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MONTESQUIEU POR SAINTE-BEUVE
I
El gran error de los periodistas es no hablar de otros libros que los nuevos, como si la verdad no fuera vieja. Entiendo que no hay razón para preferir los libros nuevos, sin haber leído antes los antiguos. Esto lo dice Usbeck en las Cartas persas, de suerte que es Montesquieu quien lo dice y es justo aplicárselo. Recorriendo el vasto campo del siglo XVIII, he tropezado muchas veces con el célebre nombre y la imponente figura de Montesquieu; pero nunca me he detenido a estudiarlo para incluirlo en mis revistas críticas. ¿Por qué? Por varias razones. La primera, por ser uno de esos hombres que infunden temor al acercarse a ellos, respeto más que temor, por el gran relieve y la justa nombradía de su eminente personalidad. Otra razón es mi calidad de periodista: escribiendo para los periódicos, se busca la actualidad, la oportunidad y la ocasión. Y una razón muy principal es que del gran Montesquieu se ha escrito mucho, lo han hecho los maestros, y es inútil repetir mal lo que ya se ha dicho bien.
Pero se presenta ahora la oportunidad con motivo de la anunciada publicación completa de sus obras, ya proyectada otras veces y no realizada nunca. Tenemos buenos elogios sobre Montesquieu, pero no existe una historia completa de su vida y de sus obras. Sabemos muchos detalles, pero no tantos como sería de desear ni todos los que hubieran podido recogerse. El había dejado numerosos manuscritos. Se dijo que un hijo suyo, en 1793, cuando en Burdeos empezó a correr sangre, había echado al fuego, todos los papeles y manuscritos de su padre por temor de que pudiera descubrirse en ellos algún pretexto para molestar a la familia. Era cosa de muerte en aquellos tiempos el ser hijo de Montesquieu o de Buffón, y lo más seguro sería hacerlo olvidar. Pero la noticia no era cierta, no hubo tal destrucci6n de manuscritos, puesto que el gran investigador bi6grafo Walckenaer tuvo el gusto ya hace tiempo de desmentir el hecho para satisfacci6n del público letrado. La parte principal de aquellos manuscritos se trajo a París en 1804, y Walckenaer tuvo ocasión de examinarlos durante algunas horas. En los Archivos literarios de Europa dió a luz algunos extractos de los manuscritos (1). Además, el ex ministro Lainé obtuvo licencia de la familia Secondat para hacer investigaciones en sus preciosos archivos; pensaba publicar un libro sobre Montesquieu, pensamiento que no llegó a realizar. Confiemos en que subsistirá esta herencia de familia y en que al fin se sacará partido de ella en interés de todos y para mayor gloria del antepasado ilustre. Montesquieu no es de los hombres que pueden temer la familiaridad: es un noble espíritu, de cerca lo mismo que de lejos, sin pliegues del corazón ni dobleces que ocultar; cuantos le conocieron alaban su bondad; su bonhomie era igual a su genio. Las escasas notas suyas que han sido publicadas dan vida y movimiento a su fisonomía, vida que tiene majestad. Plutarco me encanta siempre, decía; hay circunstancias en las personas que causan gran placer.
Nació en el chateau de la Bréde, cerca de Burdeos, el 18 de enero de 1689; pertenecía a una familia noble de Guyena, familia de toga y espada. Aunque mi nombre no sea bueno ni malo, decía, le tengo apego. Su padre, que había sido militar durante su juventud, se retiró pronto del ejercicio de las armas y se esmeró en educarlo. El joven Montesquieu fue destinado a la magistratura. El estudio fue siempre su pasión. Háblase de obras bastante atrevidas que escribió en su mocedad y que tuvo la prudencia muy loable de dejar inéditas. Leía con la pluma en la mano y reflexionando: Al salir del colegio, dice, pusieron en mis manos libros de derecho; procuré desentrañar su espíritu. Este espíritu de las cosas del derecho y de la historia fue la investigación a que dedicó toda su vida; no descansó hasta que creyó haberlo encontrado. Su genio se prestaba a este género de estudios; y le unía la rapidez, la viveza de una imaginación que le permitía adornar el pensamiento y la máxima con una forma poética, a semejanza de Montaigne, su paisano y su predecesor. Profesaba culto a los antiguos; pero no conoció mucho aquella primera antigüedad sencilla, natural y candorosa de la que, entre nosotros, fue Fenelón como un coetáneo rezagado. La antigüedad predilecta de Montesquieu era más bien la segunda, la de una época más reflexiva, más trabajada y ya latina; o por mejor decir, juntaba y confundía las antiguas edades, pedía rasgos o alusiones, para realizar el pensamiento moderno, a todas las épocas de los antiguos, desde Homero hasta Séneca y Marco Aurelio. Alusiones y rasgos que eran como vasos de Corinto colocados en sitios manifiestos y que son un glorioso testimonio. Un rasgo de Homero, un verso de Virgilio, rápidamente fundidos en su pensamiento, le parecía que lo redondeaban, que lo acababan mejor, que lo consagraban bajo una forma divina. La obra de Montesquieu, toda ella, resulta llena de estas incrustaciones que son fragmentos de altares. Confieso mi afición a los antiguos, escribía; la antigüedad me apasiona y siempre estoy dispuesto a decir con Plinio: Vais a Atenas, respetad a los dioses.
El propio Montesquieu, sintiendo así, merece que se le trate como a un clásico antiguo; citar a Montesquieu, poner en un escrito alguna de sus frases, es un honor.
Fue consejero del Parlamento de Burdeos desde 1714; a la muerte de su tío, en 1716, le sustituyó en la presidencia: tenía veintisiete años. Hablando de su amigo el mariscal de Berwick, que en la adolescencia todavía mandaba ya un regimiento y era gobernador de una provincia, decía Montesquieu: Así se encontró a la edad de diez y siete años en una situación tan lisonjera para quien posee un alma elevada, viendo el camino de la gloria enteramente abierto y la posibilidad de hacer grandes cosas. Aun sin decir otro tanto de la presidencia obtenida tan pronto, lo cierto es que Montesquieu, desde ella, también pudo verlo todo, juzgar de todo y llegar sin esfuerzo al fin de su camino; le bastaba escoger sus relaciones entre las muchas que se le ofrecían; entonces fué cuando trabó amistad y conoció íntimamente a Berwick, gobernador de Guyena. Sin ser ambicioso, Montesquieu se vió en un rango que podía parecer modesto en comparación con los más altos, pero que, por lo mismo, era a propósito para su papel de observador político. Pudo, pues, observar desde la juventud.
Desempeñó Montesquieu durante diez años su magistratura, y la vendió en 1726. Declaraba él mismo que no servía para funcionario: Lo que siempre me ha dado mala opinión de mí, decía, es que hay pocos estados en la República para los cuales pueda yo servir. En mi oficio de presidente, comprendía bien las cuestiones, pero del procedimiento no entendía nada: tengo el coraz6n muy recto. Yo me aplicaba; pero me entristecía ver en los estúpidos más capacidad de la que yo tenía. Esto quiere decir que Montesquieu era poco práctico, y me atreveré a añadir que no practicaba.
Los primeros escritos de Montesquieu de que podemos hablar, son los discursos que escribió para la Academia de Burdeos, a la cual pertenecía. En ellos ya se descubre su talento, se sorprende en su origen la forma predilecta del autor, la alusión o el símil antiguos aplicados a las ideas modernas. Pero hay mucho aparato, demasiado lujo de mitología. En un informe sobre la causa física del eco, o sobre anatomía, hace intervenir a las ninfas y a las diosas. Imita visiblemente a Fontenelle, cuyos ingeniosos informes a la Academia de ciencias estaban hechos para seducir. Las frases que siguen, ¿son de Montesquieu o de Fontenelle? (Se trata de los descubrimientos físicos, esperados durante tantos siglos y que aparecen de pronto con Galileo y Newton):
Podría decirse que la naturaleza ha hecho como las vírgenes; como las que, después de haber conservado mucho tiempo su más preciado tesoro, se dejan arrebatar en un momento lo que han guardado con tanto celo y defendido con tanta constancia.
y esta otra:
Algunas veces, parece que la verdad corre al encuentro del que la busca; suele suceder que no haya intervalo entre el deseo, la esperanza y el goce.
Montesquieu, como académico de ciencias de Burdeos, pagó pues su tributo a la moda y a su admiración por Fontenelle.
Lo que se ve con más gusto en los primeros ensayos de Montesquieu, es el amor a la ciencia, la afición al estudio aplicada a todos los objetos. Poseemos no solamente sus dictámenes sobre las obras ajenas, sino también sus propias Observaciones acerca de la historia natural, leídas en la Academia en 1721. Había observado insectos y musgos con el microscopio, había disecado una rana, había hecho estudios sobre las cualidades nutritivas de diversos vegetales. El autor no concedía a estas observaciones más importancia de la que merecían; véase cómo se expresaba: Son el fruto de la ociosidad del campo, un mero entretenimiento que debía morir donde nació; pero los que viven en una sociedad tienen deberes que cumplir, y nosotros debemos cuenta a la nuestra de los pasatiempos más pueriles. Hasta parece que al terminar su informe intenta Montesquieu rebajar el mérito del observador, pues dice: No se necesita mucho ingenio para haber visto el Panteón, el Coliseo, las Pirámides; no es preciso más para ver un insecto por el microscopio o una estrella por el telescopio; la física es tan admirable precisamente por eso: grandes genios, entendimientos pobres, vulgares medianías, todos hacen su papel, todos son útiles. El que no descubra un sistema como Newton, hará una observación que sorprenda y confunda al gran filósofo. Pero Newton siempre será Newton, es decir, el sucesor de Descartes, y el otro será un cualquiera, un artesano vulgar, que habrá visto una vez sin haber quizá pensado nunca.
No interpretemos estas palabras como desprecio del hecho, sino como subordinación del hecho al pensamiento. Enaltecer la idea, rendirle culto, es en Montesquieu característico. En otra parte hace justicia a las observaciones, diciendo que son la historia de la física y que los sistemas son la fábula. Así, pues, Montesquieu se ocupaba poco o mucho en las ciencias naturales, como poco después había de hacerlo Buffón y más tarde Goethe. Pero al mismo tiempo que trabajaba en preparar la Memoria sobre objetos de historia natural, producía una obra para lo cual no necesitaba microscopio: sus Cartas persas.
Las Cartas persas vieron la luz, anónimas, en 1721; obtuvieron un éxito insuperable; formaron el libro de la época.
Tres son, en realidad, las obras de Montesquieu, por las cuales es conocido de su posteridad: las Cartas persas (1721), el admirable libro de la Grandeza y decadencia de los Romanos (1734), que es un avance de su obra capital, y ésta, su Espíritu de las Leyes, que vió la luz pública en 1748.
La forma de estas tres obras difiere, es cierto, pero no tanto como se creería. El fondo de las ideas difiere aún menos que la forma. En las Cartas persas, libro de su mocedad, ya el autor deja entrever lo serio en lo festivo. En el libro de los Romanos es en el que más se contiene y se reprime; su tono es firme, elevado, siempre a la altura de la majestad del pueblo rey. En el Espíritu de las Leyes se mezclan a menudo, no se sabe cómo, el epígrama y la severidad.
Cuando se quiere apreciar la índole y forma del espíritu de Montesquieu, debe recordarse lo que escribía en sus últimos años, esto es, lo que le contestaba a d'Alembert, que le había pedido para la Enciclopedia algunos artículos sobre puntos ya tratados en el Espíritu de las Leyes: Sobre estos puntos, le respondía Montesquieu, ya he sacado todo lo que había en mi cabeza. Mi espíritu es un molde y siempre dará lo mismo. No haría más que repetir lo ya dicho y probablemente peor que como lo he dicho. Esta unidad fundamental del molde se descubre en Montesquieu, no obstante la variedad de producciones, en sus libros todos, desde el primero hasta el último.
Lo que da a las Cartas persas la marca de la Regencia, digámoslo así, es lo que tienen de irreverencia y de libertinaje; es el influjo de la moda, o el deseo de sazonar el libro al gusto de aquel tiempo.
¿De dónde sacó Montesquieu, si no, la idea de hacer hablar así a los Persas? Dicen que se la inspiró un libro de Dufresney, titulado Divertimientos serios y cómicos, en el cual figura un personaje siamés llovido de las nubes en pleno París y que discurre a su manera.
Pero que la idea provenga del hijo de Siam o del insular de Java, es original en Montesquieu por el desarrollo que le da y el atrevimiento con que la naturaliza en la capital de la nación francesa. Las Cartas persas, con todos sus defectos, es un libro genial de los más singulares que ha producido nuestra literatura.
Usbeck y Rica, dos amigos, dos Persas de distinción, emprenden un viaje a Europa. El personaje principal, Usbeck, tiene su serrallo en Ispahán y allí lo deja al cuidado de un eunuco negro a quien recuerda de tiempo en tiempo sus severas recomendaciones. En el serrallo hay mujeres que el personaje distingue y ama particularmente, y el autor quisiera interesar al lector en esta parte novelesca de un gusto asiático muy acentuado. Lograríalo tal vez en 1721; la parte libertina y, por decirlo así, pornográfica de las Cartas persas, pudieron gustar a una sociedad que iba a saborear muy pronto con deleite las novelas de Crebillón (hijo). Hoy esta parte nos parece artificiosa y si se prolongara un poco nos aburriría; lo que nos gusta hoy, lo que buscamos en las Cartas persas, es a Montesquieu mismo compartiéndose entre sus diversos personajes que juntos representan las ideas y toda la sociedad de la juventud de nuestro autor. Rica, es el gracioso, el que de todo se burla, parisiense desde el primer día y pintando sarcásticamente las ridiculeces de los originales que pasan ante sus ojos y que él imita. Usbeck, más serio, se resiste y razona; todo lo cuenta y lo discute en las cartas que dirige a los teólogos persas. El arte de la obra y lo que descubre la habilidad de la composición, es que al lado de una carta del serrallo nos encontramos con otra sobre el libre albedrío. Un embajador de Persia en Moscovia le escribe a Usbeck hablándole de los Tártaros; es una página que podría ser un capítulo del Espíritu de las Leyes. Rica hace a continuación la más fina crítica de la verbosidad de los Franceses y de los insubstanciales conversadores de sociedad que, hablando mucho y bien, no dicen nada. Luego discurre Usbeck sobre Dios y la justicia en una carta muy hermosa. La idea de justicia está expuesta en ella según los verdaderos principios de la institución social. Montesquieu (pues él es quien habla) trata de establecer que la idea de justicia no depende en modo alguno de las convenciones humanas. Va más lejos aún: quiere hacerla independiente de toda existencia superior al hombre: Aunque no hubiera Dios deberíamos amar la justicia, esto es, tratar de parecernos al Ser del que tenemos tan hermosa idea y que, si existiera, necesariamente sería justo. Aun siendo libres del yugo de la religión, no deberíamos serlo del de la equidad.
Aquí tocamos al fondo del pensamiento audaz de Montesquieu; no seamos débiles, expongámoslo sin vacilar y en toda su desnudez; él es quien dice: Aunque la inmortalidad del alma fuera un error, sentiría no creer en ella; confieso que no soy tan humilde como los ateos. Me satisface el creerme tan inmortal como Dios. Aparte de las ideas reveladas, las ideas metafísicas me dan la esperanza de una felicidad eterna a la que no quiero renunciar. Estas palabras contienen la medida de las creencias de Montesquieu y de su nobilísimo deseo; hasta en la expresión de este deseo se desliza la suposición de que, aunque la cosa no existiera, sería mejor creerla. No censuremos a este hombre que se entrega, en todo caso, a la idealización de la naturaleza humana; pero obsérvese que esto es aceptar las ideas de justicia y religión más por el lado político y social que virtualmente y en sí mismas (2).
Hombre Montesquieu de pensamiento y de estudio, desprendido desde la mocedad de las pasiones que, por otra parte, no le habían arrastrado nunca, vivió en la firmeza del entendimiento. Bondadoso, de trato sencillo, amable y franco, mereció ser querido tanto como un genio puede serlo; pero aun en lo más humano se le encontraba indiferente, con una equidad benévola, más bien que en posesión de la ternura del alma.
¿Quién no conoce aquel hermoso rasgo de su vida, el de Marsella, adonde iba con frecuencia a visitar a su hermana? Quiso dar un paseo por mar, fuera del puerto, y observó que el muchacho que le conducía no tenía la menor traza de marinero. Entablando conversación con él, supo que el joven no desempeñaba tal oficio más que los días de fiesta, y eso con la intención de reunir lo preciso para el rescate de su padre, que estaba en Tetuán cautivo por haber sido presa de un corsario. Montesquieu se enteró minuciosamente de todos los detalles, y al cabo de pocos meses el cautivo de los moros estaba libre en Marsella sin saber a quién debía su rescate. Ni nadie lo supo hasta después de muerto Montesquieu.
Todas las cuestiones a la orden del día en tiempo. de la Regencia están tocadas en las Cartas persas: la disputa de los antiguos y los modernos, la revocación del Edicto de Nantes, la querella sobre la bula Unigenitus, etc. El autor responde al espíritu del día, infundiendo a la vez sus miras particulares. El reinado de Louis XIV lo juzga severamente. Su estilo es, en general, claro, preciso, agudo, sin que esto quiera decir que no tenga incorrecciones. Sabidas son las ideas de Montesquieu sobre el estilo: Un hombre que escribe bien no escribe como se escribe, sino como él escribe; con frecuencia le ocurre hablar bien hablando mal. Escribe, pues, a su modo, elevándose y engrandeciéndose a medida del asunto. Gusta de un género de imágenes pintorescas, de comparaciones especiales para aclarar su pensamiento; por ejemplo, queriendo hacerle decir a Rica. que el marido de una mujer hermosa, en Francia, cuando es engañado por la suya toma su desquite en las de otros, dice: El título de marido de una mujer guapa, que en Asia se oculta cuidadosamente, se lleva aquí sin cuidado. Un príncipe se consuela de la pérdida de una plaza con la conquista de otra; cuando el Turco nos tomó Bagdad, ¿no le tomábamos al Mogol la fortaleza de Candahar?
Exactamente de la manera misma que en el Espíritu de las Leyes, presentando un utopista inglés que teniendo la verdadera libertad imagina otra en su libro, exclama: Ha edificado Calcedonia teniendo a la vista las playas de Bizancio.
Entre las irreverencias y osadías de las Cartas, se deja entrever un espíritu de prudencia en la pluma de Usbeck. Tocando tantas y tan diversas cuestiones, Usbeck pretende continuar siendo fiel a las leyes de su país y a su religión (contradicción en que tal vez incurra el propio Montesquieu): Es cierto, dice, que por una rareza, más hija de la naturaleza que del espíritu humano, se hace necesario en ocasiones cambiar algunas leyes; pero el caso no es frecuente y, cuando ocurre, debe hacerse el cambio con mano temblorosa. El mismo Rica, el hombre superficial y ligero, observando que en los tribunales de justicia se dictan las sentencias por mayoría de votos, añade epigramáticamente: Reconocido está por la experiencia que sería más conveniente lo contrario, tomar los votos de la minoría. Esto es lo natural, pues los espíritus justos son los menos. Con esto basta para demostrar que el autor de las Cartas persas no extremará nunca las cosas por el lado de las revoluciones y reformas populares.
Después de haber entrado en las cuestiones que son propiamente de filosofía de la historia; después de extrañar que los Franceses hayan abandonado las leyes antiguas, dictadas por los primeros reyes en las asambleas de la nación, llegando así a los umbrales de la grande obra que sin duda prevía, divaga Montesquieu sobre diversas cuestiones hasta que se cansa. Agotado el cuadro de las costumbres, y la sátira, aparece en las Cartas la parte novelesca: Usbeck recibe la noticia de que su serrallo, aprovechando su ausencia, ha hecho su revolución a sangre y fuego. Es un fin delirante que para nosotros carece de interés; toda esta parte sensual es seca y desabrida, indicando que Montesquieu no ponía toda su imaginación más que en la observación histórica y moral.
En 1725 publicó Montesquieu El Templo de Guido, que es un error de gusto. Creyó imitar a los Griegos al escribir este poema en prosa por complacer a una princesa de la casa de Condé, la señorita de Clermont. En aquella fecha tenía Montesquieu treinta y cinco años, y él mismo ha escrito: A la edad de treinta y cinco años amaba yo todavía. El abate de Voisenón ha dicho que a Montesquieu le gustaban las mujeres y que El Templo de Guido le valió muchas conquistas ignoradas. Pero a Montesquieu no parece que le enternecieran demasiado los amores ni le preocuparan con exceso. Creemos que sus amores tenían más de sensuales que de sentimentales. En mi juventud, él lo dice, tuve ocasiones de enredarme con mujeres en cuyo amor creía; pero cuando dejaba de creer, me desenredaba fácilmente. Y añade: Me gustaba decir tonterías a las mujeres y hacerles favores que no cuentan nada.
El Templo de Guido no es más que una de aquellas tonterías.
Cuenta Lainé que cuando obtuvo el permiso de la familia Secondat para examinar los papeles de Montesquieu, encontró un paquete de epístolas amorosas; que las escribiera, ya se adivina, leyendo El Templo de Guido. En las cartas amorosas había muchas enmiendas; en Montesquieu, todo lo que es vigor y nervio en las cosas grandes es debilidad en las pequeñas.
Hacia la misma época entró Montesquieu en su verdadera vía, escribiendo para la Academia de Burdeos un discurso en alabanza del Estudio y de las Ciencias (noviembre de 1725). Es un desagravio hecho a las ciencias, cuya utilidad había puesto en duda en un pasaje de las Cartas persas. En una comparación original, sostiene que si los Mexicanos hubieran tenido un Descartes antes del desembarco de los Españoles, no los hubiera conquistado Hernán Cortés.
En el breve discurso a que nos referimos, habla Montesquieu magníficamente del estudio y de los motivos que deben impulsarnos a emprenderlo: El primero es la interior satisfacción que sentimos al aumentar la excelencia de nuestro ser, al hacernos más inteligentes. Un segundo motivo, y éste no iba Montesquieu a buscarlo muy lejos de sí, es nuestra propia felicidad. El amor al estudio es casi nuestra única pasión eterna; todas las demás nos abandonan a medida que esta miserable máquina que nos las da se va acercando a su ruina ... Conviene crearse una felicidad que no nos abandone, que nos siga en todas las edades; la vida es tan corta, que no debemos contar por nada las dichas menos duraderas que nosotros mismos. Por último, da otro móvil que le impulsaba a él: la utilidad general: ¿No es un bello designio el de trabajar para provecho del mundo, para hacer a los hombres que nos sucedan, más dichosos de lo que nosotros lo hemos sido? Montesquieu, por rectitud de conciencia y por dirección intelectual, era naturalmente de la raza de los Vaubán, de los Catinat, de los Turena, de los L'Hopital, de los ciudadanos que quieren sinceramente el honor de la patria y el bien de la humanidad: Siempre he sentido una alegría secreta cuando se ha hecho algo por el bien común.
Las Cartas persas habían puesto a Montesquieu, de buena o de mala gana, entre los publicistas de su tiempo, lo cual, si ofrecía ventajas para su celebridad, no dejaba de tener inconvenientes para su carrera. Un impulso poderoso le llevaba para siempre a figurar entre los literatos, a llenar su destino de escritor. Vendió la presidencia que desempeñaba y en 1726 fue recibido en la Academia francesa, de la que antes se había burlado mucho, como hace todo el mundo antes de entrar en ella. En 1728, emprendió la serie de sus viajes, empezando por Alemania y Hungría; en Viena trató al príncipe Eugenio. Visitó luego una gran parte de Italia, Suiza, el Rin y Holanda, y en 1729 pasó a Inglaterra, donde tuvo por introductor a lord Cherterfield, un guía bien ilustrado. Se publicaron algunas Notas de viaje, en las que algo cuenta de su estancia en Londres. Hace observar que, en aquel tiempo, los ministros y embajadores extranjeros sabían tanto de Inglaterra como un recién nacido; no la conocían, no la comprendían: la libertad de la prensa los desorientaba; al leer los papeles públicos, imaginaban que iba a estallar una revolución. Como los periódicos estaban escritos por el pueblo, que en todas partes desaprueba lo que hacen los ministros, resultaba que en Inglaterra se escribía lo que se piensa en todas partes; así 10 expresaba Montesquieu, y añadía: El obrero que trabaja en el tejado, se hace llevar la gaceta para leerla allí. Montesquieu aprecia la libertad inglesa, pero sin ilusionarse respecto al estado de las instituciones; juzga con acierto de la corrupción política, de la venalidad de las conciencias, del lado positivo y calculador que lleva al duro egoísmo. Según se expresa, no parece sino que él mismo cree en la proximidad de una revolución; pero ve el mal y también las ventajas que lo compensan: Inglaterra, dice, es el país más libre del mundo, sin exceptuar a ninguna República ... A un hombre que en Inglaterra tenga tantos enemigos como pelos en la cabeza, no por eso le sucederá nada; lo cual es mucho, pues tan necesaria es la tranquilidad del alma como la salud del cuerpo.
Como un relámpago brilla una especie de adivinación, en la siguiente frase que predice la emancipación de la América inglesa: Yo no sé lo que sucederá con tantas gentes de Europa y de Africa trasplantadas a las Indias de Occidente; pero creo que la nación británica será la primera que pierda allí sus colonias.
Lo confieso con la mayor humildad, aunque mi sentimiento del ideal padezca: si pudiera leer completo el Diario de Viaje de Montesquieu, con todas sus notas sencillas, naturales, espontáneas, lo haría con más placer y lo creería más útil que el Espíritu de las Leyes.
En efecto, en la obra magna de Montesquieu entra por mucho el artista; dice allí bastantes cosas que están sujetas a duda. El autor artista se encuentra allí delante de su tema; quiere una ley y la busca, en ocasiones la crea. En medio de los textos y las notas que acumula ante sí y que a veces le aturden, se levanta y se decide; hace brotar su pensamiento, abre audazmente su perspectiva y la modela a su antojo. Es él quien ha dicho en la soledad del gabinete: Las historias son hechos falsos compuestos sobre hechos ciertos o con motivo de los hechos ciertos.
Y ¿no es él también quien ha dicho que los hombres aparecen en la historia embellecidos y no como se les ve? ¿Qué importa eso cuando lo que se busca es el genio de la historia? En ella se ve a los hombres desde lejos.
Montesquieu agregaba a lo útil una idea de lo bello; tenía en sí propio un ejemplar divino: elevó un templo y a él acudió la multitud.
¿Pero no introdujo algunos ídolos? Dejemos las censuras y aceptemos con respeto aquella forma neta que conservaba el molde de un espíritu elevado. De vuelta en Francia, Montesquieu se retiró a su castillo de Bréde, lejos de las agitaciones de París, a fin de ordenar sus pensamientos. Allí pasó dos años entre árboles y libros. Estaba impregnado de Inglaterra; pero desechó la idea que le tentaba de publicar un libro acerca de un gobierno tan original y tan distinto del nuestro. Dió la preferencia a sus Consideraciones sobre las causas de la grandeza y la decadencia de los Romanos (1734), consideraciones que constituyen la más clásica y la más perfecta de sus obras.
II
Las obras de Montesquieu no son más que el resumen filosófico y la repetición ideal de sus lecturas. Nadie discurre mejor que él acerca de la historia, cuando ha cerrado el libro en que la estudia. Emite su pensamiento con orden, encadenamiento y claridad, siendo lo mejor de su discurso la manera espontánea con que brota. Avanza con paso firme por una serie de reflexiones concisas en las que hay grandeza; su laconismo tiene mucho alcance.
La manera que tiene de ver y de decir puede aplicarse maravillosamente a los Romanos. Para leer el libro que les ha consagrado, conviene examinar todo lo que han dicho sobre el mismo asunto, y antes que él, Maquiavelo, Saint-Evremont, Saint-Real, para darle a cada uno lo que le corresponde. En cuanto a la forma, la de Montesquieu en lo histórico tiene semejanza con la de Bossuet.
La índole del espíritu de Montesquieu es tan inclinada a discurrir sobre historia, que lo hace nuestro autor donde no ha lugar o con base insuficiente. Sería bueno saber si los historiadores dicen la verdad antes de hacer reflexiones sobre lo que dicen. Montesquieu no hace lo que falta: una crítica de los textos y de las tradiciones semifabulosas. De que Rómulo, según se dice, adoptara el escudo de los Sabinos, que era ancho, en lugar del pequeño que había usado hasta entonces, deduce Montesquieu cierta costumbre y cierta política de los Romanos: la de tomar lo mejor de los vencidos.
El pensamiento de Montesquieu encuentra amplia materia y se desenvuelve en toda libertad desde Aníbal y las guerras púnicas. El capítulo VI sobre la política de los Romanos y sobre su conducta en la sumisión de pueblos, es una obra maestra en la que se combinan la prudencia y la majestad; empieza allí la gran manera, que desde ese capítulo ya no se interrumpe. Al hablar de los Romanos, la lengua de Montesquieu se asemeja a la latina; su carácter de concisión y firmeza nos recuerda el lenguaje de Tácito o de Salustio. Montesquieu les da a los términos su acepción más propia, como cuando dice que los ejércitos consternaban todo. Sobresale en el arte de purificar las expresiones dándoles toda su fuerza primitiva, lo que le permite el empleo de un estilo cortado, vigoroso y al mismo tiempo sencillo. También dice: Nada sirvió tanto a Roma como el respeto que impuso. Redujo a los reyes al silencio y los dejó los dejó estúpidos. El vocablo estúpidos está aquí empleado en su sentido latino y primitivo para significar el estupor. Y dice también: Reyes que vivían en las delicias y el fausto no osaban dirigir miradas fijas al pueblo romano. Podría multiplicar estas citas para demostrar que Montesquieu se esmera, hasta con afectación, en dar a las expresiones su sentido exacto y que duplica su efecto aplicándolas a grandes cosas. Para indicar que los guerreros a medida que se alejaban de Roma se sentían menos ciudadanos, dice: Los soldados empezaron a no reconocer más que a su propio caudillo, a fundar en él todas sus esperanzas y a ver la ciudad desde más lejos. La ciudad por excelencia es Roma; y no se puede decir nada más fuerte con una apariencia más sencilla. Si dijéramos que Montesquieu no lo hacía deliberadamente no se nos creería; hacíalo adrede, y en esto es inferior a Bossuet, pues tiene una manera premeditada y constante. En Bossuet no había premeditación; era su elocuencia natural, irresistible, y así derramaba a chorros audacias y negligencias. En Montesquieu hay estudio, combinación, esfuerzo como en Salustio para lograr una propiedad expresiva en los términos y una ejemplar concisión o como en Tácito para encontrar la imagen y hacerla a un tiempo breve y magnífica, imprimiendo a su dicción un no sé qué de augusto.
Lo consigue, teniendo a cada instante expresiones magníficas y estáticas, a lo Bossuet y a lo Corneille. Para mostrar la habilidad de los Romanos en aislar a los reyes, quitarles sus aliados y hacerse amigos en torno del poderoso enemigo a quien querían vencer, dice: Parece que sólo conquistan para dar; pero de tal manera son los amos, que cuando guerrean con cualquier príncipe lo abruman, por decirlo así, con el peso de todo el universo.
Nadie ha penetrado mejor que Montesquieu en el ideal del genio romano; es por inclinación favorable al Senado y algo patricio de la antigua República. Digno es de notarse que él, después de hablar tan admirablemente de Alejandro, de Carlomagno, de Trajano, de Marco Aurelio: sea con César menos generoso. No le perdona el haber sido instrumento de la transformación del mundo romano. Montesquieu (excepto en las Cartas persas) ha tenido siempre buenas palabras para el cristianismo en lo que tuvo de humano y civilizador, pero no oculta su predilección por la naturaleza romana pura, estoica y anterior a la influencia cristiana. Los suicidios de Catón y de Bruto le inspiran reflexiones en las que hay tal vez idolatría clásica: Es cierto, exclama, que los hombres se hicieron menos libres, menos animosos, menos capaces de grandes empresas, desde que perdieron o renunciaron el poder que antes tenían sobre sí mismos de escapar a todo otro poder. Y esto lo repite en el Espíritu de las Leyes a propósito de lo que se llamaba virtud de los antiguos: Cuando estaba esta virtud en toda su fuerza, se realizaban cosas que ya no se ven y que apenas conciben nuestras mezquinas almas.
Montesquieu ha adivinado muchas cosas antiguas o modernas y de las que en su tiempo menos había visto, ya en lo referente a los gobiernos libres, ya en lo tocante a las guerras civiles y a los poderes imperiales. Se podría hacer un extracto muy notable de las predicciones o alusiones que sus obras contienen. Pero en medio de todo lo que Montesquieu ha adivinado y previsto, se echa de ver que le faltó una cosa para completar la educación de su genio: le faltó haber visto una revolución. El no creía posibles ya las proscripciones en masa ni las expoliaciones: Debemos a la medianía de nuestras fortunas, dice, el que sean más seguras; no valemos la pena de un despojo. Ni sospechaba que en una fecha próxima sería despojado el clero, desposeída en parte la nobleza, y que las primeras cabezas del Parlamento caerían en el cadalso: un 1793 no se adivina.
A la par de Montesquieu he querido leer a Maquiavelo; en éste se halla, si no la refutación, a lo menos la corrección de aquél, una verdadera corrección. Con Maquiavelo siempre se anda cerca de la corrupción y la concupiscencia; Maquiavelo desconfía, Montesquieu, no; Maquiavelo, es quien ha dicho que siempre hay en los hombres una predisposición viciosa, más o menos oculta, esperando una ocasión de salir, y que para reprimirla, son necesarias las leyes civiles armadas de la fuerza. Los hombres, según él, sólo hacen el bien cuando no lo pueden evitar: Pero dueños de elegir y en libertad de cometer el mal impunemente, nunca dejan de llevar a todas partes la confusión y el desorden. Maquiavelo está bien persuadido de que si los hombres en apariencia cambian al cambiar los regímenes, en el fondo no cambian jamás, y de que si se reproducen las mismas ocasiones se les encontrará siempre los mismos. De esta verdad no está convencido Montesquieu. Al comenzar su Espíritu de las Leyes llega a decir que los primeros hombres, tenidos por salvajes, son ante todo tímidos y necesitan la paz; como si las necesidades físicas, el hambre, el sentimiento de su fuerza que posee toda juventud o ese afán de dominación innato en los hombres no debieran engendrar desde el principio de los choques y la guerra. Esta crítica es fundamental y alcanza, en mi sentir, a todo el Espíritu de las Leyes. Montesquieu concede demasiado, no ya exteriormente, sino en secreto y en lo más hondo de su pensamiento, al decorum de la naturaleza humana. Este defecto de Montesquieu es honroso para él, sin duda, pero no deja de ser un defecto. Admirable ordenador y comentador de lo pasado, puede inducir en error a los que lo tomen como autoridad en cuanto a lo porvenir. Habiendo nacido en una sociedad ilustrada que había perdido el recuerdo de las facciones y en la que el despotismo que las había reprimido, aunque subsistente, era ya poco sensible, amoldó la humanidad a su deseo, olvidando lo que habían hecho Richelieu y Luis XIV. Hubiera necesitado, repito, presenciar una revolución (a lo menos una Fronda como la que vió Pascal) para tener idea de la realidad humana, idea que se encubre fácilmente en los tiempos tranquilos y civilizados.
Maquiavelo, al contrario (no debemos olvidarlo al comparar los dos genios), vivía en una época y en un país donde había diariamente, para los individuos y para las ciudades, más de treinta modos de ser destruídos y de perecer. En tal estado social bien se comprende que se viva prevenido y se adquiera una prudencia extremada.
Pero vuelvo al libro de las Consideraciones del que me había apartado.
Estudiando Montesquieu a los antiguos Romanos y al primero en pasar el Rubicón, no comprende a César en el mismo grado que a los demás grandes hombres; no le sigue sino de mala gana. Tanto ha vivido Montesquieu con el pensamiento en los Romanos, que tiene de ellos una impresión directa, personal, que se produce a veces de una manera ingenua. Hablando del triunviro Lépido sacrificado por Octavio, se queda satisfecho, dice, al ver la humillación de aquel Lépido, el ciudadano más perverso de la República. Se queda satisfecho ... Al escribir espontáneamente esta y otras expresiones familiares, revela Montesquieu su intimidad con las cosas que describe; hay en estos capítulos algo de lo brusco e imprevisto de su conversación. Así dice, refiriéndose a Alejandro: Hablemos con franqueza y Ruego que se preste un poco de atención. Con otras muchas frases que citar podría. Se me figura estar viendo los gestos de un hombre viviente que, poseído de su asunto, no quiere callar nada y agarra por el brazo al que le escucha. Tal era Montesquieu.
El gesto, en ocasiones, es más noble, menos familiar; aparece el orador: Aquí es donde podemos ofrecernos el espectáculo de las cosas humanas. Y relata en un movimiento digno de Bossuet la obra del pueblo romano y del Senado, las guerras emprendidas, la sangre derramada, tanto valor, tanta prudencia, tantos triunfos, todo para satisfacer los deseos de cinco o seis monstruos. Este pasaje es Bossuet puro.
Hay, sin embargo, un punto capital en que Montesquieu se aparta de Bossuet. Los dos creen que existe un consejo soberano de las humanas cosas; pero Bossuet lo pone en Dios y Montesquieu lo pone en otra parte. No es el azar, escribe, quien domina el mundo; que se les pregunte a los Romanos, que tuvieron una sucesión continua de prosperidades cuando se gobernaron siguiendo cierto plan y una serie no interrumpida de reveses cuando se condujeron según otro. Hay causas generales, ya morales, ya físicas, las cuales obran en cada monarquía, la elevan, la mantienen o la hunden; todos los accidentes se hallan sometidos a estas causas, y si la suerte de una batalla, esto es, una causa particular cualquiera ha sido alguna vez la pérdida de un Estado, es porque había una causa general para que el Estado pereciera en una sola batalla. En una palabra, la corriente general arrastra consigo los particulares accidentes.
En estas frases está encerrada toda la filosofía de la historia de Montesquieu, y es justo convenir en que, respecto a los Romanos, vistas las cosas a posteriori parece tener razón. Los Romanos, en efecto, se prestan maravillosamente a la aplicación de este sistema tan encadenado; podría decirse, en verdad, que vinieron al mundo expresamente para que Montesquieu apoyara sus consideraciones.
Y, no obstante, si no se fija directamente, como Bossuet lo hace, la ley del mundo histórico en el seno de la Providencia, parece difícil y aun peligroso el encontrar la serie y el encadenamiento que Montesquieu pretende descubrir. En este punto me parece Maquiavelo más prudente y acertado que Montesquieu, recordándonos siempre por cuanto entra el azar, esto es, las causas desconocidas, en el origen y cumplimiento de los hechos históricos y en la vida de los imperios. También en esto se echa de ver que a Montesquieu le faltó el vivir fuera de su gabinete y ver por sí mismo el curso de la historia. A no ser así, hubiera dicho más frecuentemente: ¡De qué poco han dependido las grandes cosas!
En 1745 publicó Montesquieu su Diálogo de Sila y Eucrates, que no difiere mucho de las Consideraciones sobre los Romanos. Lo compuso para una especie de Academia de ciencias morales y políticas en germen que se reunía en un entresuelo de la plaza de Vendome, habitación de Alary. El Diálogo es hermoso; pero no es así como hablan familiarmente los héroes y los hombres de Estado, aunque hablen como filósofos. El Sila de Montesquieu es un Sila de tragedia.
Contaba Montesquieu sesenta años, cuando dió a luz el Espíritu de las Leyes (1748). En los años anteriores, cuando no estaba en su mansión de la Bréde, vivía en París y frecuentaba los salones de la buena sociedad, particularmente el círculo de la duquesa de Aiguillón y el de madama de Deffand. He tenido la suerte de alternar en los mismos círculos que él, dice Maupertuis, y he visto y compartido la impaciencia con que se le esperaba en todos y la alegría con que se le veía llegar. A su vez el caballero Aydie escribía a una dama: ¿Cómo no querer a ese hombre bueno, a ese grande hombre, original en sus obras, en su carácter, en sus modales y siempre digno de admiración? Por su parte, el marqués de Argensón decía, hablando del propio Montesquieu: Como tiene gran talento hace un uso discreto de lo que sabe; pero no es tan ingenioso en su conversación como en sus libros, porque ni tiene la pretensión de brillar ni se toma el trabajo de conseguirlo. Ha conservado el acento gascón de su país y considera inútil corregirse. No cuida nada su estilo, más nervioso que puro. Refiriéndose a la importante obra que Montesquieu preparaba desde hacía veinte años (3), agregaba el marqués:
Yo conozco algunos fragmentos que, de seguro, aumentarán la fama del autor; pero temo que el conjunto no sea tan acabado y que contenga más ideas ingeniosas que verdaderas enseñanzas útiles sobre la manera de elaborar e interpretar las leyes. Le concedo toda la instrucción posible; ha adquirido vastos conocimientos en sus viajes y con el estudio; pero predigo que no ha de darnos el libro que nos falta, aunque hallemos en el que está preparando pensamientos nuevos, ideas profundas, imágenes atrevidas ... Aunque el marqués de Argensón no se engañaba en un sentido, se engañaba en otro: el libro de Montesquieu, con todos sus defectos, iba a disipar los temores y sobrepujar las esperanzas de sus íntimos. Hay obras que no deben ser miradas muy de cerca: son monumentos. La frase de madama Deffand: Eso no es l'esprit des lois, sino de l'esprit sur les lois, podía ser cierta en la sociedad particular de Montesquieu, pero dejaba de serlo desde el punto de vista del público y del mundo: El público ve las cosas más sintéticamente, más en globo; si una obra tiene inspiración superior, aliento poderoso y un sello de grandeza, desde luego supone que el autor tiene razón en todo y obedece al impulso que recibe. Del mismo Espíritu de las Leyes decía el estudioso Gibbón, hablando de sus lecturas: Yo leía a Grocio y a Puffendorf, leía a Barbeyrac, leía a Locke ... pero mi delicia era leer y releer a Montesquieu, cuyo vigor de estilo y atrevimiento en las hipótesis fueron bastante poderosos para despertar y estimular el genio del siglo. Y Horacio Walpole escribía también hablando de la obra: La considero el mejor libro que se haya escrito jamás ... Es tan rica en ingenio como en conocimientos positivos. Este último extremo lo tenemos por dudoso. Un crítico inglés moderno ha dicho lo contrario: Es un libro que hizo mucho por la raza humana en la época de su aparición, pero no hay ninguno del que un lector de nuestros días pueda sacar menos ideas prácticas. Tal es el destino de casi todos los libros que han dado impulso al pensamiento humano.
A juzgar por su correspondencia; cuando Montesquieu estaba en vísperas de publicar su obra se sentía dominado por el cansancio. Había pasado tres años seguidos en sus posesiones, desde 1742 a 1746, trabajando sin parar. Sus ojos no le ayudaban; casi no veía. Un secretario y su propia hija le daban lectura de lo que él mismo no podía leer. Estoy aniquilado, escribía en marzo de 1747, y pienso descansar el resto de mis días. La idea de agregar a su obra una digresión acerca del origen de las leyes de Francia, digresión que llena los cuatro últimos libros del Espíritu de las Leyes, no se le ocurrió hasta el fin. He creído matarme en estos tres meses, decía el 28 de marzo de 1748, para acabar un fragmento que voy a añadir, acerca del origen y las revoluciones de nuestras leyes civiles. Esto dará tres horas de lectura, cuando más, pero a mí me ha costado tanto que mis cabellos han encanecido. Terminada la obra y publicada en Ginebra, exclamaba el fatigado autor: Confieso que este libro ha estado a punto de matarme; necesito reposo; no trabajo más.
Algo se nota en el libro del esfuerzo que confesaba el autor. En la parte que trata de las leyes en general, tomadas en su acepción más extensa, y con relación a todos los seres del universo, hay mucha vaguedad. Si me atreviera diría que se ve desde el principio la dificultad con que tropieza el autor, como al final se descubre su vacilación y su cansancio.
Al frente del segundo tomo (la primera edición, la de Ginebra, se hizo en dos volúmenes), puso Montesquieu una preciosa Invocación a las Musas, a la moda antigua. Es una bella invocación, en la que se define la razón humana como el más exquisito, perfecto y noble de nuestros sentidos. El amigo de Ginebra a quien encargó hacer imprimir la obra y de corregir las pruebas, le hizo alguna objeción contra el himno poético por parecerle cosa demasiado antigua para darle cabida en un libro tan moderno. Accedió Montesquieu a suprimirlo, no sin alguna resistencia.
III
No abrigo la pretensión de hacer la crítica del Espíritu de las Leyes, que no cabe aquí; se necesitarían varios volúmenes y examinar la obra capítulo por capítulo. Conozco tres críticas de este género: la de Tracy, que a pesar de su título es una refutación lógica y una rectificación más bien que un Comentario; la de Dupin, que no es despreciable; por último, una tercera manuscrita por el cardenal de Boisgelin, antiguo obispo de Aix. A cada paso puede censurarse a Montesquieu por sus divisiones generales de gobierno, por el principio que a cada uno señala, por el grado de influencia que atribuye a los diferentes climas, por las citas de detalle que ha sembrado en su obra. Cita algunas veces con inexactitud y nada más que por producir efecto, como andando el tiempo había de hacer Chateaubriand: esto suele sucederle a los hombres de imaginación que se sirven de su erudición sin ser dueños de ella, sin poderla dominar. Se toma, al leer, una nota ingeniosa; y luego, al escribir, cuesta inmenso trabajo llevar el camino real por donde encaje bien la nota que se ha tomado. Montesquieu abusa de las notas ligeras, de las historietas de la antigüedad, de los ejemplos equívocos que la misma antigüedad proporciona.
Pero todos los defectos del libro no bastan a deslucir la brillantez del genio. Capítulos como los de Alejandro y Carlomagno lo compensan todo. Los dedicados a la constitución, y principalmente el que trata de las costumbres políticas de Inglaterra (libro XIX, cap. XXVII) son descubrimientos en el mundo de la historia. Se ve a cada instante, en Montesquieu, uno de esos espíritus rápidos y penetrantes que investigan los primeros toda una masa y la iluminan.
Ya he dicho cuál creo que es el defecto radical de la política de Montesquieu; pone el término medio de la humanidad, considerada en sus dotes naturales, un poco más alto de lo justo. No es malo que un legislador quiera llevar a los hombres, siquiera se valga de un tanto de ilusión, a todas sus facultades y a su máxima virtud; pero él debe saber en qué condiciones es esto posible y, en consecuencia, tomar sus precauciones. No sólo Montesquieu no advierte lo bastante a su lector, sino que él mismo tampoco se previene lo bastante. Pintando por el lado más hermoso el gobierno de los ingleses, que él sin embargo había visto de cerca con sus sombras, no parece haberse preguntado qué efecto harían sus cuadros en Francia. Él no quería, ciertamente, la caída de la monarquía de Luis XIV; la consideraba una monarquía templada por los parlamentos y reformable en si misma: Yo no tengo, decía, un espíritu desaprobador; lejos estaba, pues, de tenerlo revolucionario. Distante en esto de Juan Jacobo Rousseau, quería que cada cual, depués de haberlo leído, tuviera nuevas razones para amar sus deberes, su príncipe, su patria y sus leyes, y no obstante, parecía no inquietarse por el resultado de la comparación que presentaba a las imaginaciones de sus compatriotas. En el Espíritu de las Leyes, Montesquieu parece echar en olvido que los hombres, los Franceses, continúan siendo como él los ha visto y pintado en sus Cartas persas; y aunque habla siempre con honrada convicción de gobierno moderado, no dice que la moderación no entra en el número de las cualidades que se trasplantan.
Cuando se ha leído mucho a Montesquieu se siente una tentación: Parece enseñar el arte de hacer imperios, ha dicho de él un crítico sagaz (4), y siempre que se le lee se cae en la tentación de fundar uno. Montesquieu no repite bastante a sus lectores: Por considerar la historia con tanta reflexión y discurrir con tanta desenvoltura y desde tan alto, ni vosotros sois hombres de Estado ni lo soy yo mismo. La primera frase del Espíritu de las Leyes, y la última debiera ser ésta: La política no se aprende en los libros.
Que nosotros, los que formamos la generalidad de las gentes, caigamos en errores y. olvidos de que sólo nos saca la experiencia, no tiene nada de particular; pero que el legislador, el genio que se levanta para guiarnos caiga lo mismo que nosotros o no sospeche dónde se puede tropezar, esto es más lastimoso. Juan Jacobo, que no teme una revolución, es atrevido y temerario; Montesquieu, que no la quiere, es mucho más: imprudente y desprovisto de toda previsión. Tomemos el Espíritu de las Leyes por lo que es, por una obra de pensamiento y de civilización. En Montesquieu, el hombre es mejor que el libro. No le pidamos al libro más método, más orden, más precisión en los detalles, más sobriedad de erudición y de fantasía, más consejos prácticos, de lo que contiene de todas estas cosas; no veamos en él sino el carácter de moderación, de patriotismo, de humanidad que el autor ha puesto en las mejores partes y que ha revestido con una forma elevada. Tiene frases que ilustran la materia. Con razón habla de la majestad de su tema y hace bien en añadir: Yo creo no haber carecido totalmente de genio. En estos y otros pasajes se revela el hombre que desea la libertad verdadera, la verdadera virtud del ciudadano, todas aquellas cosas cuya perfecta imagen no había visto en ninguna parte entre los modernos y de las que se había formado una idea en el estudio de su gabinete y ante los bustos de los antiguos.
El Espíritu de las Leyes es un libro sin más aplicación que la perpetua de elevar el espíritu a la alta esfera histórica, engendrando un sinnúmero de bellas discusiones. En el orden de los gobiernos libres, pero templados, se encontrarán en él inspiraciones generales y memorables textos. Los que gustan de oráculos pueden buscarlos allí. El círculo de las cosas humanas que tiene tantas vueltas y revueltas y del que nunca se puede decir que está cerrado, ha parecido darle o quitarle la razón a Montesquieu, no una vez, sino varias. Bien cándido será el que vea en esto la confirmación de cierto orden anunciado por él y no la eterna vicisitud.
Gran clamoreo levantó el Espíritu de las Leyes, apenas publicado; aquellos clamores no eran sino la señal de la revolución que iba a producir en las ideas. El éxito no se decidió, por lo pronto, sino entre la flor y nata de la inteligencia. Oigo, decía el autor del libro, algunos zánganos que zumban alrededor de mí; pero si las abejas recogen alguna miel, eso me basta.
Montesquieu vivió seis años más; había envejecido antes de tiempo. Estoy acabado, decía; he quemado todos mis cartuchos y todas mis bujías se han consumido. Al mismo tiempo escribía este pensamiento de serena y noble melancolía: Mi intención era dar más profundidad y más amplitud a algunos lugares del Espíritu; pero me he puesto incapaz. Las lecturas han debilitado mi vista, y si aún me queda alguna luz es la aurora del día en que mis ojos han de cerrarse para siempre.
Se puede dar una idea de la conversación de Montesquieu; en una defensa que hizo del Espíritu de las Leyes para contestar a la Gaceta jansenista (pues pocos han sido tan sensibles a la crítica como Montesquieu), hay una página muy animada que nos representa bastante bien, al decir de d'Alembert, lo que aquél era hablando. Su manera de conversar era viva, corriente y figurada. Marmontel ha dicho que esperaba la pelota para cogerla en el aire. Hablando de los críticos estrechos que reparan en minucias por escrúpulos de escuela o por manías de sectas, dijo:
Esta manera de criticar es la más a propósito para limitar la extensión y disminuir la suma del genio nacional ... Nada ahoga tanto la doctrina como el ponerle a cada cosa una toga de doctor ... No podéis decir bien cuando os cohibe el terror de decir mal ... Nos ponen una chichonera para decirnos a cada paso: ¡cuidado con caerse! ... Vais a tornar vuelo y os sujetan por la manga; tenéis fuerza y vida y os la quitan a alfilerazos; cuando os eleváis un poco, hay gentes que empuñan la vara de medir y os gritan que bajéis para mediros ... Seguís vuestro camino, y quieren que os detengáis a mirar todas las piedras y todas las hormigas.
Si agregáis el acento gascón, puesto que lo conservaba, creeréis estar oyendo a Montesquieu. También recuerda a Montaigne este fuego graneado de similes.
Su manera libre aunque molesta, ha dicho de Montesquieu un contemporáneo suyo (5), corría pareja con su conversación. Era de estatura bien proporcionada. Aunque había perdido enteramente un ojo, y con el otro nunca había visto bien, estos defectos no se conocían; en su semblante se reflejaban la sublimidad y la dulzura. Su rostro, largo y flaco, tenía el tipo elegante del país en que nació, el tipo bordelés.
En sociedad, Montesquieu no se dejaba llevar por las camarillas. Madama Geoffrin lo pintaba como hombre distraído. La duquesa de Chaulnes decía de él: No habla más que con los extranjeros, porque se figura que aprenderá de ellos alguna cosa útil. Y agregaba: Yo no sé para qué sirve un genio.
Aquel talento superior que, sin quererlo, ha dado origen o pretexto a tantos imitadores, generalmente presumidos y ostentadores de una suficiencia falsa, era la modestia misma. ¡Hombres modestos, exclamaba en las Cartas persas, venid, que yo os abrace! Sois el encanto de la vida; creéis no tener nada y yo os digo que lo tenéis todo. Pensáis no humillar a nadie y humilláis a todo el mundo. Cuando os comparo con los hombres absolutos que veo por todas partes, los arrojo de su tribunal y los pongo a vuestros pies.
Un contemporáneo de Montesquieu, el frívolo abate Voisenón, tuvo hablando de él algunos rasgos felices: Era tan buen padre, que estaba convencido de que su hijo valía más que él. Era un excelente amigo. Su conversación era como sus obras; razonaba conversando ...
Montesquieu murió en Paris el 10 de febrero de 1755. Las circunstancias de su muerte han sido muchas veces referidas; lo que quizás se ignore es que a su entierro no fué casi nadie. El único literato que asistió, si hemos de creer a Grimm, fue Diderot. El siglo XVIII, que muy pronto iba a marchar con verdadero proselitismo como un solo hombre y que todo él se iba a dar cita, la última cita, en los funerales de Buffón (abril de 1788), no estaba alistado ni aun en pie a la fecha en que Montesquieu murió.
Notas
(1) Véase el tomo II, pág. 301 de dicha publicación.
(2) La religión de Montesquieu es la misma de Polibio cuando éste habla favorablemente del influjo de la religión en la moralidad de los romanos, diciendo: Hicieron bien los antiguos en esparcir entre el pueblo que había dioses.
(3) El Espíritu de las Leyes.
(4) Joubert.
(5) Maupertuis.
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