Indice de Adivinos y oráculos griegos de Robert Flacelière Capítulo tercero. El oráculo de Delfos Capítulo quinto. Adivinación y filosofíaBiblioteca Virtual Antorcha

Adivinos y oráculos griegos

Robert Flacelière

Capítulo cuarto
Adivinación y política


La actitud de la Pitia durante las guerras médicas, como hemos recordado antes, muestra bien a las claras en qué medida el oráculo de Delfos corría el riesgo de verse implicado y, por consiguiente, comprometido en todas las vicisitudes de la diplomacia y la guerra. En efecto, se lo consultaba en todos los problemas graves y, particularmente, en lo relativo a la política de las ciudades. Aunque hubiese sido absolutamente imparcial en todas las circunstancias, lo mismo se habría sospechado que favorecía a tal Estado o a tal grupo de Estados en lugar de otro. Ahora bien, lo que sabemos de la historia de la Grecia antigua no nos insta en modo alguno a creer en la imparcialidad del oráculo.

Es menester destacar también que en la Antigüedad no se tenía la menor idea de nuestra distinción actual entre lo espiritual y lo temporal: los sacerdotes, los sacrificadores, los profetas, etc., eran magistrados y funcionarios del Estado con igual título que los estrategas o los recaudadores. En la época moderna, en que esa distinción entre los dos dominios es admitida al menos teóricamente, también es sabido cuán sutil y fácil de franquear es la frontera entre uno y otro. En la Antigüedad no existía siquiera ese límite ideal.

Hubo, pues, una verdadera interpretación de la política y la religión, la cual se revela principalmente a propósito de la adivinación. En efecto, sobre todo a través de los oráculos la religión se inmiscuía en la política, y ello de una manera natural e inevitable.

En las épocas de fe profunda y general, es decir, en Grecia hasta el tiempo de los sofistas, que aparecen hacia mediados del siglo V, se disciernen ya muchos indicios de esa interpenetración de la que acabamos de hablar. Esos indicios se multiplicaron cuando la fe religiosa solo conservó toda su fuerza en el pueblo, y los oráculos, verdaderos o falsos, se convirtieron para un número cada vez mayor de políticos y de ambiciosos en el medio más eficaz, y a menudo más fácil, de hacer propaganda y de lograr sus fines.

Observemos de paso que, si bien los principales magistrados de la ciudad consultaban los oráculos por intermedio de delegados llamados theoprópoi, también podían, en ocasiones, ir ellos en persona a los santuarios proféticos. Así acostumbraban hacer, según parece, los éforos de Esparta, quienes frecuentaban el oráculo de Pasífae, en Talamai, no lejos de Lacedemonia. Plutarco, en efecto, en sus Vidas de Agis y de Cleómenes, cuenta lo siguiente:

Uno de los éforos, acostado en el santuario de Pasífae (donde la revelación se producía por incubación, como en Epidauro), tuvo un sueño extraordinario. Soñó que, en la sala donde los éforos se reúnen para administrar los asuntos públicos, un solo asiento estaba en posición normal; los otros cuatro, invertidos. Estupefacto ante esa visión, oyó una voz que salía del templo y proclamaba que eso era ventajoso para Esparta.

El éforo fue a relatar al rey Cleómenes III lo que había visto y oído. Éste se sintió al principio muy turbado, justamente porque tenía el designio de desembarazarse de los éforos y creyó que el magistrado sospechaba de su proyecto y había imaginado ese sueño para sondearlo. Pero cuando se convenció de la sinceridad de su interlocutor, se tranquilizó y, para no hacer mentir al oráculo, realizó el designio anteriormente concebido: hizo masacrar a los éforos y, de los cinco, solo uno escapó de la muerte. Esto ocurría el año 227 a. C.

Desde el siglo VI aparecen algunas inquietantes figuras de cresmólogos, es decir, de esos coleccionistas y buhoneros de oráculos que comerciaban con profecías antiguas o recientes y que eran muy capaces, para satisfacer a su clientela, de modificar sin escrúpulos un oráculo existente o aun de fabricar uno a medida. Heródoto nos habla del ateniense Onomácrito, cresmólogo y compilador de los oráculos de Museo, que fue expulsado de Atenas por Hiparco, hijo de Pisístrato, cuando fue sorprendido en el flagrante delito de intercalar en la recopilación de Museo un oráculo según el cual las vecinas islas de Lemnos desaparecerían en el mar. Hiparco, sin embargo, había estado antes estrechamente ligado a él.

Pisístrato y sus hijos, en efecto, fueron grandes aficionados y coleccionistas de oráculos. Cleómenes, en 510, se apoderó de una recopilación de profecías que les había pertenecido y que contenía, sobre todo, oráculos en los que se predecía que Atenas infligiría terribles golpes a Esparta. ¿La interpolación de Onomácrito había disgustado a Hiparco porque constituía una acción deshonesta o porque contrariaba los designios del gobierno de Atenas sobre las regiones vecinas del Helesponto (los estrechos que jalonaban la ruta del trigo)? Lo ignoramos.

Lo cierto es que Onomácrito, desterrado de Atenas, se dirigió a Susa (al igual que Temístocles más tarde), donde no tardaron en unírsele los Pisistrátidas mismos, expulsados en 510 por los atenienses con la ayuda de los espartanos.

Allí, nos sigue relatando Herodoto, todas las veces que Onomácrito aparecía en presencia del rey de Persia, como los Pisistrátidas hablaban de él en términos elogiosos (lo que significa que el flagrante delito de interpolación había sido perdonado u olvidado), recitaba oráculos. Si hallaba el anuncio de un revés para los bárbaros, lo callaba, y solo elegía lo que era de mejor augurio: por ejemplo, que era conforme al destino que un puente fuese echado sobre el Helesponto por un persa, y anunciaba la marcha de la expedición. Así influyó sobre Jerjes mediante sus oráculos.

En la época en que Pisístrato y sus hijos gobernaban Atenas, la noble y rica familia de los Alcmeónidas se había exiliado y refugiado en Delfos. Supo ganar el favor del sacerdocio délfico mediante oportunos actos de generosidad, por ejemplo, contribuyendo liberalmente a la reconstrucción del templo de Apolo, destruido en 548. Se comprende así fácilmente que la Pitia entregase a los espartanos muchos oráculos instándolos a hacer la guerra a los tiranos de Atenas con el fin de expulsarlos, lo que permitiría a los Alcmeónidas volver a su patria. Parece que los espartanos no tenían ningún deseo de intervenir y que, realmente, solo empujados y forzados por el oráculo emprendieron dicha guerra. Después de un fracaso, el oráculo les ordenó que perseveraran y enviaran una segunda expedición, la que se vio finalmente coronada por el éxito. En 510, los Alcmeónidas entraron en Atenas gracias a la ayuda lacedemonia que les había procurado Apolo Pitio. Vemos en este hecho el asombroso poder del santuario profético por aquella época, pero también comprobamos cuán sensibles eran el sacerdocio délfico y la Pitia a las influencias humanas, a las intrigas políticas y a las generosas donaciones pecuniarias, situación que llevaba en sí, evidentemente, un germen de decadencia.

El ejército espartano que expulsó de Atenas a Hipias estaba comandado por el rey Cleómenes I, quien a continuación se querelló con su colega Demarato. Ahora bien, la legitimidad de Demarato era discutida, ya que en Esparta había todo un partido que sostenía que no era verdaderamente el hijo del rey Aristón.

Como el asunto diera origen a vivas discusiones -informa Heródoto- los espartanos decidieron preguntar al oráculo de Delfos si Demarato era hijo de Aristón. Esta apelación a la Pitia había sido premeditada por Cleómenes, quien entonces ganó a su favor a Cobón, hijo de Aristofantos, personaje muy influyente en Delfos, y Cobón persuadió a la profetisa Perialla a que dijera lo que Cleómenes quería que dijese. Así, cuando los delegados la interrogaron, la Pitia afirmó que Demarato no era hijo de Aristón. Pero luego la intriga fue descubierta. Cobón debió exiliarse de Delfos y la profetisa Perialla fue destituida de su dignidad.

En la Atenas del siglo V, el adivino más conocido y más influyente era Lampón, amigo de Pericles, quien hizo de él, como escribió G. Glotz, un verdadero ministro del culto. Era un personaje oficial y de gran consideración. Ejerció, en particular, las funciones de exégeta, es decir, de intérprete de las leyes y las costumbres religiosas, así como de los oráculos. El decreto ático relativo a la ofrenda de las primicias en Eleusis contenía una enmienda propuesta por Lampón, y es seguro que desempeñó un papel decisivo en esa curiosa tentativa de propaganda política en forma de proselitismo religioso, por la cual Atenas trató, con medios de inusitada dulzura, de hacer admitir por toda Grecia que ella era la verdadera y la única patria del trigo y de la civilización (G. Glotz).

Lampón participó también en otra empresa panhelénica de Perides: la fundación de la colonia italiana de Thóurioi, la nueva Síbaris. Junto al arquitecto Hipódamos de Mileto, encargado de construir la ciudad, el adivino-exégeta tenía evidentemente por función aconsejar a la expedición, velar por que la ciudad fuese fundada con buenos auspicios y celebrar luego los cultos adecuados. Tucídides, por último, cita el nombre de Lampón en primer término entre los atenienses que negociaron y garantizaron la paz de Nicias y luego la alianza con Esparta.

En el capítulo siguiente volveremos a encontrar a Lampón y lo veremos en controversia con el filósofo Anaxágoras, otro amigo de Pericles.

El hecho que provocó la destitución de la Pitia Perialla no fue el único caso en la historia de Esparta en que se recurrió a la adivinación para dirimir un problema de sucesión real vinculado con una paternidad discutida. Agis, rey de Esparta, se había establecido con su ejército en Decelia, en el Ática, cuando su mujer Timaia fue seducida por Alcibíades, quien, desterrado de Atenas, residía por entonces en Lacedemonia. La unión fue descubierta porque, durante un temblor de tierra que sacudió a Esparta en el invierno de 413-412, se vio a Alcibíades salir de la cámara de Timaia. El hijo que trajo al mundo nueve meses más tarde fue llamado Leotíquidas, pero, en secreto, Timaia le dio el nombre de su verdadero padre, Alcibíades. Agis conocía perfectamente su infortunio y no consideraba hijo suyo a Leotíquidas.

Pero, según cuenta Plutarco:

Durante la última enfermedad del rey, Leotíquidas se arrojó a sus pies y lo decidió con sus lágrimas a que lo reconociera como su hijo ante varios testigos. Sin embargo, después de la muerte de Agis, Lisandro, vencedor ya de Atenas y convertido, como consecuencia de ello, en el más influyente de los espartanos, pugnó por elevar a la realeza al hermano de Agis, Agesilao, ya que ella no podía recaer, según afirmaba, en un bastardo como Leotíquidas ...

Ahora bien, había en Esparta un cresmólogo llamado Diopeites, imbuido de viejas profecías y que pasaba por ser sumamente versado en las cosas divinas. Diopeites declaró que Agesilao, que era rengo, no podía ser rey de Esparta, y alegó ante el tribunal un oráculo concebido en estos términos:

Cuídate bien, a pesar de tu orgullo, oh Esparta
ligera de piernas, si de ti nace un reinado cojo:
durante largo tiempo te abrumarán inesperados males
y las ráfagas de la guerra, destructora de hombres.

A esto Lisandro objetó que si este oráculo inspiraba temor a los espartanos, era de Leotíquidas de quien debían principalmente precaverse, pues un rengo bien podía reinar sin que el dios se cuidara de ello, pero colocar en el trono a un bastardo en lugar de un Heráclida era hacer cojear a la realeza (ya que uno de los reyes sería, entonces, legítimo, y el otro bastardo).

Finalmente, gracias a Lisandro, Agesilao fue proclamado rey. Pero Plutarco, que cita el oráculo alegado por Diopeites en la Vida de Agesilao, en la de Lisandro y también en el diálogo Sobre los oráculos de la Pitia, parece haber creído en él, pues el reinado de Agesilao (401-360) estuvo efectivamente jalonado por muchas guerras cuyo resultado fue desfavorable a Esparta, que perdió en beneficio de los tebanos la hegemonía conquistada por Lisandro en 404; las victorias de Epaminondas datan del último decenio del reinado de Agesilao.

Martin P. Nilsson escribió:

El papel de los adivinos fue menor que el de los muchos buhoneros de oráculos, los cresmólogos, que hacían circular en el pueblo oráculos, ya anónimos, ya atribuidos a algún antiguo profeta como Museo o Baquis, o a algún santuario famoso. Esos oráculos no eran signos dados por los dioses en el curso de un sacrificio o de cualquier otra manera, sino palabras, versos que los griegos aprendían de memoria y que corrían de boca en boca. Inútil decir que se trataba de un poderoso medio de influir en la opinión pública, cuando se trataba de tomar una decisión importante. Con demasiada frecuencia se subestima el papel de los oráculos y de los adivinos en esta materia. Los oráculos desempeñaban en la agitación política un papel análogo al de nuestros diarios y libelos políticos actuales.

En la época de la Guerra del Peloponeso (431-404 a. C.) los sofistas comenzaron a quebrantar un poco la fe religiosa, al menos en ciertos medios, pero la masa del pueblo siguió siendo creyente. En todo caso, fue la edad de oro de los cresmólogos, si hemos de creer al historiador Tucídides y al poeta cómico Aristófanes.

Es evidente que el mismo Tucídides no cree en los oráculos, pero los menciona en muchas ocasiones porque piensa que su influencia está lejos de ser desdeñable. Los espartanos, que fueron casi constantemente los mejores clientes de Apolo Pitio y los más dóciles a sus oráculos, interrogaron a la Pitia sobre la guerra del momento. La profetisa les prometió claramente la victoria y agregó que el dios, fuera o no solicitado por ellos, les asistiría de todas maneras. El oráculo se cumplió en 404. Pero en el ínterin fue un elemento importante de la propaganda espartana, especialmente entre las ciudades neutrales que aún no se habían plegado al campo de ninguno de los dos grandes. Sin embargo, un oráculo como ése, ¿no arriesgaba disminuir el prestigio de Apolo Pitio en Atenas y entre sus aliados?

Cuando, según el plan de Pericles, los campesinos del Ática abandonaron sus campos al invasor espartano y fueron a refugiarse en el interior de los Largos Muros, ocuparon por debajo de la Acrópolis el terreno llamado Pelasgicón, según el nombre de los antiguos pelasgos, y a veces Pelargicón, lugar frecuentado por las cigÜeñas. Ahora bien, había un oráculo pítico según el cual era mejor no habitar el Pelasgicón. Pero la falta de lugar obligó a los campesinos a instalarse allí, lo que seguramente provocó inquietudes y protestas de parte de los devotos, ya que Tucídides escribe:

Yo creo que el oráculo se cumplió a la inversa de lo que se había previsto, pues no hay que creer que las desdichas de Atenas sobrevinieron porque se profanó ese lugar, sino que éste fue ocupado como consecuencia de las necesidades de la guerra, que el oráculo no mencionaba, a la par que predecía la ocupación del lugar con motivo de un acontecimiento adverso.

Luego, la muchedumbre de los ciudadanos amontonados en Atenas, al enterarse de que el enemigo estaba devastando la región de Acarna, reclamó una salida del ejército y una batalla en campo raso, lo que era contrario al plan de Pericles.

Se formaron grupos hostiles -dice Tucidides-, unos partidarios de la salida, y otros, menos numerosos, que se oponían a ella. Los eresmólogos declamaban oráculos de toda especie, y cada uno los escuchaba según sus tendencias.

Cuando la terrible peste de 430-429 se agregó a todos los males que ya sufrían los atenienses, se recordó, como suele ocurrir en tales circunstancias, una predicción que los viejos decían haber oído antaño: entonces sobrevendrá la guerra con los dorios y la peste junto con ella. Se discutía entonces para saber si este verso contenía la palabra peste (loimós) o la palabra hambre (limós), que solo difieren en una letra, pero, como era la peste lo que se sufría, la opinión que naturalmente prevaleció era que el oráculo hablaba de la peste, pues las desdichas que se padecían se conformaban al sentido del oráculo.

Finalmente, el papel de los oráculos fue importante, sobre todo en 415, cuando se tomó la decisión, capital y en última instancia funesta para Atenas, de emprender la expedición de Sicilia. Se discutía ásperamente acerca de ella en la asamblea; Alcibíades y la mayor parte de los jóvenes se mostraban partidarios de la empresa, pero Nicias y los hombres de edad madura eran más reticentes. La opinión pública era influida de una y otra parte por los oráculos que se hacían correr. El adivino de Alcibíades profetizó que en Sicilia los atenienses se cubrirían de gloria. Una embajada enviada al oráculo de Amón en Libia volvió con esta respuesta:

Los atenienses tomarán a todos los siracusanos.

Los oráculos en sentido contrario, uno de los cuales provenía de Dodona fueron ocultados. Cuando se supo en Atenas el desastre final de la expedición, se recriminó a los oradores que la habían aconsejado, pero también, informa Tucídides, a los eresmólogos, a los adivinos y a todos los que habían encendido el entusiasmo del pueblo y le habían hecho creer que se haría dueño de Sicilia; se convirtieron, entonces, en objeto de la indignación pública.

Aristófanes, en dos de sus comedias, los Caballeros (424 a. C.) y las Aves (414), ridiculiza ese empleo de los oráculos con fines políticos. En la primera de esas obras, los estrategas Nicias y Demóstenes, presentados como esclavos de Demos, viejo achacoso que personifica al pueblo ateniense, se apoderan de los oráculos que aseguran la potencia de Cleón, el curtidor paflagonio, y descubren entre ellos uno que parece indicar que este comerciante en cueros tendrá por sucesor, a la cabeza del Estado ateniense, a un comerciante en salchichas. Se busca y se encuentra al salchichero, que es aún más imprudente que Cleón, y es él, de quien los oráculos prometen mucho más a Demos, quien sale vencedor de la competencia. Demos, que se alimentaba de los oráculos de Cleón, se alimenta en adelante de los del salchichero, quien se hace, así, todopoderoso.

En las Aves, desde que se funda la ciudad aérea de Nephelokokkygía (Ciudad-de-los-cuclillos-en-las-nubes), uno de los primeros atenienses que van a ofrecer sus servicios es un cresmólogo, quien declama una cantidad de oráculos sin pies ni cabeza. El fundador de la ciudad pronto lo envía a los cuervos (nosotros diríamos al diablo).

En el siglo IV, el populacho ateniense seguía siendo creyente, en su conjunto, y por lo tanto era respetuoso de las profecías. Hasta hombres de la elite, como Jenofonte, asignaban la mayor importancia a los oráculos. Ya hemos recordado que Jenofonte, por consejo de su maestro Sócrates, fue a consultar a la Pitia antes de unirse a la expedición de los Diez Mil, pero le planteó una pregunta sensiblemente diferente de la que le había sugerido el filósofo. En la Anábasis otorga un lugar importante a las consultas oraculares, a los sueños y a todos los presagios. En cada circunstancia grave, Jenofonte ofrece un sacrificio y pide a los dioses que le indiquen lo que debe hacer, por ejemplo, cuando se lo propone como comandante en jefe, a él que había partido como simple corresponsal de guerra. Es un sueño el que le revela cómo debe hacer para atravesar el Tigris. Cuando se pone en marcha hacia Éfeso, oye el graznido de un águila posada a la derecha, y su adivino le informa que ese presagio es signo de duras pruebas seguidas de un glorioso triunfo.

Sin embargo, el hecho de que el oráculo de Delfos, antes de la Guerra del Peloponeso y en su transcurso hubiera laconizado, es decir, hubiera hablado sobre todo en favor de Esparta, debía forzosamente difundir en Atenas una desconfianza perdurable hacia la Pitia. A pesar de ello, en los casos difíciles que concernían a la religión, las tradiciones eran todavía demasiado fuertes para que se pudiese omitir la consulta al dios de Delfos, considerado como instancia suprema. Esas dos tendencias contradictorias explican, según creo, la manera totalmente sorprendente en que Atenas consultó a la Pitia en 352 a. C.

Se discutía en la asamblea sobre la eventual locación de una parte de la llanura consagrada a las diosas de Eleusis, Deméter y Coreo Las opiniones estaban divididas y se creyó conveniente remitirse a la mayor autoridad religiosa de Grecia, el oráculo de Delfos. Se habría podido enviar a Delfos theoprópoi encargados de preguntar simplemente al dios si convenía o no alquilar esas parcelas de tierra sagrada, pero he aquí cómo se resolvió el asunto, de manera complicada y minuciosa.

Se votó un decreto por el cual se estipulaba que el secretario del Consejo tomara dos laminillas de estaño absolutamente idénticas y grabara en una de ellas esta pregunta:

¿Es beneficioso y ventajoso para el pueblo ateniense que el arconte rey arriende las parcelas actualmente cultivadas en el interior de los límites de la llanura sagrada, para emplear la renta en la construcción del pórtico de entrada y en el mantenimiento del santuario de las dos diosas?

Sobre la otra laminilla de estaño debía escribir:

¿Es beneficioso y ventajoso para el pueblo ateniense dejar incultas en honor de las dos diosas las parcelas actualmente cultivadas en el interior de los límites de la llanura sagrada?

Hechas las dos inscripciones, el epístato de los próedroi debía enrollar las dos laminillas y, después de recubrirlas de lana, colocarlas en un vaso de bronce en presencia del pueblo. Después, los tesoreros de Atenea debían llevar a la asamblea un vaso de oro y otro de plata, el epístato debía sacudir el vaso de bronce, luego sacar sucesivamente las dos laminillas y poner la primera en el vaso de oro y la segunda en el vaso de plata.Cerrados en seguida y debidamente sellados, los dos vasos debían ser trasladados por los tesoreros a la Acrópolis.

Entonces, continúa el decreto:

El pueblo elegirá a tres ciudadanos, uno del Consejo y los otros dos tomados del conjunto de los atenienres. Estos irán a Delfos y preguntarán al dios: ¿Según cuál de las dos inscripciones -la del vaso de oro o la del vaso de plata- deben comportarse los atenienses en lo relativo a la tierra sagrada? Luego, a su vuelta, harán traer de la Acrópolis los vasos y se leerá ante el pueblo la respuesta del oráculo, así como las inscripciones de las laminillas de estaño. Se seguirá aquel de los dos textos que el dios haya designado como fuente de mayor beneficio y ventaja para el pueblo ateniense.

Vemos de cuántas y cuán minuciosas precauciones fue rodeada esta consulta. No solamente la Pitia, al responder a la pregunta que se le planteaba, es decir, al elegir entre el vaso de oro y el vaso de plata depositados en la Acrópolis, ignoraba completamente de qué se trataba, sino que los mismos tres theoprópoi, al igual que todos los atenienses, no podían saber cuál de los dos vasos, el de oro o el de plata, contenía el texto favorable a la locación. Les era, pues, imposible influir en el clero pítico o en la profetisa misma en un sentido u otro.

Esa consulta del año 352 pudo ser de naturaleza cleromántica, es decir, análoga a la consulta por las dos habas, Y no es seguro que la Pitia haya descendido en esa ocasión al ádyton donde se realizaban las consultas extáticas. Echar a suertes, como hemos dicho, revelaba la voluntad de los dioses. ¿No hubiera sido más simple y menos costoso realizar en la misma Atenas esa tirada a las suertes (como se hacia para la elección de la mayoría de los magistrados y para los tribunales de Helica), tanto más cuanto que, evidentemente, se tenía desconfianza del oráculo de Delfos?

Pues no, aún era muy fuerte la tradición religiosa según la cual las decisiones religiosas debían ser sometidas en última instancia al acuerdo de Apolo Pitio. Y en esa inscripción hallamos un testimonio irrecusable de las sospechas difundidas en Atenas contra el clero délfico y, al mismo tiempo, del prestigio que conservaba a pesar de todo el oráculo pítico.

Para que el pueblo ateniense pudiera tomar con tranquilidad de conciencia su decisión con respecto a una parte de la llanura sagrada, tres delegados debieron hacer el viaje a Delfos y plantear a la Pitia, en forma enigmática, una pregunta que le ocultaba deliberadamente el fondo del problema.

Se ve, pues, cómo en el momento mismo en que consultaban al oráculo y parecían, por tanto, depositar su confianza en lo irracional, los atenienses multiplicaban las reservas y las precauciones que les inspiraba su espíritu crítico.

En 352, fecha de esa excepcional consulta, Demóstenes, que tenía por entonces 32 años, ya se había iniciado en la tribuna de la asamblea. Al año siguiente pronunció su primera Filípica, con la cual comenzó su política de oposición denodada al rey de Macedonia. Era la época de la tercera guerra sagrada (356-346), que duró diez años como la Guerra de Troya. Los focenses, que habitaban el país situado alrededor de Delfos, habían ocupado el santuario y obligado a la Pitia a pronunciarse en su favor, pero los anfictiones proclamaron contra ellos la guerra santa, y pronto Filipo, que vio en esas sangrientas querellas una excelente ocasión para establecer su influencia en Grecia central, intervino en favor de los anfictiones y del dios. Se presentó como el defensor, nosotros diríamos el brazo secular, de Apolo. Los focenses fueron vencidos en 346; Filipo hizo entonces su entrada en el Consejo de los Anfictiones y presidió la celebración de los juegos píticos.

Ese mismo año, Demóstenes terminaba su discurso Sobre la paz con estas palabras:

¿No sería una tontería y un absurdo ... combatir ahora por esa sombra que está en Delfos?

Había un proverbio que decía: ¿Para qué combatir por la sombra de un asno? Demóstenes quería, pues, significar: ¿Para qué combatir por vanas apariencias, como si todavía se atribuyese importancia a la Anfictionía o al oráculo de Delfos? Y hacia el 340, al decir de Esquines, como un ateniense, después de un accidente en el que se vela un presagio de siniestro augurio, propusiera a la asamblea que se fuese a consultar a la Pitia, Demóstenes vociferó: la Pitia filipiza, es decir, es del partido de Filipo, al igual que en el tiempo de la invasión de Jerjes ella había medizado, y luego laconizado en la época de la Guerra del Peloponeso.

Delfos estuvo mezclado de manera trágica en los acontecimientos políticos y militares que en 339-338 condujeron a los atenienses y los tebanos, últimos defensores de las libertades griegas, a la derrota de Queronea, donde fueron aplastados por la falange macedónica. En efecto, fue una nueva guerra sagrada, proclamada por los anfictiones a instigación de Esquines contra los locrios de Anfisa, vecinos del santuario, lo que suministró a Filipo la ocasión de descender con su ejército a la Grecia central, so pretexto, una vez más, de prestar asistencia al dios de Delfos.

Es indudable que la utilización política de los oráculos y también la sospecha de que ciertas profecías eran enunciadas para favorecer a tal o cual potencia que tenía medios de presión sobre el clero de los santuarios, figuran entre las causas principales de la progresvia desafección de los griegos por la adivinación, al menos en los medios más ilustrados.

Pero la adivinación había sido durante largo tiempo la parte más viva de la religión griega. Los progresos de la incredulidad respecto de los oráculos contribuyeron a debilitar la fe en los dioses, pero, recíprocamente, puede decirse también que el quebrantamiento de la fe religiosa descargó rudos golpes sobre la confianza, antaño ciega, que los griegos tenían en los adivinos y en los santuarios oraculares.
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