Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoCAPÍTULO ICAPÍTULO IIIBiblioteca Virtual Antorcha

TRATADO DE LA PROPIEDAD

Manuel Payno

CAPÍTULO II

Formación de la sociedad y acumulación del capital. Costumbres de los pueblos bárbaros


Antes de pasar adelante asistiremos a los primeros ensayos de la propiedad, ya que hemos hecho mérito de la doctrina de Thiers respecto a la propiedad primitiva.

Figurémonos por un momento al hombre primitivo, desnudo sobre la tierra y careciendo de todo lo que es necesario. Este hombre, impulsado por la necesidad forzosa de vivir, pone en acción sus facultades físicas y morales, y concluye por arrancar a la naturaleza lo que le es necesario, y más adelante todo lo que le basta para una existencia relativamente cómoda e independiente.

Pescador, necesita formar con ciertas fibras de las plantas un hilo o una red; observar a qué puntos de las costas vienen los pescados, esperarlos, cogerlos, en fin, por medio del aparato que ha construido.

Cazador, necesita construir una honda para matar a los pájaros, o ciertas armas de metal, de madera o de piedra para atacar a los animales, buscarlos en sus madrigueras o seguirlos en sus rápidas y tortuosas carreras. Después secar las pieles, prepararlas, adobar o salar la carne, y lo que corona este trabajo es la plena propiedad del pescado, de la ave, de la piel, de la carne, para poder alimentarse con ella y guardarla o cambiarla por otros valores que él no tenga y que acaso posea el vecino; como, por ejemplo, sal, flechas, armas de otro género, pieles ya preparadas, etcétera.

Si es agricultor primitivo y la observación simple de la naturaleza le indica que depositado un grano de semilla en la tierra produce espigas y cada espiga muchos granos, semejantes al que sembró, el hombre remueve la tierra con sus manos o con otros instrumentos más o menos perfectos; deposita ese grano en la tierra fecunda; observa cuando nace; arranca las yerbas dañosas que brotan a su derredor; espera su sazón y madurez durante algunos meses, tal vez un año, y al fin de ese tiempo emprende nuevo trabajo para arrancarlo, para secarlo, para llevárselo al lugar donde vive, para prepararlo, por fin, en una forma que sirva para la alimentación; y todas estas penas tienen una recompensa, la más obvia, la más natural, la más conocida, que es proporcionarle qué comer no sólo a él sino a sus hijos pequeños, que no están todavía en aptitud de trabajar, a su madre, a su mujer, que viejas o enfermas, no pueden hacer la misma labor ruda que el pescador, el cazador o el agricultor.

Cuando este hombre primitivo se reúne con otro, con dos, con cinco, con diez, con cincuenta, se formó ya la sociedad. Un hombre tiene aptitud para hacer flechas, el otro para tejer mallas, el de más allá para preparar las pieles, el vecino para condimentar en cierta forma los granos, mientras otros se dedican a la pesca, a la caza y a la agricultura. Resulta de aquí que el pescador cambia pescado por pieles, el dueño de las pieles las cambia por la carne, el de la carne por armas, el que fabrica las armas come sin salir a la caza y a la pesca, y el pescador y el cazador tienen habitación, y vestido, y armas, sin haberse visto obligados a hacer todo esto personalmente.

Desde este momento la sociedad está constituida, las diferentes fuerzas y aptitudes del hombre, empleadas en beneficio común, la propiedad establecida y clasificada, y la economía política puesta en acción por sus bases primitivas, que son el capital, la tierra y el trabajo. El producto de la pesca y de la caza, las armas, las pieles, las chozas de palma, los instrumentos por groseros que sean, forman esa acumulación de valores útiles que son susceptibles de cambio y que se llama capital. La sociedad año por año aumentará en sus individuos, y por consiguiente en sus capitales. Aumentados los consumos aumentará el trabajo y la industria; y la industria irá también perfeccionándose necesariamente. Cada uno será dueño de las cosas que fabrique, del producto de la pesca y de la caza, de la cosecha de su campo; y ese campo tendrá una señal, que será una piedra, un árbol, una barranca. Cerca de ese campo habrá una choza, y esta choza será construida o por el trabajo material del que la hizo, o adquirida por cambio de otro valor, producto de otro trabajo distinto, y el que viva en esa choza si la adquirió por estos medios, tendrá derecho de llamarse dueño de su casa; en ella encerrará la cosecha de su campo, las pieles de los animales que haya matado, el producto de la pesca, y será también dueño de todo esto, y lo cambiará por otras cosas, o lo guardará, o lo cederá por su voluntad a otras personas. He aquí ya constituido al comerciante y al propietario. He aquí cómo Adam Smith y Thiers describen y analizan las primeras nociones de la propiedad.

Hemos tomado, como era necesario, el ejemplo de las sociedades primitivas y salvajes que nosotros llamamos bárbaras. Así están constituidas, porque de otra manera no podrían haberse perpetuado siglos tras de siglos en ciertos lugares del mundo. ¿Qué Licurgo, qué Salón, han trazado estas nociones tan exactas, tan seguras sobre la propiedad, sobre el tráfico y sobre el libre cambio? La naturaleza, más sabia que todos los legisladores de la tierra, ha marcado las reglas, los deberes, los límites del uso útil y conveniente de las facultades físicas y morales del hombre, y las leyes en lo que se llama civilización, no han hecho otra cosa sino confirmar estas reglas sencillas y naturales.

La historia en los tiempos de la primera formación de las naciones, es tan confusa en sus pormenores, que apenas nos ha quedado una crónica de las grandes batallas y de los acontecimientos más notables, y es hoy realmente cuando la lectura de las inscripciones nos enseña algunos hechos relativos a su organización y a la vida interior de sus habitantes. El simple sentido común y las nociones lógicas de la justicia, han enseñado a los filósofos la manera como debió formarse la propiedad, y estas nociones primitivas son tan exactas, cuanto que ellas han servido de base para acumular en el discurso de muchos siglos las leyes sobre la propiedad, que siendo tan variadas y distintas en los diversos puntos del globo, tienden sin embargo a un mismo fin, de modo que los adelantos de lo que se llama civilización, el progreso de los pueblos cultos, el grado de prosperidad y de felicidad de un país, no significan otra cosa sino el grado relativo de perfección en las reglas que en todos los casos que pueden ocurrir aseguran los derechos de propiedad.

¿Cuáles fueron históricamente los primeros propietarios? ¿Qué reglas convencionales establecieron? ¿Cómo fueron sucesivamente acumulando valores y empleándolos en la cultura de las tierras y en los objetos variados de la industria? ¿Quiénes figuraron como principales capitalistas? Todo esto está encerrado en esa oscuridad impenetrable de los tiempos, y la única luz que se puede percibir a través de la tenebrosa vejez de los siglos, se encuentra en el Génesis. El que no cree en el libro sagrado tiene que perderse en un dédalo de conjeturas y entregarse a todo género de hipótesis a cual más improbable y absurda.

Tomando por guía la inducción lógica, debemos suponer que con el hombre que al nacer quedó dotado de una propiedad primitiva con el uso de sus miembros y de su alta inteligencia, nació también el deseo de adquirir. Los frenólogos señalan un órgano en la cabeza que llaman adquisividad. Si tal órgano no existe realmente en la cabeza, la facultad de adquirir y el instinto marcado que guía al hombre a la propiedad, está suficientemente probado por toda la sucesión correlativa de sus actos desde que nace hasta que muere. Un solo Diógenes ha habido en el mundo. No tuvo antecedente, y es muy seguro que no tendrá consiguiente. El hombre, pues, lo primero que dominó fue la tierra, porque la tierra como si fuera su nodriza providencial, le brindaba desde luego con frutos sabrosos y con vegetales nutritivos. La tierra era muy grande, el hombre en número reducido; así los propietarios no podrían ni medir ni andar en muchas semanas sus posesiones. Cada familia, cada tribu, era propietaria de una de las partes del mundo que hoy conocemos. Era lo natural; la división de la propiedad es siempre proporcionada a la población. Los mares indóciles, turbulentos, sin permitir valladares ni barreras, borrando en su movible y líquida superficie la estela de la nave, apenas pasa, no han permitido dominio ni división; así los mares son el camino para todo el género humano, y apenas en nuestros tiempos se ha consentido no en la propiedad, sino en el señorío de una pequeña faja de mar cercana a las costas de cada nación.

A medida que el tiempo avanzaba, las generaciones humanas aumentaban rápidamente, y las historias nos hablan de naciones numerosas y guerreras que salían del fondo de Asia, y de hordas incontables de bárbaros que venían de las regiones frías y nebulosas del Norte en busca de mejor clima y de tierras más fértiles y benignas. En estas épocas se pierde enteramente la historia lógica y justa de la propiedad, y las crónicas nos presentan una serie de invasiones y de absorciones de pueblos enteros.

Aparte excepciones, bien raras, y algunos pormenores, parece lo más averiguado y más cercano a la verdad, que los pueblos antiguos, gobernados por reyes o por jefes déspotas, pero afortunados en la guerra y dotados de cierta energía en relación con el carácter de los pueblos duros y aun feroces que mandaban, a fuerza de ambicionar la propiedad, no tenían otras reglas respecto a los otros pueblos de la tierra, que la espada y la fortuna.

Ninguna de las naciones antiguas aparece organizada regularmente en el sentido administrativo y económico de los tiempos modernos. Todas ellas, desde el momento en que tenían alguna fuerza, eran conquistadoras y sometían a su dominio los pueblos más débiles. Los habitantes eran reducidos a la esclavitud y transportados muchas veces en masa, como lo fueron los judíos a Babilonia. Las poblaciones sometidas quedaban sujetas al pago de un tributo, las más veces en especie, pues la moneda era rara y escasa o no la había. Los reyes o jefes militares saqueaban las poblaciones, arrebataban los ganados y demás bienes a los habitantes ricos, se apoderaban del tesoro de los templos, y regresaban a sus campamentos.

Los pueblos victoriosos no estaban sujetos a tributos. El tesoro real se aumentaba con todos los despojos de las conquistas, y de esto se tomaba para los gastos de administración, que eran realmente muy módicos, y los presupuestos de estos países estaban muy distantes de subir a las sumas fabulosas que hoy. Los capitanes y caudillos se retiraban a sus tierras con su parte del botín y del pillaje, y con un número competente de esclavos. Éstos labraban los campos, hacían todos los servicios domésticos, y eran los agentes materiales de la producción. El elemento del trabajo libre, como medio de desarrollar la riqueza pública, era totalmente desconocido. Cuando comenzaba de nuevo una guerra, volvían los capitanes a armar a sus esclavos y a las numerosas tribus errantes; caían como un torrente sobre otros pueblos, y ésta era la vida a poco más o menos. La historia, hasta cierto periodo, no es más que la narración de toda esa serie de atrocidades. Pasada la edad de oro de que nos habla Ovidio, vino la edad de un metal peor que el bronce. Todos los crímenes invadieron la tierra; huyeron el poder, la buena fe y la verdad, y en su lugar reinaron el fraude, la astucia, la violencia y la culpable sed de las riquezas. Las nociones justas y exactas de la propiedad debieron perderse entre tanto despotismo y tanta guerra; sin embargo, la propiedad existía, el rey y los caudillos con sus tesoros representaban a su manera el principio de la propiedad. Las Costumbres, y la legislación injusta y bárbara como era, los hacía dueños y poseedores de los terrenos que habían adquirido. Era todo esto una contradicción y una pugna eterna con la justicia; pero el principio no podía perecer, tomaba su origen de una fuente impura, estaba torcido en su camino; pero la civilización, la razón, la justicia, deberían en el curso del tiempo restablecerlo en su genuina integridad.

De los tiempos antiguos se conservan algunas tradiciones que marcan el principio de orden, de administración y de respeto a la propiedad.

Ciro, con todo y su gran genio, y que formó una nación, no tenía rentas. Fue hasta el reinado de Darío I cuando se establecieron en todo el imperio persa contribuciones para formar un tesoro común, que nosotros llamamos erario, y cuya propiedad fuese de la nación.

Alejandro el Grande fue acaso el primer conquistador que restableció las nociones puras y justas de la propiedad. Comenzó no sólo por respetar, sino por cuidar y conservar los ganados y bienes del general enemigo, en cuyas fincas de campo estableció sus falanges. Cada ciudad que conquistaba era un nuevo triunfo que asombraba a los habitantes, no por el brillo pasajero de las armas, sino por su sistema de bondad y de justicia. En vez de saquear a los moradores y de reducirlos a la esclavitud, les aseguraba todas sus propiedades, les dejaba el libre ejercicio de su trabajo, de su religión y de sus costumbres, y en vez de exigir tributos enormes que arruinasen a los pueblos vencidos, estableció comisarios que recaudasen un impuesto módico y permanente que se entregaba al tesorero real para los gastos del gobierno. Los pueblos de Oriente, acostumbrados por tantos años a las depredaciones y a las violencias, apenas podían creer lo que pasaba, y en vez de ser hostiles al conquistador, lo aclamaban como al hombre justo y bueno que venía a salvarlos de una prolongada opresión. El simple restablecimiento de las nociones de los derechos de propiedad, téngase bien presente, facilitó en pocos años a este grande hombre el dominio del más vasto y poderoso imperio que se ha conocido en el mundo.

La historia siempre nos presenta ejemplos y modelos, así como errores y crímenes. Imitar lo bueno y rechazar lo que la experiencia ha acreditado de malo, es la marcha que tienen que seguir los gobiernos liberales y civilizados.

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