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TRATADO DE LA PROPIEDAD
Manuel Payno
CAPÍTULO XIV
Derechos del soberano o de la República - Modificaciones necesarias de la propiedad
Aunque muy de paso y para no dejar incompleto el compendio que nos hemos propuesto escribir sobre la propiedad, expondremos las noticias que se refieren a las preeminencias que tiene el soberano sobre ciertas cosas.
La República tiene para bien de todos ciertos bienes que le pertenecen y de que usa y se apodera, y esto importa realmente una modificación a la propiedad por la ley civil.
Eso que entre nosotros llamamos contribución de sangre, es un resto escandaloso de barbarie que esperamos que muy pronto desaparecerá.
Hay un derecho terrible que ejerce la República, dice Barbeyrac, y éste es el derecho de vida o de muerte; pero este derecho se ejerce únicamente en dos casos: para castigar los crímenes y para la defensa del Estado. En el primer extremo hay una serie de fórmulas y de garantías para los acusados, que sólo pueden suspenderse en casos extremos; y en el segundo la defensa de la independencia amenazada, la invasión de filibusteros o piratas, o la necesidad de repeler una inmediata agresión o prevenida, autoriza al Estado a disponer de la vida de los ciudadanos, obligándolos a que tomen las armas. No existiendo crimen probado, ni habiendo esas circunstancias de que acabamos de hablar, la República no está autorizada para disponer de la vida del hombre, y en tiempos ordinarios debe proveer de otra manera a las necesidades del ejército.
Éstas son las doctrinas modernas y humanas de la filosofía, y si en Francia se practica el sorteo y en Prusia otro sistema más duro, y la leva entre nosotros, es necesario repetir que estas prácticas no son más que restos de barbarie. En los países anglosajones no se registran hoy hechos semejantes. Tales son las únicas modificaciones que pueden admitirse sobre la propiedad de la vida.
Desde Puffendorf y Barbeyrac acá, han transcurrido algunos años, y aunque la tendencia de los hombres, porque tienen hasta cierto punto el despotismo en la masa de la sangre, haya sido retroceder, la humanidad colectiva los arrastra invariablemente en su camino de progreso, y esto explica por qué la conciencia pública está siempre sublevada en contra de las matanzas y de los destierros en la Polonia, por qué son condenadas unánimemente las invasiones y las interoenciones, por qué por todas partes se trata de abolir la pena de muerte; por qué, en fin, a pesar del peligro visible de la sociedad, repugnan todas las leyes que tienden a destruir las garantías tutelares para la vida. En el fondo no hay más que la conciencia de la propiedad, y de que no debe modificarse su amplia y absoluta extensión, sino en casos supremos.
Después de la propiedad de la vida, la propiedad territorial es lo que más ha afectado y afecta a la raza humana desde los tiempos más antiguos y de aquí ha nacido la legislación, que casi toda ella, por un capítulo o por otro, tiene algo que roce con la propiedad.
Bien que de los hombres ilustrados y estudiosos que abundan en nuestro país sean bien conocidas las modificaciones que el derecho público moderno haya establecido en la propiedad, creemos necesario, como hemos dicho al principio, no omitir aquellas doctrinas más notables y que marquen los adelantos civilizadores respecto de los tiempos antiguos.
La primera masa de cosas clasificadas que se nos presenta es la propiedad pública. Todo lo que no es una propiedad individual, viene por este solo hecho a constituir una propiedad pública, y hay tales cosas, absolutamente necesarias para el bien de todos, que el Estado ha tenido necesariamente que atribuírselas.
Tan luego como una reunión de hombres se constituye por fuerza de la naturaleza misma en sociedad, tiene que adoptar un gobierno y confiar la dirección a las manos de un príncipe. Éste reasume todas las contribuciones que llamamos rentas. Wattel todavía dice que el príncipe debe emplear en las necesidades del Estado esta propiedad pública; pero que él sólo puede determinar el más conveniente empleo, y no debe dar cuenta a nadie. El derecho constitucional ha modificado notablemente esta y todas las demás doctrinas, que todavía en tiempos no muy remotos apoyaban la máxima de LUis XIV: El Estado soy yo.
El dominio eminente de que habla Barbeyrac está notoriamente modificado. En caso de un sitio o de un ataque, el gobierno puede establecer, por ejemplo, fortificaciones, derribar edificios, situar campamentos en los sembrados, talar los bosques, abrir fosos, etcétera; hacer, en una palabra, cuanto crea conveniente para la defensa de la República; pero aun en este caso Wattel, que fundaba sus doctrinas en las teorías todavía atrasadas de la escuela absolutista, dice que cuando el Estado dispone en un caso extremo de los bienes de una comunidad o de un particular, la disposición será válida por la misma razón; pero la justicia exige que esta comunidad o este particular sean indemnizados de los fondos públicos, y si el Estado no está en disposición de hacerlo, todos los ciudadanos están obligados a contribuir, porque las cargas del Estado deben ser repartidas con igualdad.
En virtud del derecho de prevención, jus praeventionis, los ciudadanos pueden usar de los bienes públicos con tal que no los deterioren ni causen daño a otro, como por ejemplo tomar el agua de una fuente, cortar leña en un bosque común, o poner sus ganados en un pasto público. Los primeros que usan de esa propiedad no pueden ser turbados en ese derecho por los que llegan después.
En todos estos casos debemos observar que siguiéndose las leyes romanas hasta nuestros días, todo lo que está clasificado como res publica, está sujeto a restricciones, a reglamentación, a condiciones generales o expresas para su uso, porque el Estado, por el bien de la comunidad, no puede permitir una absoluta libertad. El dominium está sujeto a muy señaladas restricciones, y la reglamentación tiene que ser ceñida, y únicamente para ser justa, a que no siga daño a otro.
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