Indice de Adivinos y oráculos griegos de Robert Flacelière Presentación de Chantal López y Omar Cortés Capítulo segundo. La adivinación inspiradaBiblioteca Virtual Antorcha

Adivinos y oráculos griegos

Robert Flacelière

Capítulo primero
La adivinación por los signos


Cicerón escribe al comienzo de su tratado Sobre la adivinación:

Constituye una antigua creencia, que se remonta hasta los tiempos heroicos y que se halla confirmada por el sentimiento unánime del pueblo romano y de todas las naciones, que existe entre los hombres una cierta facultad de adivinación. Los griegos la llamaban mantike, es decir, el presentimiento, la ciencia de las cosas futuras, ciencia sublime y provechosa, por la cual la naturaleza humana alcanza su máxima cercanía con la potencia divina. En esto, como en muchas otras cosas, nosotros hemos mejorado a los griegos, ya que hemos dado a esta facultad superior un nombre tomado de la divinidad: divinatio, mientras que los griegos, según la interpretación de Platón, le hallaron uno en la palabra furor (manía, de donde viene la palabra mantike). Lo seguro es que no veo ninguna nación, por ilustrada y sabia o por grosera y bárbara que sea, que no crea en una revelación del porvenir y que no reconozca a algunos la facultad de predecirlo.

La adivinación, según Cicerón, sería, pues, la revelación del porvenir, la ciencia de las cosas futuras. ¿Podemos aceptar esta definición?

Ante todo, sería necesario distinguir entre las cosas futuras aquellas que la ciencia humana puede conocer de antemano por sus propios medios. Cuando un astrónomo predice un eclipse -como lo hizo ya Tales de Mileto en el siglo VI a. C.- no se entrega a la adivinación, pues su previsión de las posiciones respectivas del Sol, de la Luna y de la Tierra en una fecha determinada se basa excÍusivamente en su conocimiento del movimiento de esos astros y en el cálculo, y no en una revelación o en una intuición irracional.

Por otro lado, ¿puede decirse que la adivinación consiste únicamente en el conocimiento sobrenatural del porvenir? Esta es, en efecto, su función esencial, puesto que habitualmente se consulta a los adivinos y los oráculos con respecto al porvenir. No era raro, sin embargo, que se los interrogase también sobre el pasado o sobre el presente. En el Edipo Rey de Sófocles, Edipo envía a Creón a consultar el oráculo de Delfos para preguntarle qué conviene hacer en el presente para liberar a Tebas del flagelo de la peste. Creón trae la respuesta de Apolo: el dios ordena castigar al que mató al rey Layo, pues es él quien causa la peste. Entonces Edipo consulta al adivino Tiresias y le pide que emplee todos los recursos de su arte para revelarle ese secreto del pasado: ¿quién mató a Layo?

En el caso de Edipo Rey y en muchos otros, la adivinación estaba ligada a la práctica de las expiaciones, las purificaciones y los exorcismos, que los griegos designaban mediante una palabra de origen médico que significa purga: la catártica. Esta práctica tenía por objeto proteger de las consecuencias de una antigua falta a las colectividades -como el caso de la ciudad de Tebas, en el Edipo Rey- o a los individuos -como el caso de Orestes en las Euménides de Esquilo-. Cuando se buscaba en las tinieblas del pasado esa falta, ignorada por el mismo culpable y que debía ser la causa de su mal presente, ¿no puede decirse que la adivinación unida a la catártica presagiaba los métodos modernos del psicoanálisis un poco a la manera como la astrología ha precedido a la astronomía?

Para tomar en cuenta también esas frecuentes consultas relativas al pasado, y sobre todo al presente, diremos que la adivinación es el conocimiento sobrenatural de lo incognoscible.

Como observa Cicerón, la palabra latina divinatio indica claramente que la actividad significada por ese término se halla en estrecha relación con las cosas divinas, con la religión, y también que constituye una parte esencial de ésta, ya que la etimología de la palabra la hace apta para designar el conjunto de las cosas religiosas. En efecto, la adivinación supone ante todo la creencia en una Providencia que cuida del hombre y consiente en ayudarlo revelándole lo que ignora.

En general, cuanto mayor era el espíritu religioso de los antiguos tanto mayor era la importancia que otorgaban a la adivinación. Bouché-Leclercq ha llegado a decir que:

La adivinación es quizás lo que había de más vivo en la religión de Grecia y de Roma.

En efecto, ella intervenía sin cesar en la vida cotidiana, tanto de los simples particulares como de los hombres de Estado. En lo que concierne a estos últimos, el ejemplo más significativo es, sin duda, el del ateniense Nicias, cuya biografía nos dejó Plutarco. He aquí cómo resume su vida Fustel de Coulanges en La Ciudad Antigua, colocándose justamente en nuestro punto de vista:

Nicias pertenecía a una familia importante y rica ... El pueblo ateniense delibera sobre la expedición a Sicilia. Nicias sube a la tribuna y declara que sus sacerdotes y su adivino anuncian presagios contrarios a la expedición. Es cierto que Alcibíades tiene otros adivinos que emiten oráculos opuestos. El pueblo está indeciso. Irrumpen hombres que llegan de Egipto; han consultado al dios Amón, que comienza ya a estar muy en boga, y trasmiten este oráculo: Los atenienses se apoderarán de todos los siracusanos. El pueblo se decide inmediatamente por la guerra. Nicias, muy a su pesar, dirige la expedición. Antes de partir, ofrece un sacrificio, según la costumbre. Lleva consigo, como hace todo general, un grupo de adivinos y sacrificadores ... Pero tiene poca esperanza. ¿Acaso la desgracia no ha sido anunciada por suficientes presagios? Los cuervos han dañado una estatua de Palas, un hombre se ha mutilado sobre un altar y la partida se ha producido durante los días nefastos de las Plinterias. Nicias sabe muy bien que esa guerra será fatal para él y para su patria. Durante todo el curso de la campaña se lo ve temeroso y circunspecto; casi nunca osa dar la señal de un combate ... No es posible tomar a Siracusa, y después de sufrir crueles pérdidas es necesario decidirse a volver a Atenas. Nicias prepara su flota para el retorno: el mar todavía está libre. Pero se produce un eclipse de Luna. Nicias consulta a su adivino. Éste responde que el presagio es adverso y que es necesario esperar aún tres veces nueve días. Nicias obedece y pasa todo ese tiempo en la inacción, ofreciendo grandes sacrificios para aplacar la cólera de los dioses. Durante ese tiempo, los enemigos le cierran el puerto y destruyen su flota. No queda más remedio que retirarse por tierra, cosa imposible; ni él ni ninguno de sus soldados escapa de los siracusanos. ¿Qué dijeron los atenienses ante la noticia del desastre? Conocían la valentía personal de Nicias y su admirable constancia. Tampoco pensaron en reprocharle que siguiera los dictados de la religión. Solo hallaron una cosa que reprocharle: haber llevado consigo un adivino ignorante. Pues el adivino se había engañado sobre el presagio del eclipse de Luna; él habría debido saber que, para un ejército que quiere emprender la retirada, la luna que oculta su luz es un presagio favorable.

Este ejemplo muestra claramente qué importancia tenía la adivinación para la conducción de los ejércitos y la política de los Estados aún a fines del siglo de Pericles, en una época en que, sin embargo, la fe religiosa había disminudo sensiblemente, después de las críticas de tantos filósofos y sofistas. En la época arcaica, en los siglos VII y VI, y hasta la primera mitad del siglo V, las cosas eran muy diferentes; basta hojear a Heródoto para darse cuenta de la importancia casi increíble que tenían por entonces los oráculos en la historia de Grecia y de los Bárbaros.

Cicerón, en el mismo tratado Sobre la adivinación que ya hemos citado, distingue dos especies de profecías: una, la que se debe al arte; la otra, a la naturaleza. En realidad, Cicerón se inspira aquí en la distinción platónica entre la adivinación inductiva o artificial (éntekhnos, technike) y la adivinación intuitiva o natural (dtekhnos, adídaktos).

La primera se basa en la observación de los fenómenos percibidos por el adivino; ella es, dice Platón, la indagación del porvenir por medio de las aves y otros signos; se trata de una actividad sana y racional en su método, aunque se apoye, evidentemente, en supuestos irracionales. La segunda, por el contrario, consiste en una especie de locura (manía en griego, furor en latín) o de éxtasis, en una posición divina y es la de los profetas y profetisas: Sibilas, Pitias, Báquides, a quienes se considera directamente inspirados por la divinidad sin la mediación de ningún signo sensible. Esta última es, pues, una actividad totalmente sobrenatural, tanto en sus principios como en su modo y en sus efectos. Esta segunda forma de adivinación es, para Platón, con mucho, la más elevada, y solo a ella se le aplica, etimológicamente, la palabra mantike, emparentada con manía.

Sin embargo, la mantike en sentido amplio también comprende la adivinación inductiva, que es igualmente muy antigua, ya que fue practicada por los grandes videntes de la edad heroica (los mánteis o adivinos).

Comenzaremos por describir los métodos de la adivinación inductiva. y trataremos en el capítulo siguiente los de la adivinación propiamente inspirada.

Entre los hechos observables aquellos que parecían extraordinarios y prodigiosos debían llamar primero la atención de los hombres y pasar por los signos más manifiestos de la voluntad de los dioses. En efecto, los adivinos homéricos fundan, por lo común, sus afirmaciones en prodigios (térata). Basta leer la Ilíada o la Odisea para encontrar un buen número de ellos. No citaré más que un ejemplo.

Mientras los jefes griegos hacen un sacrificio en Aulis, antes de embarcarse para Troya, una serpiente sale de bajo un altar y devora a nueve gorriones pasados sobre un plátano (ocho pichones y la madre); cuando termina de comerse los gorriones, la serpiente se convierte en piedra. De inmediato Calcas, adivino oficial del ejército, eleva su voz:

¿Por qué permanecéis mudos. Aqueos de largos cabellos? El sabio Zeus nos ofrece este gran presagio, anuncio de un tardío y lejano porvenir, presagio que será memorable por siempre. Así como la serpiente se ha comido a los gorriones pequeños y a su madre -nueve en total, contando a ésta más los ocho pichones-, del mismo modo combatiremos nosotros igual número de años y luego, el décimo, tomaremos la gran ciudad.

Cicerón no halla dificultad en presentar aquí objeciones racionalistas:

¿Por qué en estos gorriones Calcas ha hallado el número de años y no el de meses o días? ¿Por qué su predicción se funda en esos pichones cuya muerte no es un prodigio? Nada dice, en cambio, soble la serpiente, que es transformada en piedra por un prodigio increíble. Finalmente, ¿qué relación hay entre gorriones y años?

Las observaciones anteriores desconocen totalmente lo que era a los ojos de los griegos de la época más antigua el verdadero carácter de los prodigios, carácter que ha sido muy bien aclarado por varios sabios, principalmente por J. Bayet.

La creencia en presagios de este tipo debe ser explicada por una supervivencia de la mentalidad primitiva, anterior a la constitución de la mitología politeísta y antropomórfica. Es por una verdadera magia por lo que los actos extraordinarios de los animales (que fueron adorados como dioses durante largo tiempo) determinan lo que se producirá entre los hombres. El presagio maravilloso no es, pues, solamente el signo de lo que será, sino que es ante todo y sobre todo su causa; hay un lazo fatal, imposible de desatar por ningún conjuro religioso, entre el presagio y su cumplimiento. Pero esta concepción antigua y prelógica está encubierta, en la mayoría de los textos, por la manifestación de un estado de espíritu más reciente.

En la poesía épica, los adivinos disponen fácilmente de prodigios que solo tienen que interpretar. Pero en la vida cotidiana, aquéllos eran más raros, no obstante lo cual no debían faltar para responder a todos los interrogantes que se les planteaban. A falta de prodigios, se contentaban, pues, por lo general, con simples signos (semela) es decir, fenómenos naturales y ordinarios, interpretados como si hicieran conocer la voluntad de los dioses de acuerdo con un simbolismo, un lenguaje convencional del cual solo los adivinos conocían la gramática y las leyes.

El instinto de los animales, por su seguridad y su fijeza, era considerado como una fuerza divina. No hay que olvidar, además, que la mayoría de los animales fueron adorados primitivamente como dioses, antes de ser adscritos como atributos a dioses antropomórficos, y ello no solamente en Egipto, sino también en Grecia: el águila de Zeus, el lobo de Apolo, la osa de Artemisa, la lechuza de Atenea nos recuerda la época antigua, en la que cada uno de esos animales fue en sí mismo objeto de culto.

La Tierra y el Agua, madres comunes de todos los seres, eran consideradas en Grecia como las fuentes primordiales de la adivinación: veremos que la Tierra divinizada (Gát) precedió a Apolo en el sitial profético de Delfos, y que la Pitia, antes de vaticinar, bebía agua de la fuente Cassotis. Sin embargo, debemos aclarar que los adivinos solo muy raramente interpretaban los signos sumunistrados por el comportamiento de los animales terrestres o acuáticos.

Entre los animales terrestres, la serpiente, a la que hemos visto comer los gorriones en el prodigio explicado por Calcas, reaparece en los santuarios de Apolo y de su hijo Asclepios (Esculapio), por ejemplo en Epidauro, donde la adivinación por incubación estaba al servicio de la medicina, según veremos. El lagarto tenía aptitudes mánticas que fueron utilizadas por ciertos adivinos, y por eso, sin duda, figura junto al dios profeta por excelencia, Apolo, quien recibía el apodo de Sauróctono, es decir, matador de lagartos. La rata, la comadreja y el murciélago también servían para la adivinación, pero de manera muy excepcional.

En cuanto a los peces, no eran utilizados para tales fines en la Grecia propiamente dicha, sino solo en los países tardíamente helenizados, como Siria o Licia. El seudo Luciano nos informa que en Hierápolis, Siria, sede de un oráculo famoso, se alimentaba en un lago a gran cantidad de peces sagrados de todo tipo. Y Plutarco escribe en su tratado Sobre la inteligencia de los animales:

He oído decir que en Sura, burgo de Licia, hay personas encargadas del examen de los peces, como en Grecia las hay para el de las aves, y el estudio de sus evoluciones, de la manera en que huyen o se persiguen constituye una especie de arte o ciencia.

Pero nada semejante existió en Grecia misma, y Plutarco expresa sin duda el sentimiento general de sus compatriotas al escribir:

Los peces, que son mudos, están privados de luces proféticas. Relegados a una morada que los dioses odian, habitan allí donde se extingue toda razón y toda inteligencia del alma.

En cambio: he aquí cómo habla de los pájaros, en la misma obra:

En la ciencia del porvenir, la parte más considerable y la más antigua es la que se llama la ciencia de los pájaros. Éstos, gracias a su rapidez, a su inteligencia, a la justeza de las maniobras con las cuales revelan estar atentos a todo lo que impresiona la sensibilidad, se ponen al servicio de la divinidad como verdaderos instrumentos de ésta. Ella les imprime diversos movimientos y les arranca gorjeos y gritos. Tan pronto los mantiene suspendidos como los lanza con impetuosidad, sea para interrumpir bruscamente ciertos actos o decisiones de los hombres, sea para concurrir a su realización. Por ese motivo Eurípides llama a los pájaros mensajeros de los dioses.

El texto citado nos suministra la razón del prestigio de los pájaros, habitantes del cielo y, por ende, más cercanos a los dioses celestes como Zeus y su hijo Apolo, que siempre fueron considerados en Grecia como los más inclinados a revelar a los hombres su volutad y los acontecimientos futuros. Nos muestra también los principales elementos que constituyen el arte de la ornitomancia (adivinación por los pájaros), a saber: el estudio del vuelo y del grito de las aves, a lo que hay que añadir la determinación de la especie.

Había, en efecto, pájaros que eran favorables por naturaleza y otros que eran siempre de siniestro presagio. Pero algunos eran de buen o mal augurio según las personas que los percibían y según las circunstancias. La lechuza, por ejemplo, era de mal augurio para todo el que no fuera ateniense. Para los atenienses, en cambio, era propicio, yá que se trataba del ave de Atenea.

El vuelo revestía particular importancia. Ante todo, si el pájaro aparecía a la derecha de un observador colocado de frente al Norte, es decir, si se lo veía a Oriente, que es la derecha del mundo, era un primer indicio favorable. Se daba el caso contrario si aparecía en el Oeste, es decir, a la izquierda (de ahí el significado de siniestro, cuyo sentido original era izquierdo) . El vuelo alto y con las alas ampliamente desplegadas era propicio; en cambio, el vuelo bajo y caprichoso, con batidos irregulares de las alas, era desfavorable. Los griegos, más sutiles que los romanos, distinguían incluso la actividad (enérgeia) y el asiento (hédra) del pájaro, pero resulta difícil ver exactamente qué entendían por todo ello.

En cuanto al grito, su intensidad y su frecuencia tenían asimismo significaciones variadas.

Todos los pájaros, empezando por los de presa, eran capaces de suministrar presagios, y su mismo nombre (oiónós, órnis) acabó por adquirir el significado de presagio. Pero poco a poco se fue operando una selección, y se llegó a considerar como especialmente fatídicas a cuatro especies: el águila y el buitre de Zeus, el cuervo de Apolo y la corneja de Hera.

Sin embargo, la ornitomancia, muy en boga en los tiempos homérico y arcaico, parece haber sido un poco abandonada en los tiempos clásicos, en favor de otros métodos.

El hombre, ser libre e inteligente, habla u obra a veces de manera involuntaria o inconsciente: en tales casos, también él puede ser considerado, al igual que los pájaros, como impulsado por la voluntad divina, y esta parte de la adivinación inductiva, que anuncia de alguna manera la adivinación intuitiva, no es, por cierto, la menos curiosa.

Todo dicho -escribió Bouché-Leclercq-, toda frase, palabra aislada o exclamación oídos por un hombre preocupado por una idea ajena al que habla, puede convertirse, para quien la oye, en un signo profético que los griegos llamaban una Klédón. Es una asociación imprevista, una consonancia fortuita que puede contener una advertencia providencial. Esta especie de presagio es tanto más verídica cuanto que el sujeto que habla es menos capaz de cálculo, por ejemplo, cuando se trata de niños.

La cledonomancia se dedica especialmente a la interpretación etimológica de las palabras, por la cual los griegos siempre tuvieron una acentuada propensión, y en particular de los nombres propios. Así, Heródoto cuenta que cuando el rey de Esparta Leotíquidas se disponía a librar la batalla de Micala, un diputado de Samos le dirigió una extensa arenga:

Sea que tuviese el deseo de oír una Klédón, sea que estuviese inspirado por alguna divinidad, Leotíquidas le hizo esta pregunta: ¡Ohl, mi huésped samio, ¿cuál es tu nombre?, Hegesístrato, respondió aquél (su nombre significa guía del ejército). A lo cual el espartano, temeroso de que el samio quisiese agregar alguna palabra (lo que hubiera podido destruir el efecto del presagio), se apresuró a responder: Hegesístrato, acepto el augurio, y retuvo a Hegesístrato para que navegara con él, hallando su nombre de feliz presagio.

En su Vida de Alejandro, Plutarco nos cuenta que el conquistador quiso consultar a Apolo antes de emprender su expedición, para lo cual se trasladó a Delfos. Pero llegó a la ciudad en uno de esos días llamados nefastos, durante los cuales estaba prohibido emitir oráculos. No obstante esto, Alejandro mandó a buscar a la profetisa.

Como ella se negara a acudir al templo e invocara la ley, Alejandro la tomó de los hombros y quiso arrastrarla por la fuerza. Ella le dijo entonces, como vencida por su impetuosidad: Tú eres invencible, hijo mío. Al oír estas palabras, Alejandro declaró que no tenía necesidad de otra profecía, pues ya había obtenido el oráculo que quería de ella.

Esta creencia en los Klédónes se vincula, evidentemente, con la que atribuye a las palabras, felices o funestas, una influencia intrínseca: en las ceremonias religiosas estaba prohibido blasfemar, es decir, pronunciar ninguna palabra de mal augurio; era necesario decir solamente palabras propicias o, para mayor seguridad, callarse (euphemein).

Aun los mismos oráculos no daban a sus clientes sino respuestas cledonísticas. Pausanias nos informa que había en Farai, en Acaya, un oráculo de Hermes Agoraios:

Ante la estatuta del Hermes barbudo se encuentra un hogar, alrededor del cual se colocan lámparas de bronce. El que quiere consultar al dios debe llegar hacia el anochecer, quemar incienso en el hogar, luego, después de verter aceite en las lámparas y de haberlas encendido, colocar sobre el altar, a la derecha de la estatua, una moneda del lugar y aproximarse finalmente a la estatua del dios para decirIe al oído la cuestión que le interesa; después de lo cual abandona el lugar tapándose las orejas. Una vez fuera de la plaza pública, quita sus manos de las orejas y la primera voz que oye es la respuesta del oráculo.

La verdad -suele decirse- está en boca de los niños, porque éstos son menos capaces de reflexión que el hombre adulto. El primer epigrama de Calímaco nos muestra a un hombre consultando a Pítaco de Mitilene, uno de los siete sabios de Grecia, para saber a quién debía elegir como mujer: a una joven de su medio social o a otra más rica y más noble que él. Pítaco le mostró a unos niños que jugaban al trompo cerca del lugar, en una encrucijada, y le dijo:

Mira, ellos te enseñarán lo que debes hacer. El hombre se acercó al grupo infantil y oyó que un niño le decía a otro: Conserva tu línea. Comprendió entonces el consejo que le daba el niño y se guardó de buscar el matrimonio con la mujer rica.

El famoso Tolle, lege de las Confesiones de San Agustín es un oráculo cledonístico del mismo género, emitido por una boca infantil.

No solo las palabras involuntarias, sino también los movimientos o los estremecimientos del cuerpo humano podían servir en ocasiones como presagios, y no solamente las convulsiones de los epilépticos, afectados por el mal sagrado, sino también fenómenos tan comunes como los zumbidos en los oídos (que conserva hasta hoy el mismo sentido que en la Antigüedad) o el estornudo, pues bastaba que un acto fisiológico fuese ajeno a la voluntad para que se lo imputara a la influencia divina.

En el Canto XVII de la Odisea, Penélope hace votos por el retorno de Ulises y el castigo de los pretendientes:

Al oír estas palabras, Telémaco estornudó tan fuerte que los muros resonaron con un eco terrible. Penélope se volvió riendo hacia Eumeo y le dijo al punto estas aladas palabras: ¡Vamos! Ve a buscarnos a ese huésped. Que se lo vea. ¿No has oído a mi hijo estornudar a cada una de mis palabras? ¡Ah!, si fuera la muerte prometida a los pretendientes.

Cuenta Plutarco que antes de la batalla de Salamina, mientras Temístocles ofrecía un sacrificio junto a la nave almirante, condujeron a su presencia a tres jóvenes persas, prisioneros de guerra.

El adivino Eufrantides los percibió y como la llama se había elevado alta y clara por encima de las víctimas, mientras se oía un estornudo a su derecha, lo cual era un presagio, tomó la mano de Temístocles, le ordenó consagrar a esos jóvenes e inmolarlos a Diónisos Omestes: Era -según decía- el medio de asegurar a los griegos la salvación y la victoria.

Muy a pesar suyo, Temístocles debió inmolar a los tres prisioneros.

Jenofonte relata en la Anábasis que acababa de pronunciar un discurso ante los Diez Mil, cuando uno de ellos se puso a estornudar:

Al oír ese ruido, todos los soldados, con un movimiento unánime, adoraron al dios.

Ese estornudo fue considerado, pues, como la aprobación celeste a las palabras del orador.

Se observará que en el pasaje de la Vida de Temistocles que acabo de citar se distingue entre el estornudo oído a la derecha, favorable, y el estornudo oído a la izquierda, de mal presagio.

La adivinación por el examen de las entrañas de animales degollados (hieroscopia o extispicina) no parece haber nacido en Grecia, sino más bien haber provenido de Etruria, pero tuvo un éxito inmenso en la época clásica.

Hubo un tiempo -escribe Alain- en que el hombre se guiaba en sus aventuras por el vuelo de las aves, y sabía prever los lugares en los que había pastos y fuentes por el estómago del ciervo que mataba. La molleja del ave le enseñaba que podía comer granos hasta ese momento sospechosos o mal conocidos, de donde vino la costumbre política de decidir acerca de acciones importantes después de la observación de las entrañas de animales.

Sea cual fuere el origen -discutible- de la hieroscopia, sus principios parecen mucho más complejos que los de la ornitomancia: era necesario admitir que la Providencia no solamente guiaba los movimientos de las aves, sino también que grababa de antemano en las vísceras de los animales las respuestas que quería dar a los hombres. Era necesario admitir, finalmente, que guiaba la elección del sacrificador de manera de hacer que degollara precisamente la víctima que contenía la respuesta apropiada a la pregunta formulada. Pero la fe no se detiene ante tales objeciones, como lo hemos comprobado ya a propósito de la interpretación de los prodigios.

Como el sacrificio era en Grecia el acto religioso por excelencia, las víctimas no faltaban. La hieroscopia utilizaba todas las especies animales, pero sobre todo las cabras, los corderos y los terneros. De igual modo, todas las vísceras podían suministrar indicaciones útiles, pero el hígado tenía una importancia muy especial.

En el hígado hay tres cosas para examinar: los lóbulos, la vesícula biliar y la vena porta. Así, en la Electra de Eurípides, Orestes, antes de matar a Egisto, le asiste en un sacrificio cuyos funestos presagios anuncian el asesinato inminente, Egisto toma de manos de Orestes las vísceras sagradas y las observa. En el hígado falta un lóbulo; la vena porta y los vasos vecinos revelan a sus miradas inquietantes irregularidades. Egisto se ensombrece y Orestes pregunta: ¿Por qué tal aire desolado? Extranjero -responde Egisto- temo caer en una trampa tendida desde afuera, Tengo un enemigo mortal, el hijo de Agamenón, quien está en guerra contra mi casa.

Ese lóbulo del hígado cuya ausencia constituye un presagio particularmente grave es el que la aruspicina latina llamará caput jecoris, la cabeza del hígado. La atrofia o la desaparición de ese lóbulo, presagio de ruina y de muerte, es el más seguro de los signos que suministra el examen de las vísceras: de ese modo fueron advertidos de su fin próximo no solamente Egisto, sino también personajes históricos como Cimón, Agesilao y Alejandro el Grande.

Esa importancia del hígado en la adivinación tuvo dos consecuencias notables: hizo progresar desde muy temprano el conocimiento anatómico de este órgano, e influyó directamente sobre las teorías de Platón y Aristóteles relativas a la adivinación inspirada, y también, de manera más general, sobre sus doctrinas fisiológicas.

Estrechamente ligada a la hieroscopia estaba la piromancia, es decir, la adivinación por el fuego. Ya en la época homérica, cuando la hieroscopia era aún ignorada, los sacerdotes y los sacrificadores, para saber si las víctimas eran o no agradables a los dioses, separaban los muslos y los hacian quemar sobre el altar; observaban entonces la manera como se quemaban y chirriaban las carnes, el brillo de la llama y el aspecto del humo. En el pasaje de la Vida de Temístocles que he citado anteriormente, p. 17, el adivino considera como un índice notable el hecho de que la llama se elevase alta y clara por encima de las víctimas.

En la época clásica, en efecto, el examen de las entrañas era seguido normalmente por la combustión total (holocausto) o parcial de las víctimas. En Olimpia se las hacia hervir en un caldero, como lo atestigua este prodigio relatado por Heródoto:

Ocurrió a Hipócrates, padre de Pisístrato, mientras asistía como simple partícuIar a las fiestas de Olimpía, una aventura totalmente prodigiosa. Había sacrificado las víctimas de práctica, y los calderos estaban preparados, llenos de carne y de agua: pero, sin que se llegara a encender el fuego, se pusieron a hervir y se desbordaron. Quilón de Esparta (uno de los siete sabios), que se encontraba allí por azar y fue espectador del prodigio, dio a Hipócrates el consejo de que no tuviera hijos. Pero aquél no lo tuvo en cuenta y más tarde tuvo a este Pisístrato que fue tirano de Atenas.

Existía también una piromancia vegetal, que estuvo muy en boga entre los pitagóricos, con exclusión de los sacrificios de animales, pues se sabe que eran hostiles a toda efusión de sangre. Se observaba el humo del incienso, las crepitaciones del laurel y de la harina de cebada en las llamas, por ejemplo, en Delfos.

Los métodos de adivinación por medio de objetos inanimados son casi infinitos en número. Solo mencionaré la adivinación por el agua, los espejos y los árboles.

El agua, ya que no los peces que la habitan, poseía a los ojos de los griegos importantes virtudes sobrenaturales. Las fuentes y los ríos eran considerados como divinidades, por lo general bienhechoras y dotadas de una infalible clarividencia. En Homero, los dioses del Olimpo juran por el agua de la Estigia, que pierde a los perjuros. El agua bebida por los profetas es, como veremos, un poderoso elemento de inspiración. Pero ya la adivinación inductiva utiliza la hidromancia.

En Siria, en el impresionante lugar del circo de Afka, en las fuentes del Nahr Ibrahim (el antiguo TÍo Adonis), allí mismo donde Maurice Barres creyó oír el eco insensato de las plañideras que lloraban la muerte de Adonis, había un templo de Afrodita, diosa amante del joven.

Cerca del templo -dice Zósimo- se encuentra un estanque. Los que van a adorar a Afrodita llevan presentes de oro y plata, telas de lino, bisos y otras materias preciosas. Si estos presentes son aceptados, los paños y los objetos pesados van al fondo; por el contrario, si son rechazados, se ve flotar los paños y aun todo lo que está hecho de oro, plata y otras materias bastante pesadas como para no poder flotar naturalmente.

Fue así como los palmiranos lueron advertidos de la ruina próxima de su poderío.

Pausanias nos informa que en el santuario de Deméter, en Patras, había una fuente que constituía un oráculo infalible para los enfermos que iban a consultar a la diosa:

Se ata un hilo a un espejo y luego se lo hace descender teniendo cuidado de que no penetre en el agua de la fuente, sino solamente que roce su superficie. Luego, después de haber elevado plegarias a Deméter y haber quemado incienso, se mira en el espejo.

En este caso, el espejo no parece ser más que un accesorio destinado a revelar la virtud mágica del agua.

Hay dos tipos de adivinación propiamente dicha por medio de los espejos, o catoptromancia, según dice A. Delatte:

Una de ellas no apela a ninguna fuerza sobrenatural y se contenta con utilizar la virtud, en cierto modo mágica, que poseen las superficies resplandencientes de favorecer la adivinación al estimular la imaginación; a este género pertenece el método parodiado por Aristófanes en Los Acarnienses, donde Lámaco dice a su esclavo: Tú, vierte aceite en el escudo; sobre el bronce veo a un viejo que será perseguido por cobardía. El otro tipo de catoptromancia tiene un carácter religioso y demonológico muy claro, y utiliza invocaciones a Dios y a los demonios; con el correr de los tiempos debía alcanzar un éxito mucho más considerable que el primero.

La Tierra, como el Agua, ya lo he dicho, es una fuente primordial de revelación, y seguramente al culto de la Tierra, que nutre tanto a los hombres como a las plantas, se vincula la adivinación por los árboles. En Delfos, la Tierra divinizada, que fue la primera profetisa, antes de Apolo, tenía una estatua cerca de la cual se elevaba un árbol de bronce. Pero las mismas palabras de adivinación por los árboles evocan ante todo y sobre todo las encinas oraculares de Dodona.

Ese oráculo, conocido ya por Homero, pasaba por ser el más antiguo de Grecia. En el Epiro, país frío y ventoso, barrido por frecuentes tempestades, al pie del monte Tomaros, los pelasgos, antecesores de los griegos, creían oír la voz misma de Zeus en el murmullo de las encinas agitadas por el viento. Con Zeus estaba asociada la diosa Dione, idéntica a la Tierra. Las sacerdotisas de Dione, las pléyades, y los sacerdotes de Zeus, los selos, eran los ministros del oráculo. En la Iliada se caracteriza a los selos por dos epítetos cuyo significado indica que se acostaban en el suelo y no se lavaban jamás los pies.

En Dodona -escribe un mitógrafo-, había una encina consagrada a Zeus, y en esta encina había un oráculo cuyas profetisas eran mujeres (las pléyades). Los consultantes se acercaban a la encina y ésta se agitaba un instante, después de lo cual las mujeres tomaban la palabra y decían: Zeus anuncia tal o cual cosa.

Nuestra curiosidad no se satisface con una noticia tan breve. ¿Por cuáles procedimientos interpretaban las pléyades los movimientos del follaje? Puesto que Platón, al hablar en el Fedro del delirio profético, coloca en el mismo plano a la Pitia de Delfos y a las profetisas de Dodona, es muy probable que éstas unieran a la interpretación del signo una inspiración interior y, por consiguiente, combinaran la adivinación intuitiva con la adivinación inductiva.

Pero, como en todos los grandes oráculos de Grecia, en Dodona se practicaron diversos métodos, sucesiva y a veces hasta simultáneamente. Es indudable que los selos profetizaban interpretando los sonidos del bronce, ya que Calímaco los llama servidores de la vasija que nunca calla. Por lo demás, las tradiciones son divergentes. Se nos habla de muchas vasijas de bronce suspendidas unas junto a otras: cuando una de ellas chocaba con otra, impulsada por el viento, prolongaban indefinidamente el sonido así producido. Pero también se hace mención de un instrumento más perfeccionado, ofrecido por los corcirios: dos columnitas cercanas soportaban, una de ellas una vasija de bronce, y la otra la estatuilla de un niño que tenía en la mano un látigo formado por tres cadenitas de bronce guarnecidas de botones metálicos; estas cadenitas agitadas por el viento, golpeaban contra la vasija.

Este método del bronce está emparentado con el anterior, el de la encina, en el sentido de que es también acústico y pone a contribución el efecto del viento: por el oído los ministros del oráculo perciben la voz de Zeus, que hace sonar el follaje o el bronce. En una época posterior, Cicerón da testimonio del uso de otro método mUY diferente y del cual hablaremos pronto, el de la adivinación por las suertes o cleromancia.

Las célebres excavaciones de Carapanos, en el siglo anterior, y las que se han ejecutado más recientemente en Dodona han sacado a luz gran cantidad de laminillas de plomo que los consultantes entregaban a los ministros del oráculo después de haber grabado, o hecho grabar en ellas, con un punzón, sus preguntas. Entre ellas se encuentra el recuerdo de algunas consultas públicas hechas por ciudades. Por ejemplo, los corcirios preguntan a Zeus Naios y a Dione a cuáles dioses deben dedicar sacrificios y plegarias para mantener entre ellos la concordia civil. Encontraremos todavía en Delfos y en otros santuarios este tipo de consulta puramente religiosa, que no apelaba a la presciencia del oráculo. Pero la mayoría son de particulares, quienes plantean las preguntas más triviales para conservar o recuperar la salud (la de ellos o la de sus allegados) o la prosperidad de sus negocios. Hay una pregunta que es totalmente fútil:

Agis pregunta a Zeus Naios y a Dione, si sus mantas y almohadas las ha perdido el mismo o si las ha robado alguien de afuera.

Hay otra que es mucho más grave:

Lisanias pregunta a Zeus y a Dione si el hijo del que Nila está encinta es de él.

La respuesta del dios a veces parece inscrita en el dorso de la pregunta, pero en las laminillas encontradas es casi siempre indescifrable. En una se ve, sin embargo, que el dios recomienda a un hombre que vacilaba sobre la elección de un oficio, que ejerciera el de su padre, a saber, la pesca.

No solamente en Dodona, sino en la mayoría de los santuarios oraculares de Grecia, y en el mismo Delfos, como veremos, se practicaba la cleromancia o adivinación por las suertes. Esto es fácil de comprender si se tiene presente que el echar suertes, a los ojos de los antiguos, no manifiesta el capricho del azar, sino la voluntad misma de los dioses. En el Canto VII de la Ilíada, por la suerte se designa a aquél de los jefes aqueos que deberá recoger el desafío de Héctor, y los aqueos ruegan a los dioses que elijan al mejor. Posteriormente, en Atenas, y también en otras ciudades sin duda, la mayoría de los magistrados son elegidos por la suerte. Hasta se han encontrado en Atenas varios aparatos destinados a echar suertes para la designación de magistrados o jueces, los kléroteria mencionados por Aristóteles en su Constitución de Atenas.

Los métodos clerománticos estaban tan difundidos que dieron origen a ciertas palabras que adquirieron luego el sentido más general de profetizar: así, el verbo anairéo, empleado constantemente al hablar de las respuestas de la Pitia, significaba originariamente agitar, echar suertes.

La cleromancia se practicaba por medio de dados, de huesecillos o de habas. En el Ática, en el santuario de Skiron, consagrado a Atenea Skiras, los oráculos eran obtenidos mediante dados.

Los fenómenos atmosféricos, los metéora daban evidentemente signos de la voluntad de los dioses, en especial de Zeus, dios de la atmósfera y del cielo. El trueno es el mayor presagio, el que anula o confirma a todos los otros. En la Ilíada, Zeus estimula alternativamente a los héroes griegos o troyanos lanzando a la derecha de ellos el rayo. También la lluvia proviene de Zeus y es considerada como un signo de su voluntad, un diosémeion.

Por encima de las nubes y de todos los fenómenos de la atmósfera están los astros. La astrología fue introducida en Grecia desde el exterior, de Oriente. Sus complicadas leyes y su abrumador fatalismo no parecen estar en armonía con el espíritu griego. Sin embargo, los griegos estaban preparados por dos motivos para aceptarla.

Ante todo, los griegos tuvieron desde muy remota época supersticiones astrales. Sirio, el perro de Orión, es para Homero un astro de mal presagio. Los espartanos evitaban salir de campaña antes del plenilunio, y ésta es la razón, según parece, de que llegaran a Maratón después de la batalla.

En segundo lugar, la astrología tiene estrechas relaciones con la astrolatría, es decir, con el culto de los astros considerados como dioses. Ahora bien, hubo toda una corriente del pensamiento griego, tributario de Oriente por lo demás, a través de los pitagóricos y de Platón, que admitía la mística astral, y que consideraba a los cuerpos celestes como los dioses más antiguos que haya adorado la humanidad.

Sin embargo, solo con las conquistas de Alejandro penetraron profundamente en Grecia las creencias de los caldeos. El principio básico de la astrología es que el mundo forma un organismo cuyas partes son estrechamente solidarias, y el hombre -que es un microcosmos- sufre sin cesar la influencia que emana del universo entero, del cosmos, cuya marcha está inscrita en el curso de los astros. De ahí la importancia del horóscopo, es decir, de la determinación del punto del zodíaco que emerge por encima del horizonte en el momento del nacimiento.

F. Cumont escribe:

Antes del advenimiento del cristianismo, la astrología no tuvo más adversarios que los que negaban la posibilidad de toda ciencia, es decir, los escépticos radicales y los neoacadémicos del tipo de Carnéades. En el siglo III de nuestra era, en la corte de los Severos, el que hubiese negado la influencia de los planetas habría pasado por más insensato que quien la admitiera hoy en día.

Es sabido que en nuestra lengua quedan aún rastros de la creencia en la astrología en palabras como lunático y saturniano.

Quizá sería conveniente evocar la figura de algunos adivinos griegos, por ejemplo de Calcas, de Anfiarao, el rey profeta, o de Tiresias, el anciano ciego ligado a la leyenda de Edipo.

Pero se trata de adivinos legendarios. Entre los personajes históricos, citemos solamente a Megistias de Acarnania, del que nos habla Heródoto. Formaba parte, como adivino, del pequeño grupo de hombres resueltos que, bajo la conducción de Leónidas, esperó a los persas en las Termópilas, en el 480 a.C. Cuando los bárbaros rodearon el desfiladero, Megistias, después de la inspección de las víctimas, fue el primero en anunciar a los griegos que la muerte los esperaba al alba. Leónidas despidió entonces a los aliados y también a Megistias para que no pereciese con él. Megistias hizo partir a su hijo único, que servía en el ejército, pero se negó a alejarse él mismo y pereció en su puesto de combate. El poeta Simónides compuso e hizo grabar sobre su tumba este epitafio:

Este monumento cubre al ilustre Megistias, que cayó bajo los golpes de los medos en las orillas del Esperquio. Como era profeta, percibió claramente su destino próximo, pero no quiso abandonar a los jefes de Esparta.
Indice de Adivinos y oráculos griegos de Robert Flacelière Presentación de Chantal López y Omar Cortés Capítulo segundo. La adivinación inspiradaBiblioteca Virtual Antorcha