Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoCAPÍTULO XIICAPÍTULO XIVBiblioteca Virtual Antorcha

TRATADO DE LA PROPIEDAD

Manuel Payno

CAPÍTULO XIII

Estado de la propiedad y del derecho público en las naciones antiguas - Progresos del derecho público moderno y su influencia en favor de la propiedad


Los pueblos antiguos no conocían lo que nosotros llamamos derecho público o ley de las naciones, y el motivo se comprende muy fácilmente. La grande ilusión y la aspiración capital de los caudillos militares que con fortuna se levantaron en diversas partes de la tierra, era la monarquía universal, sueño que no dejó de tener en nuestros tiempos Napoleón I, y que turbó constantemente la Inglaterra como propagadora del derecho y de la libertad civil.

Cualquier ejemplo que se tome de la historia, demuestra esta verdad. Los reyes asirios todos eran conquistadores. Tan luego como podían caían con un ejército poderoso sobre los pueblos débiles, saqueaban sus templos y ciudades, confiscaban sus tierras, y se llevaban cautivos a la mayor parte de los habitantes. Ciro apareció no sólo como un monarca de su país, sino también como un conquistador que emprendió lejanas y difíciles expediciones. Darío se titulaba rey de los reyes, y Alejandro el Grande conquistó y formó el más vasto y grande imperio que se ha conocido en la tierra. Ése sí fue, aunque pocos años, rey de reyes. Napoleón I, como uno de los últimos fenómenos de la barbarie antigua, lo fue en nuestra época moderna.

Grecia y Roma, que son las naciones que se consideran como las fundadoras de la civilización, tampoco conocieron el derecho e gentes.

La falta de un verdadero derecho de gentes entre los griegos está comprobada por su mismo estado social. Hoy la habitud del orden legal es tan fuerte, que nos figuramos que ha reinado siempre entre los pueblos civilizados, al menos durante la paz. Es una ilusión: la Grecia ha sido turbada por actos feroces de vandalismo precisamente en la época más brillante de su civilización. La vigorosa administración de Roma no pudo extirpar este espíritu de rapiña. Los griegos habían nacido piratas, y el más humano de sus legisladores autorizó a las sociedades que se formaban para robar a los comerciantes extranjeros.

No eran únicamente corsarios oscuros los que infestaban los mares, sino que todos los pueblos comerciantes comenzaron por ser piratas y cuando la ocasión era favorable y sus necesidades les urgían, volvían a dedicarse sin escrúpulo a su antigua profesión. Los focios practicaban a la vez el comercio y la piratería. Cuando la conquista persa arruinó su ciudad, fue necesaria una liga entre los tirios y cartagineses para contener sus depredaciones. Los más civilizados de los helenos no tenían vergüenza de cometer verdaderos robos, y cuando faltaba el dinero, los navíos salían del Pireo y robaban a los amigos lo mismo que a los enemigos. Apenas el héroe de la primera guerra médica había obtenido la gloriosa victoria de Maratón, cuando pidió a los atenienses setenta navíos, prometiéndoles que su expedición les enriquecería. Milciades se presentó en efecto en Paros, y exigió a los habitantes cien talentos, bajo la pena, en caso de que no se los diesen, de asaltar la ciudad y arrasarla. Los reyes y los tiranos recurrían al mismo expediente para llenar el déficit de sus arcas. Felipe de Macedonia adquirió, expoliando a los comerciantes, una parte de las riquezas de que tenía necesidad para corromper a los griegos. Agatocles y Dionisio ejercían descaradamente la piratería; Platón y Diógenes fueron plagiados. El primero fue rescatado a costa de dinero por sus amigos, y el segundo estuvo mucho tiempo en las prisiones.

Aristóteles consideraba a la Grecia como una sola nación, y decía a Alejandro que debía tratar a los griegos como hermanos y a los persas como esclavos. Esta doctrina era la imagen exacta de lo que se llamaba derecho de gentes en la Antigüedad.

La historia de Roma es una serie no interrumpida de guerras. Si hemos de creer a los romanos, en una lucha de más de siete siglos la justicia siempre estuvo de su parte. Los escritores latinos están llenos de estas pretensiones, y los historiadores griegos han adoptado las mismas ideas, y todos estos testimonios juntos han formado durante largo tiempo las creencias de la humanidad; pero hoy la ilusión está destruida y nos adelantamos hasta poner en duda si en efecto los romanos han tenido un derecho de gentes. (Laurent, La Grecia. Roma).

La razón de la ausencia de esta legislación general y benéfica, es la misma que ya se ha dado. El derecho de gentes supone que hay lazos de fraternidad entre los pueblos, y que tienen derechos y obligaciones recíprocas, y esta idea era completamente extraña a los antiguos y no se la encuentra ni entre los griegos ni entre los romanos. Éstos más que ningún otro pueblo, aspiraban a la dominación universal, así que para el caso preciso de sus expediciones y sistema de guerra, reconocían o tenían el derecho fecial; pero ni por asomo reconocían en los demás pueblos ni la propiedad territorial ni otorgaban más garantías a los vencidos que las que sugería el carácter personal del caudillo de la expedición (1). De aquí se derivó la promulgación de las leyes agrarias posteriores a los Tarquinos, las eternas disputas ante los tribunales de Roma sobre la propiedad, las confiscaciones y la esclavitud de los vencidos, la formación de las colonias en territorios extranjeros y la despoblación de ciertas provincias, trasplantando a los habitantes a otras regiones. El movimiento y la legislación civil relativa a la propiedad, reconocía, lo mismo que posteriormente en tiempo de los bárbaros y del sistema feudal, una base absolutamente militar. Ningún tratado tenemos, ni romano ni griego, de la ley de las naciones, dice sir James Mackintosh, y sólo del título de una de las obras que se han perdido de Aristóteles, aparece que compuso un tratado de las leyes de la guerra, y si tuviésemos la fortuna de poseerlo, satisfaría ampliamente nuestra curiosidad, enseñándonos lo que practicaban las naciones antiguas.

Los grandes adelantos que ha hecho positivamente la civilización, las reglas más claras y las leyes civiles más justas, relativas a la propiedad, se pueden contar desde el momento en que el derecho público y el derecho constitucional fueron estudiados, admitidos, y mal que bien practicados sucesivamente por las naciones civilizadas.

La aparición ya visible y provechosa del derecho público, realmente se debe señalar desde Gracia, y desde entonces las reglas relativas a la propiedad quedaron justa, general y tácita, si no expresamente, convenidas entre todos los pueblos que quisieron entrar en esa confraternidad y en ese trato provechoso y recíproco que indica la misma constitución física del hombre.

Solón y Licurgo, que legislaron para pueblos determinados, y para épocas y costumbres señaladas, han alcanzado un alto renombre en la historia. Más grande e imperecedero debe ser el de Grocio que, aplicando hasta donde le era posible en su época las leyes de la naturaleza y de la justicia divina, no solamente al trato pacífico de los pueblos, sino también a las turbulentas y negras épocas de la guerra, ha influido en regularizar la civilización por toda la tierra y en aliviar a la humanidad de tantos martirios, robos, incendios, muertes y esclavitud, como ha sufrido desde los siglos más remotos.

El mérito de Grocio es haber levantado su voz en favor del derecho y de la humanidad en la época más terrible de la fuerza y de la barbarie, y precisamente el derecho moderno brotó, como dice Laurent, de en medio de la sociedad de demonios que figuró en la guerra de treinta años.

Nadie espere encontrar en el primero que intentó poner en práctica unas reglas que rechazaban las costumbres guerreras y bárbaras, la exactitud, ni mucho menos la perfección en algunas doctrinas; pero es necesario atender a la época en que vivió Grocio, a las costumbres arraigadas, y a que el mismo filósofo no pudo sustraerse completamente de las tradiciones del pasado.

Grocio, a pesar de ser protestante, conservaba el espíritu de unidad cristiana y era hostil a los infieles, y su idea dominante era una alianza de los príncipes cristianos contra todos los que no lo eran. Sentaba, sin embargo, porque no podía menos, sin incurrir en contradicción con su propia doctrina, que la diferencia de religión no era un motivo para invalidar los tratados. Sostenía también Grocio que la guerra era lícita para vengar los agravios hechos a la divinidad; que podía hacerse contra los pueblos bárbaros; que la preponderancia era un motivo político para declararla a otro Estado, y opinaba que era lícito matar al enemigo con un veneno o de cualquier otra manera.

Así Grocio, colocado entonces en ese término medio, que no era ni la ortodoxia, ni la filosofía, fue después amargamente combatido por los jesuitas y por Voltaire.

Concluía su libro rogando a Dios que

inspirase a los príncipes el sentimiento de lo justo, y que no olvidasen que no eran más que ministros de Dios para gobernar a los hombres, y que la clemencia y la humanidad suavizan los males de la guerra cuando ella es inevitable. Dios ha escuchado este piadoso ruego y ésta es su más grande y verdadera gloria.

En el fondo, las doctrinas de Grocio, imperfectas unas, erróneas otras, o no bien definidas, contenían el principio de la propiedad. La propiedad de la vida, la propiedad de la tierra y del hogar; y no se restringió esa doctrina a un punto determinado, sino que abrazaba el conjunto todo de las naciones.

Bien que siempre señalemos la dificultad y lentitud de los progresos filosóficos de la humanidad, debemos fijar nuestra atención en que, después de las épocas romanas, la aparición del derecho de gentes marca una era de progreso en todas las reglas relativas a la propiedad; y bastará, para no cansar, exponer sólo algunas de las doctrinas de los autores, que reasumen no sólo la intención de los publicistas que les han precedido, sino la práctica y la convención tácita de los pueblos civilizados de observar leyes que ningún congreso universal ha dictado; pero que la razón, la justicia y la moral han obligado a que sigan los príncipes y las Repúblicas, desde que Grocio inició su obra humanitaria y meritoria.

Sin tener en cuenta, dice Puffendorf, la distinción de propiedad y dominio, de que he hablado antes, cada uno puede disponer, según su fantasía, de lo que es propio, e impedir que todos los otros se sirvan de ello, a menos que no les haya concedido el derecho por un convenio particular. Mientras una cosa sea de alguno, no puede pertenecer a otros, salvo el caso que acontece diariamente, de que una misma cosa pertenezca legítimamente a varios; por ejemplo, el Estado tiene un dominio eminente sobre una tierra que es de su jurisdicción, el propietario un dominio directo, un dominio enfitéutico, un dominio útil, etcétera.

Bien que Grocio y Puffendorf, a un siglo de distancia, hayan sido los fundadores del derecho de gentes; mientras más ha transcurrido el tiempo más abundantes y definidas doctrinas, relativas a la propiedad, se encuentran en los tratadistas.

Desgraciadamente para los adelantos morales de la humanidad, El bárbaro derecho del fuerte contra el débil no ha sido totalmente extinguido, y antes bien se repite en una escala ascendente que comienza con el amo sobre el criado y sigue hasta los gobiernos fuertes contra los gobiernos débiles. Harto hemos nosotros experimentado estos restos de las costumbres de las naciones antiguas; pero crueles como son tales acontecimientos, ellos están templados sin embargo por prácticas más humanas. Las naciones, por fuertes que sean, no se lanzan ya abierta y descaradamente en empresas de conquistas. Ninguna nación, aunque obtenga repetidos triunfos, toma cautivos a los habitantes de los pueblos vencidos y los condena a la esclavitud, ni confisca hoy las tierras ni los bienes de los ciudadanos pacíficos de otros países ni de los neutrales, aun cuando logre posesionarse de un país. Ninguna nación transporta a otro lugar poblaciones enteras y se apropia las tierras de los particulares y las acumula a los bienes del tesoro público. No habiendo, pues, estas prácticas bárbaras, no hay tampoco repartimiento de tierras entre los soldados vencedores, ni éstos toman más botín que el que quitan de los enemigos armados; de consiguiente, tampoco pueden repetirse ni aun imaginarse con sus mismas circunstancias y pormenores las leyes agrarias del tiempo de los primeros reyes de Roma, y por el contrario, los hechos nos manifiestan en todas partes el respeto que naciones llenas de fuerza y de poder, tienen a la propiedad, y como, aunque en el hecho invadan y dominen a otros pueblos, quieren siempre aparecer a los ojos del mundo escrupulosas y justificadas. Los ingleses en la India han respetado las propiedades de los habitantes de los diversos y dilatados países que dominan. Mezclados necesariamente para conservar su influjo en las cuestiones civiles y de límites entre los soberanos y rajás indígenas, han procurado mantener las dinastías, colocar en el trono a algún vástago de la familia real, y cuando han necesitado absolutamente, por sus intereses políticos o mercantiles, quitar a un rey, le han consignado una ciudad y palacios en que habitar, y una renta considerable para vivir y mantener a sus concubinas, a sus elefantes y a numerosos servidores. Las rentas y tierras que tenían los templos budistas han sido respetadas, lo mismo que las religiones y ceremonias del país, y lejos de atacar las antiguas creencias, la honorable compañía de las Indias Orientales estuvo subvencionando a los templos con gruesas cantidades, hasta que incorporada esta asociación a la corona, la reina creyó que si bien no debían atacarse las creencias arraigadas de los orientales, tampoco debía fomentarse una religión contraria a los ritos cristianos.

Los indios de las praderías de los Estados Unidos, como se sabe, no tienen ni poblaciones edificadas ni aun terrenos fijos y especiales en que vivir, sino que andan errantes en las selvas y en las riberas de los ríos. El gobierno americano con sus armas y con sus infinitos recursos podría posesionarse de esos terrenos, pero prefiere hacer tratados con las tribus indígenas y comprarles los terrenos que necesita para la colonización, los ferrocarriles y los edificios públicos.

El mariscal Forey, a pocos días de haber entrado a México, publicó una disposición, amenazando confiscar los bienes de los que siguieron al gobierno constitucional. Este bando causó un verdadero escándalo en Europa, y el ministerio de Francia tuvo que reprobar la conducta de su general, y el caso fue que aun las propiedades del mismo presidente ]uárez fueron respetadas, sujetándolas únicamente, como a todas, al pago de las contribuciones generales.

Por supuesto que no tratamos de justificar ni la política inglesa en la India, ni creemos que el gobierno americano sea intachable en su comportamiento respecto de las tribus bárbaras, ni mucho menos establecer ni aun la más remota base de justicia en la intervención francesa en México, sino sólo hacer resaltar la diferencia tan notable y marcada entre las guerras y las costumbres de los romanos y las guerras y las costumbres de nuestros tiempos.



Notas

(1) Los lectores instruidos saben bien que el jus nature y el jus gentium de los jurisconsultos romanos, son frases de muy diferente significación que las que tenemos en el uso moderno ley natural y ley de las naciones. Sir James Mackintosh, Estudios sobre el derecho natural y de gentes.

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