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TRATADO DE LA PROPIEDAD
Manuel Payno
CAPÍTULO XXI
Carlomagno - Las cruzadas - La inquisición - Los diezmos
El siglo VIII es, quizás, el que presentó en todo su desarrollo este fenómeno. Carlomagno no fue solamente un soberano temporal, sino un verdadero pontífice. Él, con su prestigio y autoridad, promovió la reunión de diversos concilios, reformó la Iglesia, dictó reglas que se consideran hasta hoy canónicas, y dio y quitó privilegios a los eclesiásticos. Fue el verdadero reformador de la Iglesia, de las costumbres y de la legislación.
El derecho eclesiástico y el derecho civil no reconocieron entonces más que una sola fuente, que fue las resoluciones de la dieta que fundaron el derecho común del imperio, y bien que se encuentre una mezcla singular de los derechos romano, canónico y germánico, el carácter de los dos últimos predomina (Pfister, Historia de Alemania).
En cuanto a la Iglesia, formó desde entonces una poderosa jerarquía con sus jefes eclesiásticos y laicos, cuyos jefe supremo era el rey. Todas las clases, pero particularmente la familia real, colmaron de donativos a la Iglesia, y el rey mismo, a semejanza de Constantino, mandó construir suntuosos templos y espaciosos edificios religiosos. Respecto a los diezmos, hemos visto que en el año 582 esta contribución que voluntariamente pagaron antes los que formaban parte de la comunidad cristiana, se convirtió en un precepto; pues bien, hasta el año de 794 no pudo obtener el clero que el Estado la declarase en una ley civil y ejerciese su coacción para hacerla efectiva. Esta protección autorizó naturalmente a Carlomagno para reglamentarla según creyó conveniente, y la dividió en cuatro partes. Una se consignaba a los obispos, otra al bajo clero, otra a los pobres, Y la cuarta a la construcción de los edificios religiosos. Sin ir más adelante, se ve que si el monto de esta contribución formaba una parte de la res sacrae, ella estaba regularizada y cobrada por la autOridad del soberano, y podía modificar o retirar esa gracia cuando lo creyese necesario.
Carlomagno dio, además, a los obispos, el derecho de juzgar y aun de condenar a muerte en unos casos, y en otros había una jurisdicción mixta que se conservó quizá hasta nuestros días; pero toda esta misma participación o injerencia civil ocasionaba naturalmente que el clero fuese a su vez dominado por los laicos.
carlomagno cuidó muy bien de establecer su poderío temporal y su independencia a pesar de lo determinado en los concilios de Tolosa. Aunque Carlos hubiese recibido la corona de manos del Papa, ordenó, sin embargo, a su hijo Luis que se revistiese de su propio derecho para probar que al haberse dejado coronar por el Papa, no había ni remotamente querido poner el imperio dependiente del soberano pontífice (Pfister, Historia de Alemani).
Sucede siempre los más inesperado. Este rey cristiano y piadoso fue el primero que dio el ejemplo de una desamortización. En el Concilio de Liptines, presidido por San Bonifacio, procuró y obtuvo un canon, por el cual el rey quedaba autorizado para tomar los bienes de la Iglesia con el objeto de hacer la guerra a los sarracenos y bretones. Nada más natural ni más lógico si se reflexiona. Pues que la Iglesia formaba parte de las instituciones civiles, fuerza era que sus bienes, que como hemos visto tenían origen en las donaciones y apoyo de los soberanos, contribuyeran para sostener y salvar quizás al Estado. La teoría del trono y del altar quedaba realizada.
Sin consignar una historia minuciosa, porque no lo permite la extensión del trabajo que nos hemos propuesto hacer, hay después de Carlomagno algunas decisiones de los concilios que ayudan a nuestra investigación.
Uno de los cánones del Concilio de París, celebrado en 829, dispone que ni los sacerdotes ni los monjes puedan ser arrendatarios ni comerciantes.
En 842 los obispos, reunidos en Aquisgrán, depusieron al rey Lotario y permitieron reinar a Carlos el Calvo.
En 838 el Concilio de Troyes determinó que los cadáveres de los excomulgados quedaran en las calles o en la plaza pública para pasto de las bestias.
En 898 el Concilio de Nantes fijó: sepan los sacerdotes que los diezmos y las ofrendas son el patrimonio de los pobres y de los peregrinos, y que no son dados a ellos, sino confiados para rendir a Dios cuenta de ellos.
Enrique III predicó en el púlpito en el Concilio de Constanza en 1043 y prohibió las guerras particulares y públicas.
En 1046 se decretó en el concilio de Sutri que no se eligiese Papa sin el consentimiento del emperador.
Por el Concilio de Nantes, en 1127, quedó abolido el uso que adjudicaba a los señores los fragmentos de todos los naufragios y todos los bienes del marido y de la mujer, si no dejaban hijos después de muertos.
El cuarto Concilio Ecuménico de Letrán es uno de los más importantes bajo el aspecto civil. En él se decretó un verdadero código para la sustanciación de los juicios criminales, y se previno a las autoridades civiles desterrasen a todos los que la Iglesia señalase como herejes, bajo la pena de transferir los dominios a buenos católicos. Se mandó también que los judíos llevasen un distintivo en su traje.
En 1222 el Concilio de Oxford lanzó terribles penas contra los usurpadores de los bienes eclesiásticos.
A poco tiempo el Concilio de Roma excomulgó a Federico II porque no concurrió a la cruzada.
A propósito de esta guerra. Ella representó de nuevo en la marcha de la civilización humana, el viejo antagonismo del Occidente contra el Oriente; pero también significó de una manera palpable la unión, la compactibilidad, si se nos permite la palabra, de la Iglesia con las instituciones civiles; en una palabra, la reacción religiosa contra las creencias orientales.
La primera guerra santa fue hecha con los donativos del público; los obispos armaron sus escuadrones, muchos revistieron la cota de malla y se pusieron a la cabeza de diversas fuerzas, y en general el clero recibió mucho provecho de este movimiento bélico de la Europa; pero no sucedió así en lo de adelante. Para los gastos de la nueva empresa militar fue necesaria una segunda desamortización eclesiástica, habiendo ya tenido lugar, según hemos indicado, una primera en tiempo de Carlomagno. Para la segunda cruzada se impusieron fuertes contribuciones a las iglesias, sin hacer el menor caso de las enérgicas reclamaciones de los eclesiásticos. Se generalizó entonces en el mundo cristiano una opinión funesta para el clero, y fue la de que debían ser costeadas por la Iglesia todos los gastos que se emprendieran para la conquista del santo sepulcro y la mayor gloria de Dios. En consecuencia, se siguieron gravando con enormes contribuciones los bienes del clero, sin consultarle y sin seguir otra regla más que la de las urgencias militares. En el tiempo de la tercera cruzada, y después de exigir la contribución que se llamó el diezmo de Saladino, se exigieron las contribuciones con más regularidad, pero con tanto rigor, que las iglesias fueron despojadas de sus ornamentos y los vasos sagrados de oro y plata se vendían en almoneda pública (Michaud, Historia de las cruzadas).
He aquí lo que el mismo cristianismo hizo con los bienes de la Iglesia.
En el Concilio de Artos, celebrado en 1275, se dispuso que cuatro días después de muerta una persona, quedasen obligados los herederos a entregar al cura una copia del testamento para conocer las mandas pías que pudiese haber en él.
El establecimiento de la Inquisición dio motivo para que la legislación eclesiástica se injiriese derecha y netamente en la civil, imponiendo penas a los acusados de herejía, y creando una jurisdicción privativa y especial contraria a los principios fundamentales de las asociaciones humanas.
Es de tenerse muy presente que el establecimiento de la Inquisición, prescindiendo por un momento de su carácter religioso, en el orden civil destruyó por su base todos los elementos de la propiedad, de modo que fue un retroceso hasta las edades más bárbaras y oscuras. Una de las penas, y la que con más rigor y frecuencia se aplicaba, era la de la confiscación, de modo que un hombre podía ser muy probo en sus negocios, muy cumplido en sus deberes civiles y muy laborioso y entendido en sus negocios; pero con tal de que fuese sospechado de herejía, él y sus hijos quedaban privados repentinamente de su hacienda y de la esperanza de recobrarla. La Inquisición de México, que fue menos cruel que la de España, tiene sin embargo, su archivo lleno de legajos referentes a confiscaciones de bienes.
En 1414, en el célebre Concilio de Constanza que mandó quemar a Juan de Hus y a Jerónimo de Praga, se estableció que los laicos tuviesen en él voz deliberativa, y que votase por naciones y no por individuos.
Lo que decididamente marcó la unión de las instituciones políticas y civiles con las creencias religiosas, fue el Concilio de Trento. Abandonadas o amortiguadas por lo menos las ideas del antagonismo oriental, las ideas unitarias cristianas tenían que dividirse naturalmente, como sucede a todo partido y a toda doctrina triunfante. El libre examen produjo lo que se llamó la Reforma y la división, hoy ya infinita, de las sectas cristianas. Nada de esto pudo hacerse sin estrépito y sin sangre. Aparte las decisiones puramente dogmáticas y las ordenanzas para el régimen, disciplina y purificación de la Iglesia católica, el concilio significó bajo muchos aspectos la idea política de los soberanos de la época, que lo convirtieron en auxiliar de su política. Los príncipes del Norte se declararon partidarios de la Reforma, y Carlos V, bien que entrase a saco a Roma y que tuviese preso al Papa, rogando en los templos que le concediese su libertad, se declaró en todas las épocas que convino a sus intereses temporales el campeón de la fe ortodoxa, influyó en muchas de las decisiones del concilio e impidió que se trasladase a otro punto para no perder la supremacía que siempre pretendió ejercer en él.
Los reyes españoles ortodoxos de tiempos atrás, sacaron quizá más partido en favor de su poder que cualquiera otra monarquía de Europa, aplicando al gobierno civil cuantas instituciones podían ligar con lo desconocido y con lo futuro, la conciencia y la inteligencia de los hombres, y adquirieron un predominio religioso que en muchos capítulos los ponía de igual condición al pontífice romano. Fernando el Católico, para dominar las órdenes militares, se hizo el gran maestre de ellas. Por concesiones de Alejandro VI y de Julio II, se apoderó de los diezmos de todos los países descubiertos y por descubrir, y se reservó la facultad de nombrar arzobispos, obispos, prelados y abades, y se creó en la Inquisición el instrumento más terrible de su poder absoluto. La organización de la Iglesia mexicana fue, pues, hecha casi exclusivamente por los reyes españoles, que designaron como Carlomagno la distribución de los diezmos, el lugar de las misiones, el número de ministros, la fundación de las iglesias y conventos y las condiciones a que debían sujetarse los frailes Y clérigos en el ejercicio de su ministerio. Celosos los reyes de su soberanía y de sus prerrogativas, transmitían estas ideas a sus agentes subalternos, y cada momento los ayuntamientos elevaban sus representaciones a la corona, rechazando las invitaciones y facultades que se tomaban las comunidades.
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