Requisitoria del C. Lic. Ezequiel Padilla, agente del Ministerio Público
Yo no puedo, señores Jurados, esconder en estos momentos el tumulto que se alza en mi corazón y en mis pensamientos. (El orador está visiblemente conmovido). Mi, voz se ahoga, como se ahoga en el corazón del pueblo, porque lejos de ser lo que la defensa está afirmando en esa barra, que los acusadores sostienen que se trata de un crimen vulgar, el Ministerio Público cree que nunca ha conmovido, que nunca ha temblado el alma de la Nación con un crimen más fuerte y más terrible, contra el cual la protesta que se oye rugir detrás de estos balcones, apenas si es un leve trasunto de la que conmueve al alma de la patria. Este Ministerio Público sostiene, repito, que no es un crimen vulgar; es el crimen en que cayó el hombre que no era sólo un hombre; era una montaña de generaciones (aplausos), era una montaña de generaciones humildes, de labradores, de campesinos, de masas holladas sobre las cuales sí pasea su blanca figura el Cristo Nazareno, y no en esas celdas infames, en que no podía presidir Jesús, sino la figura de Caín. (Aplausos.)
Sí, señor Lic. Sodi: la acusación, los acusadores, el Ministerio Público, están movidos por una fuerte pasión; están movidos por una indignación justa, y lo que os ha producido un temblor de pánico en ciertos momentos, es el miedo a la cólera efectiva de la República. Y ese sentimiento no es, en este caso, nada que pueda invocarse como una pasión bastarda.
No hace mucho tiempo, en los Estados Unidos, daba trabajo que a Hickman, el asesino de una pequeña niña, no lo entregaran al pueblo, que, colérico, pedía ejecutar al asesino. ¿Por qué razón en un país debe sentirse como una infamia o como un estigma, el que el Gobierno tenga, para sostener la justicia, que hacer también grandes esfuerzos para que la Nación por sus propias manos no ejecute la vindicta que reclama la más alta justicia de la República? (Aplausos y voces: bravo).
Yo no voy en estos instantes a recoger el sinnúmero de maniobras, de patrañas, como las llamaba el licenciado Orcí, que conmueven a la defensa. Son muchas palabras. Precisamente el descrédito de los jurados viene porque se llena de sortilegios, de maniobras, de insensateces, lo que muchas veces se revela con claridad meridiana. ¿Cómo es posible que la Nación no empiece a sentirse impaciente cuando un criminal, enmarcado con todas las calificativas en las que no aparece un resquicio por donde pueda filtrarse el más leve sentimiento de conmiseración, al transcribir los días, y trayendo la defensa palabras y más palabras, con maniobras que empiezan a jugar como espectros; cómo es posible que la Nación entera no se sienta impaciente cuando en el alma del pueblo se inicia la creencia de que un criminal como éste va a quedar sin castigo? Esa es la impaciencia popular, y yo, que he venido aquí exclusivamente para delinear la protesta revolucionaria de la Nación, para rechazar aquellas maniobras o insinuaciones que van haciendo, como lo dije en otra ocasión, que en el banquillo del acusado Toral, se quiera sentar inicuamente a la misma Revolución; yo, que he venido a eso, voy a recoger, sin embargo, alguna de las falsas afirmaciones que yo no me explico cómo caben en el espíritu honrado y sereno de un defensor.
Yo, como usted, señor Sodi, creo que es el deber de un abogado consciente, que está en la moralidad de todo abogado, defender a un hombre cuando así lo aconseja la convicción. Yo no he criticado que usted haya venido a defender a León Toral; hace usted muy bien. Cuando yo sé que un hombre defiende en medio de esta vorágine de protestas, a un criminal, siento un movimiento silencioso de admiración para él. Pero lo que yo no admiro, por lo que protesto, es porque un hombre del talento de usted haya querido defenderlo con armas peligrosas e infames, y hacer en cierto modo, que se despierte sobre la República y se derramen sobre la conciencia del pueblo alevosas mentiras; el haber sostenido que era el ataque y la persecución religiosa, que era el ambiente político, que era la protesta nacional corporizada en un crimen, lo que usted venía a defender, para pedir para el delincuente un pedestal. ¡Eso no lo admito yo nunca, señor licenciado Sodi! (Una voz: es otro fanático.) Este crimen lo quieren orlar con las hermosas franjas del delito y del martirio político. En una penalista esas palabras no deben sonar. En México no tenemos delitos políticos para el individuo que asesina con premeditación, alevosía y ventaja. Usted ha querido de esta manera, la defensa ha querido calificar como delito político éste, para pedir una excluyente en virtud de que la Constitución tiene una disposición terminante a este respecto. Pero lo que usted ha querido decir aquí, es que se trata del crimen de un fanático, producido por una terrible fuerza moral de fanatismo. En eso estoy de acuerdo: un crimen perfectamente delineado de fanático; y cuando la voz blasfema de la señorita De la Llata dice que fue la voluntad de Dios, nos está indicando que ellos también quieren acogerse a alguna suprema gracia por haber obrado como fanáticos. ¿Pero desde cuándo, señores penalistas, el fanatismo es una excluyente y una consagración y una glorificación? Si eso fuera, entonces tendríamos que consagrar los más horribles crímenes de la humanidad, porque es el fanatismo quien los ha cometido. Nos ha hablado el señor defensor, del Duque de Alba cuando enviaba a los hombres a matar a sus semejantes, diciendo que Dios distinguiría a los suyos; si usted evocara aquí la campaña en contra de los Albigenses en Francia, asolando por un siglo aquella infortunada región con ya negra tragedia; si usted resucitara a Torquemada y su procesión de inquisidores, puesto que estos hombres eran fanáticos; si usted mirara sobre el Islamismo aquella horrible secta de Hasan, en la que todos estaban conjurados a defender su fe por medio del asesinato, ¿a esos hombres, todos atormentados por el fanatismo, vendría usted a defenderlos ante una barra de conciencias honradas, aun cuando fueran monstruos del crimen? (Aplausos). No se puede defender nunca a un hombre que invoca su religión para asesinar. Los hombres han dividido las religiones en dos categorías: las religiones primitivas, sanguinarias y vergonzosas, de baja cultura, y las religiones altas; la civilización moderna ha concedido la libertad religiosa para las altas religiones, para aquellas que encaminan el sentimiento moral de los pueblos y de los hombres en el sendero del bien y de la virtud; para aquellos que en la hora que el espíritu se siente derribado, abatido, conmovido por las miserias, por el dolor, entonces la religión llega y los levanta hacia los senderos y planos divinos como aquellos que invoca Jesucristo en las páginas inefables y dulces del Evangelio. ¿Pero cómo es posible que un delincuente, cuya religión le está aconsejando que asesine, puede en determinado momento levantarse con un libro sagrado en la mano, para decir que bajo su inspiración ha cometido un delito, y se le crea? El hombre que obra así, pertenece a una religión de asesinos, y un país en que la conciencia colectiva permite que en nombre de la religión se desaten los asesinatos, está condenado a morir y a desaparecer. No es posible pensar de esa manera. Pero yo quiero llegar en este instante a una conclusión: el crimen que han cometido Toral y la señorita De la Llata, no sólo es un crimen en contra de la República, en contra de la sociedad y en contra del Código Penal, sino que es un crimen en contra de su propia religión. ¡Están calumniando su religión! (Aplausos).
¡Mienten, mienten cuando, tránsfugas del hermoso evangelio de su religión, están queriendo inculpar a la figura de Cristo semejante monstruosidad! ¡Mienten, porque no es verdad que en la religión católica pueda ampararse ningún hombre para cometer una infamia de esta naturaleza! (Aplausos).
Y voy a demostrarlo en distintas maneras. Primero, hablando, no de la religión en su aspecto enteramente divino, en aquel que se levanta por encima de las conciencias de los hombres; sino en el que sus autoridades eclesiásticas han resuelto sobre casos estrictamente categóricos y semejantes al que acaba de cometer esta máquina infernal que se llama León Toral.(Aplausos.)
En la sesión del 15 del Concilio de Constanza -celebrado desde octubre de 1414 hasta abril de 1418- fueron declarados heréticos los que atentaban contra la vida de los gobernantes supremos. Balmes interpreta esa resolución del Concilio de Constanza, diciendo (y voy a leer porque son datos textuales): Lo que se hace con esta doctrina es cerrar la puerta al asesinato, poniendo un dique a un sinnúmero de males que inundarían la sociedad, una vez establecido que cualquiera puede, por su autoridad propia, dar muerte al gobernante supremo. La libertad de los pueblos no debe fundarse en el horrible derecho del asesinato, y la iglesia arroja de su seno, excomulgándolos, a los que arman su brazo contra el príncipe que los gobierna.
Y en el Concilio de Basilea se declaran, igualmente, fuera de la iglesia, a los asesinos de príncipes y gobernantes. Y el padre Márquez, en su obra sobre esta materia, dice en las páginas 221 Y 222: Con el pretexto de que lo gobiernan malos príncipes, el buen cristiano no debe atentar contra la vida de sus semejantes, movido de la esperanza de obtener libertades.
Y oíd, aquí sí palpita la voz del Nazareno; aquí sí trasciende a religión esta frase: Los males se han de mitigar con paciencia y oraciones cristianas, no con acechanzas, ni traiciones, condenados por el Concilio de Constanza.
El 8 de junio de 1610 -y no quiero cansar a los señores jurados con una larga exposición y una enorme bibliografía en que las más altas autoridades de la Iglesia, a través de los siglos, han condenado, como tenían que condenar, el asesinato, sino que sólo escojo algunas frases que he tenido tiempo de coleccionar y que son categóricas- el 8 de junio de 1610 el general de la Compañía de Jesús, padre Claudio Aguaviva, dicta una ley, conforme a la cual y bajo las penas más severas, se prohibe a todos los religiosos afirmar pública o secretamente, de palabra, por escrito o de cualquiera otra manera que ello se haga, que fuera lícito y agradable a Dios, matar reyes, príncipes o gobernantes.
Y no son sólo esas autoridades enormes de la Iglesia católica las que desautorizan el asesinato. Después de cometido el crimen, la Santa Sede inmediatamente desautorizó y condenó el delito; y aquí, el Obispo de San Luis se apresuró inmediatamente a decir que era en contra de la doctrina cristiana lo que había cometido León Toral con su incalificable asesinato, y al referirse a la señorita De la Llata, dijo que no era de extrañarse su mala acción, porque descendía de padres locos. De manera que ustedes ven que cuando ellos vienen aquí a cubrirse con el manto de la inspiración religiosa, están calumniando y engañando a los católicos de la Nación; están mintiendo, porque, de acuerdo con todas las resoluciones eclesiásticas, de acuerdo con las más altas autoridades de la Iglesia, estos señores son heréticos, son calumniadores de su religión, son hombres que están mintiendo e insultando la figura de Cristo. (Aplausos).
Yo quisiera también referirme aunque sea brevemente a la señorita De la Llata. El montón de declaraciones, la vida palpitante del proceso que nos la exhibe en circunstancias tan excepcionales, producen como primera impresión una profunda y severa contradicción. Yo que he oído los diálogos de arcángeles que celebran sus defensores con ella, en que aparece blanca como un lirio del Jordán, me he preguntado después a medida que he visto el avance de los interrogatorios: ¿cómo es posible que en el pensamiento de un hombre sereno, cómo es posible que en las almas de los señores Jurados pudiera quedar esa inmaculada impresión de la señorita De la Llata, cuando la vemos constantemente en reuniones con jóvenes en los cuales ninguno excede de treinta años; citando a jóvenes para juntas y banquetes que más nos parecen fiestas de cabaret, y nos digan que allí estaba haciendo efervescencia la divina religión cristiana? ¿Cómo es posible sufrir esta absurda ilusión, cuando vemos que entrega personalmente filtros que vienen de las manos de los Borgia y no de Santa Teresa de Jesús? ¿Cómo es posible que cuando esta señorita está en tratos con hombres inmediatos a su cuarto, que allí viven, y ve cómo se fabrican los explosivos, y se tratan de tú, pero con un tú que no trasciende al tú con que se habla a Dios y a la Virgen, sino con un tú mundano que está enteramente prohibido por todas las reglas interiores de las comunidades religiosas? (Aplausos).
Yo soy muy respetuoso de la mujer; en mi temperamento y en mi educación está, y sobre todo cuando se encuentra en una situación de infortunio, mirarla con la más grande caballerosidad y con un respeto que arranca de lo más noble y profundo de mi ser; pero lo digo sinceramente, como un arranque de mi convicción de hombre, yo en esta mujer miro que hay un demonio dentro; pero no el demonio de Sócrates, sino el diablo de las creaciones terribles del Infierno. (Aplausos). Porque efectivamente, ¿cómo es posible que una mujer que está dotada de toda esta inspiración divina, que vive en medio de ese recato dulce, soñador, que conversa con Dios en las noches, que tiene verdaderas y efusivas conversaciones secretas y solitarias con lo más alto que puede encumbrar el espíritu de los hombres, descienda en medio de tratos continuos con delincuentes, llegue y hable ante los asesinos como si se tratara de viejos hermanos y camaradas, que abandona la dulzura que caracteriza a todos los que se consagran a una vida perpetua en honor de Dios, y se convierta en una cínica, en una forma tan mundana y terrenal, que el respeto más elemental se pierde, a pesar de todo movimiento de caballerosidad en el alma de los hombres? (Aplausos). Yo no creo en esta mujer que vivía en contacto diario con los criminales, que se había convertido en una herética, que había violado las reglas de su comunidad -que no permite ni tutear siquiera a los familiares-, que tenía contacto directo con el crimen que fraguaban en contra de los Evangelios, en contra de la divina palabra de Jesús, los más terribles criminales. ¿Cómo es posible, señor defensor, que usted nos la quiera exhibir aquí como una rosa de Jericó, vestida de blanco como la Beatriz de Dante? No señor; si esta mujer ha aparecido ante la conciencia de toda la Nación como un conjunto de contradicciones y como una serie nutrida de complicidades, es inútil, nadie, ni todos los nardos de mayo, podrían convertirla en una alma gloriosa. (Aplausos).
Quiero llegar a la parte fundamental de mi discurso. Calzadas por la firma del licenciado Sodi se leen, en una de las ediciones de El Universal, estas palabras:
Con la defensa están la conciencia y las aspiraciones de la Nación entera. Unos, los católicos, por amor a Cristo; todos por el amor a la libertad de conciencia.
En este Jurado de monjas y fanáticos se han producido más blasfemias que en una taberna. Pero así, como ya hemos demostrado, que en la divina religión del Evangelio en que Cristo sólo habló de perdón, de resignación, de dulzura, de sufrimiento, de esperanza en una vida más alta para no manchar la vida sobre la tierra inicua, así también es necesario que en esta ocasión y descendiendo al plano terrenal en que los políticos se agitan -mientras los verdaderos religiosos deberían concretarse a su plano espiritual-, vamos a abordar esta afirmación: que la conciencia del país está en contra de lo que el señor Sodi llama persecución de la libertad de conciencia. Y al iniciar esto, permitidme que yo haga una fundamental división:
Entre el clero y la religión, no es posible encontrar confusión. La religión es el conjunto de dogmas, de normas morales altísimas, las más altas, que el alma de los pueblos, al través de los siglos movidos por el dolor, va levantando. La religión es el conjunto de esas normas divinas que son las que sirven para que en la hora en que las pasiones bajas y las nobles pasiones libran su lucha tremenda en el corazón de la humanidad, la religión haga triunfar al bien sobre el mal, la religión eleve al hombre y haga predominar la virtud sobre la maldad. Pero para realizar estos dogmas, es necesario un conjunto de instituciones formadas por hombres. En la religión católica, éstas constituyen el clero.
Muchas veces los creyentes que leen en las páginas de la Historia los terribles desequilibrios, los enormes extravíos que el clero a veces sigue por la encrucijada de los crímenes, en que vemos Papas sanguinarios, papisas disolutas, crímenes terribles como la inquisición, el alma del creyente vacila; pero no hay razón. Lo único que en estos desequilibrios, lo único que en estas desorientaciones ha fallado, es el hombre de barro; pero por encima de él, por encima de ese clero que claudica, que a veces cae ensangrentado en sus propios crímenes, se levanta siempre la divina religión, blanca, impoluta, vibrante, eternamente levantando la conciencia del hombre. Por esta razón los crímenes no han debilitado a la religión católica; por esa razón, después de dos mil años, en la nación mexicana la inmensa mayoría de los hogares cree en Cristo y adora el Evangelio, porque no importan los crímenes y los desvíos del clero; no importan los errores de los hombres; arriba de ellos, muy arriba, como las estrellas lucen detrás de las tormentas, está el pensamiento de Dios, esplenden los evangelios, los divinos y consoladores principios que el Nazareno regó con sus sacrificios sobre la tierra adolorida. (Aplausos).
Yo, pues me voy a referir a esta parte de la religión católica, enteramente independiente de ella; al clero, porque él es el que se ha declarado en rebeldía, porque él es el que ha violado las leyes de la República, porque él es también el que en las mismas celdas de la madre Conchita, incubaba las terribles, las dolorosas resoluciones de enviar a los campos de batalla a gente inocente, a morir cegada por un necio fanatismo, cuando se olvida, porque en su ignorancia no ha penetrado la verdadera luz, de que los evangelios y Cristo y la religíón no permiten fratrícidios. Voy a ser un poco severo, sin pasión, a dominar el tumulto que me domina en esta exposición; porque quiero decir hechos; nada que sea una torcida interpretación de la verdad.
En la Colonia Española el clero se manifestó siempre como una sumisa y obediente institución a la voluntad de los reyes. La Recopilación de Leyes de Indias es clara, terminante, categórica, en numerosas páginas, sobre esta obediencia ciega a los Reyes de España. Llegaba al rigorismo no sólo de vigilar sus funciones eclesiásticas, sino que estaban obligados los obispos y arzobispos, antes de recibir sus iglesias, a someterse a la ley de residencia y a que se les hiciera un inventario de sus bienes, lo mismo que los funcionarios civiles. En ese tiempo el Rey de España sintió la preponderancia que el clero tomaba con el inmenso acumulamiento de sus riquezas y sin que protestara entonces el clero, como lo hace ahora, dictó el Rey cédulas reales de desamortización y el clero fue sumiso; pero a pesar de un sinnúmero de esas cédulas reales que trataron de impedir que el clero se siguiera enriqueciendo, quedaron como tantas Leyes de Indias, no obedecidas. Todos conocemos la relación del Barón de Humboldt: el clero es inmensamente rico en este país de grandes desigualdades. La desigualdad se establece no sólo entre el clero y el pueblo, sino entre los miembros de ese mismo clero. Los más grandes dignatarios de la iglesia son mucho más ricos que los soberanos de Alemania; en cambio los pobres sacerdotes, los humildes, apenas alcanzan ocho o doce pesos de sueldo al mes. Valuó el doctor Mora, que es autoridad enteramente insospechable, los bienes del clero, en aquellos tiempos, en unos ciento setenta millones de pesos. Cuando yo digo clero no me refiero a la inmensa masa de creyentes que había trabajado esas riquezas; eran tres mil eclesiásticos; pero de esos tres mil eclesiásticos, solamente una décima parte disfrutaba, porque el resto de pobres sacerdotes vivían en la más completa humildad y miseria.
Es bueno en este tiempo en que se orientan las indecisiones morales, hacer resaltar sobre la conciencia de los católicos y de los hombres de México, esta enorme verdad: cuando un político, cuando un legislador, cuando un hombre que está en la contienda efectiva, inspirado por un principio, por un ideal, se olvida de ese principio y de ese ideal para entregarse a fines bastardos, ese hombre va por el camino de la derrota. Tarde o temprano el hombre que no conserva su ideal está condenado a perecer ignominiosamente.
Pero si eso se dice de un hombre, cuando se trata de una religión esa circunstancia toma proporciones gigantescas. La religión católica hecha a base, según las hermosas tradiciones, según las verdades cristianas, hecha a base de renunciación de bienes terrenales, hecha a base de pobreza, cuando los apóstoles iban abandonando riquezas y familia, inspirados por un supremo desinterés de la tierra; la religión deja de existir cuando los que ofician se olvidan de los supremos y divinos principios de renunciamiento; entonces aquéllos se arrojan a andar sobre tierra manchada, pronto olvidan sus sublimes ideales religiosos y van rodando a través de la vida sufriendo consecuencias de su tremenda transgresión.
Esto es lo que ha sucedido a través de la Historia del mundo en el clero, que ha ido sufriendo derrota tras derrota, cada vez que se ha colocado detrás de un reducto de bienes mundanos y terrenales; pero esto nunca había alcanzado las proporciones tan enormes como a la entrada de la Independencia de México. El clero no era el mismo grupo silencioso del Rey de España, humilde, pobre, el que entraba por la portada llena de conmociones y de angustias de la Independencia de México; era un clero riquísimo; diez veces más rico que el gobierno y dominado por la insolencia. En el instante en que todos los patriotas que comenzaban la lucha de la vida independiente de México quisieron vivir, se encontraron que era imposible hacerlo, en un país sin industria y sin agricultura; con aquellas inmensas riquezas del clero amortizadas era imposible desenvolver las fuerzas de la Nación; tenían que estar sometidos y el clero que había sido sumiso, obediente, enteramente obediente al Rey de España, empezó entonces a sublevarse y a hablar de supremacía sobre la Nación.
Yo hablo a la conciencia ciudadana porque estoy tratando precisamente sobre asuntos mundanos, terrenales, no sobre el principio espiritual. ¿Qué habría hecho un mexicano, quién de los innumerables católicos de México que hubieran estado en esas condiciones para levantar el destino de la Patria común, qué hubiera hecho en aquellas condiciones? No había más camino, sobre todo cuando la libertad empezaba ya a iluminar al mundo, cuando la misma España había ordenado la desamortización de los bienes, que sostener una lucha efectiva sobre las resistencias del clero.
Todos vosotros conocéis la Historia de México. Tenían fuero, inmunidades, exenciones. ¿Qué podía hacer el hombre que estuviera al frente de la República en aquella situación? Si llamara la atención a un ferviente católico, a un verdadero católico, si le preguntáramos cómo califica la actitud del Clero en aquellos treinta años después de la Independencia, en que llenó de sangre las páginas de la Historia, en que aventó muchas veces, como lo pretende hacer ahora, al campo de la muerte a sencillos creyentes; ¿cómo califica al clero que hacía toda esa labor iracunda, alimentadora de la rebelión, acreciendo a todos los retardatarios, dándoles fuerza a todos los conservadores; cómo califica esa lucha entre los liberales que estaban de un lado y aquellos que se decían representantes de la Religión defendiendo la intolerancia religiosa, defendiendo los fueros, defendiendo la coacción civil para recoger los diezmos, sosteniendo en cada lugar capellanías, que no eran más que centros bancarios donde se cobraba con todo el sudor de las masas campesinas el enorme tributo de los diezmos? Yo estoy seguro que no hay un solo católico ferviente, católico profundamente adentrado en la religión de Cristo, que en ese instante no dijera: ¡yo no estoy con el Clero en esas páginas de nuestra historia a pesar de que soy un ferviente católico! (Aplausos.)
Todos ustedes conocen las nuevas leyes de 1856; todos ustedes conocen la ley Juárez; todos ustedes conocen después la Constitución de 57; conocen ustedes las leyes que decretaron la desamortización de los bienes del Clero. Entonces el Clero había agotado todas sus fuerzas; ya había desempeñado papeles en la historia de México tan terribles como aquél en la época de la guerra de Invasión Americana del año de 1847 en que el Clero, que había sido tan espléndido, que había otorgado tantos y tan cuantiosos donativos al Rey para combatir la Independencia, calificó como despojo la orden dada por el Presidente Herrera para que se obtuvieran algunos millones de pesos y combatir contra la Invasión. En esa época no se concretó a protestar; todos nosotros sabemos que llegó, aun cuando se quiera en esta vez ser generoso, dulce en el calificativo, hasta la traición a la Patria. Yo no quiero sublevar los ánimos, no es mi propósito en este momento intranquilizar los espíritus y mucho menos la maldita obsesión de desatar sobre la Nación guerras fratricidas, no; todo esto lo digo para que resalte en el pensamiento de todos los hombres que me escuchan, pero especialmente de los católicos, hasta dónde llegaba la falta de escrúpulos de esta organización de hombres de tierra, hasta dónde llegaba la falta de escrúpulos de esta Insitución hecha de hombres que se estaban divorciando y distanciando y olvidando de los principios de su divina religión, que nos les importaba caer en los más terribles desatinos, llegar a las conclusiones más reprobables para la conciencia, con tal de conservar sus bienes terrenales y mundanos.
Después fue la lucha del Clero, ya vencido en aquella ocasión, enteramente subrepticia, silenciosa; vino entonces la política de la conciliación en la época de la Dictadura Porfiriana; vino entonces esa serie de buenas voluntades que se hacían a costa de que las masas de abajo, de que los sacrificados y los hollados y los humildes de todos los campos, tuvieran que seguir sometidos a la terrible tradición de opresión económica del Clero. A pesar de que las leyes que en la Constitución de 57 eran terminantes y radicales en el sentido de que no podía adquirir bienes raíces el Clero, de que no podía establecer centros de enseñanza primaria clericales, de que debía hacerse enteramente laica la enseñanza, a pesar de que no debían fundarse órdenes monásticas, a pesar de eso, el Clero iba violando constantemente la Ley, enriqueciéndose con nuevas adquisiciones.
Cuando vino nuestra Revolución era natural que las Leyes de Reforma que no se habían cumplido, quedaran otra vez dentro de la Constitución de 1917. La Revolución declara que esas Leyes de Reforma quedan incluidas dentro de la Constitución de 17 y apenas si añale dos preceptos que son: el de que debe ser limitado el número de eclesiásticos que ejerzan su ministerio y la exigencia de que los extranjeros no pudieran ser sacerdotes. Empezó entonces el Clero católico a declararse en abierta rebeldía. El Clero no era molestado; todos sabemos que en los primeros años, después de la Constitución de 17, no hubo fricciones graves con el Clero; pero de pronto, a una autoridad eclesiástiea, al señor arzobispo Mora y del Río, se le ocurrió decir que las leyes del 17 eran leyes contrarias a la justicia, y aun se atrevió a decir, a las leyes de Cristo, que son el tesoro más grande -dice el señor Arzobispo- de nuestra religión, el Evangelio. Y en virtud de eso, nosotros -dijo- vamos a combatir a la ley. Y en franca rebeldía invitaba a que se desconocieran esos principios, y nosotros preguntamos: ¿ Quién es el rebelde? ¿Qué había hecho el Gobierno de México en contra de la conciencia de los católicos? ¿Qué es lo que había provocado en el Clero, en el alma de los dignatarios de la iglesia, esas protestas? ~implemente la vigencia de leyes que, ya voy a establecerlo, han sido hechas en beneficio de los hombres humildes; han sido hechas en beneficio de los oprimidos a través de nuestras generaciones. Parece, a veces, que el hablar de los oprimidos, de los humildes de México, es una especie de artimaña, es una maniobra de oratoria; pero, señores, mientras sea una verdad doliente que en el campo y en los talleres los hombres no han conquistado ese divino destello que Dios ha puesto sobre la frente del trabajador para diferenciarlo de la bestia, no ha de ser posible que los hombres que hablan de política, que los hombres que defienden la Revolución, no invoquen en cada caso, como norma, como orientación, la necesidad de que se haga labor socialista, labor revolucionaria en el alma de las multitudes de México.
Un Gobierno que no sabe defender sus leyes no merece ser Gobierno; y, realmente, nuestros dos últimos Presidentes que hemos tenido en México no pertenecen a este tipo. Ha sido el error de los asesinos del general Obregón el creer que con hacer caer esa inmensa montaña ya estaba enteramente perdida la Revolución para siempre. No pensaban que así como se esfuma, a la hora en que cae una noche terrible, una montaña que viene detrás de otra montaña, de la misma manera, cuando cae un hombre que había defendido, a través de la Revolución, el espíritu noble y grande del socialismo de Cristo, el general Obregón, que fue el primero que dijo que su líder máximo era precisamente Cristo; tenía que venir detrás de él otra montaña como el general Calles, detrás de éste otra montaña como Portes Gil, y detrás de él vendrán un sinnúmero de montañas. En esta enorme cordillera del dolor humano no puede quedar abandonada la enorme aspiración de las multitudes por alcanzar su redención. (Aplausos.)
El clero protestó, ¿por qué? Porque se limitó el número de sacerdotes en el ejercicio de su ministerio. ¿Pero en España qué hacen? En España han hecho lo mismo; en España el Clero es una Institución oficial; en los presupuestos del gobierno español está el número de sacerdotes que pueden ser pagados; los que no pueden ser pagados, salen a las Américas. De manera que en España, con tradiciones viejísimas, está reglamentado el número de sacerdotes. Pero aquí eso pareció una monstruosidad y había que declararse en rebeldía.
Se dijo que los sacerdotes extranjeros no podían ejercer el ministerio en México, y eso también sublevó al Clero, cuando en España es enteramente lo mismo. En Francia no sólo el Clero, no sólo los sacerdotes, todos los profesionistas, abogados, médicos, etc., están sometidos a esa ley. Un extranjero no puede ir a ejercer allí. Fuera de estas dos circunstancias, ¿qué otra cosa es la que se ha hecho al Clero? Si se preguntara al buen católico, en la misma forma en que yo indicaba antes, cuando se libraba una lucha de oposición al Gobierno porque querían sostener su intolerancia religiosa, sus fueros, sus privilegios, sus bienes de manos muertas, ¿cómo es posible que entonces haya ido a luchar en campos sangrientos el alto Clero católico, los grandes dignatarios de la iglesia, para defender esos bienes mundanos, si de la misma manera se le preguntara cómo es posible que el Clero que venera la inmensa inspiración de Cristo envíe a morir en los campos de Guanajuato, Michoacán y Jalisco, a los hombres con el sólo pretexto de que les ha limitado el número de sacerdotes y porque no se permite que sacerdotes extranjeros gobiernen o ejerzan su ministerio en México? Un buen católico se espantaría y cuando comienza a comprender el problema se siente profundamente católico porque él sigue creyendo en Dios, pero en ese momento se aparta del Clero como institución mundana que busca los bienes terrenales.
Otro motivo de profunda indignación del Clero que lo determinó a pretender arrojar sobre las clases trabajadoras las terribles consecuencias de la miseria por una paralización de las fuerzas económicas, que eso es lo que significaba el boycot, fue, la obligación de que se registraran los sacerdotes encargados de las iglesias. Las iglesias son bienes de la Nación. ¿Cómo es que la Nación no ha de tener derecho para saber quiénes son los hombres que están encargados de los bienes que le corresponden? No obstante la lógica de esta exigencia que no tiene más importancia que la administrativa, el Clero no vaciló en arrojarse a la insensatez de cerrar los cultos, y de arrojar como dije antes, la miseria sobre las masas humildes.
Señores: yo he querido demostrar dos cosas. Primera: que los asesinos son heréticos, que no pueden ampararse -esto es una blasfemia- que no pueden ampararse en la religión católica para haber cometido su crimen. Aquí nos han hablado con voces beatificas del Angel de la Guarda guiando como en nuestros dulces recuerdos infantiles de la mano al niño para que no caiga en las acechanzas de la vida. ¿Pero qué pensaría esa máquina infernal como la llamé, qué pensaría esa madre Concha, si de pronto los pintáramos en un hermoso lienzo, hermoso por el pincel que lo hiciera, a Jesucristo guiándoles de la mano para cometer el asesinato de un hermano? (Aplausos.)
He querido demostrar también que esa afirmación de que la Nación está en contra del Gobierno, es falsa, de que está en contra porque el pueblo ve una persecución religiosa; es una calumnia y la prueba es clara, la prueba no puede ser más evidente. En México la enorme mayoría de la Nación es católica; en todos los hogares arde la devoción de Cristo; en los talleres, en los campos, lo que se advierte siempre es una profunda devoción al evangelio cristiano y sin embargo ¿por qué razón en las luchas de México siempre ha sido derrotado el Clero es decir, las dignidades eclesiásticas? Pues ¿qué, la Independencia, la guerra de Reforma, la Revolución no están hechas por las masas campesinas que creen en Cristo? Si nosotros nos acercáramos a alguno de esos campamentos después de la batalla y en esa hora terrible en que todavía palpitan en la agonía los soldados que han caído defendiendo las banderas del pueblo, y fuéramos escarbando los pechos sangrientos encontraríamos medallas de Cristo, escapularios; ¡son católicos!, hombres que creen en Jesús y que sin embargo han encontrado que el deber cristiano está en oponerse a las tendencias mundanas del Clero y en defender la doctrina de Cristo porque para ellos sí es un evangelio divino. (Aplausos.) (Voces: ¡Bravo! ¡Bravo!)
Es mentira que la conciencia nacional esté en contra del Gobierno; el pueblo ha comprendido el problema; por esa razón la muerte del general Obregón es algo terrible; que ha dolido en lo más profundo al sentimiento nacional, porque él lo había dicho -vosotros lo calumniáis cuando habláis, señores defensores y asesinos, cuando habláis de que él perseguía la religión- sí, él decía en una de sus hermosas cartas, en la cual su voz hasta se dulcifica y toma tonos de una profunda religiosidad; yo os invito -les decía a los eclesiásticos- yo os invito a que serenemos esta situación, yo os invito a que no estorbéis este profundo movimiento cristiano de los hombres del gobierno Revolucionario, porque nosotros descendemos a las multitudes, porque vamos a donde está el dolor de los campos y de los talleres, porque la hermosa voz del más grande líder socialista que fue Cristo va detrás de nosotros, va delante de nosotros, va con nosotros, predicando la redención de los oprimidos, de los que han sufrido, de los que están torturados por centurias en nuestra República.
Esa figura de Obregón no era la de un político, no era tampoco la de un caudillo militar, era la de un hombre que llevaba en su pecho precisamente la virtud socialista de Cristo; que había tenido como misión sobre la tierra despreciar lo que se llama aristocracia en el Clero, o lo que se llama aristocracia en el capital y descender a lo que se llama democracia en la religión, a lo que se llama democracia en el reparto de las riquezas; había descendido al dolor de las masas; era el hombre que se había entregado al pueblo, habiendo podido como don Porfirio Díaz, transigir con la parte rica de la República, adueñarse de la clase alta intelectual, de los señores de la fuerza económica, y tolerado la política de conciliación con el Clero. Y no quiso; en su alma estaba el credo cristiano, en su alma estaba el credo socialista, él iba en las masas obreras y campesinas predicándoles y actuando. En diez o quince años de formidable acción, había conmovido de tal manera a la República, que se puede afirmar que el sueño cristiano del Evangelio se había realizado en una gran parte merced a esa espada victoriosa y a ese pensamiento inmortal del general Obregón. (Aplausos).
Es necesario que ya termine. A vosotros, señores Jurados, os toca una inmensa responsabilidad; se ha delineado la figura categóricamente criminal de los delincuentes, heréticos; han obrado con alevosía, con ventaja, con premeditación; nadie puede atenuar esta monstruosidad. Habéis, pues, salido del pueblo para castigar este crimen; vosotros sois el Jurado del Pueblo, venís de los talleres y del campo, y no es posible que la Nación piense que de esos talleres, de esos campos donde siempre la figura de Alvaro Obregón ha de ser una enorme protección y una bandera para las masas oprimidas, van a salir en este instante solemne y tremendo para la Nación, conmovida de angustia y de cólera, ¿por qué no ha de decirse? y de indignación; no es posible pensar que con vuestras manos callosas vayáis a recoger una piedra cada uno de vosotros para formar ese pedestal de que hablara el licenciado Sodi, no para León Toral, sino para el negro asesinato de los grandes hombres de la Patria. (Nutridos aplausos.)