Indice de Adivinos y oráculos griegos de Robert Flacelière Capítulo cuarto. Adivinación y política ConclusiónBiblioteca Virtual Antorcha

Adivinos y oráculos griegos

Robert Flacelière

Capítulo quinto
Adivinación y filosofía


Sería hacerse una idea esquemática y falsa pensar que los filósofos griegos, en conjunto, se opusieron a la adivinación y, de manera más general, a la religión, de la cual formaba parte la adivinación. Por el contrario, muchos de ellos, y no de los menores, un Sócrates, un Platón, los estoicos, etc., se aplicaron a dar una justificación racional del fenómeno profético.

Tales de Mileto, físico y astrónomo que había logrado prever científicamente la fecha exacta de un eclipse de Sol, parece haber sentido poca estima por los adivinos, según una anécdota que relata Plutarco en su Banquete de los siete sabios. Se trataba de un monstruo que un joven pastor decía haber visto nacer de una yegua: la parte superior del cuerpo, hasta el cuello y los brazos, era de fonna humana, mientras que el resto era un cuerpo de caballo, a semejanza de los centauros de la mitología. El adivino Diocles vio en eso un gran prodigio. pero Tales solo rio de toda la cuestión con gran incredulidad.

Una actitud hostil enteramente radical con respecto a la adivinación aparece con Jenófanes de Colofón, pues este filósofo rechazaba no solamente la mitología popular y el antropomorfismo, como Platón, sino también la creencia en la Providencia divina que era el fundamento de la fe en los oráculos.

único entre los antiguos -escribió Cicerón- Jenófanes negó en forma total la adivinación.

Heráclito de Éfeso y Empédocles de Agrigento, por el contrario, buscaron una explicación racional del entusiasmo profético, cuya realidad admitían sin reservas, aunque testimoniaban poco favor hacia la adivinación inductiva, fundada en signos sensibles. Empédocles, además, se presentaba a sí mismo como una especie de dios terrestre capaz de curar todas las enfermedades y también de dar oráculos.

Pero, de todos los filósofos presocráticos, fue Demócrito, el creador de la teoría de los átomos, quien dio del éxtasis profético la explicación más precisa y más notable, explicación que será recordada luego por Platón. Según aquél, el alma humana, que es material, está compuesta de átomos muy sutiles y móviles. Los locos, y también los profetas entusiastas, tienen almas de una constitución particularmente llena de calor y emotividad, lo que los hace especialmente aptos para recibir en ellas los efluvios materiales (éidöla) que emanan de los otros seres y del universo entero. Cuando se trata de efluvios provenientes de esos seres materiales, pero superiores, que son los dioses, el alma extrae de ellos la inspiración poética o la revelación de las verdades ocultas, es decir, la inspiración profética.

Con Anaxágoras de Clazómenes, que fue maestro y amigo de Pericles, asistimos a un nuevo enfrentamiento entre un adivino y un filósofo, a propósito de un prodigio, como en el tiempo de Tales y Diocles. El adivino, en este caso, es Lampón, de quien hablamos en el capítulo anterior. Era en la época en que Pericles aún no había logrado reducir la oposición del partido aristocrático, dirigido por Tucidides, hijo de Melesias enviado al ostracismo en 443. Plutarco nos cuenta lo siguiente, en su Vida de Pericles:

Se dice que un día se llevó a Pericles, de sus dominios rurales, la cabeza de un carnero que solo tenía un cuerno. Lampón, el adivino, al ver ese cuerno que había surgido sólido y fuerte en medio de la frente del animal declaró que la potencia de los dos partidos que dividían al Estado, el de Tucidides y el de Pericles, se convertiría en la de un solo hombre, en la del hombre en cuya casa había aparecido ese prodigio. Pero Anaxágoras, se dice, habiendo cortado el cráneo en dos, hizo ver que el cerebro no había ocupado su lugar y que, puntiagudo como un huevo, se había deslizado desde la caja craneana hacia el lugar de donde partía la raíz del cuerno. En ese momento, la admiración de los asistentes se volcó sobre Anaxágoras, pero un poco más tarde se dirigió hacia Lampón, cuando Tucídides fue derrotado y los asuntos del pueblo pasaron todos, sin excepción, a las manos de Pericles.

A lo cual Plutarco, filósofo él mismo, agrega este curioso comentario:

Por lo demás, pienso que nada impedía dar la razón a ambos, al filósofo y al adivino, ya que uno había captado correctamente la causa y el otro el fin del fenómeno. Pues uno se proponía descubrir sus causas y sus modalidades, y el otro predecir el suceso que anunciaba y su significado. Los que pretenden que hallar la causa de un signo equivale a destruirlo no reflexionan que con los signos enviados por los dioses rechazan también los signos dados por los instrumentos de fabricación humana, como son los discos, la luz de las antorchas y la sombra de la aguja de los cuadrantes solares, cosas todas producidas en virtud de una causa, pero también para servir de signos.

¡Vemos en este ejemplo cómo la sutileza griega era muy capaz de conciliar en ciertos casos lo racional con lo irracional!

Conocemos ya el respeto de Sócrates por la adivinación y, en particular, por el oráculo de Delfos. Jenofonte, que fue su discípulo, escribe en las Memorables:

He aquí la conducta que Sócrates seguía con sus amigos. Los impulsaba a hacer lo mejor posible las cosas de resultado cierto. En cuanto a aquellas cuyo resultado era incierto, los remitía a la adivinación. Decía que para administrar bien los Estados y las familias son necesarios los oráculos. Todas las ciencias humanas son accecibles a la inteligencia, pero lo que tienen de más importante los dioses se lo reservan y los hombres solo ven en ello tinieblas.

Sócrates también pretendía poseer dentro de sí una voz interior, una especie de Genio premonitorio que le daba a veces graves advertencias para impedirle realizar tal o cual acción. En la Apología que le dedica Jenofonte, Sócrates afirma:

¿Cómo puede decirse que yo introduzco divinidades nuevas al afirmar que la voz de un dios resuena en mis oídos y dirige mi conducta? Pues los que derivan presagios del canto de los pájaros y de la palabra humana aparentemente fundan sus conjeturas en sonidos. ¿Quién negaría que el trueno habla y constituye el augurio más imponente? ¿Y no es también con el concurso de la voz como la Pitia, sobre su trípode, proclama la voluntad del dios? Ciertamente, cada uno piensa y dice. como yo, que la divinidad prevé el porvenir y lo revela a quien quiere ... Una prueba de que no miento contra la divinidad es que he anunciado ya a varios de mis amigos las voluntades divinas y que no me he equivocado.

Al igual que todos los poetas griegos proceden en mayor o menor medida de Homero, así también todos los filósofos posteriores al siglo V se proclamarán descendientes de Sócrates. Sin embargo, algunos de ellos, como los cínicos, no compartirán el respeto del maestro por la adivinación. El famoso Diógenes dirá que al ver a los intérpretes de los sueños, a los adivinos, y sobre todo a los creyentes que los escuchan, se sentía tentado a considerar al hombre como la criatura más tonta que hay en el mundo.

Pero, para nosotros, el más grande de los discípulos de Sócrates es indudablemente Platón, cuya reverencia por Apolo Pitio ya hemos señalado. Platón no admite más que la adivinación oficial de los santuarios reconocidos por el Estado y desconfía de los adivinos o cresmólogos aislados, muchos de los cuales, según él, son charlatanes. Pero para los oráculos de Delfos, de Dodona y de Amón solo tiene alabanzas, y quiere que toda la legislación religiosa de la Ciudad ideal esté fundada en las revelaciones de esos grandes institutos mánticos, como lo afirma, por ejemplo, en el Libro V de las Leyes.

El sistema filosófico de Platón, sin embargo, se funda en la primacía de la razón y en el empleo del método dialéctico. ¿Cómo, pues, según él, los profetas y las profetisas, cuyos medios de conocimiento son muy diferentes de los de los filósofos, pueden aprehender la verdad? Es conocida la respuesta que dio Platón a este interrogante en el Fedro: fuera de la dialéctica, y, a decir verdad, por debajo de ella, hay una suerte de conocimiento intuitivo que es dado a ciertos hombres y a ciertas mujeres por una gracia divina. Este conocimiento es tan diferente de la dialéctica que solo surge cuando se produce un eclipse de la razón y hasta del buen sentido, en un estado de inconsciencia. El delirio enviado por dioses adopta cuatro formas: la de las iniciaciones en los cultos de misterios, la de la inspiración poética, la de la exaltación amorosa y, finalmente, la de los profetas y profetisas. Esta teoría del entusiasmo tiene la gran ventaja de colocar la adivinación junto a fenómenos análogos, de modo que ya no aparece aislada, pero la tesis sigue siendo abstracta y no estudia en lo concreto el proceso de la revelación.

Para Platón, los dioses son siempre veraces, pero, ¿corresponde a su dignidad provocar ellos mismos el delirio de los poetas o de los adivinos? La trascendencia divina queda mejor parada si se admite que el entusiasmo es suscitado directamente por especie de delegados de los dioses, seres intermedios entre la divinidad y la humanidad: los demonios o Genios. En el Banquete, esta demonología mántica es esbozada claramente por Diotima.

¿Ese delirio provocado por los demonios es puramente espiritual o afecta al ser humano en su totalidad, en cuerpo y alma? Puesto que está emparentado con la enfermedad de los coribantes y se manifiesta por perturbaciones físicas, debe repercutir en todo el organismo. Pero hay un órgano, para Platón, que es muy en particular la sede de esos fenómenos, a saber, el hígado, según se lee en el Timeo, sin duda a causa de la importancia de esa víscera en la adivinación por la inspección de las entrañas de los animales degollados.

Mediante esas consideraciones sobre el papel del hígado en el delirio profético, Platón abrió el camino para una explicación fisiológica del entusiasmo, diferente de la de Demócrito y los atomistas. Aristóteles seguirá luego este camino.

La benevolencia de Platón hacia el oráculo de Delfos fue recompensada. Después de la muerte del filósofo, la Pitia -que en vida de Sócrates había proclamado a éste el más sabio de los hombres- respondió a la pregunta de saber si era necesario colocar entre las estatuas de los dioses la de Platón, es decir, si convenía considerar al filósofo como a un ser casi divino:

Harás bien en honrar a Platón, maestro de una doctrina divina.

La Pitia no era ingrata.

Las ideas de Aristóteles sobre la adivinación han dado origen a interpretaciones divergentes. Una cosa al menos es segura, y es que el entusiasmo, a sus ojos, está ligado a un temperamento fisiológico determinado, el temperamento melancólico, en el que se manifiesta la influencia de la bilis negra, que es de naturaleza semejante a la de un fluido (Pneuma). Los individuos que segregan bilis en demasía, los melancólicos, son presas, por la perturbación que provoca en la sangre, de un estado comparable a la fiebre o a la ebriedad.

¿El delirio profético no es, pues, para Aristóteles, más que una enfermedad explicable por causas puramente naturales? No es ésta la opinión de P. Boyancé. Por una parte, parece que Aristóteles, como Platón, establece una neta distinción entre el entusiasmo y una enfermedad como la locura. Un texto de los Problemas precisa que las Sibilas y los Báquides profetisan, no por efecto de una enfermedad, sino en virtud de una constitución natural. Por otra parte, la bilis negra es un fluido de una esencia sutil, superior a los cuatro elementos terrestres y análogos al principio de los astros, que tienen un carácter divino; es de la naturaleza del éter, quinto elemento o quintaesencia de origen celeste.

Aristóteles, ciertamente, parece retroceder ante la idea de demonios personales, tales como los que admitía su maestro Platón, pero asigna a la naturaleza misma los atributos de los demonios y su papel de intermediarios entre la divinidad y los hombres. Esa naturaleza es precisamente la naturaleza melancólica. Califica, pues, a ésta de demoníaca, lo que concuerda con el hecho de que la bilis, en tanto que pneuma, está ligada a lo que hay de más noble en el universo.

Aristóteles, por consiguiente, a pesar de las apariencias no despoja en modo alguno al entusiasmo de todo carácter divino, ya que su física mantiene y conserva un importante carácter religioso que, para nosotros, pertenecería más bien al dominio de la metafísica.

Hacia la época de Alejandro, la Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles conservan adeptos, pero dos escuelas nuevas se difunden por el mundo griego: la del Pórtico, llamada también de los estoicos, y la del Jardín, fundada por Epicuro. Eran totalmente opuestas una a la otra, en especial en lo concerniente a la creencia en lbs oráculos.

Como comprobó Bouché-Leclercq:

Nadie ha escrito tanto como los estoicos sobre ese tema, y ninguna escuela ha hecho tanto como la de ellos por arraigar para siempre la fe en la adivinación.

Muchos filósofos anteriores admitían el entusiasmo profético y trataban de explicarlo, pero rechazaban la adivinación por los signos; los estoicos, en cambio, profesaban igual respeto por uno y otro método. Ello se debía a que su doctrina contenía dos dogmas que son muy favorables a toda especie de adivinación: el de la simpatía y el del fatalismo.

Para los estoicos, una simpatía universal, cósmica une a todos los seres del universo y no hay ningún hecho que no esté ligado por relaciones necesarias a todo el conjunto de hechos presentes, pasados y futuros. El hombre no puede elevar un dedo, decían, sin que su efecto deje de sentirse en el universo entero. Esas relaciones personales ocultas a la razón humana, pero no por ello son menos reales. No se ve, a primera vista, qué lazo puede haber entre el vuelo de un pájaro o el color del hígado de una víctima y la victoria en una batalla, pero es imposible que no haya ninguno. El papel de la Providencia, en la cual los estoicos creían con toda su alma, es justamente revelarnos esas relaciones subsidiarias, esos hilos tenues que la lógica común es incapaz de captar.

Los estoicos, según Cicerón, razonaban así:

Si hay dioses y ellos no hiciesen conocer el porvenir a los hombres, ello significaría:
1° O bien que no aman a los hombres (que no son filántropos);
2° O bien que ignoran lo que ocurrirá;
3° O bien que consideran que no es útil para los hombres conocer las cosas futuras;
4° O bien que no consideran digno de su majestad advertirlos;
5° O bien que no tienen el poder de hacerlo.

Luego refutaban cada una de las cinco hipótesis y concluían:

Si los dioses no revelan el porvenir es porque no existen. Ahora bien, los dioses existen. Por lo tanto, lo revelan.

Así, la creencia en la adivinación les parecía ligada de una manera necesaria a la creencia en los dioses. Dicho de otra manera, los estoicos pretendían justificar por el razonamiento lo que había sido, en los siglos de fe, sentimiento universal de los pueblos antiguos.

Además, el fatalismo estoico conducía a pensar qu el estado actual del mundo contiene ya en potencia todos los estados futuros. El estoico Posidonio de Apamea escribió estas líneas que nos trasmite Cicerón:

La razón nos obliga a admitir que todo se gobierna por el destino, es decir, por un orden, una sucesión de causas ligadas entre sí y que producen efectos necesarios. Ésta es una verdad permanente cuya fuente está en la eternidad misma ... Así, el destino será la causa eterna de todas las cosas, no según el lenguaje de la superstición, sino según las leyes de la naturaleza, causa que explica los hechos producidos, los hechos presentes y los hechos futuros. Es así como por medio de la observación se puede saber cuáles son las consecuencias de cada acontecimiento. Es este encadenamiento de causas y efectos lo que nos revelan la inspiración y los sueños.

Si se objetaba a los estoicos que ciertos oráculos no se cumplían, respondían que el profeta puede tomar a veces erróneamente una idea puramente humana por una inspiración divina, y agregaban:

Mostradnos una ciencia exenta de tales decepciones. ¿Negaremos a la medicina el título de ciencia por el hecho de que a menudo se equivoca? ¿Los pilotos no se extravían nunca? Sin embargo, el naufragio de tanto navegantes no ha hecho desaparecer el arte del piloto. ¿Negaremos la estrategia porque un general sea derrotado?

Frente a este dogmatismo del Pórtico, Epicuro y sus discípulos adoptan la actitud de escépticos radicales. En su concepción del mundo, ya no es el destino el que rige las cosas, sino, por el contrario, el azar, la Tykhe. No creen en una Providencia, y sus dioses (pues los epicúreos no son ateos) se hallan muy lejos de los hombres y no se ocupan para nada de los asuntos de éstos, lo cual perturbaría la serenidad divina.

En el diálogo de Plutarco Sobre los oráculos de la Pitia, el epicúreo Boetos se expresa así:

Para los profetas no se trata de predecir, hablando con propiedad, sino solamente de decir, o más bien de arrojar y dispersar palabras sin fundamento en el infinito de lo posible. Mientras estas palabras yerran a la ventura, ocurre que el azar las encuentra y coincide con ellas. Una cosa bien diferente, pienso, es ver producirse lo que se ha dicho o decir lo que se producirá. La predicción, que expresa lo que aún no es, con el error que le es inherente, no tiene derecho de esperar su prueba del azar, y lo que ocurre después que ha sido hecha no puede en modo alguno demostrar de manera verdadera que ha sido emitida con conocimiento de causa, puesto que la infinidad de lo posible produce todo género de acontecimientos. Las Sibilas y los Báquides han lanzado y diseminado al azar, de manera totalmente arbitraria, en el curso de las edades, y como en un océano, el anuncio de desdichas y sucesos de todo género: si ocurre que un cierto número de ellos se producen, no por eso las profecías, en el momento en que se las hace, son menos mentirosas, aunque luego circunstancias fortuitas las hagan verdaderas.

Como vemos, para los estoicos, una predicción manifiestamente falsa no puede, en buena lógica, destruir la creencia en los oráculos, mientras que, para los epicúreos, una predicción evidentemente justa no puede, también en buena lógica, establecer que la adivinación está bien fundada.

Plutarco, a cuyo testimonio ya hemos apelado muchas veces, fue a la vez filósofo y sacerdote de Apolo Pitio. Como filósofo, la base de su pensamiento es el sistema del divino Platón, pero conoce muy bien las doctrinas de los presocráticos, de Aristóteles, de los estoicos y de los epicúreos. Como sacerdote de Apolo, fue durante muchos años el superior jerárquico de la Pitia y, como tal, tenía acceso al ádytun délfico. Es el único autor antiguo que reúne tales calificaciones para hablarnos de los oráculos con conocimiento de causa.

Es verdad que en su época, bajo el Imperio Romano, los oráculos griegos ya no tenían tanta clientela ni eran tan florecientes. El mismo oráculo de Delfos sufrió en el siglo I a. C. una pasajera decadencia. Pero en la época en que Plutarco era sacerdote de Apolo Pitio (hacia 85-125 d. C.), la Pitia respondía nuevamente a los consultantes y el santuario del dios tuvo una especie de renacimiento. Pero la mayoría de los otros oráculos de Grecia habían enmudecido, como lo revela el título mismo de uno de los diálogos de Plutarco consagrados a la adivinación: Sobre la desaparición de los oráculos. Pero es poco probable, en virtud del conservadorismo religioso, que los ritos del oráculo délfico hayan cambiado sustancialmente desde la época clásica.

El diálogo Sobre la desaparición de los oráculos fue escrito, quizás, una veintena o una treintena de años antes que el diálogo Sobre los oráculos de la Pitia, que data ciertamente de los últimos años de la vida de Plutarco. En el tiempo transcurrido entre la redacción de esas dos obras, el pensamiento del autor relativo a la adivinación extática había cambiado un poco. La primera es la de un filósofo que es al mismo tiempo un creyente y que busca a menudo conciliar su fe con su razón sin lograrlo siempre de manera perfecta; la segunda es la de un creyente que solo se acuerda de la filosofía para hallar en ella el medio de exaltar su fe y de difundirla refutando desdeñosamente las objeciones de los incrédulos. Al parecer, Plutarco, con la edad, bajo la influencia de la ciudad santa que se había convertido en su segunda patria y del santuario, cuya atmósfera debía impregnar cada vez más un alma tan religiosa como la suya, llegó a sentirse más teólogo que filósofo y, sin renegar jamás de la filosofía, a considerar a ésta la humilde sirviente de la teología, ancilla theologiae.

Esas dos obras son, esencialmente, tratados apologéticos en favor de la adivinación en general y del oráculo de Delfos en particular, contra las críticas y las negaciones provenientes principalmente de los epicúreos.

La primera obra, como lo indica su título Sobre la desaparición de los oráculos, se propone investigar por qué habían enmudecido tantos institutos mánticos en el tiempo de Plutarco. Como considera esta cuestión en el plano filosófico, es el principio mismo de la adivinación intuitiva lo que estudia en ella, pues para saber cómo mueren los oráculos hay que preguntarse primero cómo nacen, es decir, cuál es la causa de la inspiración profética. Considera sucesivamente dos hipótesis: la que atribuye la causa inmediata de la adivinación a los demonios o Genios, y la que la atribuye al fluido llamado pneûma.

La demonología mántica está ya en germen, como hemos visto, en el Banquete de Platón. Ahora bien, Plutarco insiste en el hecho de que los Genios encargados de la adivinación, si bien viven mucho más tiempo que los hombres, son igualmente mortales (de lo contrario serían inmortales, es decir, dioses), y así, en una página célebre, relata el anuncio de la muerte del gran Pan, a quien considera como un Genio. Este texto misterioso, en el que algunos han querido ver -como en la cuarta égloga de Virgilio- un presentimiento del fin del paganismo y del advenimiento del cristianismo, aún no na recibido explicación racional verdaderamente satisfactoria. Ahora bien, agrega Plutarco, cuando el Genio que preside tal o cual oráculo muere, la adivinación desaparece allí con él, a menos que los dioses envíen otro Genio para remplazarlo.

Hasta aquí no se hace mención de Delfos. Por el contrario, cuando Plutarco aborda la explicación por el fluido profético, menciona en varias oportunidades las prácticas de la adivinación délfica. En efecto, se creía generalmente que la Pitia entraba en trance por un fluido material salido de la tierra, una exhalación telúrica, el pneûma, que ella respiraba cuando estaba sentada sobre el trípode, por encima de la grieta rocosa. Este agente físico despierta y excita una facultad del alma, que, calentada y quemante, rechaza lejos de sí esa reserva que se opone al entusiasmo, es decir, a la posesión divina. Más bien que de una acción positiva, se trata, pues, de una influencia negativa que suprime los obstáculos, hace caer las barreras entre el dios y su medium. El pneûma, como hemos visto, puede ser violento y nefasto hasta el punto de causar a una Pitia un accidente mortal. Pero si el pneûma es la causa eficiente y segunda de la adivinación, Apolo Pitio es su causa primera, pues el pneûma depende de él, sea directamente, sea indirectamente por intermedio de los Genios en quienes delega esa tarea, con lo cual se combina la primera explicación con la segunda.

El tono del diálogo Sobre los oráculos de la Pitia es bien diferente. Sus personajes suben por la Vía Sagrada para visitar el santuario de Apolo bajo la conducción de guías que, a propósito de monumentos diversos, les citan oráculos. Ahora bien, esos oráculos, versificados en su mayor parte, son a menudo de una forma literaria muy mediocre. ¿Acaso Apolo Musageta, que inspira a la Pitia, no será tan buen poeta como Homero y Hesíodo?

El epicúreo Boetos esgrime el argumento de esta mediocridad literaria de los oráculos para negar que el dios sea su autor y para rehusar todo crédito a la adivinación. En cambio el estoico Sarapión, amigo de Plutarco, toma con fogosidad la defensa de Apolo y fustiga el gusto literario de sus contemporáneos, al que declara pervertido. Pero Teón, que es el verdadero portavoz del autor, pone las cosas en su lugar y enuncia una teoría de la inspiración profética que se anticipa curiosamente a las ideas de ciertos exégetas cristianos sobre la inspiración de la Biblia, particularmente de los libros proféticos.

El dios, dice Teón, no suministra a la Pitia más que una visión general de la verdad y del porvenir. Las palabras de las que ella se sirve para traducir esta visión son palabras humanas que ella agrupa a su antojo -ella o los profetas que la asisten y redactan las respuestas oraculares-:

El dios se sirve aquí de la Pitia para hacer llegar su pensamiento a nuestros oídos, del mismo modo que el Sol (Apolo, para los griegos, es el dios-sol) durante la noche debe reflejarse sobre la Luna para llegar a nuestros ojos; lo que muestra y manifiesta de este modo son, sin duda, sus propias concepciones, pero adulteradas por su paso a través de un alma y un cuerpo humanos.

La forma de los oráculos sigue, pues, las leyes de la evolución general que hizo pasar muchos géneros literarios de la poesía a la prosa (la historia y la filosofía se escribieron primero en verso), pero eso no debe en modo alguno hacer disminuir la fe en la veracidad del dios. En este diálogo, ya no se trata de demonios ni de fluidos: es Apolo mismo quien inspira directamente a su profetisa, sin intennediarios y sin agente material. No le dicta ya hechas todas sus respuestas, pero ilumina su espíritu por el fenómeno del entusiasmo.

El diálogo termina con una ardorosa afirmación de la gloria permanente de Delfos, a pesar de todos los signos de decadencia. Plutarco evoca, para terminar, el renacimiento del santuario pítico que se produjo en su tiempo por impulso del emperador Adriano, un arqueólogo coronado, renacimiento al cual contribuye ét mismo en su calidad de sacerdote de Apolo y epimelêtès de los anfictiones. Tal renacimiento sería imposible, proclama, sin la presencia de un dios que confiera al oráculo su divina autoridad, y acusa a los incrédulos de ceguera y pueril tontería.

Plutarco, autor de las Vidas Paralelas, murió, pues, creyendo en la perennidad del oráculo de Delfos. No podía prever que Apolo, de quien era ferviente sacerdote, pronto sería, junto con su padre y todos los otros Olímpicos, envuelto en la mortaja de púrpura en la que duermen los dioses muertos.
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