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TRATADO DE LA PROPIEDAD
Manuel Payno
CAPÍTULO XVII
Constitución de los Estados Unidos - Constitución española
Lo que se hizo en Francia en medio del huracán de la guerra civil más sangrienta de que hay memoria en los tiempos modernos, se ejecutó de una manera pacífica y tranquila en la América en 1778; desde el momento que las colonias proclamaron su independencia, formaron un lazo federativo y una nación cuya base de derecho constitucional, establecido en un mismo pacto, ha servido de ejemplo y sirve de guía y de modelo a las federaciones modernas.
El derecho constitucional desde Aristóteles hasta Rousseau estuvo, por decirlo así, en el estado de teoría, en la esfera filosófica, en la categoría de las hipótesis. Los pueblos meridionales parece que tienen el privilegio de pasar largos años en contemplaciones casi celestes, sin llegar a poner en práctica sus hermosas visiones de felicidad. Si la grandeza de la Francia consiste en haber proclamado nacional y oficialmente los derechos del hombre, la excelencia de la nación americana se cifra en haber reasumido, concentrando en un cuerpo de doctrina corto, fácil, posible, cuantas máximas saludables habían vagado esparcidas por el orbe sin poderse fijar en ninguna parte. Los grandes hombres de Grecia y de Roma no imaginaron una federación como los hombres de los Estados Unidos.
Cuanta doctrina pudiera haberse acumulado durante siglos en favor de la libertad y de la propiedad, tanta así se encuentra reunida en la Constitución americana. La división de poderes es la garantía más sólida de la propiedad. Muchos años se había dicho: la justicia del rey, y los reyes, según hemos visto, confiscaban frecuentemente las propiedades en virtud de sus prerrogativas o del derecho de la fuerza. Después del derecho constitucional, el rey nO puede tomarse nada de lo que pertenece a los particulares, y se dice: la justicia de la justicia, es decir, de los tribunales federales, de las cortes supremas que obran en una esfera completamente independiente de los demás poderes. Story y Kent son los doctores de la ley, los comentadores de ese derecho, base del gobierno de los pueblos, muralla fuerte en que se estrellan indistintamente las teorías del comunismo, el orgullo de la aristocracia y los excesos de la demagogia. Rousseau no podía comprender, en definitiva, ni el gobierno monárquico ni el democrático. Para el primero, necesitaba un Dios; para el segundo, una nación de ángeles. Sus ideas de humanidad volaban radiantes y vaporosas al derredor de su exaltada imaginación, Y jamás las pudo reducir a un orden ni a un sistema. Estaba reservado al espíritu tranquilo y práctico de Franklin, de Washington, de Carroll, de los Adams, el realizar la utopía, el fijar lo que volaba hacía años amenazando a las monarquías, el apoderarse del espíritu filosófico de la Antigüedad para fundar una legislación que los esfuerzos de las generaciones anteriores no pudieron sino bosquejar muy imperfectamente.
Si pudiéramos apartarnos de estos estudios monótonos y puramente prácticos, y personificar por un momento el derecho constitucional, dándole como a un ser humano, forma, movimiento y voluntad, nos quedaríamos pasmados de la infinita paciencia con que ha tenido que tocar a las puertas de los pueblos, a los palacios de los reyes y a los aduares de los bárbaros, procurando, en donde quiera, inspirar en el corazón de los humanos máximas de justicia, de libertad, de igualdad, de bondad, de tolerancia para hacer fácil la organización de las sociedades, dulce el trato de los hombres, nulos o ineficaces los instintos de los criminales.
Desde los tiempos que se confunden y tocan con la creación del mundo, apareció entre los padres primeros del género humano, enseñándoles el cuidado de los animales y el cultivo de la tierra, y haciéndolos propietarios de sus rebaños y de sus huertos. Después fue a Roma e inspiró las leyes de las doce Tablas. En el año 384, antes de Jesucristo, vivió con Aristóteles, y las guerras y las conquistas lo hicieron desaparecer hasta 1215 que dictó a los barones la Magna Carta. En 1583 asistió al nacimiento de Grocio, y en 1631 al de Puffendorf. En 1712 acompañó la cuna de Rousseau, y en 1789 fue el amigo de los constituyentes.
¡Qué jornada tan larga, desde Numa Pompilio hasta Jorge Washington! ¡Qué camino tan sembrado de peligros, qué trabajos tan interrumpidos por la fiereza de los hombres y por la soberbia de los reyes! ¡Qué decepciones tan amargas! En todas partes buscaba la libertad y no encontraba más que esclavos y grillos; desde José, que fue vendido como esclavo, hasta los tiempos de Lincoln y Johnson, los hombres han estado vendiendo a los hombres, y la propiedad ha estado largos años sin más derecho que la espalda de Breno.
Bien podrá ser que este largo camino del derecho constitucional sea todavía infructuoso e ineficaz en la práctica; pero él no sólo está escrito y modelado, sino que también está adoptado y sancionado por los pueblos, al menos en nombre de los pueblos modernos, y siempre ese derecho traerá consigo otro derecho, y es el de impedir el retroceso, de invocar el nombre respetable de los filósofos, de anteponer a los desmanes y la arbitrariedad, la autoridad augusta de los que tantos años han trabajado para dar a conocer estas reglas sencillas y evangélicas que no quisieron o no pudieron plantear los pueblos antiguos.
La autoridad de Sieyes y de Camilo Desmoulins, y sus explicaciones en la Asamblea Constituyente, pesan como un mundo en la construcción moderna del derecho constitucional, y difícil será que ante estos personajes terribles que caminaron por una misma senda en este trabajo, unidos con las figuras serenas de Washington y de Franklin, puedan ya retroceder las sociedades humanas. Las mismas monarquías despóticas tienen hoy que plegarse a esas reglas, cuya ejecución perfecta es la ambición y el glorioso ensueño de los pueblos.
Cualquiera comprende que el derecho constitucional es un ingenioso tejido de garantías, de modo que regulados al parecer los actos del poder con la exactitud de un cronómetro, no puede ningún ciudadano traspasar la línea matemática que divide lo justo de lo injusto.
Rousseau, si hubiese visto crecer y prosperar la confederación americana bajo las reglas estrictas, severas y sencillas de su constitución, habría tal vez creído un poco más en la posibilidad de la democracia; pero vamos a compilar de ese derecho constitucional la parte expresamente relacionada con la propiedad territorial. En las reformas que se hicieran a la Constitución de los Estados Unidos de 1787, se encuentran en el último párrafo del artículo 5° las garantías siguientes: Ninguno podrá ser obligado a dar testimonio contra sí mismo en causa criminal, ni privado de su vida, libertad o propiedad, sin un procedimiento regular, y las propiedades privadas no podrán destinarse a usos públicos sin una justa indemnización.
La que se llamó Nueva España estaba gobernada por la autoridad de la corona. Las reales cédulas y las ordenanzas diversas para el arreglo de las rentas iban formando un cuerpo de derecho administrativo: pero la base de todo derecho administrativo que se deriva del constitucional, no podía ser conocida ni exactamente fijada, supuesto el género de gobierno unitario y absoluto que estaba establecido. España misma en este punto estaba quizá de peor condición que sus colonias.
Fue el año de 1812 cuando las Cortes españolas echaron los primeros cimientos del derecho constitucional, y bien que las comunidades y los fueros antiguos contuviesen muchos gérmenes de libertad y de respeto a los derechos del hombre y a la independencia y prerrogativas de las ciudades, fue la primera vez que la España unitaria, fundida después de mil guerras en una sola monarquía, hizo la solemne declaración oficial de que la soberanía residía esencialmente en la nación, y a ella pertenecía exclusivamente el derecho de establecer las leyes. En el tiempo de Carlos III, una parte, y muy considerable, de la nación española, quedó escandalizada de que se hubiese hecho la paz con los infieles. Un hecho más notable se presentaba en 1812. Fernando VII abdicaba la autoridad legislativa en manos de la nación. ¡Qué progreso tan lento, pero tan marcado! ¡Comparemos desde la época de los códigos bárbaros hasta 1812! La nación está obligada -decía el artículo 4°- a conservar y proteger por leyes justas y sabias, la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen.
Algo de Camilo Desmoulins vino a formar, después de algunos años, el pensamiento de la vieja y testaruda nación española.
En las restricciones de la autoridad del rey, se comprendía ésta:
No puede el rey enajenar, ceder o permutar provincia, ciudad, villa o lugar, ni parte alguna por pequeña que sea, del territorio español.
Se concibe bien la necesidad de este artículo con sólo recordar lo que pasó mucho tiempo entre los reyes, que cedían, cambiaban y vendían territorios con todo y vasallos, y no pocas veces enajenaban también la parte necesaria de la propiedad individual. Las enajenaciones territoriales quedaron, pues, reducidas a un límite estrecho, y así también garantizado el dominium.
Veamos en uno de los artículos siguientes asegurado plenamente el dominium.
No puede el rey tomar la propiedad de ningún particular, ni corporación, ni turbarla en la posesión, uso y aprovechamiento de ella, y si en algún caso fuere necesario para un objeto de conocida utilidad común tomar la propiedad de un particular, no lo podrá hacer sin que al mismo tiempo sea indemnizado y se le dé el buen cambio a bien vista de hombres buenos.
El dominio de la fuerza quedó aniquilado. El dominio eminente antiguo, notablemente modificado. La confiscación de bienes (por el artículo 304) prohibida.
Esta Constitución, que la firmaron en Cádiz los mexicanos Ramos Arizpe, Guridi y Alcocer, Gordoa, Belle y Cisneros, Obregón, el doctor Couto, Maniau y otros como diputados de Nueva España, estuvo vigente hasta 1814. Se restableció el año de 1820, y se mandó observar por el primer Congreso mexicano.
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