Emile Pouget
El sabotaje
Primera edición cibernética, enero del 2004
Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés
Haz click aquí para acceder al catálogo de la Biblioteca Virtual Antorcha
Presentación, por Chantal López y Omar Cortés.
Los procedimientos del sabotaje.
Emile Pouget pasaría a la historia del movimiento obrero en Francia por haber sido el autor del ensayo que a continuación publicamos.
Escrito que marcaría de manera definitiva el desarrollo del movimiento sindicalista a nivel mundial, El sabotaje es de lectura obligada para todo aquel interesado en el desarrollo del derecho del trabajo.
El término, en sí, convirtiose de inmediato en vocablo propio del derecho positivo al haber sido añadido ipso facto en la casi totalidad de las legislaciones del trabajo del mundo entero.
Miles de cosas terribles se han expresado en contra de esta herramienta obrera en su lucha en pro de su emancipación, sin embargo, si nos atenemos a lo expuesto por Pouget, el concepto de sabotaje, inmerso en la tremenda lucha de clases que cotidianamente se desarrolla por doquier, constituye un instrumento utilizado no sólo por la clase obrera, sino también por la burguesía.
Pouget ejemplifica lo anterior señalando todas las acciones negativas de que es capaz la burguesía con tal de aumentar sus ganancias: la adulteración de la leche cuando se le adelgaza con agua; la venta de kilos de ochocientos o novecientos gramos; en fin, todas las marrullerías de las que hace gala la burguesía tanto en el campo del comercio como en el de la producción, constituyen ellas también, descarados sabotajes.
Sin duda alguna podemos afirmar que quien lea esta edición cibernética adquirirá los elementos necesarios para comprender, en su integridad, el satanizado concepto de sabotaje en cuanto instrumento utilizado por las dos clases en constante pugna: la burguesía y el proletariado.
Chantal López y Omar Cortés
La mercancía trabajo
El sabotaje, fórmula de combate social que recibió el bautismo sindical en el Congreso Confederal de Toulouse, en 1897, no fue, al principio, bien acogido en los medios obreros. Algunos le reprochaban sus orígenes anarquistas y su inmoralidad. Hoy goza, sin embargo, de la simpatía de los trabajadores. Sería un error creer que la clase obrera, para practicar el sabotaje, ha esperado a que esta forma de lucha haya recibido la consagración de los Congresos corporativos. Como todas las formas de rebeldía, es tan viejo como la explotación humana.
Desde que un hombre tuvo la criminal ingeniosidad de sacar provecho del trabajo de su semejante, desde ese día, el explotado, por instinto, procuró dar menos de lo que exigía su patrono. Al proceder así, con tanta insconsciencia como M. Jourdain en hablar en prosa, este explotado practicaba el sabotaje, manifestando de este modo, sin saberlo, el antagonismo irreductible que pone, uno contra otro, al capital y al trabajo.
El sabotaje deriva de la concepción capitalista de que el trabajo es una mercancía.
Esta tesis es la de los economistas burgueses, según los cuales hay un mercado de trabajo, como hay un mercado de trigo, de carne, de pescado o de aves.
Admitido ésto, es muy lógico que los capitalistas procedan frente a la carne de trabajo que encuentran en el mercado, como cuando se trata para ellos de comprar mercancías o materias primas; es decir, que se esfuercen por obtenerlo al precio más bajo.
Estamos en pleno juego de la ley de la oferta y la demanda. Pero lo que es menos comprensible es que estos capitalistas quieran recibir, no una cantidad de trabajo en relación con el tipo de salario que pagan, sino independientemente del nivel de este salario, el máximum de trabajo que pueda rendir el obrero.
En una palabra, pretenden comprar, no una cantidad de trabajo equivalente a la suma que desembolsan, sino la fuerza de trabajo intrínseca del obrero: en efecto, es el obrero completo -su cuerpo y su sangre- su vigor y su inteligencia lo que exigen.
Cuando emiten semejante pretensión, los patronos olvidan que esa fuerza de trabajo es parte integrante de un ser pensante, capaz de voluntad, de resistencia y de rebeldía.
Cierto que todo iría mejor en el mundo capitalista si los obreros fuesen tan inconscientes como las máquinas de que se sirven y si, como ellas, no tuviesen a guisa de corazón y de cerebro más que una caldera o un dinamo.
Pero no es esto lo que ocurre. Los trabajadores saben las condiciones en que les coloca el medio actual, y si las toleran no es de grado. Saben que son dueños de la fuerza de trabajo, y si consienten que su patrono consuma una cantidad dada de ella, se esfuerzan porque esta cantidad esté en relación más o menos directa con el salario que reciben. Hasta en los más desprovistos de conciencia, hasta en los que sufren el yugo patronal sin poner en duda su justicia, brota instintivamente la noción de resistencia a las pretensiones capitalistas: tienden a no dar más de lo que reciben.
Esta discordancia, base de las relaciones entre patronos y obreros, pone de relieve la oposición fundamental de los intereses en presencia: la lucha de la clase que detenta los medios de producción contra la clase que, desprovista de capital, no posee otra riqueza que su trabajo.
Desde que se ponen en contacto en el terreno económico, empresarios y obreros, surge ese antagonismo irreductible que los arroja a los dos polos opuestos y que, por consiguiente, hace siempre inestables y efímeros sus acuerdos.
En efecto, entre unos y otros, no puede nunca concluirse un contrato en el sentido preciso y justo del término. Un contrato implica la igualdad de los contratantes, su plena libertad de acción y, además, una de sus características consiste en presentar para todos los firmantes un interés real y personal, tanto en el presente como en el porvenir.
Ahora bien; cuando un obrero ofrece sus brazos a un patrono, los dos contratantes están muy lejos de hallarse sobre un pie de igualdad. El obrero, apremiado por la urgencia de asegurarse el sustento -si es que no está atenazado por el hambre-, no tiene la serena libertad de acción de que goza su patrono. Además, el beneficio que obtiene por su trabajo es sólo momentáneo, pues si puede atender a las necesidades de su vida inmediata, no es raro que el riesgo de la obra a que se dedica ponga en peligro su salud, su porvenir.
Entre patronos y obreros no pueden, pues, concluirse convenios que merezcan el calificativo de contratos. Lo que se ha convenido en designar con el nombre de contrato de trabajo no posee los caracteres específicos y bilaterales del contrato; es, en sentido riguroso, un contrato unilateral, favorable, solamente, a uno de los contratantes; un contrato leonino.
De estas observaciones se desprende que, en el mercado de trabajo, no hay, frente a frente, sino beligerantes en permanente conflicto; por lo tanto, todas las relaciones, todos los acuerdos entre unos y otros, serán precarios; pues viciados por su origen, se basan en la mayor o menor fuerza y resistencia de los antagonismos.
Por eso, entre patronos y obreros, no se establece nunca -ni puede establecerse- una alianza duradera, un contrato en el sentido leal de la palabra: entre ellos sólo hay armisticios que, suspendiendo por un tiempo las hostilidades, procuran una tregua momentánea a las acciones de guerra.
Son dos mundos que se entrechocan con violencia; el mundo del capital y el del trabajo. Puede haber, y hay, cierto, infiltraciones del uno en el otro; gracias a una especie de capilaridad social, pasan algunos tránsfugas del mundo del trabajo al del capital, y, olvidando o renegando de sus orígenes, se colocan entre los más intratables defensores de su casta de adopción. Pero tales fluctuaciones en los cuerpos de ejército en lucha no debilitan el antagonismo de las dos clases.
De un lado como de otro, los intereses en juego son diametralmente opuestos, y esta oposición se manifiesta en todo lo que constituye la trama de la vida. Bajo las aclamaciones democráticas, bajo el verbo falaz de la igualdad, el más superficial examen descubre las divergencias profundas que separan a burgueses y proletarios: las condiciones sociales, el modo de vivir, los hábitos de pensamiento, las aspiraciones, el ideal ... ¡todo, todo difiere!
Es comprensible que de la diferenciación radical entre la clase obrera y la burguesía, cuya persistencia acabamos de comprobar, dimane una moral distinta.
En efecto, sería por lo menos extraño que entre un proletario y un capitalista no hubiese nada de común, excepto la moral.
¡Cómo! Los hechos y actitudes de un explotado, ¿deberían ser apreciados con el criterio de su enemigo de clase?
¡Esto sería completamente absurdo!
La verdad es que, así como hay dos clases en la sociedad, hay también dos morales: la de los capitalistas y la de los proletarios.
La moral natural o zoológica, escribe Marx Nordau, declararía que el reposo es el mérito supremo y no daría al hombre el trabajo como cosa deseable y gloriosa, sino en cuanto ese trabajo fuese indispensable a su existencia material. Pero los explotadores entonces se verían en un aprieto. En efecto, su interés reclama que la masa trabaje más de lo necesario para ella y produzca más de lo que su propio uso exige. Y es que quieren apoderarse precisamente del sobrante de la producción; a este efecto, han suprimido la moral natural e inventado otra, que han hecho establecer a sus filósofos, alabar a sus predicadores, cantar a sus poetas, y, según la cual, la ociosidad sería madre de todos los vicios y el trabajo una virtud, la más hermosa de todas las virtudes.
Es inútil observar que semejante moral está hecha para uso exclusivo de los proletarios, pues los ricos que la ensalzan no se cuidan de someterse a ella. La ociosidad sólo es un vicio en los pobres.
En nombre de las prescripciones de esta moral especial, los obreros deben trabajar sin descanso en provecho de sus patronos, y toda tibieza de su parte en el esfuerzo de producción, todo lo que tienda a reducir el beneficio del explotador, es considerado como una acción inmoral. Y partiendo también de la misma moral de clase, son glorificados el sacrificio a los intereses patronales, la asiduidad en las obras más duras y peor remuneradas, los escrúpulos estúpidos que crean el honrado obrero; en una palabra, todas las cadenas ideológicas y sentimentales que clavan al asalariado en la argolla del capital.
Para completar la obra de esclavización se apela a la vanidad humana; todas las cualidades del buen esclavo son exaltadas, ensalzadas, y hasta se ha imaginado distribuir recompensas -¡la medalla del Trabajo!- a los obreros borregos que se han distinguido por la flexibilidad de su espinazo, su espíritu de resignación y su fidelidad al patrono.
De esta moral criminal, la clase obrera está saturada.
Desde que nace hasta que muere, el proletario es engañado con ella; le dan esta moral con la leche más o menos falsificada del biberón que, para él, sustituye con demasiada frecuencia al seno materno; más tarde, en la escuela láica, se la inculcan también, por dosis prudenciales, y la infiltración continúa, por mil y mil procedimientos, hasta que, yacente en la fosa común, duerme su eterno sueño.
La intoxicación resultante es tan profunda y persistente, que hasta hombres de espíritu sutil, de inteligencia clara y aguda, aparecen, sin embargo, contaminados. Tal es el caso del ciudadano Jaurés que, para condenar el sabotaje, ha echado mano de esta ética, creada para uso de los capitalistas. En una discusión sobre el sindicalismo, abierta en el Parlamento el 11 de Mayo de 1907, declaraba:
¡Oh! Si se trata de la propaganda sistemática, metódica del sabotaje, yo creo, a riesgo de ser tachado de optimista, que no irá muy lejos. Repugna a la naturaleza, a los sentimientos del obrero ...
E insistía:
El sabotaje repugna al valor técnico del obrero.
El valor técnico del obrero es su verdadera riqueza; por eso el teórico, el metafísico del Sindicalismo, Sorel, declara que, aunque se le permitan al sindicalismo todos los procedimientos posibles, hay uno que debe él mismo prohibirse: el que amenaza despertar, humillar en el obrero este valor profesional, que no es sólo su riqueza precaria de hoy, sino también el título para su soberanía en el mundo del mañana ...
Las afirmaciones de Jaurés, aun colocadas bajo la égida de Sorel, son todo lo que se quiera -hasta metafísica- menos la comprobación de una realidad económica.
¿Dónde diantres ha encontrado a obreros cuya naturaleza y sentimientos les lleven a realizar la plenitud de su esfuerzo físico e intelectual en beneficio de un patrono, a pesar de las condiciones irrisorias, ínfimas u odiosas que éste le impone?
¿Por qué, por otra parte, ha de ponerse en peligro el valor técnico de tales problemáticos obreros, si el día en que se den cuenta de la explotación desvergonzada de que son víctimas, intentan sustraerse a ella y, sobre todo, no consienten en someter sus músculos y cerebros a una fatiga indefinida, en provecho solo del patrono?
¿Por qué han de desperdiciar estos obreros ese valor técnico que constituye su verdadera riqueza -al decir de Jaurés- y por qué se lo han de regalar casi gratuitamente al capitalista?
¿No es más lógico que en vez de sacrificarse como corderos en el altar de la clase patronal, se defiendan, luchen y, estimando como su más preciado don ese valor técnico, no cedan todo o parte de su verdadera riqueza sino en las mejores condiciones o, por lo menos, en las menos malas?
El orador socialista no responde a estas interrogaciones porque no ha profundizado la cuestión. Se ha limitado a afirmaciones de orden sentimental, inspiradas en la moral de los explotadores y que son el remache de las argucias de los economistas que reprochan a los obreros franceses sus exigencias y sus huelgas, acusándoles de poner en peligro la industria nacional.
El razonamiento del ciudadano Jaurés es, en efecto, del mismo orden, con la diferencia de que en vez de hacer vibrar la cuerda patriotica, es el puntillo de honor, la vanidad, la gloria del proletariado, lo que ha tratado de exaltar, de sobreexcitar.
Su tésis va a parar a la negociación formal de la lucha de clases, pues no tiene en cuenta el estado de guerra permanente entre el capital y el trabajo.
Ahora bien; el simple buen sentido sugiere que, siendo el patrono el enemigo del obrero, no hay más deslealtad por parte de éste en tender emboscadas contra su adversario que en combatirlo cara a cara.
Por consiguiente, ninguno de los argumentos sacados de la moral burguesa vale para apreciar el sabotaje, ni ninguna otra táctica proletaria; y asímismo ninguno de estos argumentos vale para juzgar los hechos, gestos, actitudes, ideas o aspiraciones de la clase obrera.
Si se desea razonar sanamente sobre todos estos puntos, es menester no referirse a la moral capitalista, sino inspirarse en la moral de los productores que se elabora cotidianamente en el seno de las masas obreras, y que está llamada a regenerar las relaciones sociales, pues ha de ser lo que regule las del mundo de mañana.
Los procedimientos del sabotaje
En el campo de batalla del mercado de trabajo donde los beligerantes se atacan sin escrúpulos, falta mucho, como hemos comprobado, para que se presenten con armas iguales.
El capitalista opone una coraza de oro a los golpes de su adversario que, conociendo su inferioridad defensiva y ofensiva, trata de suplirla recurriendo a las astucias de la guerra. El obrero, impotente para atacar de frente a su enemigo, trata de cogerlo de flanco, atacándole en sus obras vivas: la caja de caudales.
Los proletarios pueden compararse a un pueblo que, queriendo resistir a la invasión extranjera y no sintiéndose con fuerzas para afrontar en una gran batalla al enemigo, se lanza a la guerra de emboscadas, de guerrillas. Lucha desesperante para los grandes cuerpos de ejército, lucha de tal suerte horripilante y criminal que, generalmente los invasores se niegan a reconocer a los guerrilleros el carácter de beligerantes.
Esta execración de las guerrillas por los ejércitos regulares no nos sorprende más que el horror inspirado por el sabotaje a los capitalistas.
Y es que, en efecto, el sabotaje es en la guerra social lo que son las guerrillas en las guerras nacionales: dimana de los mismos sentimientos, responde a las mismas necesidades y tiene en la mentalidad obrera idénticas consecuencias.
Sabido es cuánto desarrollan las guerrillas el valor individual, la audacia y el espíritu de decisión. Otro tanto puede decirse del sabotaje; mantiene en tensión a los trabajadores, les impide hundirse en una flojedad perniciosa, y como necesita una acción permanente y sin tregua, consigue el feliz resultado de fomentar el espíritu de iniciativa, de habituar a la acción, de sobreexcitar la combatividad.
El obrero necesita poseer estas cualidades, pues el patrono obra respecto de él con tan pocos escrúpulos como tienen los ejércitos invasores que operan en país conquistado: ¡se entregan al saqueo cuanto pueden!
Esta rapacidad capitalista ha sido censurada por el multimillonario Rockefeller ... dispuesto, con seguridad, a practicarla sin vergüenza.
Esta tendencia a la reducción del trabajo que comprueba Rockefeller -reducción que legitima y justifica por la censura que dirige a los patronos- es el sabotaje en la forma que se presenta espontáneamente al espíritu de todo obrero: la disminución del trabajo.
Podrá decirse de este procedimiento que es la forma instintiva y primaria del sabotaje. Naturalmente, sólo es practicable para los obreros a jornal. En efecto, es indudable que los que trabajan a destajo, si disminuyeran su producción, serían las primeras víctimas de su rebelión pasiva, puesto que sabotearían su propio salario. Los destajistas deben, pues, recurrir a otros medios, consistiendo su preocupación en disminuir la calidad, no la cantidad de su producto.
Los procedimientos de sabotaje son variables hasta el infinito. Sin embargo, cualesquiera que sean, hay una cualidad que los trabajadores exigen de ellos: que al ponerse en práctica, no tengan una repercusión dolorosa sobre el consumidor.
El sabotage ataca al patrono, bien por la disminución del trabajo, ora haciendo invendibles los productos fabricados, ya inmovilizando o inutilizando los instrumentos de producción. Mas el consumidor no debe ser víctima de esta guerra contra el explotador. Los trabajadores insisten mucho en este carácter específico del sabotaje, que consiste en herir al patrono y no al consumidor. Pero tienen que deshacer el prejuicio de la Prensa capitalista, que desnaturaliza esa tesis a su antojo, presentando el sabotaje como peligroso para los consumidores principalmente.
Todavía no se ha olvidado la emoción que produjo la noticia lanzada por los grandes diarios, hace unos años, a propósito del pan con vidrio molido. Los sindicalistas se hartaban de decir que poner vidrio molido en el pan sería un acto odioso, estúpidamente criminal y que a los obreros panaderos no se les había ocurrido jamás semejante idea; mas, a pesar de las negaciones, la mentira se extendía, se reeditaba y, naturalmente, indisponía contra los obreros panaderos a infinidad de gentes para quienes lo que escribe su periódico es el evangelio.
En realidad, hasta hoy, en el curso de las diversas huelgas de panaderos, el sabotaje puesto en práctica ha consistido en destruir las tahonas, los amasaderos o los hornos. En cuanto al pan si se ha fabricado incomestible -quemado o poco cocido, sin sal o sin levadura, etc., pero nunca con vidrio molido- no han sido los consumidores los perjudicados, sino únicamente los patronos.
En efecto, habría que suponer que los consumidores eran unas bestias ... para aceptar, en vez de pan, una mezcla indigesta o nauseabunda. Si el caso se hubiese presentado, habrían devuelto seguramente ese pan de mala calidad a su tahonero y exigido en su lugar un producto comestible.
El pan con vidrio molido es, pues, únicamente una infamia capitalista destinada a desacreditar las reivindicaciones de los obreros panaderos.
Hay muchos casos en los cuales el sabotaje se identifica con el interés de los consumidores.
Un llamamiento dirigido a la población parisina en 1908, por el sindicato de los cocineros, lo explica mejor que todo comentario; a él pertenecen los siguientes párrafos:
El primero de Junio último, un maestro cocinero que llegaba aquella misma mañana a un restaurante popular, observó que la carne que le habían confiado se había estropeado de tal modo, que servirla hubiese sido un peligro para los consumidores. Entonces dió parte al patrono, que le exigió que, a pesar de todo, fuese servida, pero el obrero indignado por lo que se le pedía, se negó a ser cómplice del envenenamiento de la clientela.
El patrono, furioso contra esta indiscreta lealtad, se vengó despidiéndole y dando su nombre al sindicato patronal de restaurantes populares Le Parisien, para impedir que volviera a colocarse.
Hasta aquí el incidente revela sólo un acto individual e innoble de un patrono y un acto de conciencia de un obrero, más la continuación del asunto pone de manifiesto, como va a verse, una solidaridad patronal, de tal modo escandalosa, que nos creemos obligados a denunciarla.
Cuando el obrero se presentó en la oficina de colocación del sindicato patronal, el encargado de esta oficina le dijo que a él, obrero, no le importaba si los artículos estaban o no estropeados; que desde el momento en que se le pagaba no tenía más que obedecer; que su acto era inadmisible y que, en lo sucesivo, no podía contar con su oficio para encontrar trabajo.
Morirse de hambre o hacerse, en caso necesario, cómplice de los envenenamientos: he aquí el dilema planteado a los obreros por este sindicato patronal.
Por otra parte, este lenguaje establece bien claramente que, lejos de reprobar la venta de artículos averiados, este sindicato encubre y defiende tales actos y persigue con su odio a los que impiden que se envenene tranquilamente.
Seguramente, no es un ejemplar único en París este patrono que sirve carne podrida a sus clientes. Sin embargo, pocos son los cocineros que tienen el valor de seguir el ejemplo dado.
¡Y es que, si tienen demasiada conciencia, los trabajadores corren el riesgo de perder el empleo, y hasta de ser boicoteados! Consideraciones éstas que hacen que se meneen muchas cabezas, que vacilen muchas voluntades y que se pongan un freno muchas rebeldías.
Por eso nos son tan pocas veces revelados los misterios de los restaurantes populares y aristocráticos.
Sin embargo, al consumidor le sería útil saber que los enormes cuartos de buey que se ven hoy en los escaparates del restaurante que frecuenta, son carnes apetecibles que mañana serán llevadas y desmenuzadas en los Halles ... mientras que en el restaurante en cuestión se sirven viandas sospechosas.
Análogamente le sería útil saber que la sopa de cangrejos que saborea, está hecha con el caparazón de Ías langostas dejadas ayer en el plato por él u otros -caparazones cuidadosamente raspados para desprender la pulpa adherida a ellos y que, machacados en el mortero, es disuelto por un jugo que se tiñe de rojo con carmín.
Y así mismo que todo el material del restaurante: cucharas, tenedores, platos, etc., es enjugado con las servilletas abandonadas por los clientes después de la comida, con lo que se hace posible un contagio de tuberculosis.
La lista sería larga y nauseabunda, si hubiese que enumerar todos los trucos y trampas de los comerciantes sin vergüenza que, emboscados en un rincón de su tienda, no se contentan con estafar a sus parroquianos, sino que, muchas veces, los envenenan por añadidura. Por eso debemos desear, en interés de la salud pública, que los obreros del ramo de la alimentación saboteen a sus patronos y nos pongan en guardia contra esos malhechores.
Para los cocineros, existe otro procedimiento de sabotaje, consistente en preparar los platos de manera excelente, con todos los condimentos necesarios y poniendo en su confección todos los cuidados que el arte culinario requiere.
De todo esto resulta que, para los obreros cocineros, el sabotaje se identifica con el interés de los consumidores, tanto si se proponen ser unos obreros escrupulosos, como si nos inician en los arcanos poco apetitosos de sus cocinas.
Algunos tal vez objeten que, en este último caso, los cocineros no practican el sabotaje, sino que dan un ejemplo de integridad y lealtad profesional digno de encomio.
¡Mucho cuidado! Los que tal afirman se deslizan por una pendiente muy disimulada y corren el riesgo de rodar hasta el abismo, es decir hasta la condenación de la sociedad actual.
En efecto, la falsificación, el engaño, la mentira, el robo, la estafa, constituyen la trama de la sociedad capitalista; suprimirlas, equivale a matarla ... No hay que hacerse ilusiones: el día en que se intentara introducir en las relaciones sociales, en todos los grados y en todos los planos, una estricta lealtad, una escrupulosa buena fe, nada quedaría en pie, ni la industria, ni el comercio, ni la banca ... ¡nada, nada!
Ahora bien; es indudable que, para llevar a buen término todas las bajas operaciones a que se entrega el patrono no puede obrar sólo; necesita auxiliares, necesita cómplices ... y los encuentra en sus obreros, en sus empleados. Por eso al asociar a los obreros a sus maniobras -nunca a sus beneficios-, les exige una sumisión completa a sus intereses y les prohibe apreciar y juzgar las operaciones de su casa; si éstas son de carácter fraudulento, incluso criminal, a los obreros no debe importarles.
Ellos no son responsables ... Desde el momento en que se les paga, no tienen más que obedecer, así observaba muy burguesamente el encargado de Le Parisien, mencionado más arriba.
En virtud de tales sofismas, el trabajador debe prescindir de su personalidad, reprimir sus sentimientos y obrar como inconsciente; toda desobediencia a las órdenes dadas, toda violación de los secretos profesionales, toda divulgación de las prácticas inmorales que de él se exigen, constituye por su parte un acto de felonía contra el patrono.
Por consiguiente, si se niega a la sumisión ciega y pasiva, si se atreve a denunciar las villanías a que se le asocia, es considerado como un rebelde contra su patrono, pues le hace la guerra, le sabotea.
Semejante modo de ver no es particular a los patronos; los sindicatos obreros interpretan también como acto de guerra -como acto de sabotaje- toda divulgación perjudicial a los intereses capitalistas, y los sindicalistas han bautizado este ingenioso procedimiento de atacar la explotación humana con el nombre de sabotaje de la boca abierta. Expresión significativa hasta no más, ya que muchas fortunas sólo se han amasado gracias al silencio que han guardado sobre los bandidajes patronales los explotados que han colaborado en ellos, porque sin el mutismo de éstos hubiese sido dificil, si no imposible, que los explotadores hubieran hecho tales negocios.
Acabamos de examinar los procedimientos de sabotaje puestos en práctica por la clase obrera sin suspensión del trabajo, sin abandono del taller. Mas el sabotaje no se limita a esta acción restringida; puede convertirse -y se convierte cada vez más- en una ayuda poderosa en caso de huelga.
Podemos comprobar -escribía Bourguet, secretario del sindicato de París- que la cesación del trabajo no es suficiente para la terminación de una huelga. Sería necesario y hasta indispensable, para el buen resultado del conflicto, que la herramienta -es decir, los medios de producción de la fábrica, de la mina, de la tahona, etc.- estuviesen también en huelga, esto es, que no funcionasen ...
Esta táctica, que consiste en unir a la huelga de brazos la huelga de las máquinas, puede parecer que se inspira en móviles bajos y mezquinos. Pero no es así.
Los trabajadores conscientes saben que sólo son una minoría y temen que sus camaradas no tengan la tenacidad y energía suficiente para resistir hasta el fin, y entonces, para impedir la deserción de la masa, le hacen el retiro imposible: hunden los puentes detrás de ella.
Obtienen semejante resultado, quitando la herramienta de las manos a los obreros demasiado sumisos a los poderes capitalistas y paralizando las máquinas que fecundaban su esfuerzo. Por este procedimiento evitan la traición de los inconscientes y les impiden pactar con el enemigo para reanudar el trabajo cuando no deben.
Hay otra razón para esta táctica: que los huelguistas no tienen que temer sólo a los renegados, sino que deben también desconfiar del ejército.
En efecto, los capitalistas acostumbran cada día más a sustituir a los huelguistas por militares. Así, tan pronto como se declara una huelga de panaderos, de electricistas, de ferroviarios, etc., el Gobierno trata de sofocarla, reemplazando a los obreros por soldados. Hasta el punto de que, para suplantar a los electricistas, por ejemplo, el Gobierno ha creado un cuerpo especial de ingenieros, a quienes se enseña el funcionamiento de las máquinas generadoras de electricidad, así como el manejo de los aparatos, y que están siempre preparados para ocupar el puesto de los obreros electricistas, al primer síntoma de huelga.
Es, pues, de luminosa evidencia que si los huelguistas, que conocen las intenciones gubernamentales, se olvidan, antes de suspender el trabajo, de impedir esta intervención militar, imposibilitándola y haciéndola ineficaz, están vencidos por adelantado.
Previendo el peligro, los obreros que van a emprender la lucha no tendrían excusa si no pusiesen remedio. ¡Felizmente, no se olvidan!
Mas entonces ocurre que se les acusa de vandalismo, censurándose su falta de respeto hacia la máquina.
Estas críticas tendrían fundamento si en los trabajadores existiese una voluntad sistemática de destrucción, sin ninguna preocupación de finalidad. Pero no es este el caso. Si los obreros atacan a las máquinas, no es por placer o diletantismo, sino porque una imperiosa necesidad les obliga a ello.
No hay que olvidar que a los trabajadores se les plantea una cuestión de vida o muerte: si no inmovilizan las máquinas, van a una derrota segura, al fracaso de sus esperanzas; si las sabotean, tienen grandes probabilidades de éxito, aunque conciten contra ellos a la opinión burguesa y se vean acribillados de epítetos malsonantes.
Dados los intereses en juego, se comprende que afronten sonrientes estos anatemas, y que el temor de ser calumniados por los capitalistas y sus lacayos no les haga renunciar a las posibilidades de victoria que les reserva una audaz e ingeniosa iniciativa.
Los trabajadores, en estas condiciones, se encuentran en una situación parecida a la de un ejército que obligado a retirarse, se decide, con pesar, a destruir el armamento y provisiones que dificultarían su marcha y podrían hacerlo caer en poder del enemigo. En este caso, tal destrucción es legítima, mientras que en cualquier otro sería una locura.
Por consiguiente, no hay más razón para censurar a los obreros que recurren al sabotaje con objeto de asegurar su triunfo, que hay para censurar al ejército que, con el fin de salvarse, sacrifica su impedimenta.
Podemos, pues, concluir que con el sabotaje ocurre lo que con todas las tácticas y todas las armas: la justificación de su empleo dimana de las necesidades y del fin perseguido.
Además de estos procedimientos, hay otro que podría calificarse de sabotaje por represalias, y que se ha extendido algo a partir del fracaso de la segunda huelga de Correos.
Después de esta huelga, unos grupos revolucionarios decidieron sabotear las líneas telegráficas y telefónicas para protestar contra el despido en masa de cientos de huelguistas. Y anunciaron su intento de hacer tal guerra mientras los empleados de Correos despedidos con motivo de la huelga no fuesen reintegrados.
Una circular confidencial enviada a los puestos que estos grupos se habían procurado, precisaba en qué condiciones había de efectuarse esta campaña de sabotaje de los hilos.
Los camaradas que te envían este papel -decía la circular- te conocen, aunque tu no los conozcas; excúsalos si no firman. Te conocen como revolucionario serio.
Te piden que cortes los hilos telegráficos y telefónicos que estén a tu alcance en la noche del primero de Junio.
Las noches siguientes, sin necesidad de más órdenes, seguirás haciendo la misma operación.
Cuando el Gobierno tenga ya bastante, reintegrará a los 650 empleados despedidos.
En una segunda parte, esta circular contenía un formulario detallado y técnico que exponía los diferentes modos de cortar los hilos sin riesgo de ser electrocutado. También recomendaba con mucha insistencia que no se tocaran los hilos de las señales ni los telegráficos de las Compañías ferroviarias; y, para hacer imposible todo error, se insistía minuciosamente sobre los medios de distinguir los hilos de las Compañías de los del Estado.
La hecatombe de los hilos telegráficos y telefónicos, fue considerable en toda Francia, y duró hasta la caída del Ministerio Clemenceau. Después, en diversas ocasiones, algunos grupos, para protestar contra la arbitrariedad del Poder, se han entregado a esta guerra contra los hilos telegráficos y telefónicos ...
El sabotaje, además de un medio de defensa utilizado por el productor contra el patrono, puede convertirse en un medio de defensa del público contra el Estado o las grandes Compañías.
El obstruccionismo es un procedimiento de sabotaje al revés, que consiste en aplicar los reglamentos con un cuidado meticuloso, en realizar el trabajo a cargo de uno, con una prudente lentitud y un escrúpulo exagerado. El ejemplo más elocuente de este procedimiento de sabotaje lo dieron los ferroviarios italianos, en 1905, con su famoso obstruccionismo, gracias al cual la desorganización del servicio fue fantástica y formidable, y la circulación de trenes quedó casi suspendida.
Como acabamos de ver, por el examen de las modalidades del sabotaje obrero, en cualquier forma y momento en que se manifieste, su característica consiste siempre -¡siempre!- en quebrantar la caja patronal.
Contra este sabotaje, que sólo ataca los medios de explotación, las cosas inertes y sin vida, la burguesía no tiene bastantes maldiciones.
En cambio, los detractores del sabotaje obrero no se indignan de otro sabotaje -verdaderamente criminal, abominable y monstruoso- que constituye la esencia misma de la sociedad capitalista.
¡No se conmueven ante ese sabotaje que, no contento con despojar a sus víctimas, les quita la salud y ataca hasta a las fuentes de la vida, a todo, a todo!
Mas hay una razón mayor de esta impasibilidad; y es que con este sabotaje se benefician ellos.
Son saboteadores los comerciantes que, adulterando la leche, alimento de los pequeñuelos, siegan en flor las generaciones nuevas.
Los harineros y panaderos que echan en la harina talco u otros productos nocivos, estropeando así el pan, alimento de primera necesidad.
Los fabricantes de café con almidón y achicoria, de pasteles con vaselina, de miel con almidón y pulpa de castañas, de vinagre con ácido sulfúrico, de quesos con cera o fécula, de cerveza con hojas de boj.
Fueron saboteadores los traficantes -patriotas ¿cómo no?- que, en 1870-71, contribuyeron al sabotaje de su patria entregando botas con suela de cartón para los soldados y cartuchos con pólvora de carbón; y lo son sus hijos que, siguiendo la carrera paterna con el mismo espíritu que sus progenitores, construyen las calderas explosivas de los grandes acorazados, los cascos rotos de los submarinos, y suministran al ejército carne de mono podrida, viandas estropeadas o tuberculosas, pan con talco o habichuelas, etc., etc.
Son saboteadores los contratistas, los constructores de vías férreas, los fabricantes de muebles, los vendedores de abonos químicos, los industriales de todo género y de cualquier categoría.
¡Todos, sin excepción, son saboteadores! Pues todos, en efecto, adulteran, estafan, falsifican cuanto pueden.
El sabotaje está en todas partes y en todo: en la industria, en el comercio, en la agricultura ... ¡en todo, en todo!
Pero este sabotaje capitalista que impregna a la sociedad actual, que constituye el elemento en el cual se mueve -como nosotros en el oxígeno del aire- es condenable muy de otro modo que el sabotaje obrero.
Este último -¡hay que insistir en ello!- sólo va contra el capital, contra la caja de caudales de los burgueses, mientras que el otro ataca a la vida humana, destruye la salud, puebla los hospitales y cementerios.
De las heridas que hace el sabotaje obrero sólo salpica el oro; en las producidas por el sabotaje capitalista la sangre fluye a raudales.
El sabotaje obrero se inspira en principios generosos y altruistas: es un medio de defensa y protección contra las exacciones patronales; es el arma del desheredado que batalla por su existencia y la de su familia; tiende a mejorar las condiciones sociales de las muchedumbres obreras y a librarlas de la explotación que las oprime y las aplasta ... Es un fermento de vida radiante y mejor.
El sabotaje capitalista, por el contrario, no es más que un medio de explotación intensificada; condensa los apetitos desenfrenados y nunca satisfechos, es la expresión de una rapacidad repugnante, de una insaciable sed de riquezas que no retrocede ante el crimen para verse satisfecha ... Lejos de engendrar la vida, siembra a su alrededor las ruinas, el duelo y la muerte.