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TRATADO DE LA PROPIEDAD
Manuel Payno
CAPÍTULO VI
Mario y Sila - Ideas de los antiguos sobre la distribución de la tierra - Leyes Licinas - Tiberio y Cayo Graco
Llegó a Roma una época bien funesta y señalada con caracteres más o menos terribles por todos los historiadores, y ésta fue la de las guerras civiles entre Mario y Sila.
Apenas hay ejemplo de dos hombres de un carácter tan feroz, de un valor tan osado y de una energía que parece se nutría y redoblaba con la sangre y con las proscripciones. Mario era el campeón del pueblo. Sila el de la aristocracia. Alternativamente subieron al poder, y lo ejercieron de una manera absoluta y terrible, procurando exterminar a sus contrarios. No sólo los ciudadanos de Roma, sino las poblaciones en masa que habían favorecido a Mario, eran proscritas por Sila, y a su vez Mario proscribía y mandaba matar a todos los partidarios de su rival. La pena menor era la confiscación, y casas, muebles, tierras, ganados, todo era repartido entre los asesinos y entre los soldados, y estas distribuciones y reparticiones eran alternadas, de manera que los que hoy eran ricos, mañana quedaban reducidos a la miseria cuando escapaban del puñal de los asesinos. Jamás para tales despojos y para semejantes atentados se tomó el nombre del pueblo, y todas las leyes de este periodo no emanaron sino de la caprichosa voluntad de los generales victoriosos, o de la venganza política de los dictadores; todas las nociones de la propiedad se perdieron, y agotado el ager publicus se invadió también el ager privatus, hasta entonces respetado, según el estudio minucioso que de estos sucesos ha hecho Mr. Giraud en su historia del derecho romano. Cicerón, con todo su influjo y su poderosa elocuencia, no se vio libre de esta calamidad, y sus hermosos jardines, sus artísticas propiedades, fueron confiscadas.
Ningún historiador pone como modelo esta época sangrienta; ningún expositor del derecho romano presenta como doctrinas las providencias o leyes de Sila y de Mario; ninguna persona, para ningún caso ni circunstancia, puede tomar como reglas de moral, como máximas de derecho y como fundamentos para apoyar cualquier asunto, los rasgos de furor y de venganza de los dos dictadores de Roma. Los que han estudiado detenidamente las leyes agrarias, no registran ni pueden registrar en el catálogo de ellas, las confiscaciones de Mario y de Sila, y las usurpaciones y despojos de sus partidarios, que se tomaban lo que querían aun sin la voluntad ni el conocimiento del dictador. Hay en esta época una laguna de sangre, en la que se pierde la regularidad de la legislación, y en la que estuvo a punto de perderse el sabio, reflexivo y varonil carácter de los patricios romanos.
Los distinguidos escritores que con bastante extensión y una suma considerable de erudición han tratado esta materia, no están conformes en el verdadero tipo y carácter de las leyes agrarias. Los unos dicen que no tenían más objeto que la repartición de las tierras que pertenecían al Estado, mientras otros juzgan que el fundamento principal de ellas era que los terrenos fuesen distribuidos con igualdad entre los ciudadanos. Razones abundantes hay para sostener una y otra opinión; en cuanto a nosotros, creemos que las leyes agrarias de Roma participaban de los dos caracteres; pero que el repartimiento de tierras se refería siempre a las que eran propiedad del Estado, y que cuando se tomaban las de particulares o lo que podía llamarse una parte del ager privatus, era por graves y fundadas consideraciones.
La referencia a las leyes agrarias que se dictaron después, irá naturalmente arrojando más claridad en esta cuestión, que no solamente es de interés histórico, sino de una importancia permanente, puesto que nuestra legislación, como nuestro idioma, reconoce la fuente romana.
La idea de una distribución igual de riquezas persiguió a los pueblos antiguos, y especialmente a los romanos, durante muchos años; ideas que a pesar de la fuerza moral y física de los tribunos que las ponían en planta, no pudieron jamás elevarse sino momentáneamente a un hecho, y nunca llegaron a tener el carácter de solidez y de firmeza necesarias en todas las cosas relativas a la propiedad, porque eran contrarias a la libertad individual, especialmente en todo aquello que toca a la agricultura, al comercio y al trabajo. Las doctrinas del libre cambio, de la libre adquisición, del libre tráfico; que forman la base de la economía política moderna, han venido a echar por tierra los sistemas antiguos, aun cuando ellos hayan sido ensayados por los pueblos que esparcieron en el mundo los primeros principios de la civilización.
Licurgo dividió el terreno de la República en treinta y nueve mil partes iguales; dio nueve mil a los ciudadanos de Esparta y treinta mil a los habitantes del campo; prohibió las monedas de oro y plata, y estableció los banquetes públicos, en los cuales los habitantes comían ciertos alimentos determinados por la ley.
Algunos pueblos de la Germania no reconocían la propiedad. Las tierras eran comunes. Mientras unos hombres salían a la guerra, otros se quedaban cultivando los campos, y así que regresaban los soldados, volvían al oficio de pastores y los pastores se convertían en soldados, y así sucesivamente.
Ya se ve cuán contrarios son esos sistemas a toda la organización moderna de las sociedades, y de seguro si alguna causa eficaz contribuyó al aniquilamiento de tantas naciones poderosas como aparecieron en la antigüedad, fue la falta de conocimientos de lo que hoy forma la ciencia de la economía política, que no es otra cosa más que el acopio de las leyes y doctrinas, por medio de cuya observancia se desarrolla más o menos lentamente, pero de una manera sólida, la riqueza pública.
Los romanos, hasta la muerte de los Tarquinos, conservaron las leyes agrarias, la prohibición de la usura, y otras muchas disposiciones que tendían a conservar la igualdad y el equilibrio en la distribución de las riquezas; pero nada es bastante a detener el libre albedrío del hombre, sus tendencias a la acumulación, y el deseo de una superioridad sobre los demás. Así era el mundo en tiempo de los romanos, y así es hoy; y contra este torrente del género humano no ha podido oponerse más que la libertad de acción, circunscrita a estos límites: que no dañe a otro.
El año 397 se pusieron en vigor en Roma las leyes llamadas Licinias. Conforme a ellas ningún ciudadano podía en lo de adelante poseer más de 500 yugadas de tierra, debiéndose arrendar el excedente a un precio muy módico a los ciudadanos pobres, no pudiendo exceder las porciones que se arrendasen de siete yugadas. El ganado debería ser proporcionado al terreno, y ninguna persona podría enviar a pastar a los potreros públicos más de cien bueyes y de quinientos carneros. Tres comisarios interventores deberían vigilar constantemente e! cumplimiento de la ley. Lo más singular fue que e! autor de las leyes fue el primero que las infringió, pues se le probó que se había reservado 1 000 yugadas de tierra y fue condenado por esto a pagar una multa. Esta ley fue, sin embargo, observada hasta los tiempos de la vejez de Catón el Censor, el cual se quejaba amargamente de ella.
El carácter de las leyes Licinias es bien marcado y no deja duda de que en lo general las leyes agrarias no sólo tenían por objeto la distribución de las tierras de! Estado, sino la igual división de la propiedad; pero en e! curso de! tiempo, y esto era natural, sucedió lo que había sucedido antes. La usura, que era un mal incurable y que afligió a Roma por muchos años, absorbió las fortunas pequeñas, y los hombres influyentes lograron apoderarse de una gran parte de las tierras, que en el curso de algunos años de una prosperidad en la guerra no interrumpida, había adquirido e! Estado, y se formaron de nuevo esas grandes propiedades latifundia que dieron motivo a la promulgación de las leyes Licinias.
El año de 619 Tiberio Graco restableció las leyes Licinias modificadas notablemente. Además de las 500 yugadas de tierra permitidas a cada ciudadano, concedía 250 para cada uno de los hijos; pero es muy de tenerse presente que los trabajos de la agricultura se hacían en Roma por los esclavos, y que el objeto de Tiberio no era tanto la distribución de las tierras, sino e! favorecer e! desarrollo de la población libre. La acumulación de tierras producía, como se deja entender, la progresión asombrosa de la esclavitud, y en los países modernos, por el contrario, la acumulación de la propiedad, cuando hay consumos, ocasiona precisamente e! empleo y ocupación de la población libre.
Esta división que entrañaba la ley de Tiberio Graco, se refería a las tierras del Estado, y éste se reservaba en todo tiempo el derecho de recobrarlas. Hay otros autores que opinan que comprendía a la tierra de los particulares; pero es muy de dudarse que un hombre tan distinguido y virtuoso como ese tribuno, haya atentado en lo más leve a la propiedad privada en su estado perfecto, cuando los romanos la habían consagrado e identificado con su persona y con sus creencias religiosas. El testimonio de Tito Livio confirma que las leyes agrarias de Graco de ninguna manera afectaban el dominium, y ya se ha explicado la gran diferencia que existía entre la posesión y el dominio.
Tiberio Graco, como se sabe, emprendió una lucha contra el Senado, en la que sucumbió, siendo asesinado, en unión de trescientos de sus amigos y partidarios. Diversos son los juicios históricos que se han formado sobre el carácter de este tribuno y de sus reformas. Cicerón tan pronto decía que era un sedicioso y un perturbador del orden público, como le prodigaba los más grandes elogios. Algo del interés privado explica esas contradicciones, y lo que llamamos hoy crónica escandalosa, que saca a plaza las debilidades y faltas de los funcionarios públicos, no ha dejado de decir que el célebre orador poseía una tierra de dominio público, que nunca había pagado el arrendamiento de ella, y que bajo un nombre supuesto compró unas tierras, propiedad de su amigo Mion, desterrado por haber matado a Clodio a instigaciones suyas.
Entre las diversas leyes de Cayo Graco, que tuvo el mismo fin trágico que su hermano, sólo se menciona una que por su naturaleza es de las agrarias, que mandaba distribuir a los ciudadanos pobres, las tierras del dominio público en las ciudades que se trataba de poblar de nuevo. Ninguna otra de las leyes de Cayo atacaba el dominium, ni se refería más que a los bienes, granos y terrenos que siendo propiedad pública debían repartirse entre el pueblo, como era costumbre y aun necesidad urgente en las épocas de miseria y de carestía que afligían al pueblo.
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