Presentación de Omar CortésCapítulo primeroCapítulo terceroBiblioteca Virtual Antorcha

ARTHUR SCHOPENHAUER

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ENSAYO SOBRE EL LIBRE ALBEDRÍO
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CAPÍTULO SEGUNDO
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LA VOLUNTAD ANTE LA CONCIENCIA

Cuando el hombre desea, desea siempre algo. La volición siempre posee un objeto al cual tiende, y no puede ser un pensamiento sino en relación a tal objeto. Pero bien ¿qué significa desear algo? He de precisar ahora lo que entiendo acerca de ello. La volición, que en sí misma es sólo objeto de la conciencia, se produce gracias al influjo que ejerce sobre ella algún objeto perteneciente al dominio del conocimiento del no-yo, y por lo mismo, objeto de la percepción exterior.

Este propósito designado desde la perspectiva de esta influencia con el término de motivo no sólo es la causa excitadora, sino también la materia misma de aquella volición, dado que ésta se dirige a aquél y su propósito se orienta a modificarlo de algún modo, y por lo mismo, lo vemos reaccionar contra él (como resultado del mismo impulso que recibe de éste). Precisamente en este tipo de reacción consiste la volición completa. Resulta de esto que ninguna volición puede existir sin algún motivo u objeto que la suscite; ya que de otro modo, no tendría causa o materia alguna sobre la cual aplicarse. La cuestión que corresponde determinar ahora es la siguiente: si en cuanto ese objeto se presenta a nuestro entendimiento, la volición tiene lugar o no necesariamente. Aún más, si acaso en presencia del mismo motivo suscitador podría acaso producirse una volición diferente, o tal vez, una que resulte ser diametralmente opuesta a ella. Esto mismo permite dudar si acaso la reacción que hemos precisado puede producirse o no, en idénticas circunstancias, y afectar a una y otra forma, o bien, a dos formas completamente contrarias. En una palabra ¿acaso la volición se desencadena por efecto del motivo? ¿o entonces debemos admitir que nuestra voluntad, en el momento mismo que percibimos conscientemente el motivo, mantiene su libertad de querer o no querer?

La noción de libertad en el sentido abstracto con el que la hemos tratado en la discusión anterior (que por lo demás se ha mostrado como el único aceptable) debe entenderse como una simple negación de la necesidad, y así planteamos claramente nuestro problema. Sin embargo, en la conciencia inmediata es donde iremos a rastrear los datos necesarios para la solución de nuestro problema, y analizaremos hasta las últimas consecuencias los datos de esta facultad con el mayor rigor posible. De ninguna manera nos conformaremos eludiendo la cuestión, tal como lo ha hecho Descartes cuando afirmaba, sin mayor justificación: Tenemos tan clara conciencia de nuestra indiferencia, que nada conocemos con semejante claridad y evidencia (Principios elementales de la filosofía, I , 41). El propio Leibnitz en Theod I & III, había llamado la atención sobre una afirmación tan insuficiente; aunque en verdad, el autor de la Monadología se ha mostrado en este asunto tan endeble como una caña que sucumbe ante el viento. En efecto, respecto de esta cuestión, concluye que, si bien los motivos u objetos pueden afectar a la volición, en verdad, no son necesarios. En realidad, dice Leibniz: Todas las acciones están siempre determinadas, porque siempre hay alguna razón que las condiciona, pero esa razón no es esencial para que se obre de una u otra forma (Leibnitz, De Libértate Opera).

Es evidente que no puede seguirse este camino procurando un término medio entre las alternativas que ya hemos indicado. Resulta imposible sostener (tal como algunos suelen hacerlo aferrándose a una indecisión vacilante) que los motivos no son suficientes para determinar la voluntad sino hasta cierto punto, y que ésta sufre el efecto de aquellos, pero en ciertas condiciones; llegando a afirmar que en determinadas circunstancias hasta le es posible sustraerse completamente a su influjo. Porque, tan pronto como le hemos otorgado a una fuerza dada el atributo de la causalidad y, por lo tanto, la hemos reconocido como un principio activo, no necesitará más que un aumento de su intensidad (suponiendo que exista cierta resistencia) para provocar su efecto. Por ejemplo, quien vacila ante un soborno de 10 ducados cede inmediatamente cuando se le ofrecen 100, y así sucesivamente.

Consideremos ahora, conforme a la solución que buscamos, la cuestión de la conciencia inmediata entendida como tal. Entonces, ¿qué clave puede aportamos la investigación de esta facultad para resolver el problema abstracto de la aplicabilidad o no aplicabilidad de la necesidad como agente productor de la volición en presencia de un motivo dado y reconocido como tal por el entendimiento? De hecho, nos expondríamos a muchas decepciones si pretendemos extraer de esta conciencia datos precisos sobre la causalidad en general y sobre la motivación en particular, así como el grado de necesidad que implica cada una de ellas. En efecto, la conciencia, tal como la encontramos en la mayoría de los hombres, se trata más bien de algo simple y hasta limitado para ofrecer una explicación pormenorizada sobre estas cuestiones. Es más, tales nociones de causalidad y necesidad emanan del entendimiento puro que se dirige hacia el exterior y en modo alguno pueden ser reducidas a una sentencia filosófica, y sólo pueden ser expuestas ante la razón reflexiva. Y en lo que respecta a la conciencia natural y sencilla, y hasta limitada, apenas está en condiciones de plantear el problema, y mucbo menos es capaz de resolverlo.

El testimonio que cada cual puede ofrecer en su fuero interno, una vez que se lo haya despojado de todo agregado inútil e innecesario, y se lo haya reducido a lo estrictamente indispensable, será el siguiente: "Puedo querer, y cuando quiera ejecutar cualquier acto, todos los miembros de mi interno, una vez que se lo haya despojado de todo agregado inútil e innecesario, y se lo haya reducido a lo estrictamente indispensable, será el siguiente: Puedo querer, y cuando quiera ejecutar cualquier acto, todos los miembros de mi cuerpo capaces de movimiento (es decir, movimiento voluntario) lo constatarán al instante de un modo indefectible. Esto mismo, dicho en pocas palabras: Puedo hacer lo que quiera.

De hecho, la declaración de la conciencia inmediata no tiene mayor alcance, y examinándola como uno quiera y planteando el problema como uno lo desee, en cualquier circunstancia, remitirá siempre a poder obrar conforme a la voluntad. Y acaso, ¿no es ésta la idea empírica y más popular acerca de la libertad, tal como la hemos descripto al principio de este tratado, con arreglo a la cual el término libre quiere decir conforme a la libertad? Ahora bien, esta libertad, y sólo este tipo de libertad, es la que la conciencia afirma categóricamente. Sin embargo, no es precisamente este tipo de libertad la que pretendemos demostrar. La conciencia postula la libertad de los actos, suponiendo al mismo tiempo la plena libertad de las voliciones, cuando, en verdad, lo que está en duda es aquella libertad de las voliciones. Porque lo que analizamos aquí es, precisamente, la relación entre la libertad y los motivos que desencadenan la volición. Respecto de este punto, la afirmación: Puedo hacer lo que quiera no nos aporta mayores datos. Ahora bien, la dependencia de nuestros actos, es decir, nuestros movimientos corporales, respecto de la voluntad (dependencia ésta ya expresada por la voz de la conciencia), es algo muy diferente de la independencia que mantienen nuestras voliciones respecto de las circunstancias exteriores. Y en esto mismo consistiría el libre albedrío, pero la conciencia nada puede decirnos sobre la existencia de este libre albedrío. Este asunto no le concierne a su ámbito, porque corresponde a la relación de causalidad del mundo sensible (el cual se constituye gracias a la percepción del mundo exterior) con nuestras decisiones.

Por cierto, la conciencia no puede dictaminar sobre las relaciones de un hecho completamente ajeno a su dominio y hacerlas corresponder con algo que no le pertenece.

Ninguna capacidad cognoscitiva puede establecer una relación entre dos términos, de los cuales, uno de ellos le es completamente desconocido. Y es manifiesto que los objetos de la voluntad que determinan la volición se encuentran colocados más allá del ámbito de la percepción interior, es decir, en la percepción del no-yo. La volición tiene lugar precisamente en el interior, y la relación de causalidad es la que vincula la volición con esos objetos externos que deseamos precisar. Por lo demás, la volición pertenece a la esfera de la conciencia y establece un imperio absoluto sobre los miembros del cuerpo. Y este imperio absoluto constituye el íntimo sentimiento y fundamento de aquella expresión: Puedo hacer lo que quiera. Por eso, el ejercicio de este dominio, es decir, el acto mismo, es el que imprime el sello distintivo de la voluntad sobre la volición. Entonces, mientras ésta se elabora gradualmente, se la llama deseo; y tan pronto como se halla dispuesta a convertirse en acto, se llama resolución. Y que de aquí pase al estadio de revolución es lo que la acción puede demostrar a la conciencia, entonces, hasta que la acción la ejecuta, la lleva a cabo, ésta puede cambiar. He aquí la raíz, el origen de aquella ilusión expresada por aquellos espíritus ingeniosos, es decir, por quienes no han recibido una instrucción filosófica y en virtud de la cual suponen la existencia simultánea de dos voliciones diametralmente opuestas. Una vez colmados por esta certeza, se jactan del esclarecimiento que les provee su conciencia, cuyo testimonio suelen recoger de buena fe. Sin embargo, esta ilusión se origina como resultado de la confusión entre deseo y voluntad. En efecto, es posible desear dos cosas simultáneamente, y aun pueden desearse cosas opuestas; sin embargo, no se puede desear más que una, y la elección de la voluntad es algo que luego es informado a posteriori a la conciencia cuando se verifica el acto. Pero en relación a la necesidad racional de ambos deseos, sólo uno prospera; y aquel que pasa de la esfera de la volición al acto no puede informar a la conciencia, ya que sólo a posteriori toma conocimiento del conflicto que existía entre ambos motivos y no le es posible conocerlo a priori.

Así, deseos opuestos, asistidos por motivos diferentes, desfilan ante la conciencia y transitan sucesivamente como los personajes del teatro; y mientras los considera en forma individual, da por sentado que a cada volición le sigue el acto correspondiente. Porque esta última posibilidad, de carácter estrictamente subjetivo, es la marca distintiva de todo deseo y, a la vez, el fundamento de aquella afirmación: Puedo hacer lo que quiera. Sin embargo, este carácter subjetivo es meramente hipotético; en verdad, el testimonio de la conciencia puede ser reducido a esta expresión: Si deseo algo, puedo verificarlo. Y no es aquí precisamente donde reside la determinación necesaria de la voluntad, porque la conciencia no nos revela sino la volición, y nada puede decir acerca de los motivos que la inspiran y la determinan, los cuales son suministrados por la percepción exterior orientada hacia los objetos exteriores.

Por otro lado, la posibilidad objetiva es lo que en verdad determina las cosas, pero esta determinación se halla por fuera del ámbito de la conciencia y reside en el mundo objetivo hacia el cual el hombre dirige tanto sus motivos como su propia existencia.

La posibilidad subjetiva a la cual nos referíamos recientemente es como la capacidad que tiene la piedra de cuarzo para producir una chispa, capacidad objetiva que en verdad reside en el instrumento metálico con el que se la produce. En el próximo capítulo me será posible llegar a la misma conclusión, aunque por caminos diversos, considerando la voluntad, no ya como una facultad interior, sino como algo externo. Y desde este punto de vista, examinaremos la posibilidad objetiva de la volición. De este modo, y valiéndome de ejemplos, el problema podrá ser iluminado desde dos ángulos diferentes.

Entonces, este sentimiento propio de nuestra conciencia y según la expresión: Puedo hacer lo que quiera, si bien nos acompaña en todo momento, no viene sino a confirmar que todas nuestras voliciones o resoluciones, aunque originadas en las oscuridades y honduras de nuestro ser, por fuerza, alcanzarán su realización en el mundo sensible, puesto que nuestro cuerpo forma parte de este mundo como el resto de los objetos que se encuentran en él.

Ahora bien, esta conciencia establece como una especie de puente entre el mundo interno y el mundo externo, y si no fuera por ella, ambos mundos quedarían separados uno de otro por un insondable abismo. En efecto, si desapareciera aquélla, no habría nada de objetivo en nuestro mundo interno, sino unas meras apariencias, independientes de nosotros en todos los sentidos posibles; y en el mundo externo no habría sino unas voliciones estériles, que no pasarían de ser unos meros sentimientos. Si acaso se interroga a un hombre común, se expresará, respecto de aquella conciencia inmediata, la cual se toma a veces como condición y fundamento del libre albedrío: Puedo hacer lo que quiero, si quiero girar mi mano hacia la izquierda o si quiero hacerlo hacia la derecha. Y todo ello depende de mi voluntad, por lo tanto, soy libre. En verdad, este testimonio es verídico y correcto, pero da por supuesto la libertad de la voluntad y admite que la decisión ya está tomada; y por lo mismo, nada dice respecto de la libertad de la decisión. Por lo demás, no se hace mención alguna respecto de la dependencia o independencia de la volición en el mismo momento de producirse, sino que se hace mención sólo de las consecuencias del acto una vez que éste ya ha sido consumado. Para expresarlo con mayor propiedad, la necesidad misma de su realización como acto corporal. Suponer que el libre albedrío es un hecho cuya certeza se constata inmediatamente constituye una creencia muy ingenua y de la mayor ligereza filosófica, y quienes la sostienen, aun alcanzando una notable sabiduría en otras ramas del saber, no llegan a entender por qué razón los filósofos la cuestionan tan frecuentemente. En su fuero íntimo, suponen que este tipo de discusiones son estériles y que no pasan de ser una suerte de esgrima intelectual, sin otro interés que el académico; en resumen, una especie de divertimento. ¿Cuál es la razón? Se debe a que semejante creencia se ha arraigado en su espíritu, y como el hombre es esencialmente práctico y apenas repara en cuestiones teóricas, entonces, aquellos asuntos suelen ser mal interpretados. Y además, adquiere un conocimiento mucho más inmediato a partir de sus voliciones, es decir, por la vía sensible, de la observación. Por ello mismo, no es tarea fácil dar a entender el verdadero alcance y naturaleza de los problemas que hemos planteado a quienes no son filósofos ni se han involucrado en estas cuestiones. Problemas que, en verdad, no se tratan de las consecuencias o de los resultados de sus voliciones (las cuales puede constatar sin mayor esfuerzo), sino de sus causas y razones.

No hay duda de que sus actos dependen de sus voliciones, pero lo que se trata de averiguar ahora es, precisamente, de qué dependen tales voliciones y si ellas son independientes o dependen de la voluntad y de la conciencia.

Lo cierto es que el hombre puede obrar de cualquier modo y desear una cosa y otra, pero tal vez no pueda desear ambas a la vez. Por ejemplo, si a nuestro hombre le preguntamos: De los deseos opuestos que albergas en ti mismo, ¿puedes acaso elegir uno y otro indistintamente? ¿Si te dan a escoger entre dos objetos que se excluyen mutuamente, podrías elegir uno y otro indistintamente?.

Y seguramente contestará: Me será difícil tal vez elegir uno y otro, pero siempre dependerá de mí escoger una cosa u otra, y ningún poder logrará torcerme u obligarme, de modo que cualquier cosa que elija, siempre obraré conforme a mi voluntad. Sin embargo, insisto y pregunto: Tu voluntad, tal como dices, ¿de quién depende?. Entonces mi interlocutor responde: Mi voluntad depende de mí mismo, puedo querer lo que me plazca, y lo que quiera, será siempre expresión de mi voluntad. Y emite esta respuesta sin el mayor ánimo de incurrir en una tautología y sin invocar el principio de identidad que anima su respuesta y en el cual se funda.

Sin embargo, si se lo presiona aún más y si se le exigen mayores precisiones, terminará refiriéndose a la voluntad de la voluntad, y al yo del yo. Y así, vuelve a instalarse en el centro de su conciencia, en su núcleo, en cuyo seno admite la identidad fundamental de su yo y de su conciencia, sin que pueda fundamentar a uno y a otra. Ahora bien, la volición final que determina la elección de alguno de los objetos en conflicto, ¿era acaso de naturaleza contingente, y la decisión final de su elección podría haber sido diferente de la que había tomado?

Sin duda, estos problemas resultan ser de un carácter superior a la conciencia que apenas puede concebir su necesidad o, al menos, siquiera plantearlos como tales. Mucho menos podrá decirse que tenga ya dispuestas algunas contestaciones para este tipo de problemas, y menos aún algún germen de respuesta sin desarrollar y que sólo baste interrogarlo para que aflore y así recoger la respuesta de los oráculos.

Todavía es posible que nuestro hombre, sin poseer argumentos, intente librarse de la extrañeza que le causa semejante problema, cuando en verdad la afirmación: Puedo hacer lo que quiera, repetida hasta el hartazgo y esgrimida a su vez como único argumento a nuestra indagación, se constata tan fácilmente y sin el mayor esfuerzo. A este recurso acudirá una y otra vez, de modo que resultará muy difícil inclinarlo a considerar el verdadero problema que pretende eludir. En modo alguno suscita nuestra reprobación, ya que el problema, en verdad, es árido. Es necesario escudriñar con mano inquisidora en lo más hondo de nuestro ser. Se debe preguntar si el hombre es como el resto de los seres creados; un ser cuya esencia fue determinada de una vez para siempre y que, entonces, como el resto de la naturaleza, posee atributos y cualidades invariables que determinan así un modo fijo de reacción frente a las excitaciones que provienen del exterior. Y si acaso el conjunto de las cualidades que posee es algo invariable, de modo tal que sus modificaciones aparentes y externas se encuentran sujetas a la determinación de motivos externos; o bien, si el hombre es la única excepción a esta ley universal de la naturaleza.

Pero si se logra que su pensamiento se oriente a semejante problema, y si es posible persuadirlo de que la investigación se dirige a determinar el origen de las voliciones y la regla o principio que las ordena, o bien su singularidad (es decir, ausencia de reglas); se descubrirá entonces que la conciencia no podrá aportar dato alguno en este sentido.

Por cierto, el hombre no experimentado filosóficamente rechazará este problema y se entregará a reflexionar a partir de su experiencia personal, o recurrirá tal vez a las reglas generales del entendimiento e intentará toda clase de explicaciones. Y con tales vacilaciones e incertidumbres, no hará sino evidenciar y mostrar que la conciencia a la cual invoca para explicar tales cuestiones no viene más que a redundar en el problema mismo cuando antes venía a esclarecerlo para dar respuesta a una pregunta mal comprendida. Y esta pregunta se funda en el supuesto de que la voluntad del hombre le pertenece, es estrictamente suya y conforma el verdadero núcleo del ser, al modo de un substrato permanente e inmutable, del cual no puede separarse y progresar más allá de este supuesto, porque es como quiere y quiere como es. Entonces, preguntar sobre la posibilidad de querer de otro modo equivale a plantear la posibilidad de ser de otro modo diferente del que es, y que lo ignora absolutamente. Así, el filósofo se distingue del resto sólo por la superioridad que le confiere la práctica y tratamiento de estos asuntos, y cuando se quiera arrojar alguna luz sobre estas oscuridades, habrá que recurrir, en última instancia, a los únicos jueces competentes, es decir, al entendimiento que brota de sus nociones a priori, a la razón que luego las elabora y a la experiencia que le presentan sus propios actos y el de los demás, para explicar y constatar, de esta forma, las intuiciones de la razón.

Por cierto, su decisión no ha de ser fácil, ni tan inmediata ni sencilla como la de la conciencia, pero al menos estará a la altura del problema planteado y proveerá la contestación adecuada. Si el entendimiento ha planteado el problema, el entendimiento habrá de resolverlo.

Por otro lado, no debe extrañarnos que la conciencia no pueda dar una respuesta satisfactoria a tan obtuso y oscuro problema, ya que ésta no es sino una mínima parte de nuestro entendimiento, que oscuro en su interior se dirige hacia el exterior con todas las energías de las que dispone. Y todos los conocimientos que pueden ser tenidos por ciertos y seguros, es decir, sus a priori, conciernen al mundo exterior, y aplicando en éste ciertas leyes generales, que tienen su fundamento en sí mismas, puede diferenciar aquello que en el mundo exterior es posible y qué cosa no es posible, y también qué es lo necesario y qué es lo contingente. Así es como se han establecido, por medio de aquellos a priori de la conciencia, la matemática pura y la ciencia de la lógica, y hasta las bases de la ciencia natural. La aplicación de estas formas, conocidas a priori, a los datos de la percepción le franquea el acceso al mundo visible y hace posible la experiencia. Entonces, gracias a la aplicación de la lógica y por medio de las facultades del pensar (que es su fundamento) le confiere a ese mundo revelado por los sentidos la estructura conceptual, que le abre el camino a la actividad del pensamiento y al mundo de las ideas; y por lo mismo, le permitirá fundar las ciencias y multiplicar y extender sus resultados.

Sin embargo, en el mundo exterior es donde la inteligencia mejor se despliega y se esclarece a sí misma; en cambio, en el interior, rige la sombra y la oscuridad como un turbio y ennegrecido lente vuelto hacia el interior. Y ningún principio a priori podrá iluminar la oscura noche de nuestro interior, son aquellos como potentes faros que sólo pueden irradiar su luz hacia afuera. El sentido íntimo, según lo hemos demostrado, no puede percibir más que la voluntad, a cuyas emociones pueden ser reducidas todos los sentimientos llamados interiores. Pero todo cuanto esta íntima percepción de la voluntad nos da a conocer, se expresa, según dijimos, en el querer y en el no querer. Y también le debemos aquella certeza tan estimada y expresada en la afirmación: Puedo hacer lo que quiera, que en verdad no viene a decir otra cosa que: Cada acto de mi voluntad se presenta inmediatamente a mi conciencia (gracias a un mecanismo que ignoro) como un movimiento de mi cuerpo.

Considerando con detenimiento tales afirmaciones, no existe allí otro principio que el obtenido por vía de la experiencia. Más allá no es posible descubrir nada. Por lo mismo, el tribunal al cual hemos apelado ha mostrado ser incompetente para resolver el problema que le hemos planteado. Aún más, no puede dirimir sobre este problema, porque no llega a comprenderlo.

Ahora bien, el conjunto de respuestas que hemos obtenido de nuestra investigación de la conciencia puede resumirse del siguiente modo:

La conciencia de cada cual sostiene que puede hacer lo que quiera. Y al poder pensar acciones completamente antagónicas, como si en verdad pudiera efectuarlas, entonces sus actos pueden ser uno y otro indistintamente, si es que así lo quiere. Ahora bien, una inteligencia constituida de un modo deficiente supone que un hombre puede desear cosas que resultan opuestas, y llama a este privilegio libre albedrío.

Que el hombre pueda, en determinadas circunstancias, desear cosas opuestas, en modo alguno implica el testimonio de la conciencia, la cual afirma que de dos cosas opuestas puede hacer una, si así lo desea; y si opta por la segunda, también puede hacerlo. Esta pregunta no puede ser contestada de inmediato y exige un análisis detallado, cuyo resultado no puede ser prejuzgado por la conciencia.

La fórmula siguiente, aunque algo más escolástica, me parece la expresión más corta y más precisa de esta conclusión: El testimonio de la conciencia no se refiere a la voluntad más que a posteriori. Entonces, esta declaración innegable de la conciencia: Puedo hacer lo que quiera nada dice ni concluye respecto del libre albedrío, porque esto consistiría, sin duda, en que cada volición individual y cada caso particular no esté determinado de un modo necesario por las circunstancias exteriores, entre las cuales se encuentra el hombre, sino que pueda inclinarse, ya sea en una dirección o en otra. Y respecto de este punto, la conciencia permanece muda, porque el problema reside completamente por fuera de su ámbito, puesto que se funda en la relación de causalidad que mantiene el hombre con el mundo externo. Y si se le pregunta a alguien que no haya recibido una instrucción filosófica, en qué consiste este libre albedrío, que suele afirmar con tanta certeza apoyándose en la autoridad de su conciencia, responderá ciertamente: El libre albedrío consiste en hacer lo que quiera, siempre y cuando no me lo impida un obstáculo físico. Y esta afirmación pone de manifiesto la relación entre las voliciones y sus actos.

Sin embargo, esta carencia de impedimentos físicos no constituye otra cosa que la libertad física, como ya lo he demostrado en el primer capítulo. Y si además se le pregunta si en un caso dado puede querer indistintamente una cosa y otras, sin duda, responderá que sí, pero tan pronto como comience a descubrir el hondo sentido de esta pregunta, se mostrará vacilante y caerá en la incertidumbre. Una vez repuesto, volverá a esgrimir el mismo argumento y regresará a su afirmación favorita: Puedo hacer lo que quiera y a aferrarse a este argumento, incluso, contra cualquier razón que pudiera oponérsele.

Pero la verdadera respuesta a esta afirmación (según espero demostrar en el próximo capítulo) puede enunciarse así: Es cierto que puedes hacer lo que quieras, pero en cada circunstancia de tu vida, no podrás desear más que una sola cosa y con exclusión de otra cualquiera.

Sería suficiente al objeto que persigo la discusión contenida en este capítulo, pero no deseo limitarme a echar una mirada al conjunto; esta exposición del papel representado por los hechos de la conciencia se ha de completar en la exposición que sigue.

Puede ocurrir, en un caso, que la corrección y exactitud de nuestra respuesta negativa se vea confirmada de un modo concluyente con una nueva prueba, si formulamos ahora la misma pregunta al tribunal que hemos apelado recientemente como la única jurisdicción competente (es decir, al tribunal del entendimiento puro, el de la razón que reflexiona sobre sus datos y los elabora, y el de la experiencia que completa la tarea de ambos). Entonces, la decisión de los jueces afirmará que el libre albedrío no existe y que las acciones de los hombres son como todos los fenómenos de la naturaleza, resultando en cada caso particular de las circunstancias precedentes como un efecto que le sigue a una causa; por lo tanto, se deduce de ello que la conciencia carece de datos para demostrar que el libre albedrío es algo perfectamente imposible. Así, nuestra decisión reforzada por una conclusión del tipo a non posse ad non esse (lo que no puede ser ni proponerse), único medio para establecer verdades negativas a priori, recibirá una confirmación racional, además de los datos confirmados por la experiencia, y de lo cual se extraería la mayor certidumbre. En efecto, una contradicción formal entre dos afirmaciones inmediatas de la conciencia y las consecuencias resultantes de los principios fundamentales de la razón pura con su aplicación a la experiencia concreta no pueden ser admitidas en modo alguno. De hecho, la conciencia del hombre no puede ser algo engañoso. Es necesario observar aquí que la supuesta antinomia propuesta por Kant entre libertad y necesidad no reconoce como origen, ni aun en el ánimo de su autor, la diferencia de fuentes donde vemos surgir las tesis y las antítesis emanadas una de la conciencia y la otra de la razón y de la experiencia. Por lo demás, la tesis y la antítesis se deducen ambas de un modo muy sutil de supuestas razones objetivas. Y así como la tesis no se funda en ninguna otra cosa que en la razón perezosa, es decir, en la necesidad imperiosa de localizar un punto fijo en su retroceso infinito; la antítesis, por el contrario, se funda en todos los motivos objetivos.

El análisis indirecto que vamos a emprender ahora en el ámbito de la facultad cognoscitiva y del mundo exterior que se le presenta permitirá esclarecer las investigaciones directas que hemos emprendido y nos permitirá completarlas. Asimismo, expondrá las ilusiones naturales que surgen de la explicación falsa del simple testimonio de la conciencia, cuando ésta ingresa en conflicto con la percepción exterior, la cual constituye la facultad cognoscitiva por excelencia y tiene su raíz en el único y solo sujeto en el que reside la conciencia. Y hasta no haber concluido este estudio indirecto, no tendremos mayores precisiones sobre el verdadero sentido y el verdadero contenido de la afirmación Yo quiero, que acompaña todas nuestras acciones, por medio de la que obtenemos la conciencia de nuestra causalidad inmediata y nuestro poder personal, en virtud de los cuales las acciones que ejecutamos son verdaderamente nuestras. Sólo de este modo se verá concluida nuestra investigación, que hasta ahora se había emprendido aplicando métodos directos.
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