Índice de Teoría de la propiedad de Manuel Payno | CAPÍTULO XXIV | CAPÍTULO XXVI | Biblioteca Virtual Antorcha |
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TRATADO DE LA PROPIEDAD
Manuel Payno
CAPÍTULO XXV
Reflexiones sobre las leyes agrarias españolas
La España en sus conquistas, y obrando oficialmente con la equidad que hemos indicado, hizo, sin embargo, la absorción más completa de la propiedad de que pueda haber memoria. Se atribuyó el dominium territorial, las minas, las salinas, los diezmos, los bienes eclesiásticos, y diversos monopolios. A pesar de todo esto, y lo señalamos para gloria de la raza, ninguna nación hubiera podido hacer mejor uso de esta prodigiosa absorción de la propiedad, ni sería posible que tampoco hubiese dictado leyes agrarias con el mismo acierto con que las dictaron para las colonias los hombres distinguidos que en ciertas épocas han gobernado la nación española. Es necesario transportamos al siglo XV y no pretender que hubiese entonces la perfección que se puede alcanzar en el día en todas las operaciones morales y prácticas. La legislación, las instituciones, las construcciones mismas, eran análogas y conformes con la época y con el espíritu de esos siglos, y antes bien en todo lo concerniente a la población, a la propiedad territorial y a la civilización en cuanto era significada por la riqueza y por las comodidades materiales de la vida, los españoles ejecutaron en un periodo de menos de tres siglos, lo que no hicieron con sus colonias ni en Portugal, ni la Inglaterra, ni la Francia. Desde Chile hasta la Florida fundaron miles de ciudades, de palacios, y entregaron a la cultura y al comercio una prodigiosa extensión de terrenos antes solitarios, incultos y eriazos.
Es preciso colocarnos tres siglos atrás para examinar con juicio e imparcialidad las leyes agrarias españolas, y este juicio es la contestación a cuantas observaciones se han hecho de algunos años a esta parte, y la más amplia defensa de todos los ataques dirigidos a los grandes propietarios. El país no fue conocido sino muchos años después de la Conquista, y a medida que se hicieron por los conquistadores o sus sucesores y por los misioneros y jesuitas, frecuentes expediciones a tierras muy remotas. Las relaciones de esos tiempos nos muestran grandes territorios despoblados, habitados o transitados, si acaso, por tribus de indígenas que conocían poco o nada el arte de la cultura, y que vivían entre sí en un estado perpetuo de guerra. Como no tenían esas tribus propiedad ni individualmente ni en común, como no tenían pueblos fijos en que vivir y como tampoco ellos, supuesto que no eran labradores, tenían idea de la importancia y del valor de la tierra, los españoles no tuvieron en esos países propiedad alguna que respetar ni que considerar. Se creyeron a justo título los primeros ocupantes, y nosotros hoy mismo no procedemos de otra manera. La legislación, pues, se refería a los indígenas civilizados de la mesa central, y el afán de los misioneros era precisamente reducir a los indios errantes y cazadores al segundo grado en la escala ascendente de la civilización, es decir, a pastores y a agricultores, enseñándoles también a vivir y a formar sus habitaciones en un lugar fijo.
La consecuencia de tal estado topográfico e histórico del país fue que las mercedes de tierras fueran en esos lugares de una extensión tal, que muchas ocasiones se transitaban semanas enteras por las haciendas de un solo señor. Ejemplo de esto puede presentarse en la extensión territorial del antiguo marquesado de San Miguel de Aguayo. ¿Qué valían entonces esas tierras? ¿Qué producto podía sacarse de ellas relativamente a su extensión? El poco valor que hoy mismo tienen, después de haber pasado cuatro siglos, nos demuestran que refiriéndose a esos tiempos podría decirse que todavía dadas eran caras.
Se puede percibir con más claridad la fuerza de esta indagación, tomando hoy mismo por base las poblaciones más importantes de la República. Una vara cuadrada de terreno en la calle de Plateros de México vale 15 y hasta 20 pesos. Una vara en los suburbios vale dos o tres pesos, en Tacubaya dos y cuatro reales, en Tlalnepantla dos o tres centavos tal vez, y en algunas otras partes no tiene valor alguno. ¿Qué hay pues de violento en la distribución agraria que se hizo hace tres siglos, si entonces se dio inmensa extensión de tierras a tal o cual conquistador, porque nadie las ocupaba, y tal vez pocos arrostraban con las dificultades y trabajo de fundar pueblos y de cultivar aunque fuese una parte pequeña de los campos.
Nótese para formar una idea más cabal, que las haciendas son inmensas en Chihuahua, Tamaulipas y Durango, que son de menor extensión en Coahuila, Nuevo León, Zacatecas y Jalisco, que ya son pequeñas en Querétaro y Guanajuato, y que a medida que se acercan al gran centro de la población disminuyen, al grado que algunas no tienen la capacidad suficiente para mantener los animales necesarios para su servicio. En el valle de Toluca, donde está por ejemplo muy subdividida la propiedad, los hacendados tienen necesidad de mandar a pastar sus ganados, arrendando un potrero que dista diez o quince leguas. En los valles de Puebla, Atlixco y San Martín, la propiedad está dividida de tal suerte que sería ya dañoso para la agricultura reducirla a menores proporciones.
Respecto de las grandes propiedades de que antes hemos hablado, hay que hacer algunas otras observaciones. Los terrenos son muy extensos en verdad, ¿pero son todos susceptibles de cultivo? Generalmente hablando, una de esas posesiones territoriales tiene alguna porción excelente de tierra, porque está cerca algún río o alguna vertiente de agua, y allí está fundada la casa y oficinas adecuadas; el resto se compone de serranías eriazas, de grandes sabanas secas, de campos impregnados de natrón, o de manchas de arena, cuya existencia en una altura prodigiosa respecto del nivel del mar, no ha explicado todavía la ciencia satisfactoriamente, fijándose sólo en ciertas generalidades geológicas, cuyo origen remonta a una inconcebible antigüedad. El día que por cualquier motivo el gran propietario pierde o enajena esa parte excelente de la tierra, la hacienda se destruye y el resto no tiene valor alguno.
Cuando se trata de dividir y de vender a censo o al contado una propiedad que tiene poco más o menos estas condiciones, se tropieza en la práctica con los mismos inconvenientes. Todos quieren comprar la tierra que disfruta el beneficio del agua o que es de pan llevar; no hay postores ni colonos para las partes lejanas, secas y eriazas, cuyo cultivo sería por lo menos muy dispendioso. La estructura particular de nuestro suelo se opone en algunas localidades a la distribución menuda de la propiedad; de consiguiente nada sería más ineficaz, ni más absurdo tal vez, que dictar una ley agraria sin consideración a estos antecedentes.
Es preciso reflexionar que muchas de nuestras grandes propiedades, están perfectamente adecuadas para desarrollar un ramo extenso de riqueza susceptible con el tiempo de exportación, y tal es la cría de ganados. El ganado cabrío y el lanar necesitan de una grande extensión de terreno para pastar y progresar. Divididos esos potreros, la cría en una grande escala sería imposible y debemos recordar con satisfacción las manadas hermosas de carneros, de caballos y de mulas que venían a la capital procedentes de lo que todavía se llaman las colonias, del país que genéricamente se designa con el nombre de tierra adentro. Los cueros secos y el tasajo han formado muchos años un ramo importante de exportación. No destruyamos lo edificado y lo que forma el orgullo y la gloria del agricultor mexicano. Procuremos hacer el bien, pero sin exponernos ni remotamente a causar el mal. En las doctrinas de la economía política no ha podido entrar nunca el elemento del mal. La ciencia de la acumulación y de la distribución de la riqueza, no debe en ningún caso ser origen de la destrucción de esa misma riqueza y de la indebida e inconsiderada dispersión de ella.
Respecto del territorio de la mesa central del Anáhuac, debemos entrar en otra serie de consideraciones. Según el testimonio casi unánime de los historiadores antiguos, toda esta parte de México estaba poblada hasta con exceso, y se prueba esto con sólo reflexionar que entre los aliados que trajo Cortés y los mexicanos que defendieron su capital, seguramente hubo más de medio millón de combatientes. Las dificultades, pues, para la organización agraria debieron ser grandes, mientras era fácil y sencilla en el momento que se salía de las fronteras de los reinos indígenas civilizados. Si se respetaba la organización azteca, los conquistadores tenían poco o ningún terreno de que disponer; si por el contrario, los conquistadores se apropiaban el terreno, los indios quedaban completamente despojados, y esto era contrario a la legislación especial de los reyes españoles de que ya hemos hecho mérito. ¿Cómo fue, pues, que los españoles adquirieron propiedad territorial y los mexicanos no quedaron del todo desposeídos, como lo prueba la existencia actual de mucha propiedad indígena?
Se puede explicar esto, primero, por la despoblación. La despoblación fue rápida, tremenda podría decirse, y concurrieron a ella varias causas. Desde que llegó Cortés hasta que se posesionó de la capital, calculan los historiadores que murieron por lo menos quinientos mil hombres, si no todos de heridas, sí de las diversas consecuencias de la guerra. Después siguió la mortandad por el trabajo de la reconstrucción de la ciudad, de las minas y de las expediciones, mortandad que en su celo apostólico ponderó el padre Las Casas, pero que en efecto fue considerable. Las pestes se sucedieron en el curso del tiempo con una regularidad aterradora. Las viruelas y los tabardillos acabaron en menos de dos siglos con centenares de indígenas; así muchos calpullis quedaron desiertos y la mayor parte de los señoríos abandonados, sin contarse las tierras de la corona azteca, que derechamente vinieron por el medio usual de la conquista al dominio de la corona de España a la muerte de Cuauhtemoc. De todas estas posesiones pudieron disponer sin grandes obstáculos los colonos y conquistadores.
Emplearon además otro medio. Las indias nobles y de la pura raza azteca eran positivamente hermosas, y cometeríamos un grave error juzgándolas con arreglo a los pobres tipos que nos han quedado. Los españoles aniquilaron por diversos medios, más o menos violentos, a los caciques principales; y las mexicanas que acometían hasta con las uñas a los europeos durante el sitio de México, después que se ganó la tierra, como decía Cortés, no tuvieron inconveniente en enlazarse, conforme a los ritos cristianos, con los mismos que habían derramado la sangre de sus deudos, y si no se juzgase así por los datos históricos del carácter de las mujeres aztecas, no se podría concebir cómo la hermosa Tecuihpo, hija de Moctezuma y viuda de Cuauhtemoc, se pudo casar sucesivamente con tres conquistadores que habían probablemente derramado la sangre de su padre y de su esposo. Con tales enlaces, la propiedad indígena se convertía en derecho, en propiedad española, y los descendientes disfrutaban de ella con todos los títulos perfectos de legalidad por cualquier extremo que se examinaran.
Esto explica los mayorazgos y una gran parte de la valiosa propiedad mueble e inmueble de la mesa central.
De ninguna suerte tratamos de añadir bellos colores al cuadro que en los tiempos de la Conquista presenta la población indígena; pero cuantos cargos se pudieran hacer a los españoles, tantos así se vuelven contra nosotros, puesto que hemos dejado las cosas en el estado en que estaban, y que cuando nos ocurre una ley agraria no encontramos otro medio sino despojar al hacendado para dar a unos cuantos una porción de tierra, quedando los demás indígenas en el mismo estado de miseria que tenían antes.
¿Por qué los españoles no permitieron que las gentes de otros países ocupasen los inmensos desiertos que todavía son hoy posesiones del salvaje o permanecen bajo el solo dominio de los animales feroces? La respuesta es muy sencilla. Ellos conquistaron para sí, trabajaron para extender su religión y su raza, y hubieran sido más que benévolos en brindar a extraños aventureros con el fruto de lo que les había costado tantas fatigas y no poca sangre; y a decir verdad, si otras razas hubiesen venido a establecerse en la mesa central, los indígenas hubieran sido completamente exterminados. El desdén, el desprecio profundo del conquistador por el conquistado, es un hecho que se ha repetido desde tiempos muy remotos; y si hoy cualquier nación de Europa nos conquistara, nos vería con mal ojo, y en todos sentidos nos trataría peor que los españoles trataron a los aztecas.
Harto nos dice en este sentido la facilidad, y puede decirse el placer, con que las cortes marciales francesas mandaban al patíbulo diariamente a multitud de mexicanos, y esto que estamos en el siglo XIX, y que en vez de conquistadores se decían auxiliares generosos y desinteresados que no tenían más misión sino la de hacer feliz a esta nación.
Cualquiera que sea el juicio que se forme del sistema agrario español en las colonias, y por grandes que hayan sido, como fueron en efecto, las usurpaciones, ¿qué podemos deducir de esto? ¿Que nadie es propietario hoy? ¿Que debemos devolver las tierras a sus primeros y legítimos dueños? ¿Y quiénes son hoy esos dueños? Los indígenas. En este caso, ninguno que tenga algo de sangre española en sus venas es dueño ni de una pulgada de terreno, y debíamos comenzar por entregar toda la propiedad raíz a los indígenas y quedar en nuestra propia patria como extranjeros o emigrar en masa a otra parte.
Y en este caso, ¿cuáles son los indígenas a quienes por la tradición, por la herencia y por el derecho corresponden las propiedades? Los señoríos se extinguieron con la muerte de los reyes aztecas, los calpullis se aniquilaron, la propiedad de la familia indígena pasó, como hemos dicho, por los matrimonios, a ser propiedad de la raza conquistadora; ¿cómo hacemos, pues, una averiguación justa y exacta de tOdo esto? Se ve que todas estas teorías tocan en la absurda imposibilidad de reducirlas a hechos prácticos derivados del derecho y de la justicia, y todo porque el solo transcurso del tiempo origina obstáculos insuperables.
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