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TRATADO DE LA PROPIEDAD
Manuel Payno
CAPÍTULO XXVIII
De las modificaciones y de los ataques a la propiedad después del derecho constitucional
Para concluir nuestro estudio, enunciaremos algunas de las modificaciones a que está sujeta la propiedad después de establecido ya en las sociedades modernas el derecho constitucional y el derecho administrativo.
Los que de una manera absoluta defienden la propiedad, sientan la doctrina de que el dueño puede usar y abusar de su dominio o de las cosas que le pertenecen. La legislación moderna y hasta el simple sentido común han establecido ciertas modificaciones convenientes, y estas modificaciones suelen degenerar en ataques e invasiones de la autoridad pública en el dominio privado. De una y otra cosa nos ocuparemos.
El que es dueño y señor absoluto de una casa, puede prenderle fuego y reducirla a cenizas. La sociedad y la justicia tienen cuando más razón para calificarlo de loco; pero cuando esa casa linda con otras o está cercana, el dueño de ella que la queme será llevado de pronto a la cárcel, y los vecinos le reclamarán daños y perjuicios por el daño que les haya hecho, o por el simple peligro a que estuvieron expuestas sus propiedades a ser igualmente consumidas por las llamas.
Ninguno es absolutamente propietario de las aguas fluviales. Los particulares tienen la posesión, el uso, nunca el dominio. El verdadero dominio reside en el Estado, así es que ninguno, aunque se llame propietario, puede desviar el curso de los ríos, ni cegar los veneros, ni poner diques, ni enturbiar las aguas, ni mezclarlas con materias dañosas construyendo albañales o derrames en los cursoS de agua corriente. La simple acción administrativa puede impedir tOdo esto, y el derecho del propietario está justamente limitado y restringido.
Ninguno puede talar los bosques, aunque sean de su propiedad, sin previo permiso y consentimiento de la autoridad a quien toque, porque influyendo los arbolados en las lluvias, en la salubridad y en la abundancia de las cosechas en un radio bastante inmenso, el capricho o el simple interés de una persona no debe ser superior al beneficio de una ciudad o de pueblos enteros. En México generalmente los indígenas que tienen bosques en común y los propietarios que trafican en madera, han abusado de una manera escandalosa de la tolerancia o descuido de las autoridades, y día por día vemos tornar frondosas selvas en eriazas y descarnadas lomas que alejan la población, hacen tardía la estación de las lluvias, y acaban con todos los elementos de subsistencia y de vida. México dentro de poco será como la Siria, un país desnudo, triste e improductivo, con excepción de los raros puntos en que se encuentre el agua corriente.
Ninguno es árbitro para poner curtidurías, tocinerías, fábricas de fósforos, casas de matanza, pailas de jabón, fundiciones de fierro u otros talleres en el centro de las poblaciones, porque causan infección, mal olor, incendio y otra serie de molestias, peligros y daño a los demás.
A nadie es permitido conservar en depósito pólvora, nitroglicerina ni otras materias explosivas, si no es en lugar despoblado y con licencia y conocimiento de la autoridad.
Nadie puede tampoco ni estorbar los caminos públicos, ni ocupar el tránsito de las calles, ni establecer ferrocarriles en los paseos, calles y tránsitos públicos, ni derramar materias sucias, ni tener locos o enfermos de males contagiosos, ni enterrar los muertos en sus patios o huertas, ni mantener gran cantidad de combustible encendido, ni hacer ruidos fuertes y extraños; en una palabra, las ordenanzas de policía y el derecho administrativo de todas las naciones cultas, han establecido restricciones y modificaciones necesarias a la propiedad, y todas ellas se vienen a concretar y a reducir a la doctrina que ya hemos sentado, que la propiedad tiene un uso amplio, completo, extenso, con tal que otro no reciba daño. Por una contradicción inexplicable, mientras que con el más fútil pretexto y con la más grande facilidad se le turba a un propietario pacífico en el uso de su dominio y se mengua la mejor parte de su propiedad territorial, se mantienen y confirman con el tiempo y la costumbre los más grandes abusos, y vemos los caminos de fierro atravesando los paseos y las calles más públicas, las zahúrdas y fábricas de jabón en las calles más centrales, y algunos fabricantes y molineros apropiándose las aguas potables y ensuciando con materias dañosas a la salud las corrientes de los arroyos y de los ríos. Muy cerca tenemos los ejemplos, y parece hasta excusado el citarlos.
Se necesitaría que este capítulo se extendiera a un volumen entero para fijar los límites justos impuestos a la propiedad, y establecer las reglas expeditas del derecho administrativo para evitar las dilatadas contiendas judiciales, garantizar a los propietarios de todo ataque indebido, a la vez que proteger los intereses de la sociedad en general. Nos contentamos, pues, con estos ligeros apuntamientos, que dan idea de que hemos procurado al menos tratar esta cuestión con entera imparcialidad.
El gobierno (entendiéndose por esto el conjunto de autoridad establecida en cada país), puede a su vez con verdaderos pretextos abusar también de una manera escandalosa de su autoridad; y sin alargar más este escrito indicaremos únicamente los puntos principales que pueden dar margen a un ataque, revestido acaso del carácter augusto de una ley.
La organización social entraña necesariamente, con o sin el pacto de Rousseau, el establecimiento de contribuciones para mantener las cargas del Estado.
Pues bien, conforme a los principios de justicia, conforme al fondo humanitario y filosófico de ese pacto social, conforme a las modernas doctrinas de la economía política, conforme a la misma conveniencia, las contribuciones no deben ser más que las única y absolutamente necesarias para mantener con honradez y con economía la administración pública. Generalmente hablando, un ejército numeroso: una multiplicidad de oficinas, un personal administrativo vicioso y poco apto, una prodigalidad para favorecer a los especuladores que, con diversos pretextos, ocurren en busca de subvenciones de los fondos públicos, constituyen un abuso de poder, cuando menos una falta de capacidad y de prudencia en los encargados de la administración. La razón es obvia y clara. Todos estos gastos exorbitantes e innecesarios arrastran a una forzosa disyuntiva. o se acumula una gran deuda que pesa indebidamente sobre las venideras generaciones, o a la generación presente se grava con impuestos enormes que paralizan la agricultura, el comercio y los giros, y reducen a la miseria no sólo a multitud de familias, sino al erario mismo. La Europa, con excepción de alguna que otra nación, nos presenta un triste ejemplo. Cada año es necesario cubrir el deficiente con un préstamo. Todas esas naciones que vemos con una apariencia de felicidad y de esplendor, tienen un abismo en su erario, una enorme masa de soldados y de ociosa y cara nobleza, cuyo peso recae sobre las clases trabajadoras e industriosas.
La propiedad, pues, se ataca de una manera directa y lamentable, imponiendo subidas contribuciones.
El derecho sobre las herencias es otro ataque brusco a la propiedad. Imponiendo, pues, 10 por ciento, por ejemplo, a cada testamentaría, al cabo de diez testamentarías el fisco absorbió todos los bienes del particular. Ninguno tendrá interés en trabajar y acumular una fortuna durante la vida, sabiendo que en pocos años viene a caer en poder del fisco. Una ley así es la más propia para fomentar la holgazanería y la prodigalidad, y para impedir la formación de capitales que, en resumen, y como es sabido en economía política, forman en conjunto el capital público.
Entre nosotros se ha creído que con gravar a las tierras que quedan sin cultivo, podíamos transformar como por encanto a nuestro país en un jardín. Éste es otro ataque a la propiedad y un grave error económico.
El interés privado y el libre y espontáneo empleo del capital son las doctrinas económicas. El trabajo, el capital y la tierra son los elementos constitutivos de la riqueza pública. Ninguna ley, por bien combinada que sea, hará que el ocioso sea trabajador, que el capitalista emplee a fuerza sus fondos en determinadas especulaciones, y que la tierra eriaza, ingrata y seca sea repentinamente fértil y productiva. Si para vencer, combinar y hacer producir un resultado a los elementos económicos, no se cuenta con la libre voluntad del hombre, agente material unas veces, y moral otras, las leyes todas que se dicten serán ineficaces y las más veces producirán en la práctica resultados contrarios a las legítimas esperanzas del legislador.
Es necesario, en todo, proceder por un orden sintético, y de esta manera se descubren las causas de cualquier fenómeno social, cuya explicación nos parezca complicada y difícil. Entre nosotros, aparte la apatía e indolencia climatológica que suele haber entre nuestros propietarios, podemos encontrar las causas determinantes de la falta de cultura y del abandono en que se hallan muchas de las grandes propiedades territoriales. Hemos dicho en otro capítulo que el país en la mesa central carece de agua corriente; pues tendremos que añadir que en muchas de nuestras regiones las lluvias son tan escasas que pasan dos y tres años sin que caiga una gota. ¿Qué capital ni qué trabajo puede concurrir a labrar una tierra de condiciones tan ingratas? Así un hacendado puede ser dueño de quince o veinte leguas de terreno, y hará muy bien de no sembrar sino una extensión reducida para correr la ventura, sin exponer su capital a una pérdida evidente.
Otras haciendas, por el contrario, aunque tengan terrenos con buenas condiciones y los meteoros vengan periódica y regularmente a favorecer las cosechas, no tienen consumidores; así, ¿de qué serviría que sembrasen ocho o diez leguas de maíz y cebada, y levantasen una cosecha de cien mil cargas? ¿Quién se las compraría?; y si obtuviesen una oferta, ¿sería siquiera el precio natural? Probablemente no sacarían ni la tercera parte del capital empleado en la renta de la tierra, en los instrumentos y en salario. Y si se trataba de conducir el maíz al centro de las poblaciones, los fletes lo harían subir a tal precio que toda competencia en los mercados sería imposible. Así, si el propietario no emplea ni el trabajo ni el capital en casos análogos a los que hemos propuesto, hace muy bien, porque perdería capital y trabajo, y es menester que el hombre esté privado de razón, para que voluntaria y deliberadamente ponga en actividad los recursos y la inteligencia para perjudicarse.
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