Índice de Teoría de la propiedad de Manuel Payno | CAPÍTULO XXIII | CAPÍTULO XXV | Biblioteca Virtual Antorcha |
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TRATADO DE LA PROPIEDAD
Manuel Payno
CAPÍTULO XXIV
Leyes agrarias españolas - Las encomiendas - Colonización - Minería y salinas - Leyes protectoras de la propiedad indígena - Descendientes de Moctezuma - Prohibición de enajenar tierras a la mano muerta
El primer acto que se registra es la confiscación que decretó Cortés de los bienes de Xicoténcatl por haber desertado del campamento español, deserción que fue también castigada con la pena de muerte. Después vino la confiscación hecha en todas las tierras y posesiones de Moctezuma y otros príncipes que tomaron una parte activa en la defensa de la independencia azteca. En esto procedió Cortés y la corte de España, de una manera igual a la que usaban los romanos con los jefes vencidos, ya fuesen bárbaros, ya ciudadanos de Roma, y éste es el mismo procedimiento bárbaro establecido en la última guerra de intervención y que modificó la prudencia del gobierno actual, sin haberlo, como debía, conforme a la civilización del siglo y a la misma Constitución mexicana, destruido por el efecto solemne de una ley. Esperamos que se hará para que no haya la pena de marcar con un borrón y un retroceso a las edades bárbaras, la marcha moral de la civilización de México.
Volviendo a nuestro asunto en general, además de las tierras que fueron sujetas a la confiscación militar, quedó, como hemos dicho, el territorio conquistado y por conquistar de la propiedad del soberano español. Fue, pues, de él de donde dimanó de nuevo el origen de la propiedad mexicana. Veamos lo que componía el ager publicus, y ensayemos de dar al menos una idea de cómo se distribuyó, sin entrar a referir, por no ser esencialmente de nuestro asunto, lo que pasó en las islas desde el segundo viaje de Colón.
Infinidad de tribus indígenas, como puede verse en los curiosos escritos sobre la Antigüedad, de don Manuel Orozco y Berra (Geografía de las lenguas), existían desde las soledades del norte hasta Guatemala; mas para nuestro propósito dividimos solamente toda esa población en dos categorías: Naciones civilizadas. Éstas eran los reinos de México, Michoacán, Texcoco, Tacuba, República de Tlaxcala y otros Estados que ocupaban la mesa central. Naciones cazadoras o bárbaras y que se clasificaban entonces con el nombre de chichimecas y hoy con el de mecos o salvajes. Éstos no tenían residencia fija, y recorrían todo el país no ocupado y poblado por las naciones civilizadas, especialmente lo que hoy llamamos la frontera del norte que se extendía hasta la Luisiana. Vestigios y restos no despreciables nos quedan hoy de estas dos clases de indígenas, para poder comprender bien las precedentes indicaciones.
Los chichimecas es probable que no conociesen, sino muy imperfectamente, el derecho de propiedad; no tenían residencia fija, y de consiguiente pocas pruebas podrían aducirse hoy de una propiedad individual y de una división marcada entre esas gentes. Las naciones civilizadas tenían el sistema que ya hemos indicado de señoríos y calpullis, y es seguro que tal orden y señalamiento territorial se hallaba extendido en todos los dominios del imperio mexicano en Texcoco y en la monarquía de los tarascos. Así, a poco más o menos, hallaron los españoles establecidas las cosas relativas a la propiedad territorial.
Los hechos bárbaros que hemos referido constituyeron para los indios un estado de esclavitud; pero oficialmente fue reprobado este sistema por el gobierno de España, y por la real cédula expedida en Valladolid con fecha 20 de junio de 1522, que fue comunicada a Cortés, se declaró que los indios eran libres.
Pareció -dice Carlos V-, que Nos, con buenas conciencias, pues Dios Nuestro Señor crió los dichos indios libres y no sujetos, no podemos mandarlos encomendar ni hacer repartimiento de ellos a los cristianos, y ansí es nuestra voluntad que se cumpla.
Hernán Cortés, porque convenía a sus intereses y a los de los capitanes y soldados que le acompañaron en la expedición, había ya establecido un sistema aritmético de esclavitud. A cada conquistador le daba un cierto número de indígenas y un territorio, cuyos límites se marcaban imperfectamente. El conquistador hacía trabajar en la agricultura, en las minas y en las construcciones públicas y privadas a los indígenas, y retiraba el mayor provecho en el menor tiempo posible. A esto se llamó encomiendas, los indios eran encomendados, y el empresario encomendero. Tal fue, generalmente hablando, el sistema agrario que estableció Hernán Cortés, y cuando vino la real cédula de Carlos V, cuyas palabras hemos copiado arriba, estaba de tal manera arraigada la práctica, que Cortés eludió fácilmente su cumplimiento, diciendo que los indios quedaban en depósito; intrigó y trabajó en España por medio de sus agentes, y el sistema ya reprobado de encomiendas se puso nuevamente a discusión por varios años, habiendo sido adoptado, puesto que aparece Francisco de Montejo autorizado por los años de 1526 a 1528 para establecer las encomiendas en Yucatán si éstas fuesen consideradas convenientes por los religiosos que lo acompañaban.
Pasó el padre Las Casas a España, compuso voluminosos escritos contra las encomiendas, suplicó e interesó a todos los hombres influyentes; pero nada consiguió en definitiva en este punto, y el año de 1546 aparecen ya sistemadas en Nueva España las encomiendas, no dando otro resultado las discusiones sino alargarlas indefinidamente hasta cuatro vidas, es decir, a un periodo aproximado de ciento cincuenta a doscientos años. León Pinelo dice:
Débese la primera vida a don Fernando Cortés. La segunda a don Sebastián Ramírez de Fuen Leal. La tercera a don Antonio de Mendoza; y la cuarta a don Martín Manríquez.
De esta manera tuvo después de la Conquista ocupación y escaso pan la raza indígena que sobrevivió a la Conquista.
El sistema de calpullis, según Zurita, quedó establecido en los primeros años que siguieron a la Conquista, y los gobernantes españoles confirmaron en su cargo a los gobernadores indígenas que antes existían, o nombraron otros nuevos; pero la influencia funesta de muchos hombres en esa época, hizo que los indígenas entrasen unos con otros en pleitos y disputas más complicados que las que se suscitaban en tiempo de los monarcas aztecas. Las leyes agrarias quedaron reducidas de pronto a dos categorías. Las que favorecían o conservaban la posesión comunal de las tierras a los vencidos y las que se designaron con el título de encomiendas a los vencedores. Quizá podremos decir que esta conquista fue menos dura que la de los normandos o las que durante siglos hicieron los romanos en los pueblos del Asia.
Expositores únicamente de los hechos y doctrinas, y sin odio y sin pasión, debemos consagrar algunas líneas a referir la legislación agraria española en sus colonias de la Nueva España, y si ella no se cumplió siempre exactamente o la eludió y trastornó la avaricia de los agentes secundarios, lo único que puede decirse es que hoy sucede lo mismo con muchas de las buenas instituciones modernas; pero esto en nada disminuye el carácter humano y civilizador de estas leyes, y tales rasgos aclaran en algo e! cuadro sangriento y sombrío que trazaron los primeros rudos soldados y crueles funcionarios que llegaron al Nuevo Mundo.
Las tierras conquistadas las mandó distribuir el rey entre los conquistadores y colonos. A los soldados o peones se les daban para edificar su casa 680 varas cuadradas, 2770 para e! jardín, 1086 para la huerta, 188536 para la siembra de granos de Europa, y 18856 para el cultivo del maíz (Recopilación de leyes de Indias). La medida de una caballería de tierra se designaba así:
Una caballería es solar de cien pies de ancho, doscientos de largo y todo lo demás como cinco peonías, que serán quinientas fanegas de labor para pan de trigo o cebada, cincuenta de maíz, diez huebras de tierra para huertas, cuarenta para otros árboles de secadal, tierra de pasto para cincuenta puercas de vientre, cien vacas, veinte yeguas, quinientas ovejas y cien cabras.
He aquí la división territorial después de la Conquista, todavía más liberal y mejor determinada que la de los romanos, porque el país era más extenso y en parte mucho más fértil y susceptible de cultivo. Las peonías se llamaron más adelante ranchos; las posesiones mayores se llamaron haciendas.
Estos terrenos se daban por la corona, y generalmente tenían el nombre de mercedes, y en la concesión se consignaban ciertas condiciones. Los colonos tenían obligación de edificar la casa, de cultivar las tierras, de introducir cierto número de ganados, y durante cuatro años no podían vender la propiedad. En ese tiempo era una posesión; pasado el periodo y cumplidas las condiciones ya dichas era un dominium y sus dueños podían disponer de él libremente. Los capitanes o principales conquistadores obtuvieron cinco peonías y algunas veces más; y Hernán Cortés, con el talento perspicaz que lo distinguía, escogió los mejores terrenos en diversas localidades, y obtuvo, aunque con mil penas, en la corte de España, que al fin se le confirmase en la posesión, como él decía, de una muy pequeña parte de lo mucho que había dado a la corona.
Es necesario fijar la atención en que las poblaciones españolas se fundaron las más veces en terrenos absolutamente despoblados que no formaban parte de los calpullis, y el motivo de una nueva población era el descubrimiento de un mineral o la hermosura y fertilidad del terreno; pero más que todo, la cercanía a algún río o venero de agua potable. Las poblaciones se formaban con autorización de la corona, y mediante ciertas condiciones, tales como la de que hubiese por lo menos treinta habitantes españoles, se edificase un templo, se sostuviese un ministro para el culto, y que cada colono tuviese diez vacas, cuatro bueyes, un jumento, una puerca, veinte ovejas, un gallo y seis gallinas.
La propiedad minera se sujetó a reglas especiales. Las minas eran del rey, el cual las concedía bajo ciertas reglas y condiciones, o las arrendaba, o las vendía, o las trabajaba por su cuenta. La propiedad territorial en su superficie era de los colonos o propietarios, pero la plata y el oro que se encontraban debajo de la costra de la tierra, era ya del rey, y los que la descubrían y denunciaban, tenían la posesión. Los aztecas, por medios y procedimientos que todavía nos son desconocidos, extraían el oro y la plata de la tierra, y lo labraban, pero no profundizaban demasiado y no conocían el sistema de laboreo que practicaban, según Plinio, diversos pueblos antiguos; así, en las tradiciones indígenas no se registra ningún dato relativo a la propiedad de estos metales, y debemos creer que estaban atribuidos a los soberanos.
Las reglas, pues, establecidas por los españoles con relación a la propiedad minera, quizá pueden reputarse como las originales y primitivas.
La ordenanza de minas que después se dictó, tenía por bases principales el facilitar los descubrimientos y el trabajo, y principalmente el que una vez comenzada la explotación no pudiera suspenderse a causa de las cuestiones que se suscitasen entre los socios o entre los diversos interesados a quienes el Estado concedía el usufructo de esta propiedad. Bajo este aspecto, nada es tan admirable como la legislación minera, que forma un verdadero monumento de reflexión y de sabiduóa, y los hechos en el curso de cerca de cuatro siglos, en que las minas de México han producido 25 millones anuales de plata y oro, prueban más que nada su eficacia y dan motivo al respeto con que debemos considerar esa legislación, que en una buena parte ha sido adoptada por los Estados Unidos del Norte, y traducida al inglés y comentada por los más hábiles jurisconsultos extranjeros.
Las salinas, con las excepciones de que hablaremos más adelante, se declararon también de la corona, y las más notables, como eran las del Peñón Blanco (en Zacatecas), aparecen por los años de 1648, arrendadas, primero a Pedro Senande Arriaga, y después a Francisco Muñoz. El gobierno, además, estancó por algún periodo la sal, el tabaco, que permaneció en tal estado hasta nuestros días, y algunos otros ramos de agricultura y de industria que contribuían a formar la masa de las rentas públicas de esos tiempos. Tales eran los principios que constituyeron la propiedad en lo que se refería a la nueva población europea, toda originaria de España, estando prohibida la introducción de colonos de otras naciones.
La sal era una industria antigua de los aztecas, y los españoles la protegieron y la dejaron entregada en diversas partes a los indígenas, prohibiendo a los españoles se mezclasen en ella, y la sola excepción era la de las salinas que tomaba por su cuenta el erario.
Respecto a los indígenas, se mandó, por las diversas leyes llamadas de Indias, que los repartimientos de tierras se hiciesen con toda justificación y sin agravio de los Indios.
Que las estancias y tierras que se dieren a los españoles les sean sin perjuicio de los indios, y que las dadas en su perjuicio y agravio, se vuelvan a quienes por derecho pertenezcan.
Que las estancias de ganados se dieran lejos de los pueblos de los indios, para que no hagan daño a sus sementeras y maizales.
Que la venta, beneficio y composición de las tierras, se haga con tal atención, que a los indios se les deje con sobra todas las que les pertenecieren, así en particular como por comunidades, y las aguas y riegos.
Que las mercedes de tierras si fueren de Indios, se las manden volver, y los baldíos queden por tales (Recopilación de leyes de Indias).
Muchas otras disposiciones podríamos acopiar, pero servirán de muestra las ya apuntadas, y las cuales prueban que oficialmente la España no procedió en sus conquistas de América de la misma manera que los romanos, los normandos y los bárbaros que poblaron la Europa, y que los vencidos no fueron despojados de su propiedad territorial.
Como es de suponerse, las leyes benéficas que hemos citado no tuvieron siempre, y lo hemos dicho ya, su más estrecho cumplimiento. La raza europea y dominadora, y debemos creerlo aun cuando los mismos historiadores españoles no lo dijeran, hizo grandes invasiones en la propiedad antigua de los aztecas. Los calpullis fueron acabando, y los indígenas que fueron desposeídos de hecho, tenían que agregarse a las peonías para trabajar en la agricultura, y es también seguro que en algunos lugares notablemente fértiles y bien situados, la raza y la población española suplantó enteramente a la indígena; pero también no es menos cierto que los pueblos primitivos que existían en el reinado de Moctezuma II se conservan hasta el día con sus mismos nombres.
La extensión de los imperios mexicano, tarasca y texcocano está todavía marcada por la serie de poblaciones enclavadas como si formasen un antiguo camino militar romano, entre las grandes ciudades pobladas por la raza española. Ninguna nación tiene quizá, cuando se examina por este aspecto la historia, mejores títulos a los elogios imparciales de la filosofía. El mismo Hernán Cortés, cruel y bárbaro en sus primeras campañas, cuando dejó la espada y se convirtió en colono y en agricultor, fue el más ardiente y celoso defensor de los indios. Ya que hemos marcado los rasgos inauditos de crueldad y de las antiguas costumbres de los españoles, es muy debido señalar también la influencia civilizadora de algunos corazones, tan grandes para el bien y para la caridad cristiana, como detestables fueron algunos de los sanguinarios aventureros que inútilmente y por una especie de lujo de su fuerza brutal, derramaron a torrentes la sangre de los indígenas.
Hemos dicho más arriba que los bienes de Moctezuma fueron confiscados; pues bien, este castigo, que era usual impusieran a los vencidos los vencedores de esos tiempos, fue templado por Cortés y por el gobierno de España. A los diversos hijos de Moctezuma, de ambos sexos, que sobrevivieron al desastre de la invasión, se les otorgaron amplias mercedes, concediéndoles vasallos, terrenos y pensiones sobre el tesoro, y fueron sucediéndose en la línea directa hasta don José Cayetano Vidal Moctezuma, que fue obispo de Chiapas, don Juan de Ortega la Rosa, Cano Moctezuma y don Cristóbal de la Mota Portugal. Apenas habrá descendencia más abundante que la del último emperador mexicano. Toda ella fue rica y una gran parte el origen de las casas más nobles de España.
Las usurpaciones de terreno que en el transcurso del tiempo hicieron los colonos llamaron la atención del gobierno, y aunque su objeto se había logrado y ya se había extendido la raza española desde Yucatán hasta la Luisiana, no quiso perder el derecho que desde un principio se había reservado, y mandó que los que hubiesen usurpado tierras, excediéndose de las medidas que hemos ya indicado, fuesen admitidos en cuanto al exceso a moderada composición.
Las corporaciones y comunidades eclesiásticas, por los mismos medios que en España, que en Inglaterra y en Francia, fueron poco a poco adquiriendo una propiedad territorial y acumulando una res sacrae, más bien por la tolerancia y el espíritu religioso de esos siglos, que no por la sanción civil, pues antes bien podemos registrar diversas disposiciones contrarias a la libre adquisición de la mano muerta.
Repártanse las tierras -dice la ley X del título XII de las leyes de las Indias-, sin exceso entre los descubridores y pobladores antiguos y sus descendientes que hayan de permanecer en la tierra, y sean preferidos los más calificados, y no las puedan vender a Iglesia, ni a monasterio, ni a otra persona eclesiástica, pena de que los hayan perdido y pierdan y puedan repartirse a otros.
En la concesión que Carlos V hizo a Cortés de veintitrés mil vasallos y diversos señoríos, le prohibió expresamente que los pudiese enajenar a Iglesia, ni a monasterio, ni a persona de orden. En estas y otras disposiciones dictadas por Carlos V, por la reina doña Juana y continuadas por Felipe II, apoyaron sin duda Carlos III y Carlos IV la declaración de que hemos hecho mérito antes, asentando de una manera concluyente que los bienes de las corporaciones que se suprimían por un acto natural de la autoridad civil, eran de la real corona.
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