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POST SCRIPTUM
¿Debo esperar que estas doctrinas encuentren considerabIe aceptación? Deseo decir que sí, pero desgraciadamente varias razones me obligan a pensar que solamente aquí o allí algún solitario ciudadano modificará su credo político. De estas razones existe una que da origen a todas las otras.
Esta razón esencial es que las restricciones del poder gubernamental, dentro de los límites asignados, e incompatible totalmente con el tipo militar de sociedad es parcialmente incompatible con el semiindustrial, semimilitar que caracteriza hoy a todas las naciones avanzadas. En cada estadío de la evolución social debe existir un acuerdo sustancial entre las prácticas y las creencias -creencias reales, quiero decir, no meramente nominales-. La vida puede avanzar solamente por la armonía entre los pensamientos y los actos. O la conducta obligada por las circunstancias modifica las creencias de modo que dicha armonía exista, o las creencias transformadas modificarán al fin la conducta.
De aquí que si el mantenimiento de la vida social bajo una serie de condiciones exige extrema subordinación a un jefe y entera fe en él, se establecerá la teoría de que la subordinación y la fe son convenientes, incluso obligatorias. Inversamente si, bajo otras condiciones, no es necesario durante más tiempo la sujeción de los ciudadanos al gobierno para la existencia de la vida nacional; si por el contrario, la vida nacional gana en extensión y calidad a medida que los ciudadanos ganan en libertad de acción, ocurrirá una progresiva modificación de su teoría política con el resultado de disminuir su fe en la acción del gobierno y aumentar su tendencia a discutir la autoridad gubernamental y conduciéndolos en la mayoría de los casos a resistir el poder del gobierno: implicando, eventualmente, la establecida doctrina de la limitación.
Por consiguiente, no debe esperarse que la opinión vulgar sobre la autoridad gubernamental se modifique en gran extensión, en la actualidad. Pero tratemos más profundamente la cuestión.
Evidentemente, el éxito de un ejército depende en grado sumo de la fe de los soldados en su general: la desconfianza en su capacidad los paralizará en la batalla. Una absoluta confianza en él les hará cumplir su cometido con energía y coraje. Si, como en el tipo militar de sociedad normalmente desarrollado, el jefe en la paz y el líder en la guerra son una y la misma persona, esta confianza en él se extiende desde la acción militar a la civil, y la sociedad, en gran medida identificada con el ejército, aceptará de buena gana sus decretos como legislador. Aun donde el jefe civil, cesando de ser jefe militar, ejerce su generalato por medio de un representante, no desaparece la fe tradicional que en él se tiene. Ocurre igual con la buena voluntad para obedecer. En igualdad de circunstancias, un ejército de soldados insubordinados fracasa ante otro mas disciplinado. Es mas verosímil que alcancen el triunfo en la batalla los soldados cuya obediencia a su jefe es perfecta y rápida, que los que desatienden las órdenes que se les encomiendan. Igual que en el ejército ocurre en la sociedad; el éxito en la guerra depende en gran parte de la sumisión a la voluntad del jefe, que reúne hombres y dinero cuando se necesitan y ajusta toda conducta a sus necesidades.
Por supervivencia del más apto, el tipo militar de sociedad se caracteriza por una fe profunda en el poder gobernante, unida a una leal sumisión a él en todos los aspectos. Así, pues, se tiende por los que especulan sobre asuntos políticos en una sociedad militar a establecer una teoría que formule las ideas y sentimientos necesarios y que afirme a la vez que el legislador, si no de naturaleza divina, está dirigido por Dios y que la obediencia absoluta que se le debe está ordenada por la divinidad.
Un cambio en las ideas y en los sentimientos que han llegado a ser característicos de la forma militar de organización, puede producirse solamente donde las circunstancias favorecen el desarrollo de la forma industrial de organización. Fundada en la cooperación voluntaria, en lugar de la obligatoria, la vida industrial como la conocemos nosotros, habitúa a los hombres a obrar con independencia, los impulsa a hacer respetar sus propias libertades a la vez que ellos respetan las ajenas, fortalece la conciencia de los derechos personales y los induce a resistir los excesos del control gubernamental. Pero como las circunstancias que convierten las guerras en menos frecuentes se desenvuelven con lentitud, y como las modificaciones de Naturaleza, causadas por la transición de una vida predominantemente militar a una vida predominantemente industrial, se producen poco a poco, sucede que los antiguos sentimientos e ideas dan lugar a otros nuevos pero solamente por pequeños grados. Y hay muchas razones que explican por qué la transición no solamente es, sino que debe ser, gradual. He aquí algunas:
En el hombre primitivo y en el hombre poco civilizado no existe el carácter preciso para una extensa cooperación voluntaria. Los esfuerzos voluntariamente unidos con los de otros para lograr mayores ventajas, implican, si la empresa es vasta, una perseverancia que no posee. Además, cuando los beneficios que han de conseguirse son remotos y poco comunes, como sucede con muchos para los que los hombres combinan hoy sus esfuerzos, se necesita una fuerza de imaginación creadora que no es posible hallar en el hombre no civilizado. Más todavía: las vastas asociaciones privadas para la producción en grandes cantidades, grandes empresas y otros propósItos, requieren una subordinación jerárquica de los trabajadores asociados, semejante a la que existe en el ejército. En otras palabras: el camino para el desarrollo de tipo industrial, como nosotros lo conocemos, es el de tipo militar, el cual por disciplina origina a la larga la persistencia de esfuerzos, el deseo de acatar voluntariamente una dirección (no ya impuesta sino aceptada por contrato) y el hábito de organizarse para conseguir grandes resultados.
Por consiguiente, durante largos estadios de la evolución social se necesita para la dirección de todos los asuntos, excepto para los más sencillos, un poder gubernamental fuerte y extenso que goce de confianza y sea obedecido. De aquí que, como nos muestran los recuerdos de las civilizaciones antiguas, y hoy en Oriente, las grandes empresas solamente pueden ser llevadas a cabo por la acción del Estado. De lo cual se desprende el hecho de que sólo poco a poco puede reemplazar la cooperación voluntaria a la obligatoria, y legítimamente acarreando una disminución de fe en la autoridad y capacidad gubernamental.
El mantenimiento de esta fe, sin embargo, es necesario principalmente para conservar la aptitud en la guerra. Implica la continuación de tal confianza en el organismo director, y tal subordinación a él que éste se sienta capacitado para manejar todas las fuerzas de la sociedad ofensiva o defensivamente, y debe establecerse una teoría política que justifique esta fe y esta obediencia, En tanto que las ideas y sentimientos de los hombres pongan en peligro la paz, es necesario que tengan suficiente confianza en la autoridad del gobierno para otorgarle poder coercitivo sobre ellos por razones de guerra. Esta confianza en su autoridad proporcionará inevitablemente al gobierno, al mismo tiempo, poder coercitivo sobre los ciudadanos en las demás esferas.
De modo, pues, que como he dicho al principio, la razón fundamental para no esperar que la doctrina expuesta tenga mucha aceptación es que procedemos hoy de un regimen militar y estemos entrando parcialmente en el régimen industrial del cual es propia esta doctrina. Tanto tiempo como la religión de la enemistad predomine sobre la de la amistad, prevalecerá la superstición política vulgar. Mientras que en toda Europa la educación de las clases directoras consista en exponer a la admiración a los que en tiempos antiguos realizaron las más grandes hazañas bélicas, y solamente en domingo cumplan el precepto de deponer la espada; mientras que estas clases directoras estén sometidas a una disciplina moral en que los ejemplos paganos constituyen seis séptimas partes y un séptimo el precepto cristiano, no es verosímil que las relaciones internacionales revistan tal carácter que hagan posible una disminución del poder gubernamental y aceptable una modificación correspondiente de la teoría política. Mientras entre nosotros mismos la administración de los asuntos coloniales es de tal clase que las tribus que se vengan de los ingleses por los que han sido ofendidos, son castigadas, y no según el salvaje principio de una vida por otra, sino por el más perfecto y civilizado de matanza en masa por un único asesinato, existen pocas posibilidades de que se difunda una doctrina política sólo compatible con el respeto a los derechos ajenos. Mientras que la creencia que se profesa sea interpretada de manera que el que en Inglaterra pronuncia sermones, cuando se halla en el extranjero fomenta las luchas con los pueblos vecinos que desea subyugar y recibe honores públicos después de su muerte, no es verosímil que las relaciones de nuestra sociedad con otras permita la extensión de la doctrina que limita las funciones gubernamentales, con su consecuencia, la reducción de su autoridad a lo adecuado a un Estado pacífico. Una nación que, interesada en disputas eclesiásticas sobre las ceremonias del culto, cuida tan poco de la esencia de este culto, pues los filibusteros en sus colonias reciben más aplauso que reprobación y ni siquiera son denunciados por los sacerdotes de una religión de amor, es una nación que debe seguir sufriendo agresiones internas, lo mismo de unos individuos contra otros que del Estado contra los individuos. Es imposible obtener beneficios equitativos en nuestro país, cuando se cometen iniquidades en el extranjero.
Por supuesto, surgirá la pregunta: ¿Por qué, pues, enunciar y sostener con tanto ahínco una doctrina que se halla en desacuerdo con la adaptada a nuestro estado actual? Además de la respuesta general de que es deber de cada uno que considera una doctrina verdadera e importante hacer lo que pueda para difundirla, sin preocuparse de los resultados, existen otras varias respuestas especiales, cada una de ellas suficientemente satisfactoria. En primer lugar, se necesita siempre como guía legítima un ideal, por distante que aparezca su realización. Si, en medio de todos los compromisos que las circunstancias de los tiempos exigen, o se piensa que exigen, no existe una verdadera concepción de lo que es mejor y peor en la orgaruzación social; si no se atiende a nada, mas allá de las exigencias del momento, y el bien inmediato se identifica habitualmente con el bien último, entonces no puede haber verdadero progreso. No obstante lo lejana que pueda estar la meta y aunque frecuentemente los obstáculos interpuestos nos desvíen en nuestra marcha hacia ella, es evidentemente indispensable saber dónde se encuentra.
Además, aunque parezca preciso el actual sistema de sujeción del individuo al Estado, y la teoría política común adaptada en vista de las relaciones internacionales existentes, no es por ningún medio necesario que se aumente esta sujeción y se robustezca la doctrina. En nuestra época de activa filantropía, multitud de personas deseosas de conseguir beneficios para sus menos afortunados compañeros por los medios más rápidos, se ocupan en desarrollar afanosamente una organización administrativa apropiada a un tipo inferior de sociedad. Pretendiendo avanzar no hacen sino retroceder. Las dificultades normales hacia el progreso son ya suficientemente grandes y es lamentable que las aumenten. De aquí que sea muy útil mostrar a los filántropos que, en muchos casos, están preparando la desgracia de los hombres en el futuro mientras persiguen con ahínco su bienestar actual.
No obstante, es muy importante inculcar en todos la gran verdad, muy poco reconocida en el presente, de que las medidas políticas internas y externas de la sociedad están tan estrechamente unidas que no puede existir una mejora esencial de la una sin una mejora esencial de la otra. Debemos habituarnos a establecer un nivel de justicia más elevado en nuestras relaciones con los extraños, antes de lograrlo en nuestras organizaciones nacionales. La convicción de que existe una dependencia de esta clase, una vez difundida entre los pueblos civilizados, reprimiría grandemente la conducta agresiva de los unos hacia los otros, y por hacerlo así disminuiría la coercitividad de sus sistemas gubernamentales, produciendo cambios en sus teorías políticas.
Nota: En algunas de las críticas sobre esta obra, ha reaparecido la errónea inferencia hecha antes varias veces, de que la doctrina de la evolución aplicada a los asuntos sociales impide el ejercicio de la filantropía. Que esto no es cierto, lo demostré ya en la Fortnightly Review de febrero de 1875. Reproduzco aquí la parte esencial de lo que dije entonces.
Me interesa repudiar, no obstante, la conclusión de que las acciones privadas de los ciudadanos son innecesarias o carecen de importancia porque el curso de la evolución social está determinado por la naturaleza de los ciudadanos trabajando en las condiciones en que viven. Asegurar que cada cambio social está así determinado, es asegurar que todas las actividades egoístas y altruístas de los hombres son factores del cambio, y es afirmar tácitamente que en ausencia de cualquiera de ellas -quiero decir las aspiraciones políticas o los intentos de la filantropía- el cambio no será el mismo. Lejos de suponer que los esfuerzos de cada hombre para lograr lo que él imagina mejor carecen de importancia, la doctrina implica que tales esfuerzos, resultantes algunos de la naturaleza de los individuos, son fuerzas indispensables. El deber consiguiente se acentúa así en el § 34 de los First Principies:
No carece de motivo que él profese simpatías a determinados principios y sienta repugnancia por otros. Con todas sus capacidades, aspiraciones y creencias, él no es un accidente sino un producto del tiempo. Debe recordar que si bien es descendiente del pasado es también origen del futuro, y que sus pensamientos son como hijos propios a los que no puede dejar morir abandonados. El, como todo otro hombre, puede considerarse propiamente como uno de los millares de intermediarios a través de los cuales labora la Causa Incognoscible, y cuando ésta produce en él cierta fe está de ese modo autorizado a profesarla, para interpretar en su más alto sentido las palabras del poeta:
... Nature is made better no mean,
But Nature makes that mean: over that art
Which you say adds o Nature, is an art
That nature makes.
(La Naturaleza no se perfecciona por ningún medio que ella misma no produzca: el arte que dices se añade a la Naturaleza es un arte que la Naturaleza crea).
Que no me he retractado de este punto de vista en la obra que critica el profesor Cairnes, lo demuestra suficientemente este párrafo final:
Así, admitiendo que para el fanático es necesaria como estímulo una ansiosa esperanza y reconociendo la utilidad de su ilusión, propia de su función y naturaleza particular, el hombre de tipo más alto debe conformarse con ilusiones moderadas mientras persevera con crecientes esfuerzos. Ha de considerar lo poco que puede hacerse, comparativamente, y sin embargo, hallar valioso ejecutar este poco. Debe unir una energía filantrópica con una calma filosófica.
No comprendo cómo el profesor Cairnes concilia con estos pasajes su afirmación de que según Mr. Spencer el futuro de la raza humana puede confiarse con toda seguridad a acciones de clase personal y privada, es decir, a motivos como los que operan en la producción y distribución de la riqueza, o en el desarrollo del lenguaje. Dice esto para subrayar que yo ignoro la acción de motivos de una clase más alta. Pero no solamente no los incluyo en la totalidad de los motivos sino que insisto repetidamente en que son factores esenciales. Soy el más sorprendido de esta errónea interpretación, porque en el ensayo sobre Specialized Administration al que se refiere el profesor Cairnes (véase Fortnightly Review, de dicjembre de 1871), he escrito extensamente sobre los sentimientos altruistas y las actividades sociales que producen, a causa de que no fueron debidamente tenidos en cuenta por el profesor Huxley.
Como el profesor Cairnes indica al final de su primer ensayo, la dificultad reside en reconocer las acciones humanas, en un aspecto como voluntarias y en otro como predeterminadas. Ya he dicho en otra parte cuanto tengo que decir sobre este punto. Aquí deseo únicamente sugerir que la conclusión que él deduce de mis premisas es completamente distinta de la que yo deduzco. Pero sobre este tema debo renunciar a las explicaciones consiguientes, para ocuparme de ellas a su debido tiempo.
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