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TRATADO DE LA PROPIEDAD
Manuel Payno
CAPÍTULO XXVII
Dificultades de la emigración extranjera - Preocupaciones y exageración de los peligros - Preferencia que se debe dar a la colonización indígena
Los franceses usan un verbo, despaysar, que es uno de los verbos más significativos de su idioma. En efecto, considérese al hombre que se ve obligado a abandonar lo que los antiguos llamaban sus lares. Renunciar para siempre la tierra en que se nació, en que viven los mismos que hablan su idioma, los mismos que tienen su religión, sus costumbres, su modo exclusivo y peculiar de vivir, es lo más fuerte que puede acontecer en la vida del hombre. Es necesaria una extrema miseria, un gran crimen, o una santa resignación para un acto semejante. Luego los que se despaysan, o son extremadamente nulos e incapaces, o están en la más espantosa pobreza, o son hombres de malas costumbres, o en último extremo, están animados, como los misioneros, de un espíritu religioso que se traduce indistintamente, o por fanatismo, o por caridad, o los guía la sed insaciable del oro. Tales son las presunciones legales, y todo aquello que se dice de brazos robustos que remuevan la tierra, inteligencias brillantes que ilustren el mundo, tiene muy poco de verdad y mucho de poesía.
En los Estados Unidos, país como México, aunque por otros capítulos excepcional, la emigración está sujeta a menos inconvenientes, primero, por la energía de la raza americana que todo lo modela y se lo apropia; segundo, por el vigor y regularidad de la legislación; y tercero y principal, porque los colonos alemanes, irlandeses, ingleses y escoceses, van, como quien dice, a su propia casa. Las mismas ciudades, formadas de altas paredes de ladrillo, con unos agujeros con el nombre de ventanas, el mismo humo de las chimeneas, la misma nieve cubriendo el suelo medio metro en los inviernos, el mismo carácter, el mismo idioma duro, áspero y gutural, el mismo egoísmo que obliga al hombre a no contar más que sobre sí mismo, y además de todo esto, inmensas praderías regadas por grandes ríos y canales naturales, en los cuales navegan en el centro de las tierras los grandes barcos de vapor. Las obras hidráulicas hechas por la naturaleza en los Estados Unidos, no se harían artificialmente en otro país con todos los tesoros que encierran las entrañas de la tierra. Los ingenieros pueden, en verdad, hacer el gran camino del Pacífico; pero jamás sus libros les dirán cómo se hacen, por el esfuerzo puramente humano, otros ríos como el Mississippi, el Ohio y el San Lorenzo. ¡Qué diferencia entre México y los Estados Unidos! Meditemos un rato y nos convenceremos de las dificultades de la colonización entre nosotros.
Además, las grandes distancias obran de una manera prodigiosa en la imaginación de los hombres. En tierras remotas se ven monstruos terribles en los bosques, esfinges en las soledades, tormentas en las costas, bandidos y endriagos empapados en sangre interrumpiendo los caminos. Es muy difícil, si no hay oro tirado que recoger, el despaysarse para correr tantas aventuras cuando han terminado los siglos caballerescos.
No sucede esto respecto de México únicamente. En Inglaterra muchas gentes creen, según la expresión de lord Derby, que emigrar a la Australia es dar un salto en las tinieblas, y tienen tan vagas y tan imperfectas nociones del país que pertenece a su gobierno, que preguntan si hay casas o viven los habitantes en las cavernas o en el hueco de los árboles; si hay capillas, iglesias y teatros; si se encuentra de comer, y si se correrá el riesgo de ser asesinado por los negros y por los salvajes (Revista británica de junio de 1869). Esto se pregunta de Australia, donde existe Melbourne, Adelaida, Victoria y Sidney, que son ciudades donde no se extrañan ni los edificios, ni los paseos, ni aun las comodidades y espectáculos de Europa. Pues bien, Australia y la Nueva Zelanda, donde hay sitios pintorescos y climas benignos, y valles que envidiarían al antiguo y poético valle del Tempé, la mayor parte de la tierra está solitaria; la actividad, la energía y el dinero inglés no han bastado en muchos años para poblarla todavía suficientemente; y por no despaysarse, muchos hombres y mujeres y niños mueren de frío y de hambre en las infectas y oscuras callejuelas de Londres. Lo que se dice todavía de estas regiones no conocidas aún sino en sus costas, puede aplicarse a la esmeralda de los mares de la India a Ceilán, y a multitud de grupos de fértiles y pintorescas islas que han formado modernamente esa quinta parte del mundo que se llama Oceanía. En ese mundo oriental, lleno de perlas, de corales de animales fantásticos, de vegetación, cabe el mundo pobre, triste y proletario de la Europa; y sin embargo, ese mundo no se atreve a despaysarse y el Oriente ha quedado con sus antiguas razas. ¿Qué podemos esperar para México, aun cuando gastásemos cuatro o cinco millones anuales?
Los Estados Unidos, repetimos, forman una excepción; pero aun en esto hay que observar que una parte de las Carolinas, centro de la Unión Americana, está todavía tan desierta como nuestros bosques primitivos; que Texas y Nuevo México de ninguna manera corresponden en importancia al movimiento de la población que se dirige a esas inmensas y encantadas regiones que llaman Far West, y que si la Alta California se pobló de una manera prodigiosa, fue debido a lo que se llamó la fiebre del oro, mientras toda la inmensa orilla del Bravo, tan propia para el cultivo del algodón, permanece, a poco más o menos, entregada al dominio de los indios bárbaros, que el gobierno de España contenía con sus misiones y sus presidios, mientras la civilización y el progreso americanos nos los arrojan encima para que talen nuestras sementeras, roben nuestros ganados y asesinen a nuestros labradores.
Muchas de las Repúblicas de Sudamérica tienen terrenos quizá más fértiles que los de México, donde se pueden cultivar los frutos que se llaman tropicales; hay inmensas corrientes de agua que aquí nos faltan, se encuentran valles amenos y salubres, y se disfruta una paz y una seguridad tan completas, que se pueden atravesar leguas enteras con el oro en las manos sin temor de ser asaltados por los bandidos, y con todo y eso los colonos no llegan a esas tierras prodigiosas y ese territorio inmenso permanece como el nuestro, despoblado e inculto. En los mismos Estados Unidos, donde las condiciones son enteramente adecuadas a la colonización, como hemos dicho, no hay una sola colonia francesa o española, y los súbditos de esas naciones viven en las ciudades, relativamente en muy corto número, ocupados del comercio y aislados hasta cierto punto, sin formar parte de ese movimiento continuo de la raza anglosajona, que parece la única destinada a trasplantarse de las regiones del norte de la Europa a las regiones del norte de la América.
Hay otras razones ya conocidas y que han sido con mucha claridad expuestas por diversos escritores distinguidos. La República de México puede dividirse en dos zonas. La templada, que ocupa la mesa central y sus vertientes hacia los dos mares, y la caliente que comprende el descenso rápido del sistema de los Andes hasta las costas. La mesa central carece de agua, y éste es un inconveniente insuperable mientras no se piense seriamente en un sistema hidrográfico posible por medio de presas, de tajos y de pozos artesianos. En las costas el clima es enfermizo y en partes mortífero, y los europeos lo temen y se aclimatan difícilmente. ¿Dónde colocamos, pues, a las colonias, de manera que puedan tener una subsistencia posible y una prosperidad probable?
Dejando por ahora de un lado estos inconvenientes, que pueden disminuirse con una serie de estudios científicos, a cuya cabeza debe ponerse el Ministerio de Fomento si de buena fe desea la colonización, debemos volver los ojos a nuestra misma población indígena. La conveniencia, la justicia misma, aconsejan darle preferencia, y colocar bien y convenientemente todo el mayor número posible de propietarios mexicanos, antes de ofrecer a los extraños una tierra que aún no conocemos, y de darles las pocas fracciones que se vayan deslindando.
Los indios están hoy bajo las mismas y precarias condiciones que guardaron pocos años después de la Conquista. Lo que llamamos parcialidades o tierras que en común poseen los pueblos, no son más que los restos de los calpullis, es decir, que permanece después de cuatro siglos la misma repartición agraria que en los tiempos lejanos y oscuros de los monarcas aztecas anteriores a Moctezuma II. De aquí los pleitos interminables y costosos, en que el sudor de los pobres va a dar al provecho de los tinterillos de los pueblos, de aquí la inseguridad del hacendado, y de aquí los conatos siempre temibles de lo que se llama la guerra de castas.
La primera providencia humanitaria y salvadora sería repartir las tierras de comunidades de indígenas, y darles por el gobierno sus títulos, claros y en regla, para hacerlos propietarios aunque fuese de las dos antiguas yugadas romanas.
La segunda era el confirmar la propiedad, dividir en porciones justas e individuales las tierras de los indígenas de las montañas llamadas de la Sierra de Alica, la Sierra Gorda, la Sierra de Huauchinango y otras, y de los valles de los ríos Yaqui y Mayo. Esta falta de linderos y de propiedad perfecta causa trastornos permanentes y da motivo para que jefes ambiciosos tomen como instrumento de su política a indígenas inocentes y buenos, que no piden ni desean otra cosas más que los dejen dedicarse al cultivo de sus tierras, que ellos creen que a cada momento les pueden ser arrebatadas. Si los que se llaman blancos tienen sus propiedades con los títulos usuales según las leyes, ¿por qué la raza indígena nos lo ha de tener iguales?, ¿por qué año por año nos lamentamos amargamente de la barbarie de los españoles y sacamos a plaza las atrocidades que hicieron con la raza conquistada, y nosotros, que somos miembros ya de una misma familia, nada hacemos en bien de esa misma clase que presentamos como muestra y prueba de los antiguos errores? Si para poner en perfecta paz y seguridad a esos indígenas, realmente parias hasta ese momento, se necesita comprar propiedades particulares, ¿qué mejor empleo puede darse al dinero? ¿No será mejor gastarlo así de pronto en hacer felices a millares de seres que han sufrido durante cuatro siglos, antes que emplearlo en traer extranjeros quizá viciosos, y que por otra parte, está visto que no quieren venir por no aventurarse a dar ese gran salto en las tinieblas de que habla lord Derby?
Después de hecho esto, y lo cual no es en ninguna manera difícil, pues se trata de dar y no de despojar, la indagación de los terrenos baldíos por medio de operaciones regulares científicas, hechas con arreglo a las leyes, producirían el resultado de acumular cierta cantidad de ager publicus, sobre lo que se podía formar una distribución agraria más amplia y liberal que la romana; y todos los indígenas que no fuesen propietarios, todos los viejos servidores de la nación, todas las viudas y huérfanos, todos los mexicanos, en fin, que quisieran dedicarse a la vida laboriosa y pacífica del campo, tendrían, en un lugar conveniente y acaso cercano a la vecindad, un pedazo de tierra que cultivar y que dejar a sus herederos. No de otra suerte se han fundado las poblaciones españolas, que hermosas y hasta magníficas tenemos en nuestra República. Si para esto se necesitaba comprar haciendas enteras, que valen relativamente una friolera, adquirir ganados, semillas e instrumentos de agricultura, bien hecho sería cualquier gasto, porque él en pocos años iba a crear el verdadero patriotismo, el sólido amor a las instituciones, y el cariño sincero al Congreso y al gobierno que tales beneficios les hiciera. En una palabra, enteramente conformes en la necesidad de la colonización, consideramos que es necesario comenzar metódicamente por la colonización mexicana y seguir con la extranjera, bajo ciertas reglas y condiciones, que jamás pueda tornarse, como sucedió con Texas, en contra de la República.
El atacar a los propietarios, el quitarles una porción de sus tierras, dejándoles quizá la peor parte, y obligarlos a tener una vecindad insolente y levantisca, es el peor camino que se puede escoger para beneficiar a los pueblos. Siempre subsistirá el derecho, ninguno será propietario perfecto, crecerán los motivos de cuestiones, de pleitos, y el odio se aumentará en vez de establecerse la fraternidad y la concordia, y todo saldrá contraproducente. La propiedad, una vez atacada y en riesgo, baja de valor, y en economía política y en administración, toda baja de valores importa una disminución de la riqueza pública y un desnivel tal en los giros, que viene a resentir sus efectos el mismo erario público, y es una cadena tan larga de desgracias mercantiles y financieras, que no se les ve el término.
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