Índice de Introducción histórica al estudio del derecho romano de M. Eugenio Lagrange | Tercer periodo | Segunda parte del Cuarto periodo | Biblioteca Virtual Antorcha |
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PERIODO CUARTO
Primera parte
Desde Alejandro Severo hasta Justiniano
SUMARIO
El colonado.
El enfiteusis.
Concesiones de tierras a los bárbaros.
Organización administrativa y judicial después de Diocleciano; participación del imperio.
Orígenes o fuentes del derecho en este periodo.
Los Códigos Gregoriano y Hermogeniano. El Código Teodosiano.
Escritos sobre el derecho de este periodo.
Del derecho romano en Occidente después de la conquista.
Códigos romanos formados por los reyes bárbaros.
Derecho romano en Oriente.
Notas.
Al vivo resplandor con que había brillado la jurisprudencia bajo el reinado de Alejandro Severo, sucede súbitamente, y por decirlo así, sin transformación apreciable, una profunda obscuridad. Papiniano, Paulo, Ulpiano, Modestino, parecen haberse llevado al sepulcro el secreto de esa maravillosa dialéctica que, segun expresión de Leibnitz, apenas cede a la exactitud de los geómetras.
La primer causa de esta brusca decadencia fue, sin duda alguna, la espantosa anarquia militar que, después de la muerte de Alejandro Severo, desgarró durante cincuenta años el Imperio romano; anarquía de que se aprovecharon los pueblos del Norte, los bárbaros, para inquietar a las provincias y devastar las fronteras. Los pretorios en Roma, las legiones en las provincias, levantan y deponen voluntariamente diez y siete emperadores en el curso de medio siglo. Diocleciano, y después de él Constantino, tratan de detener esa desorganización y devolver la vida a ese gran cuerpo del imperio que cae en disolución. Sus esfuerzos y su genio consiguen únicamente retardar una caída inevitable en adelante.
Y es que existen en el seno de la sociedad romana dos causas incesantes de aniquilamiento y de ruina que hemos advertido ya en Italia y que han pasado a las provincias, donde les ha dado la fiscalización un acrecentamiento incurable: queremos hablar de la concentración de la propiedad y de la extinción progresiva de las clases medias. Para satisfacer las necesidades de un lujo asiático, y para comprar la fidelidad siempre dudosa de los ejércitos, se han visto obligados los emperardores a multiplicar los impuestos. Habiendo llegado a ser excesiva la contribución territorial, ha ocasionado el abandono de las tierras menos fértiles. Y como no podía retroceder la avidéz del fisco, se ha tomado el partido de transportar a los campos fertiles el Impuesto de los campos incultos. Aumentado por este deplorable sistema el impuesto excesivo general, obliga a muchos ciudadanos a abandonar aun las tierras productivas. Esta desgraciada situación recae con todo su peso sobre los pequenos propietarios, y en efecto, los decuriones en todos los municipios son los responsables del impuesto, y los senadores, los magistrados municipales por su dignidad, los militares por su privilegio, el clero por el honor del sacerdocio, los cohórticos y la plebe por su miseria, se libran de las cargas municipales. No queda, pues, para soportar la enorme responsabilidad que afecta a las funciones curiales, más que la clase media. Así, se la ve desaparecer rápidamente, tributorum vinculis quasi praedonum manibus extrangulata, dice Salviano, De gub. Dei., lib. IV.
En vano se ofrecen las tierras desiertas a quien quiera tomarlas; las leyes que hacen entrar en la curia al menor plebeyo en cuanto posee veinticinco yugadas (jugera), hacen rehusar estos vastos dominios, cuya renta total se hubiera llevado solamente el fisco.
En vano se conceden diversos privilegios del derecho civil a los curiales para retenerlos en la curia. En vano se hacen leyes para inclinar al matrimonio a ciudadanos que se abstienen de uniones legítimas para no perpetuar su raza desgraciada; leyes prohibiendo a los padres exponer o vender a los hijos a quienes no pueden mantener; leyes prohibiendo a los decuriones expatriarse entre los bárbaros o hacerse colonos de los ricos. Estas leyes son muy débiles contra la miseria o la degradación de los sentimientos naturales que lleva consigo; la servidumbre no continúa menos en extenderse, y la despoblación llega a ser general.
A esta época y a este estado social se refieren, por una parte, dos instituciones notables en la historia jurídica, el colonado y el enfiteusis; por otra parte, un hecho que debe notar la historia política porque tuvo una influencia en el destino del imperio: aludimos a las concesiones de tierras hechas a los bárbaros que los emperadores tomaron a su servicio para aumentar sus ejércitos y defender sus fronteras.
El colonado.
Apenas conocido de los jurisconsultos clásicos, que no hablan en general más que de los hombres libres y de los esclavos, el colonado es una condición intermedia, o si se quiere, una transformación de la esclavitud imaginada para interesar al siervo en el cultivo y evitar al dueño de la tierra la vigilancia, por lo común onerosa, que imponía la explotación por medio de los esclavos propiamente dichos. El colono, esclavo por el lazo que le sujeta al suelo, a él y a su raza, tiene bajo ciertos respectos los derechos, y a veces también el título de hombre libre; tiene, en efecto, el jus connubii, y por consiguiente los derechos de familia; posee como propio lo que queda de los frutos después del pago de los cánones, y tiene la propiedad de su peculio, aunque no pueda enajenarlo sin el consentimiento de su patrono. Licet conditione videantur ingenui, servi tamen terrae ipsius cui nati sunt existimentur; así habla de los colonos una ley de Teodosio, lib. I. c. de col. Thrae. Llámase a los colonos, ya rustici, coloni, inquilini, a causa de su relación con el suelo; ya originarii, originales, porque el nacimiento los liga a la tierra; ya tributarii adscriptivi, censiti, a causa del impuesto personal que les afecta.
El enfiteusis.
Consistiendo la causa principal del abandono do las tierras en las enormes cargas que ocasionaban los arriendos ordinarios, se imaginó una especie de arriendo perpetuo, que sólo sometía al arrendador al pago de un canon convenido, sin sujetarle a la contribución impuesta por derecho común a los terratenientes que tenían el suelo en plena propiedad, o por lo menos in bonis. Tal fue el origen del enfiteusis, que en los últimos tiempos del imperio tuvo la importancia que el censual en la edad Media. El fisco y los ricos se sirvieron de él para cultivar las tIerras abandonadas.
Concesiones de tierras a los bárbaros.
Amenazados hasta en Italia los emperadores, para librarse de los barbaros, los tomaban a su sueldo, y este sueldo consistia en tierras, y a veces en provincias enteras. En el siglo III se encuentra ya multitud de barbaros esparcidos en el imperIo, con el nombre de laeti, ripuarii, auxiliares, poseedores de castillos que deben servir para defender las fronteras, las concesiones que se les hacen llevan a veces el nombre de beneficios, y tienen de particular que eximiendo del impuesto, sólo obligan al servicio militar. Hase visto en ellas la idea generadora del feudo, introduciendo los bárbaros en las provincias, estas concesiones les entregaron poco a poco la fuerza del Estado, llegando a ser tal su poder, que un día les bastó quererlo para desmembrar el imperio y apoderarse de la soberanía. Así puede decirse con M. de Laboulaye, que dejando aparte la gran invasión de Atila, que decidió la ruína del Occidente, la conquista se hizo en cierto modo en el interior. Auxiliares tales como los godos y los herulos, soldados fronterizos, tales como eran sin duda los ripuarios, establecidos todos hacía largo tiempo en el suelo romano, y en posesión de la fuerza militar, se repartían el imperio espirante. Y esto explica cómo no se modificó sensiblemente la condición de los habitantes; si los grandes propietarios fueron despojados de parte de sus inmensos dominios, las demás clases permanecieron indiferentes, habiendo tan sólo cambiado de dueños; y en el punto de avidez a que había llegado la administración romana, los godos, como señores, valían más que los romanos.
Organización administrativa y judicial después de Diocleciano, partición del imperio.
Diocleciano, para dar alguna energía al gobierno imperial y para facilitar la defensa de todas las provincias, se asoció a Maximiano. Esta institución de dos Augustos no tenía por objeto crear dos imperios, sino solamente dos departamentos del mismo imperio. Sin embargo, más adelante condujo a la división real del territorio romano en dos gobiernos, división que subsistio hasta 476, época en la cual el imperio de occidente, conmovido y desmembrado por los pueblos de la Germanía cesó de existir por deposición de Rómulo Augústulo la cual se verificó por Odoacro, jefe de los hérulos, al servicio del emperador. La antigua dominación romana, que se extendía en otro tiempo por todo el mundo conocido, se limitó desde esta época sólo al imperio de Oriente, que se sostuvo lánguidamente hasta la toma de Constantinopla por los turcos, en 1453.
Con la mira también de fortalecer el poder central emprendió Diocleciano, y terminó Constantino la reorganización administrativa de las provincias. Dividióse el Imperio en cuatro grandes prefecturas, doss para Oriente y dos para Occidente. Cada prefectura se subdividió en muchas diócesis, y cada una de éstas en cierto número de provincias. La Galia comprendía diez y siete provincias.
Cada prefectura estaba bajo la autoridad de un prefecto del pretorio; cada diócesis era gobernada por un vice-prefecto (vicarius), y cada provincia por un presidente o gobernador (rector, praeses).
Una institución de esta época, que merece ser notada, es la de los defensores de las ciudades. Solamente bajo Valentiniano (en 305) se generalizaron y transformaron en un cargo perpetuo las funciones de defensor de la ciudad. Elegido, no solamente por la curia, sino por todo el pueblo, el defensor civitatis, loci, plebis, se hallaba especialmente encargado de defender la ciudad contra la opresión del gobierno imperial. Tenía además, por lo menos en las ciudades que, no gozando del jus italicum, no eran regidas por magistrados particulares (duumviri, quatuorviri), una jurisdicción civil restringida en su origen a 30 solidi, y elevada a 300 por Justiniano. Apelábase de sus sentencias al presidente. Podía nombrar los tutores y registrar ciertos actos de jurisdicción voluntaria que las Constituciones imperiales sometieron a esta formalidad, como las donaciones y los testamentos. En materia criminal, juzgaba ciertas causas que llamaríamos de policía correccional.
Una innovación no menos notable se verificó en el procedimiento civil. Las antiguas teorías en esta materia se apoyaban, como hemos visto (22 y 51), en la división del proceso entre el magistrado qui jus dicebat, y el juez o jurado qui judicabat. El magistrado no juzgaba por sí mismo, sino que expedía una fórmula (actio, judicium) que determinaba la cuestión que había que resolver por el jurado. Esto era lo que se llamaba ordo juditiorum privatorum. Bajo los emperadores, se había exceptuado de esta marcha ordinaria alguna clase de negocios, los cuales podían ser resueltos por sólo el magistrado (extra ordinem) sin la intervención del judex; tales eran los pleitos en materia de fideicomisos. Diocleciano cambió la excepción en regla general, ordenando a los presidentes de las provincias que juzgaran ellos mismos todos los litigios; solamente les permitió remitir los negocios de poca importancia, si eran demasiado numerosos, a los jueces pedáneos (pedanei judices), que eran magistrados propiamente dichos, aunque de un orden inferior, y que no deben confundirse, como se ha hecho algunas veces, con los antiguos jurados (judices, arbitri).
Puede extrañarse que dos solos pretores en Roma y un presidente en cada provincia hayan bastado para la expedición de todos los procesos, cuando no eran auxiliados por la cooperación del judex. La excepción introducida por Diocleciano en los casos de que fueran demasiado numerosos los asuntos, no resuelve la dificultad, porque sólo es una excepción, y supone que por lo común el presidente podía pasar sin jueces delegados.
La solución del problema, dice Savigny, se halla en haberse creado cerca de cada magistrado un consejo de asesores (officium assessorum) que preparaba la decisión de los negocios. Ya hemos visto que cuando se concentró toda la administración en manos de los emperadores, estuvieron obligados a instituir un consejo para el despacho de los procesos que se les deferían por apelación, y para resolver las dificultades que se les sometían por los gobernadores. La institución pasó de la Corte a las provincias; tratóse desde entonces de los negocios en el officium del gobernador, como en nuestros tribunales de justicia; pero con la diferencia de que allí decidía sólo el presidente. El nombramiento de un judex llegó a ser con esto inútil, y debió desaparecer su uso, no concordando con el nuevo estado de cosas.
Conviene observar, por otra parte, que la jurisdicción, aunque restringida, y en primera instancia de los magistrados mUnicipales o de los defensores de las ciudades, aliviaba sin duda alguna del peso judicial a los presidentes de las provincias.
Finalmente, debe añadirse que partiendo de Constantino principalmente, los obispos tomaron una parte importante en la administración de justicia. No solamente tenían jurisdicción en todos los negocios concernientes al culto y las iglesias, sino que, sancionando un uso practicado por los primeros cristianos, que elegían a sus obispos por jueces naturales de sus diferencias, Constantino permitió a las partes declinar, de común acuerdo, la autoridad de los jueces ordinarios, y de llevar a la audientia episcopalis toda especie de procesos en materia civil.
Orígenes o fuentes del derecho en este período.
Los orígenes del derecho son muy reducidos en este período. No se habían visto plebiscitos desde el primer siglo del imperio; el Senado no existía más que de nombre; los pretores, desde Adriano, no habían hecho más que reproducir el edicto de Salvio Juliano; la institución de los jurisconsultos encargados oficialmente de responder sobre el derecho, cayó en desuso en tiempo de los sucesores de Alejandro Severo; las respuestas de los prudentes fueron reemplazadas por los rescriptos imperiales; el dominio de la legislación y de la jurisprudencia se halla enteramente invadido por los emperadores. Los cambios que el derecho romano experimentó, durante este período, provinieron, pues, de una fuente única, las Constituciones imperiales. Hasta Constantino, las Constituciones de los emperadores no eran, en su mayor parte, más que rescriptos o decretos; pero en su reinado se multiplicaron los edictos e introdujeron multitud de innovaciones. La razón es fácil de comprender. Los progresos del cristianismo por una parte, y por otra la influencia que ejercían la civilización grIega y los hábitos orientales, desde que se trasladó la sede del imperio de Roma a Constantinopla, produjeron en las costumbres graves modificaciones a que debió plegarse el derecho civil.
He aquí cuáles eran, en resumen, las fuentes del derecho al principio del siglo V; en cuanto a la teoría, los antiguos decretos del pueblo (leyes o plebiscitos), los Senado-Consultos, los edictos de los magistrados romanos, las constituciones de los emperadores y las costumbres no escritas. Las Doce Tablas continuaron siendo la base del derecho; todo venía a referirse a ellas como complemento o modificación. Pero la dificultad de beber directamente en estas fuentes se acrecentó con el tiempo, y sobre todo con la degradación general de la civilización y la decadencia de las ciencias; de suerte que, en la práctica, los escritos de los jurisconsultos clásicos y las Constituciones imperiales eran las únicas fuentes de que se hizo uso. También fue necesario modificar estas mismas fuentes.
Constituciones sobre la autoridad de los jurisconsultos.
Muchas eran las causas que se oponían, en efecto, a que los jueces hicieran un uso prudente de los escritos de los jurisconsultos de la edad clásica. Desde luego estos jurisconsultos eran muy numerosos, y era difícil, a causa de la escasez de los manuscritos, poseerlos todos o la mayor parte. Pero, además, era tal la ignorancia de los tiempos, que era imposible a la mayor parte de los jueces pesar las razones sobre las cuales apoyaban los jurisconsultos sus soluciones. La abnegación de todo examen personal y razonado llegó a ser más y más general y se convirtió en una verdadera manía de citas. Y como los antiguos jurisconsultos se hallaban en divergencia sobre multitud de cuestiones, sucedió que la jurisprudencia, establecida por jueces y legistas ignorantes, fue un caos de incertidumbre y una fuente de arbitrariedad.
Para remediar este estado de cosas, señaló Constantino, por medio de Constituciones, dos de las cuales han sido recientemente descubiertas por M. Clossius, en la biblioteca ambrosiana de Milán, los escritos de los antiguos jurisconsultos que debian constituir autoridad en juicio, y aquéllos a los que no debía concederse influencia alguna. De esta suerte rehusó el crédito a las notas de Ulpiano y de Paulo sobre Papiniano, mientras aseguró una grande autoridad a las demás obras de los mismos autores, especialmente a las sententiae receptae de Paulo.
Cerca de un siglo después, los mismos males reclamaron el mismo remedio y dieron lugar a la célebre Constitución conocida con el nombre de ley de las citas. Esta Constitución, que se publicó en 416 (1) en el imperio de Occidente, y se extendió más adelante al imperio de Oriente con su inserción en el Código Teodosiano, sancionaba en masa los escritos de Papiniano, de Paulo, de Gayo, de Ulpiano y de Modestino, a excepción de las notas de Paulo y de Ulpiano sobre Papiniano, ya prohibidas por Constantino; daba también fuerza de ley a las decisiones de los jurisconsultos más antiguos, sobre los que habían escrito comentarios los cinco precedentes. Después, constituyendo a estos grandes jurisconsultos en una especie de tribunal, ordenaba que en las cuestiones que hubieran tratado preponderase la pluralidad de votos; que si había discordia, preponderase la opinión de Papiniano, y que en el caso de que Papiniano no hubiera emitido su opinión, el juez dirimiera la discordia según sus luces y su conciencia. En el caso de que se negara el texto de los antiguos autores invocados, se debería comprobar por medio de su cotejo con los mejores manuscritos. Nada pinta mejor el estado de decadencia en que se hallaba entonces la ciencia del derecho que este papel pasivo impuesto al juez, dispensado de profundizar las cuestiones controvertidas, y obligado a contar maquinalmente los votos de los autores privilegiados.
Los códigos Gregoriano y Hermogeniano. El código Teodosiano.
Las Constituciones imperiales presentaban en la práctica casi tantas dificultades como los escritos de los jurisconsultos. Dadas aisladamente sus relaciones entre si en epocas diversas, era muy dificil, a causa de su gran numero, conocerlas y poseerlas todas. La necesidad de ponerlas en orden y de hacer de ellas una especie de codificación, llegó a ser una en extremo urgente. Habíanse ya compuesto colecciones parciales: una entre otras por Papirio Justo, que habia reunido las Constituciones de los divi fratres, Antonino y Vero; a mediados del siglo IV se hicieron dos colecciones más extensas, la una por Gregorio, que fue prefecto del pretorio bajo Constantino; la otra por Hermógenes, único jurisconsulto de esta época que con Aurelio, Arc. Charisio y Jul. Aquila, ha merecido ser citado algunas veces en las Pandectas. El código Gregoriano comprendía las Constituciones de los emperadores desde Adriano hasta Constantino; el código Hermogeniano no era casi más que el suplemento del primero, y contenía las Constituciones de Diocleciano y de Maximiano. Por lo demás, no nos han llegado más que fragmentos de estas dos compilaciones, que sus autores parecen haber publicado sin carácter alguno legislativo.
El código Teodosiano fue un trabajo mucho más importante que los dos precedentes. Compuesto por una comisión de ocho jurisconsultos, entre los cuales se nota a Antioco, antiguo prefecto del pretorio, este código se publicó en el imperio de Oriente por Teodosio II en 438, quien lo envió a su yerno Valentiniano III, que se apresuró a promulgarlo en Occidente. Comprende las constituciones de los emperadores cristianos desde Constantino hasta el mismo Teodosio II, es decir, los actos legislativos de diez y siete emperadores, bajo el reinado de los cuales se verificó la transición de la civilización romana a la civilización cristiana. En él se encuentran clasificadas las Constituciones por orden de materias en diez y seis libros, subdivididos en número desigual de títulos. Todavía no poseemos este código sino incompleto. Las investigaciones y los trabajos de restauración de Juan de Tillet (1528), de Cujacio (i566), de Jacobo Godefroy, célebre por el sabio comentario que ha agregado a los textos restituidos; de Ritter, que al dar una nueva edición de la obra de Godefroy la ha aumentado con correcciones y adiciones (1736 a 1745), habían llegado a darnos íntegramente los diez últimos libros. Los seis primeros ofrecían grandes lagunas, que han sido llenadas en parte con los descubrimientos hechos en mucho tiempo por M. Clossius en la biblioteca ambrosiana de Milán, y por el abate Peyron en la biblioteca de Turin. Estos descubrimientos, publicados aisladamente en 1824 han sido reimpresos colectivamente en 1825, en Bonn, por M. Pugge; en Leipzig, por M. Wench, y son un complemento indispensable de la grande obra de Godefroy y de Ritter.
Las Constituciones que Teodosio el Joven y Valentiniano III dieron despues de la publicación del Código Teodosiano, así como las de sus sucesores, se llamaron Novellae, Novae constitutiones. Háselas comprendido en las ediciones de este código con el título de Novellae const. imper. Justiniano anteriorum, Theodosii, Valentiniani, Marciani, etc.
Las tres colecciones que acabamos de indicar se han reunido y publicado por Haenel, con el título de Códices Gregorianus, Hermogenianus, Theodosianus, 1842-44, 2 vols. en 4°
Escritos sobre el derecho de este periodo.
Ya hemos indicado el estado de decadencia y de esterilidad a que llegó la jurisprudencia en este período. No hay ya en los jurisconsultos ni independencia ni originalidad. Sus trabajos se limitan, en general, a compilaciones y a compendios, de los cuales hemos citado los más importantes. Además poseemos tres escritos que ascienden a esta época, pero cuyos autores son desconocidos. Estas obras son:
1° Notitiae dignitatum Orientis et Occidentis, especie de almanaque imperial que contiene un catálogo precioso de las diversas dignidades y funciones del imperio a principios del siglo V, publicada por primera vez por Alciato en 1526; esta obra se encuentra, con un extenso comentario de Panzirolo, en el Thesaurum ant. rom. de Graevio. Forma el objeto de una publicación reciente por M. Baecking, Bonna, 1839-53, 3 vols. en 8°
2° Mosaicorum et romanorum legum collatio. Es una compilación y concordancias de fragmentos de los libros del Derecho romano y de la Sagrada Escritura, con el objeto de demostrar que el Derecho romano emana del Derecho mosáico. Su obra tiene de interesante que contiene extractos de Constituciones imperiales y de escritos de jurisconsultos clásicos, cuyos originales se han perdido. Su conservación se debe a P. Pitou, que la publicó en 1572, conforme con un manuscrito encontrado en Lyón. M. Blume ha publicado en 1835 en Bonn otra edición más completa, según dos manuscritos recientemente descubiertos.
3° Consultatio veteris juriscunsulti, colección de consultas qne ha llegado a ser preciosa por las citas que contiene, y que están literalmente extractadas de las obras de antiguos jurisconsultos acreditados y de Constituciones imperiales. La Consultatio se publicó por primera vez por Cujacio en 1577.
Del Derecho romano en Occidente después de la conquista.
Cuando los godos, los borgoñones, los francos, los lombardos y otras tribus germánicas se establecieron en el territorio fraccionado del antiguo imperio de Occidente y fundaron en él nuevos Estados, no tuvieron por sistema ni exterminar las poblaciones vencidas ni incorporárselas, imponiéndoles sus propias leyes y destruyendo completamente la antigua organización romana.
La propiedad territorial fue repartida entre los vencedores y los vencidos. Esta partición, cuyas condiciones no fueron por doquiera las mismas (2), fue con el mando general él principal beneficio de la conquista. Pero confundidas en el nuevo territorio las dos naciones, conservaron leyes y costumbres distintas que engendraron lo que se llama el derecho personal o la ley personal, en oposición al derecho territorial. En el mismo país, en la mlsma ciudad, el lombardo vivió bajo la ley lombarda, el romano baJo la ley romana. No hubo, en un principio, en cada uno de los Estados germánicos fundados en el suelo romano más que dos leyes personales, enfrente una de otra; pero cuando uno de estos Estados extendió su dominación en un país ya conquistado, se le dejó a este el derecho de la tribu que se había establecido en él primitivamente, como lo había sido el de los romanos. Así, cuando los francos sometieron a los visigodos, los borgoñones, los alemanes, los sajones, el derecho de estas diversas tribus fue reconocido en el imperio franco de que formaban parte, como había sido reconocido el derecho de los romanos, es decir, a título de ley personal. Esto explica el pasaje siguiente de una carta de Agobardo a Luis el Piadoso:
Vese conversar con frecuencia, juntas, a cinco personas, ninguna de las cuales obedece a las mismas leyes. Bouquet, tít. V, 356.
No fue solamente el Derecho romano el conservado de esta suerte después de la conquista, a título de derecho personal, sino una parte notable de la organización administrativa y judicial. Las antiguas magistraturas provinciales fueron sin duda destruidas; los lugartenientes imperiales fueron reemplazados por los condes germanos, cuyo poder civil y militar se extendía a la vez sobre los germanos y los romanos; las campiñas fueron divididas en cantones, teniendo sus asambleas, donde se discutían los asuntos de interés general y también los negocios de interés privado, y subdividiéndose ellas también en centenas, en decenas y en moradas particulares, con sus reglas de independencia y de mutualidad. Pero en las ciudades cuya mansión era, por otra parte, muy poco del gusto de los germanos, se mantuvo la antigua organización municipal, las curias, los duumviros o defensores y su jurisdicción fueron respetados; éste es un punto de historia que los trabajos de M. de Savigny han puesto en el día fuera de duda. Tal vez la jurisdicción de apelación paso del lugarteniente Imperial al conde; quizá también en muchos Estados esta institución, extraña a las costumbres de la antigua Germanía, cesó de existir aun para los romanos.
Este sistema de derechos personales y nacionales hizo sentir en breve la necesidad de coleccionar en un cuerpo abreviado de derecho para los germanos las leyes germanas (leges barbarorum), y una lex romana, como se decía entonces, para los romanos que habitaban los nuevos Estados romano-germánicos. No tenemos que ocuparnos aquí de las colecciones de leyes germánicas, pero debemos decir algunas palabras de las que tuvieron por objeto el Derecho romano.
Códigos romanos formados por los reyes bárbaros.
En el momento de la caída del imperio de Occidente, en 476, los orígenes del Derecho romano eran:
1° Los escritos de los jurisconsultos según las reglas establecidas por la Ley de citas, publicada bajo el nombre de Valentiniano III;
2° Los rescriptos que componían los Códigos Gregoriano y Hermogeniano;
3° El Código Teodosiano;
4° Las nevelas particulares, continuación y complemento de este Código.
Pues bien, las fuentes, aun reducidas de esta suerte, eran aún demasiado sabias para aquel tiempo. Además, las exigencias del orgullo germánico y la nueva posición de los romanos vencidos, debían necesariamente ocasionar nuevas modificaciones, ya que no en el derecho civil, al menos en el derecho público y penal. La necesidad de una refundición y de un trabajo de simplificación fue tan generalmente conocida, que en el espacio de menos de medio siglo se vió tres ensayos de codificación, intentados por los reyes bárbaros sobre el Derecho romano, independientcmente de las importantes compilaciones que Justiniano hizo redactar en la misma época en Oriente, y que penetraron en breve en Italia y en las Galias, como vamos a explicar. Estos tres ensayos fueron:
1° El Edicto de Teodorico, rey de los ostrogodos, publicado en Roma en 500. Esta colección ofrece de particular que, aunque tomada casi exclusivamente del Derecho romano, y en especial del Código Teodosiano, de las novelas post-teodosianas y de las Sentencias de Paulo, fue, a diferencia de los Códigos de los demás Estados germánicos, destinada a regir a los godos lo mismo que a los romanos. Esto fue una excepción del sistema general de las leyes personales, excepción única que se refería sin duda a las numerosas y antiguas relaciones que los ostrogodos y su jefe habían tenido con los emperadores romanos y que les permitieron familiarizarse con las ideas y la civilización romanas. El edicto de Teodosio, que por otra parte ofrece poco interés, porque han sido desfigurados los textos del Derecho romano que contiene, solo tuvo una existencia efímera. Habiendo acabado Narsés de reconquistar la Italia hacia el año 550. Justiniano hizo el Código y las Pandectas obligatorias en Italia como en el resto del imperio, lo cual abrogó de hecho la obra incompleta del rey bárbaro;
2° La Ley romana de los visigodos, llamada vulgarmente Breviarium Alaricianum. Este compendio fue redactado por orden de Alarico II, rey de los visigodos, por una comisión de jurisconsultos bajo la dirección de Goyarico, conde del Palacio, y publicada en Aire, en Gascuña, el año 506. Su publicación se efectuó enviando a todos los condes un eJemplar revestido con la firma de Aniano, canciller de Alarico, a quien, por un error reconocido en el día, han tomado algunos autores por el autor mismo de la compilación siendo así que sólo era el copista canciller. Cada ejemplar iba acompañado de una carta de remisión (commonitorium) que traza la historia de la composición de la colección y nos enseña que fue sometida a la aprobación de un conseJo de obispos y de nobles. El Breviarium contiene fragmentos, ya de Constituciones Imperiales, ya de escritos de diversos jurisconsultos, con una paráfrasis (Interpretatio) escrita en latín. A esta colección debemos la conservación de las Sentencias de Paulo y de los cinco primeros libros del Código Teodosiano. Antes del descubrimiento de Gayo en Verona presentaba, con relación a este autor, un interés que ha disminuído en el día.
3° La Ley romana de los borgoñones, vulgarmente llamada Papiniani responsa. Este Código fue promulgado el año 517 al 534, poco tiempo despues de la ley de Gondebaud, conteniendo el derecho nacional de los borgoñones. Las fuentes donde se ha tomado parecen ser, no solamente el Breviarium Alaricianum, sino también las fuentes puras del antiguo derecho, puesto que se encuentran en esta colección algunos textos preciosos de que no tenemos rastro alguno. El nombre de Papiniani responsa proviene de un error de Cujacio, primer editor de la ley Borgoñona. En el manuscrito que poseía Cujacio, el Código en cuestión era precedido inmediatamente de un fragmento de Papiniano. Pero por una contracción común a los copistas, en vez de Papiniani, el manuscrito decía Papiniani responsa; y como, por otra parte, era imposible atribuir un libro tan singular a Papiniano, creyó Cujacio que esta colección era obra de algún jurisconsulto de la Edad Media llamado Papiniano. Por lo demás, nuestro gran jurisconsulto reconoció él mismo su error y lo rectificó en la segunda edición.
Derecho romano en Oriente.
El imperio de Oriente, único que existía entonces y que conservaba el nombre de Imperio romano, aunque desde largo tiempo debiera llevar el de Imperio griego, se hallaba en esta época en una necesidad análoga a la que había experimentado el Occidente; quiero decir, la necesidad de hacer más fácil el estudio y la aplicación del derecho romano. El emperador Justiniano trato de satisfacer esta necesidad. En su reinado aparecieron esos nuevos libros de Derecho que han conservado hasta nosotros tan grande autoridad, y que valieron a este príncipe una gloria mas honrosa aun que los laureles que recogieron para él sus generales Belisario y Narsés en las llanuras del Africa Y de Italia.
Notas
(1) La ley de la cita, se atribuye ordinariamente a Yalentiniano III, bajo cuyO nombre ha sido, en efecto, publicada. Pero como en 416 Valentiniano sólo tenía 8 años, se la debe considerar como siendo la obra verdadera de Teodosio II, entonces tutor de Valentiniano y emperador de Occidente.
(2) He aquí cuáles fueron las condiciones de esta repartición en las Galias. En los paises conquistados por los borgoñones, es decir, en las provincias del Este, los romanos se vieron obligados a abandonar a los borgoñones la mitad de los corrales y jardines, las dos terceras partes de las tierras labradas y la tercera parte de los esclavos. Los bosques permanecieron siendo comunes. Parece, según una crónica conservada por Bouquet (tit. 11, § 13), que los borgoñones no tomaron los bienes de los nobles galos, es decir, de los grandes propietarios. Parece también que el número de posesiones romanas de cierta extensión excedía el número de borgoñones libres, de suerte que se tuvieron tierras disponibles para los borgoñones que se presentaron después de la primera repartición.- En las provincias conquistadas por los visigodos, es decir, en las provincias meridionales, debieron ceder también los romanos las dos terceras partes de la propiedad territorial.- En cuanto a los francos, que ocupaban la parte occidental, y que no eran, como los borgoñones y los godos, pueblos que iban dirigidos por un rey, sino algunas bandas germanas unidas por la conquista bajo un nombre de guerra, parecen haber respetado la propiedad de los antiguos habitantes y haber conservado el sistema de impuestos establecido por los romanos. No hay duda que había en las Galias más tierras incultas y dominiales que las que se necesitaban para satisfacer a todos; al menos esto es lo que puede juzgarse por esos dominios inmensos atribuídos a los reyes francos como tierras del fisco. Las tierras se repartieron por suerte entre los bárbaros; de aqui estos nombres: Sortes, Burgundiorum, Gothorum; de aquí también el nombre germánico de allod (alodio), cuya raíz loos, lot, designa lo que da la suerte.
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