Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoCAPÍTULO IIICAPÍTULO VBiblioteca Virtual Antorcha

TRATADO DE LA PROPIEDAD

Manuel Payno

CAPÍTULO IV

División y distribución de los terrenos en Roma - Acumulación del ager publicus


Una vez hecha esta división, ¿acabó esa acumulación de tierras que se atribuía la República? De ninguna manera, y por el contrario, aumentó considerablemente, y de otra suerte no se podría concebir cómo el cultivo de una labor hubiese bastado para la subsistencia de una familia. La manera como aumentaba el territorio en general, a la vez que las tierras, cuya propiedad se atribuía la República, era el pillaje, y así se explica la barbarie y los rasgos que caracterizaron las primeras guerras. Los ganados eran robados y los habitantes de los territorios vendidos como esclavos, y de consiguiente, esas tierras aplicadas al erario y distribuidas después entre los soldados. Numa apaciguó, según Dionisio de Halicarnaso, las tempestades y las revueltas, dando a los ciudadanos más pobres una parte de las tierras que Rómulo había quitado a los enemigos. Plutarco asienta que Rómulo había aumentado el territorio por las conquistas, y Numa dividió estas conquistas entre los ciudadanos. Además de estas divisiones, todavía quedaban algunas tierras que se designaban expresamente para los sacerdotes, para los templos, para el culto y para potreros públicos, mientras otras permanecían en poder del gobierno para distribuirlas a su vez cuando lo creía oportuno, como sucedió en los siguientes reinados.

De todo esto se deduce que los orígenes de la propiedad en Roma fueron la primitiva ocupación, y más adelante la conquista, y que una vez que esto produjo necesariamente una acumulación de territorio, fue necesario dividirlo entre los ciudadanos o soldados que habían cooperado a estas conquistas. El erario de Roma se atribuía el dominio y la propiedad de las tierras que conquistaba, y con tal carácter hacía las divisiones y distribuciones.

Parece, pues, que con tal sistema la propiedad estaba igualmente repartida, y cada ciudadano era proporcionalmente rico. En poco tiempo varió todo esto, y comenzó la necesaria desigualdad de fortunas; desigualdad que, en lo físico como en lo moral, parece necesaria para la misma armonía de la naturaleza.

Las guerras eran largas, aventuradas, sangrientas, y no todas tenían un éxito feliz. Los soldados, pues, abandonaban sus labores, dejaban el campo sin cultivo, y después de estar ausentes mucho tiempo, volvían a veces sin el botín que habían esperado recoger. Su familia abandonada había tenido necesidad de pedir prestado. En los potreros públicos, donde podían pastar los ganados de todos los ciudadanos, y que tenían el nombre de pascua, se pagaba un arrendamiento que era imposible satisfacer a las familias, resultando que los ganados de los patricios remplazaban a los de los plebeyos, y que éstos, en una completa ruina, menoscababan su propiedad primitiva, menguándola, gravándola o enajenándola, mientras se acumulaba en otras manos. De aquí necesariamente nacieron también las distinciones: senadores y patricios de una parte, y de la otra los plebeyos, y como consecuencia, los patronos, es decir, los protectores, y los clientes, es decir, hombres reducidos a la necesidad de escoger protectores entre los grandes y los ricos. Por estas tradiciones históricas se ve que por analogía, aunque muy impropiamente, se llaman hoy patronos a los abogados, y clientes a los litigantes, siendo así que son esencialmente diversas las funciones del jurisconsulto, que conforme a la legislación defiende ante los tribunales los pleitos que entablan las personas o corporaciones por cualquier motivo, de las que ejercían los patricios y los ricos de Roma respecto de los pobres, y en la práctica y en el hecho, hoy en todas partes del mundo, lo que buscan los abogados o patronos pobres son clientes ricos que en pocos años hagan su fortuna.

Acumuladas las tierras como hemos dicho, por la ocupación y por la conquista, fueron primitivamente distribuidas en tres partes. Una tocó a los defensores, otra a los templos y al culto, y la restante quedó en poder del erario público.

De tal estado de cosas resultó una necesaria y forzosa división. Ager publicus y ager privatus.

Las tierras públicas en cualquier parte que se encontrasen y cualquiera que fuese su extensión, eran reconocidas como propiedad del Estado. El ager privatus, donde quiera que estuviese y cualquiera que fuese su extensión, fue igualmente reconocido como una propiedad particular. Pero como muchos, si no todos esos terrenos, eran originariamente propiedad del Estado, la donación o el repartimiento se hizo con ciertas condiciones, de modo que no era una propiedad libre, perfecta, saneada, capaz de ser enajenada o dividida sin que previamente fuesen llenadas las condiciones de la primitiva donación. ¿Cuáles eran estas condiciones? Los escritores de la época no precisan las minuciosidades, o mejor dicho, la parte reglamentaria de estos repartimientos; pero por las sabias indagaciones de Niebuhr se pueden conocer las reglas más generales, y eran éstas:

1a. Una parte de las tierras se daban gratis.

2a. Otra se distribuía entre ciertos colonos militares que tenían por esa merced que les hacía la República, que defender sus fronteras o que hacer cierto servicio.

3a. Otras se entregaban simplemente en arrendamiento.

4a. Los terrenos incultos que quedaban se concedían a ciertos empresarios para que los cultivaran y explotaran por más o menos tiempo, conservando la República la propiedad en ellos.

De esta manera estaba a poco más o menos constituida la propiedad particular, y así el ager privatus de los tiempos a que se refieren los escritores, no puede considerarse de ninguna suerte igual, hablando generalmente, al ager privatus de nuestra época.

La repartición y la acumulación del ager publicus no cesó en muchos años, y sólo ya en los tiempos de César parece que había muy pocas tierras del Estado. La República, a medida que distribuía los terrenos, siguiendo el espíritu de la primera ley agraria, se apoderaba de otros diversos aun ya cultivados, cercados y productivos. Cuando las ciudades eran tomadas a viva fuerza, los habitantes no tenían otro medio de obtener la vida y la libertad, más que cediendo al vencedor todas sus propiedades, y por regla o costumbre de la guerra, los romanos tomaban generalmente una tercera parte de las propiedades de los vencidos. En comprobación de esto se refiere que el año 190 Camelia Escipión tomó a los boios la mitad de su territorio, y en 485 el tratado entre los romanos y los hérnicos terminó con el abandono que hicieron éstos de la mitad de sus tierras.

Las herencias eran un recurso muy cuantioso y positivo. Las leyes romanas sobre las sucesiones eran muy complicadas, y las clases y orden de parentesco en las líneas ascendentes y descendentes muy difíciles de determinar, y de esto resultaban frecuentes sucesiones vacantes. Al principio el Estado no tenía ningún derecho a estas herencias, que consideradas como res nullius, cualquiera se podía apoderar de ellas; pero las leyes Julia y Papia dieron al Estado el derecho de apropiarse los bienes vacantes, que primeramente pertenecieron al aerarium o tesoro común, y más tarde al tesoro particular del príncipe, que se llamaba fiscus. Como en nuestro sistema republicano no hay más que el tesoro público, hemos hecho sinónimas las palabras erario y fisco, y ya sabemos cómo se entendían en Roma.

Además, muchos reyes que se consideraban propietarios de los Estados que mandaban, dejaban de heredero al pueblo romano, y de esto se cuentan dos ejemplos célebres, el de Átalo rey de Pérgamo, y el de Nicomedes rey de Bitinia. Algunos ricos ciudadanos solían dejar a la República todas o alguna parte de sus tierras. La confiscación era otra de las fuentes abundantes de recursos. Los ciudadanos perseguidos o que en su conciencia se creían culpables, hacían una especie de transacción, y por evitar una sentencia que los infamara o los condujera a la muerte, abandonaban al Estado una parte de sus tierras o todas ellas, y se marchaban al Egipto o a la Grecia con las joyas y dinero que podían ocultar. No es, pues, extraño que el erario tuviese siempre una considerable extensión de tierras de que disponer, ni tampoco que el pueblo y los soldados que sabían cuál era el origen de esas adquisiciones, pidieran y exigieran frecuentemente una ley agraria.

Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoCAPÍTULO IIICAPÍTULO VBiblioteca Virtual Antorcha