y por consecuencia lujo. En Francia también se da trigo bastante para la alimentación de los labradores y de los que trabajan en las manufacturas; además, como el comercio con los extranjeros puede dar tantas cosas necesarias a cambio de esas cosas frívolas, no hay que temer el lujo.

Pero en China, al contrario, son las mujeres tan fecundas y de tal modo se multiplica allí la especie humana, que por mucho que se cultive la tierra apenas da lo preciso para la manutención de los habitantes. El lujo, por consiguiente, es pernicioso; la laboriosidad y el espíritu de economía son pues tan indispensables como en cualquiera República. No hay más remedio que consagrarse a las artes necesarias, evitando cuidadosamente las del mero adorno.

He aquí el espíritu de las hermosas ordenanzas de los emperadores del Celeste imperio:

Nuestros mayores, ha dicho un emperador de la familia de los Tang (1), profesaban la máxima de que si hubiera un hombre que no labrara la tierra, una mujer que no hilara, alguien habría en el imperio que padeciera hambre o frío ... Con arreglo a esta máxima, hizo arrasar una infinidad de monasterios.

El tercer emperador de la vigésimoprimera dinastía, a quien llevaron unas piedras preciosas halladas en una mina, mandó cegar la mina para que su pueblo no tuviera que trabajar en una cosa que no podía alimentarlo ni vestirlo (2).

Nuestro lujo es tan grande, dice Kiayventi (3), que el pueblo adorna con bordados las chinelas de los muchachos y de las niñas que se ve obligado a vender. Donde tantos hombres se ocupan en hacer los trajes de uno solo, ¿cómo no ha de haber gentes desnudas? Si por cada labrador hay diez hombres que se tragan el producto de la tierra, ¿cómo no han de ser muchos los que se mueren de hambre?


Notas

(1) En una ordenanza transcrita por el P. Duhalde, tomo II, pág. 497.

(2) Historia de China, vigésimoprimera dinastía, en la obra del padre Duhalde, tomo I.

(3) En un discurso transcrito por Duhalde, tomo II, pagina 418.


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CAPÍTULO VII

Fatales consecuencias del lujo en China

Veintidós dinastías se sucedieron en China, como se ve en la historia; es decir, pasó el país por veintidós revoluciones generales, sin contar una infinidad de particulares. Las tres primeras dinastías duraron mucho tiempo, no sólo por haber gobernado con acierto, sino porque el imperio no era aún tan extenso como lo fué más tarde. En general, todas aquellas dinastías comenzaron bien. La virtud, la vigilancia y el celo, tan necesarios en China, al empezar aquellas dinastías nunca faltaron; pero faltaron al fin. En efecto, era natural que los emperadQres formados en la guerra, que acaban de derrocar una dinastía viciosa, que habían experimentado la utilidad de la virtud, escarmentaran en cabeza ajena y evitaran los libertinajes que habían sido funestos a sus predecesores. Todo esto cambiaba al tercero o cuarto príncipe; las virtudes de los que fundaban las dinastías rara vez se transmitían a sus sucesores; la corrupción, el lujo, la ociosidad, la pereza, los aislaba en su palacio; su vida se acortaba; empezaba la degeneración de su familia. Al acentuarse la influencia de los grandes y la de los eunucos, se hace el palacio enemigo del imperio; las gentes ociosas que viven en aquél, arruinan al pueblo qué trabaja; el descontento cunde; el emperador muere a manos de un usurpador cualquiera, que funda una nueva dinastía, cuyo tercero o cuarto sucesor vuelve a encerrarse en el mismo palacio, dominado por los propios vicios, y así sucesivamente.


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CAPÍTULO VIII

De la continencia pública

Tantas imperfecciones van unidas a la pérdida de la virtud en las mujeres, su alma toda se degrada tanto cuando le falta el apoyo de la hQnestidad, que bien puede mirarse la incontinencia pública, en un Estado popular, como la mayor de todas las desdichas y como precursora indubitable de un cambio en la constitución.

Por eso los buenos legisladores han exigido a las mujeres cierta gravedad en las costumbres. No solamente proscriben de sus Repúblicas el vicio, sino la apariencia del vicio. Han prohibido hasta la galantería que engendra la ociosidad, que corrompe a las mujeres aun antes de ser efectivamente corrompidas, que da valor a todas las nonadas y rebaja lo importante, que es causa de que se conduzcan tantas obedeciendo a máximas ridículas, en que las mujeres se ponen de acuerdo con facilidad.


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CAPÍTULO IX

De la condición de las mujeres en las diversas formas de gobierno

Las mujeres tienen tan escaso miramiento en las monarquías, porque llamadas a la Corte por la distinción de clases toman en ella ese espíritu de libertad, casi el único en ella tolerado. Cada cual se sirve de sus encantos y de sus pasiones para adelantar en su camino, y como su debilidad no les permite el orgullo, lo que reina en ellas en la Corte es siempre la vanidad y el lujo.

No introducen el lujo en los Estados despóticos; pero ellas mismas son objeto de lujo en esos Estados. Deben ser esclavas en demasía. Al secundar el espíritu del régimen, cada uno lleva a su casa lo que ve establecido fuera de ella. Como las leyes son rígidas y ejecutadas pronto, se teme dejar libertad a las mujeres. Sus piques, sus indiscreciones, sus repugnancias, sus celos, ese arte que tienen las almas chicas para despertar el interés ,de las grandes, no ofrece duda que acarrearían consecuencias.

Además, como en esos Estados los príncipes se ríen de la naturaleza humana, tienen varias mujeres; y mil consideraciones les obligan a tenerlas encerradas.

En las Repúblicas, las mujeres son libres por las leyes, cautivas por las costumbres; desterrado el lujo, lo están igualmente la corrupción y el vicio.

En las ciudades griegas, donde no se vivía en la creencia de que la pureza de costumbres, aún entre los hombres, es parte de la virtud; en aquellas ciudades en que reinaba desenfrenado y ciego un vicio vergonzoso; allí donde el amor no tenía más que una forma que ni decirse puede, la virtud, la sencillez y la castidad de las mujeres no han sido superadas jamás en ningún pueblo (1).


Notas

(1) Dice Plutarco, en sus Obras morales (Tratado del amor): En el verdadero amor, las mujeres no tomaban parte. Hablaba como su siglo. - En Atenas había un magistrado para vigilar a las mujeres.


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CAPÍTULO X

Del tribunal doméstico de los Romanos

Los Romanos no tenían, como los griegos, celadores particulares encargados de inspeccionar la conducta de las mujeres. Los censores tenían la vista en ellas, ni más ni menos que como en todo el mundo.

La institución del tribunal doméstico (1) suplió a la magistratura que los Griegos habían establecido.

El marido convocaba a los parientes de su mujer y delante de ellos la juzgaba. El tribunal de familia no sólo juzgaba en los casos de violación de las leyes, sino también en los de violación de las costumbres o reglas de conducta generalmente observadas.

Las penas de este tribunal doméstico debían ser arbitrarias y, en efecto, lo eran: lo que se refiere a la conducta privada, al recato, a la modestia, no puede estar comprendido en la legislación. Es fácil determinar en un código lo que se debe a los demás, pero es difícil comprender en él todo lo que nos debemos a nosotros mismos.

El tribunal doméstico entendía en la conducta general de las mujeres. Un delito, sin embargo, después de sometido al tribunal, era objeto de una acusación pública: el adulterio; bien porque en una República interesara al gobierno, a la sociedad, una violación tan grave de las costumbres, bien porque la liviandad de la mujer hiciera sospechosa la conducta del marido, bien por temor de que algunos prefirieran ocultar el delito a castigarlo, ignorarlo a vengarlo.


Notas

(1) Véase en Tito Livio, lib. XXXIX, el uso que se hizo de este tribunal cuando la conjuración de las bacantes - El tribunal doméstico de los Romanos fue instituido por Rómulo, según se deduce de lo dicho por Dionisio de Halicarnaso (lib. II).


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CAPÍTULO XI

De cómo cambiaron en Roma las instituciones al cambiar el gobierno

La institución del tribunal doméstico se fue debilitando; la acusación pública también cayó en desuso; ambas cosas quedaron abolidas al acabar la República y establecerse la monarquía romana.

Podía temerse que un malvado, ofendido por la dignidad de una mujer que desoyera o despreciara sus pretensiones, o por otras causas, quisiera perderla en el concepto público. La ley Julia ordenó que no pudiera acusarse de adulterio a una mujer sino después de haber acusado a su marido de favorecer sus desarreglos: esto era más que restringir la acusación, era anularla, por decirlo así (1).

Sixto Quinto pareció inclinado a renovar la acusación pública. Pero basta reflexionar un poco para hacerse cargo de que semejante ley, en una monarquía como la suya, era más impertinente que en cualquier otra (2).


Notas

(1) Constantino la suprimió definitivamente. Es indigno, decía, que matrimonios tranquilos sean perturbados por extrañas ingerencias.

(2) Decretó Sixto Quinto que el marido que no se quejara a él de las liviandades de su cónyuge, fuera castigado de muerte.


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CAPÍTULO XII

De la tutela de las mujeres romanas

Las leyes de Roma ponían a las mujeres en perpetua tutela, a no ser que estuvieran bajo la autoridad de un marido (1). Se daba la tutela al más cercano de los parientes varones; y parece, por una expresión vulgar (2), que a ellas no les gustaba mucho la tutela. Era buena para la República; no era necesaria en la monarquía (3).

Según parece por los diversos códigos de las leyes de los bárbaros, las mujeres de los primeros germanos también estaban sometidas a una tutela perpetua (4). Pasó esta costumbre a las monarquías fundadas por ellos, pero no subsistió.


Notas

(1) Nisi convenissent in manum viri.

(2) Ne sis mihi patruus oro.

(3) En tiempo de Augusto se mandó que quedaran exentas de tutela todas las mujeres que tuvieran tres hijos.

(4) Esta tutela se llamaba entre los Germanos mundeburdium.


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CAPÍTULO XIII

De las penas establecidas por los emperadores contra el libertinaje de las mujeres

La ley Julia estatuyó una pena para el adulterio. Pero esta ley, como las dictadas después sobre lo mismo, lejos de ser una señal de buenas costumbres, lo fueron de su depravación.

Todo el sistema político respecto a las mujeres, cambió en la monarquía. Ya no se trataba de mantener en ellas la fuerza de costumbres, sino de castigar sus delitos. No se hacían leyes nuevas para castigar estos delitos, sino porque ya no eran delitos, ni se castigaban.

El espantoso desbordamiento de los vicios obligó a los emperadores a dictar leyes que, hasta cierto punto, enfrenaran el libertinaje, pero su intención no era corregir las costumbres en general. Hechos positivos relatados por los historiadores prueban esto mejor que todas las leyes probarían lo contrario. Puede verse en Dion el proceder de Augusto en ese particular, y cómo eludió las demandas que se le presentaron siendo pretor y siendo censor.

Es cierto que encontramos en los historiadores algunas sentencias rígidas de la época de Augusto y de los días de Tiberio, contra la impudicia de algunas damas romanas; pero al darnos a conocer el espíritu de aquellos reinados, ya nos dan a conocer el espíritu de esas sentencias.

Augusto y Tiberio pensaron principalmente en castigar los desmanes de sus parientes. No perseguían el desorden de las costumbres, sino cierto crimen de impiedad o de lesa majestad (1) que ellos habían inventado. De ahí viene que los autores romanos clamen tanto contra aquella tiranía.

La pena que imponía la ley Julia era leve (2). Los emperadores quisieron que los jueces la agravaran, lo que dió pie a las invectivas de los historiadores. No miraban éstos si las mujeres merecían castigo; lo que examinaban era si para castigarlas se había faltado a la ley.

Una de las mayores tiranías de Tiberio (3) fue el abuso que hizo de leyes caducadas; cuando quería castigar a alguna mujer romana con pena más fuerte que la de la ley Julia, restablecía el tribunal doméstico para ella sola (4).

Estas disposiciones relativas a las mujeres no se aplicaban más que a las familias de los senadores; jamás a las del pueblo. Se querían pretextos para acusar a los grandes, y las deportaciones de las mujeres podían proporcionarlos en crecido número.

En fin, lo que yo he dicho de que las buenas costumbres no coexisten con el gobierno de uno solo, se comprobó como nunca reinando los dos citados emperadores; quien lo dude, no tiene más que leer a Tácito, a Suetonio, a Juvenal y a Marcial.


Notas

(1) Culpam inter viros ac feminas vulgatam gravi nomine laesarum religionum, ac violatae majestatis appellando, elementiam majorum suasque ipse leges egrediebatur. (Tácito, Anales, lib. III).

(2) Esta ley se halla en el Digesto, pero no consta la pena. Se ha creído que era la de renegación, puesto que la del incesto no era más que la deportación. (Ley Si quis vidu).

(3) Proprium id Tiberio fuit, scelera nuper reperta priscis verbis obtegere. (Tácito, Anales, lib. II).

(4) Adulterii graviorem poenam deprecatus, ut, exemplo majorum propinquis suis ultra dueentesimum lapidem removeretur, suasit. Adultere Manlio Italia atque Africa interdictum est. (Tácito, Anales, lib II).


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CAPÍTULO XIV

Leyes suntuarias de los Romanos

Hemos hablado de la incontinencia pública por ser compañera inseparable del lujo; le sigue o le precede pero nunca están lejos el uno de la otra. Si dejáis en libertad los impulsos del corazón, ¿cómo podréis contener las flaquezas del espíritu?

En Roma, además de las instituciones generales, hicieron los censores que los magistrados formularan leyes particulares para mantener a las mujeres en la frugalidad. Las leyes Fania, Licinia y otras (1) no tenían más objeto. Hay que leer en Tito Livio (2) la agitación que se produjo en el Senado cuando las mujeres reclamaron la revocación de la ley Opiana. De la abrogación de esta ley provino el lujo, según Valerio Máximo.


Notas

(1) Las leyes Fania y Licinia no se referían especialmente a las mujeres; reglamentaban y moderaban el gasto de la mesa. (Nota de Crévier).

(2) Década IV. lib. IV.


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CAPÍTULO XV

Del dote nupcial en las diversas constituciones

El dote de la mujer debe ser considerable en una monarquía para que el marido pueda sostener su rango y el lujo correspondiente. Debe ser mediano en la República, en la que el lujo no debe reinar. Y debe ser casi nulo en un Estado despótico, en el que son las mujeres en cierto modo. esclavas.

La comunidad de bienes en el matrimonio, introducida por las leyes francesas, es muy conveniente en el gobierno monárquico porque interesa a la mujer en los negocios domésticos y la hace, a pesar suyo, atender al cuidado de su casa. Es menos útil en el régimen republicano, en el cual son las mujeres más virtuosas. y sería absurdo en los Estados despóticos, en el cual las mujeres forman parte de la propiedad del amo.

Los gananciales sobre los bienes del marido que les da la ley a las mujeres, son inútiles: pero en la República serían perjudiciales, porque servirían para alimentar el lujo. Y en los Estados despóticos, se les debe la subsistencia, nada más.


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CAPÍTULO XVI

Hermosa costumbre de los Samnitas

Los Samnitas habían establecido una costumbre que, en una República pequeña, y sobre todo en la situación en que se hallaba la suya, no podía menos de producir efectos admirables. Se reunía a todos los mozos y se les juzgaba: el que era declarado superior, es decir, mejor que los demás, elegía por mujer a la moza que quisiera; el que le seguía en número de votos, elegía también entre todas las restantes, y así sucesivamente (1). Admirable ejemplo el de considerar los méritos y los servicios hechos a la patria como los mayores bienes de un hombre. El más rico en esa clase de bienes escogía su esposa entre las jóvenes de la nación entera. El dote de la virtud era el amor, la belleza, la castidad. Sería difícil imaginar un premio más noble, más exquisito, menos oneroso para un pequeño Estado, ni más capaz de influír en uno y otro sexo.

Los Samnitas eran descendientes de los Lacedemonios; y Platón, cuyas instituciones vienen a ser las leyes de Licurgo perfeccionadas, dió una ley muy parecida (2).


Notas

(1) Fragmento de Nicolás de Damasco; véase la Recopilación de Porfirio.

(2) El autor confunde a los Sunitas, pueblos de Sarmacia, con los Samnitas, pueblos de Italia. Ortelio y Procopio hablan de los pueblos Sármatas, entre ellos de los Sunitas.


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CAPÍTULO XVII

De la administración de las mujeres

Es contra la razón y contra natura que las mujeres sean amas en la casa, como sucede en Egipto; pero no se oponen la razón ni la naturaleza a que rijan un imperio. En el primer caso, el Estado de debilidad en que se encuentran no les permite la preeminencia; en el segundo, la misma debilidad les presta dulzura y moderación: cualidades que pueden hacer un buen gobierno, más que lo harían las virtudes varoniles de dureza inexorable.

En la India les va bien con mujeres gobernantes. Cuando el hijo varón que heredaría la Corona es de sangre plebeya por su madre, reinan las hembras cuya madre sea de sangre real (1). Se les da cierto número de personas que las ayuden a llevar el peso del gobierno. En Africa también, según Smith (2), se sienten bien gobernados por mujeres. Si se añade el ejemplo de Moscovia y de Inglaterra, se verá que las mujeres gobiernan con acierto, lo mismo en el gobierno templado que en el despótico.


Notas

(1) Cartas edificantes, décimocuarta colección.

(2) Viaje a Guinea, segunda parte, pág. 165 de la Traducción francesa.


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