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ARTHUR SCHOPENHAUER
Con el objeto de apoyar algunos juicios emitidos respecto de la opinión vertida por algunos filósofos concerniente a las cuestiones que nos ocupan, traeré a la memoria del lector algunas citas extraídas de los escritos de aquellos grandes pensadores, que coinciden con mis puntos de vista.
Comenzaré tranquilizando a quienes suponen que me
animan motivos religiosos que se oponen a la verdad que sostengo, citando al mismo Jeremías cuando decía:
Señor, sé muy bien que el camino del hombre no le pertenece, y que no le corresponde a éste guiar sus pasos. También he de citar a Lutero, quien en un libro dedicado especialmente a estos asuntos (De Servo Arbitrio), se opone encarnizadamente a la doctrina del libre albedrío. Algunos cuantos pasajes de ese libro bastan para ilustrar sus puntos de vista, a cuyo auxilio recurre, naturalmente, por razones de naturaleza teológica, antes que filosófica. Dice Lutero:
Por esa misma razón está escrito en todos los corazones que el libre albedrío no existe, aunque esta verdad sea oscurecida y opacada por tantos argumentos contradictorios, y que con ella coincida la opinión de algunos grandes hombres.
Y también, en otro pasaje:
A aquellos que sostienen el libre
albedrío, les advertiré que tal afirmación implica al mismo tiempo negar la existencia de Cristo. Contra el libre albedrío se alinean todos los testimonios de las Sagradas Escrituras que predican el advenimiento de Cristo. Y tales testimonios son innumerables, dado que todas las Sagradas Escrituras, en su conjunto, pueden ser tomadas como un testimonio contra tal afirmación. Y si éstas han de ser el juez, mi victoria sobre aquel pensamiento será tan completa, que ya no le quedará a mis oponentes ni una letra que
no condene la creencia en el libre albedrío.
Pasemos ahora a los filósofos. Las conclusiones de los pensadores antiguos, en verdad, no deben ser seriamente consideradas, dado que su filosofía, por entonces, se hallaba aún en la infancia, o bien en un estado de ignorancia, o no se
había formado todavía una idea correcta de los verdaderos y graves problemas de la filosofía contemporánea.
En efecto, cuestiones tales como la del libre albedrío, la realidad del mundo exterior, o la relación entre lo real y lo ideal, no han recibido sino un tratamiento vago y superficial.
Y en lo que respecta al grado y nivel de comprensión que habían alcanzado sobre el libre albedrío, podemos obtener una idea aproximada y satisfactoria de sus planteos gracias a la Ética a Nicómaco de Aristóteles (Libro III, caps. 1-8). Se podrá descubrir allí que su juicio al respecto no concierne
sino a la cuestión de la libertad física e intelectual, y por lo mismo, el problema es planteado en términos de lo voluntario y lo involuntario. Por lo demás, se confunde el carácter voluntario de los actos con los actos libres. Ahora bien, el problema, aún más complejo, que plantea la libertad moral, siquiera había sido esbozado como tal, aunque en algunos pasajes de su pensamiento pareciera aproximarse a él; particularmente en el Libro II, cap. 2 y Libro III, cap. 7, pero incurre en el error de inferir de las acciones el carácter
moral, en vez de aplicar el procedimiento inverso. También critica erróneamente la opinión de Sócrates al respecto, la cual he citado oportunamente, pero que en ocasiones suele hacerla suya cuando expresa en el Libro X, cap. 9:
Ahora bien, en lo que concierne a la naturaleza, no está en nuestro gobierno el poseerla, sino que está presente en aquellos que son verdaderamente afortunados por alguna causa divina.
Luego dice:
En general, la pasión parece ceder con más facilidad a la fuerza que a los argumentos; y así el carácter
debe estar de alguna manera predispuesto para la virtud amando lo que es noble y repudiando lo que es vergonzoso.
Y esto último puede conciliarse con lo expresado en la Etica Magna (Libro I, 10):
Para ser el más virtuoso de los hombres no basta con desearlo, si acaso la naturaleza no viene
en nuestro auxilio: sin embargo, esta noble disposición contribuirá
a ser mejor.
Aristóteles le confiere el mismo tratamiento a la cuestión del libre albedrío en su Etica Magna (Libro I, 9-18) y asimismo en la Ética a Endemia (Libro XI, 6-10), donde parece aproximarse al verdadero núcleo del problema; sin emibargo, se muestra allí algo impreciso, y el
tratamiento de la cuestión resulta un poco superficial. En efecto, el método aristotélico consiste en proceder sintéticamente y extraer luego algunas conclusiones basándose en signos exteriores; y en ocasiones se detiene en cuestiones puramente lexicológicas. Sin duda, este procedimiento termina extraviando el verdadero núcleo del problema, eludiendo de esta forma la vía analítica. Así, una vez iniciado el
camino hacia la cuestión, se detiene frente a las meras antinomias
entre lo necesario y lo voluntario, como quien se topa contra una pared sin poder avanzar. Sin embargo, es necesario progresar más allá de las contradicciones para alcanzar una mira más elevada y poder comprender que lo voluntario es necesario en tanto voluntario, en el sentido que
los motivos determinan a la voluntad, sin la cual, la volición carecería de un sujeto. En efecto, aquel motivo actúa como una causa, del mismo modo que una causa mecánica, de la que no se diferencia sino por sus caracteres secundarios. El mismo Aristóteles así lo expresa en su Ética a Endemia (Libro II, 10) o cuius gratiae, causa final, como si fuera por sí mismo una especie de causa. De ahí que la antinomia promovida entre lo necesario y lo voluntario resulte insostenible en tanto tal, a pesar de que muchos fdósofos que se presentan como tales comparten con Aristóteles el mismo punto de vista.
Cicerón, en su obra De Fato (Sobre los hechos), en los capítulos X y XVII, expone el problema del libre albedrío con notable claridad. Por lo demás, la naturaleza misma del tema que trata en su obra parece conducirlo naturalmente a plantear
la cuestión del libre albedrío. Cicerón se muestra favorable al postulado del libre albedrío, y al igual que Crisipo y Diodoro, poseía nociones bastante claras al respecto. También debemos citar al diálogo XIII de Luciano acerca de los muertos, cuyos interlocutores. Minos y Sostrato, niegan de un modo
explícito el libre albedrío y la responsabilidad.
En el Libro IV de los Macabeos en la Biblia (libro ausente en la Biblia de Lutero) puede ser considerada una disquisición acerca del libre albedrío. ya que en él se prueba
que la razón posee suficiente fuerza para doblegar todas las pasiones y todos los afectos derivados de ella, y esto parece verse confirmado en el Libro II, mediante la mención a los mártires judíos.
Sin embargo, la sentencia antigua más precisa y justa
respecto del problema del libre albedrío, la encontramos en Clemente de Alejandría (Stromata, I, 17), cuando declara:
Ni los honores ni los elogios, y tampoco los sacrificios tendrían fundamento alguno, si el alma careciera de fuerza para desear y abstenerse, y si el vicio fuera involuntario (Sin embargo, Aristóteles en la Ética a Nicómaco afirma algo muy similar cuando declara en el Libro VII, cap. 2, respecto de la incontinencia: Si acaso las pasiones fueran débiles y no bajas, no habría entonces nada extraordinario en resistirías, y nada grande o digno habría, entonces, si acaso las pasiones fueran bajas, pero remisas y débiles).
Y luego añade:
A fin que no sea Dios la causa posible de los vicios humanos.
Una semejante conclusión, por demás digna de ser mencionada, sirve para mostrar claramente cuáles han sido los propósitos que inspiraron a la iglesia para monopolizar la definición misma del problema en favor de sus propios intereses, y qué tipo de solución adoptaba al respecto.
Casi doscientos años más tarde encontramos la doctrina
del libre albedrío expuesta en sus detalles más minuciosos por Nemesio, en su obra, De Natura homimis (Sobre la Naturaleza del hombre, cap. XXXV y cap. XXXIX). Aquí, el libre albedrío se identifica sin más con el acto voluntario y con la elección, y como tal se lo expone, aunque no sin cierta vehemencia. No obstante, encontramos en esta obra una lúcida anticipación del verdadero problema. Pero en verdad, quien demostró poseer un acabado y perfecto conocimiento
de la cuestión ha sido el célebre padre de la iglesia, San Agustín, que por esta sola razón es merecedor de la mayor consideración, aunque le corresponda mucho más el oficio de teólogo que el de filósofo.
De todos modos, en su planteo del libre albedrío, desplegado a lo largo de sus tres libros De libero arbitrio, lo vemos sumirse en profundas contradicciones que lo conducen luego a formular afirmaciones inconsistentes. En efecto, San Agustín, al igual que Pelagio, no quiere otorgarle al hombre el libre albedrío, porque teme que el pecado original, la necesidad de la redención y la libre elección queden así suprimidos. Y que gracias a ello, sea entonces el hombre quien valiéndose del recurso del libre albedrío pudiera por sí mismo merecer
la salvación y accediera por sus propios medios a ser justo. Y
da a entender luego en su obra Argumentum in libros de libero arbitrio, I-IX Rectractationum Desumtum, que respecto de este punto de doctrina (por el cual Lutero había combatido
con tanta vehemencia), se hubiera extendido mucho más si su obra no hubiera sido escrita con anterioridad a la herejía de Pelagio, y contra la cual compusiera De natura et de gratiae (De la Naturaleza y de la Gracia). Dice en otra sección de su obra (De libero arbitrio, III, 18):
Si acaso el hombre, siendo de otro modo al que es hoy, fuera bueno: y no siendo como debiera, lo advierte, pero no logra serlo, no hay duda de que semejante estado debe ser considerado como un castigo.
Y yendo aún más lejos en esta misma dirección:
No debe extrañarnos que su ignorancia le impida poseer una voluntad libre para elegir lo bueno, y que la habitual resistencia a la carne, cuyo vigor y rebeliones se han incrementado naturalmente con el transcurso del tiempo, y de los hombres sujetos a la muerte, advierta lo que es necesario hacer, pero que no pueda realizarlo.
Y continuando con este argumento:
Si la misma voluntad del hombre no es liberada por medio del auxilio divino de la servidumbre que la vuelve esclava del pecado, y si no cuenta con una valiosa ayuda para superar los vicios; los mortales, entonces, no podrán vivir con justicia ni piedad.
Por otro lado, existían tres poderosos motivos por los cuales se mostraba proclive a defender el libre albedrío:
1.- Su clara oposición a las tesis formuladas por los
maniqueos, contra quienes redactó expresamente sus tres libros sobre el libre albedrío, ya que aquéllos negaban su existencia y postulaban un origen distinto del mal moral y del mal físico (El principio del Mal, Hylé). Y a ellos se refiere en el último capítulo del libro De animae quantitate:
El alma humana ha recibido el don del libre albedrío, y los que quieren oponer o discutir con razones frivolas están completamente ciegos.
2.- La ilusión natural, cuya fuente ya hemos establecido, que se afirma en la conocida máxima, como testimonio
de la conciencia, Puedo hacer lo que quiera, se puede considerar
como la más clara expresión del libre albedrío, donde se confunde lo voluntario con lo libre.
3.- La necesidad de conciliar y vincular la responsabilidad moral del hombre con la justicia divina. En efecto, la
penetración filosófica de San Agustín ha advertido claramente la profundidad de un problema semejante, hasta tal punto que el resto de los filósofos posteriores, excepto tres de ellos, de los cuales hablaremos luego, han decidido girar en torno suyo sin pronunciar mayores juicios al respecto.
San Agustín, en cambio, con una notable honestidad,
plantea el problema desde el principio sin rodeos. Al comienzo
mismo de su obra De libero arbitrio, declara al respecto:
Dime, ¿no es acaso Dios el autor del mal?.
Y en el segundo capítulo, aún de un modo más explícito:
Puesto que vemos a Dios como el principio de todos los seres, y no siendo el autor del pecado, nos cuesta comprender que las almas, al incurrir en el pecado, habiendo sido creadas por Dios, no le atribuyan a El el principio de dichos pecados.
Y el interlocutor Evodio le responde: Acabas de mencionar lo que es motivo de honda confusión cuando me aplico a profundizar sobre una cuestión semejante.
Esta dificultad ha sido abordada por el mismo Lutero y evocada a la ocasión con toda la agudeza de su elocuencia en su obra De Servo Arbitrio:
Que Dios, por obra de su propia
libertad, deba imponernos la necesidad, es algo que la misma razón natural nos obliga a reconocer. Y una vez otorgadas a Dios la presciencia y la omnipotencia, se sigue como consecuencia incontestable que no somos creados por nosotros mismos y que no vivimos ni obramos, sino por su omnipotencia ... Así, la presciencia y la omnipotencia divinas están en la antípoda de nuestro libre albedrío ... Todos los hombres se ven obligados a admitir, como una consecuencia inevitable, que no existimos por obra de nuestra propia voluntad, sino por
necesidad, del mismo modo que nada hacemos por nuestro propio gusto ni por efecto directo de nuestro libre albedrío, sino que Dios lo ha previsto todo, y nos guía El, por un consejo y una virtud omniscientes e inefables.
A principios del siglo XVII nos sale al encuentro Vanini, quien asume el punto de vista contrario al teísmo, y que en el orden del espíritu reinante de su época, ha debido
encubrir velar sus opiniones con la mayor cautela. Cada vez que le es posible, vuelve sobre ella y no cesa de exponerla en las más diversas formas. Por ejemplo, en su obra Anfiteatro de la eterna Providencia (ejercicio 16), dice:
Sí Dios quiere el mal, así lo hace porque está escrito: ha hecho cuanto ha querido. Y si no lo desea, siendo que el mal se constata de todos modos, hay que decir entonces que Dios es imprevisor, o impotente, o cruel, porque no sabe o no
puede realizar su voluntad, o bien no le presta mayor cuidado a ello. Sin embargo, los filósofos rechazan de plano semejante doctrina, ya que si en verdad Dios quisiera erradicar el mal, le bastaría apenas menear la cabeza, y el mal se extirparía de raíz en todos los confines de la tierra. Acaso, ¿quién podría resistir a su voluntad? Entonces, ¿cómo es
posible que el mal se perpetre a pesar de El, cuando le confiere a los culpables la fuerza necesaria para su propagación? Y si acaso el hombre peca contra la voluntad divina, ¿será acaso el Dios inferior al hombre, que así combate contra El, y así se le resiste? Y de todo ello se infiere que el mundo es tal como Dios lo ha deseado, y que si lo deseara mejor de lo que es, entonces sería mucho mejor aún.
Y en el ejercicio 44, dice:
El instrumento obra siempre conforme a la dirección que le imprime su principal agente; puesto que nuestra voluntad en sus actos no es sino un instrumento, y si Dios es allí el agente principal, entonces se infiere claramente que Dios es el responsable de los errores de nuestra voluntad ... Nuestra voluntad depende por entero de Dios, de la sustancia; todo debe ser referido a Dios, que así hizo a la voluntad y la pone en movimiento.
Y más adelante declara:
Puesto que la esencia, el movimiento de la voluntad, proceden únicamente de Dios, a Dios mismo hay que remitir e imputar todas las operaciones de la voluntad, ya sean éstas buenas o malas, porque no es otra cosa que un instrumento en sus manos.
Vanini se valía de un artificio, por lo demás muy ingenioso, que consistía en poner en boca de un objetador las afirmaciones más radicales y extremas. La virulencia atea de
esas opiniones se amortiguaba, en parte, porque dicho personaje, en los diálogos, cargaba sobre sí todos los repudios, el horror y el rechazo, pero en verdad, expresaba de modo indirecto las propias opiniones de Vanini. El efecto de gracia que remataba este artificio consistía precisamente en hacer hablar a dicho objetador del modo más convincente y fundado. Luego, su interlocutor le presentaba objeciones triviales
y argumentos inconsistentes, y fingía extraer de ellos sabias enseñanzas de cuya profundidad se jactaba como prenda de victoria tanquam rebene gesta, tratando de suscitar la complicidad y agudeza del lector a quien involucraba. Con semejante astucia, logró engañar a la docta y sabia Sorbona. quien tomando sus osadías como moneda corriente, autorizó con demasiada ingenuidad la publicación de
obras ateas. También fue grande y dulcísima la alegría de aquellos doctores, cuando tres años más tarde vieron arder vivo al autor de aquellas herejías encubiertas, después de haberse cortado la lengua quien así había blasfemado e injuriado el nombre de Dios. Es sabido que éste es el único argumento que pueden esgrimir los teólogos, y tan pronto como se los ha privado de él, bastante mal les ha ido.
Y entre aquellos que merecen ser considerados filósofos, en el más estricto sentido de este término. Hume, si no
me equivoco, ha sido el primero que no ha eludido el grave y complejo problema planteado por San Agustín. Sin evocar a Vanini, Lutero o San Agustín, el propio Hume expone abiertamente en su obra Ensayo sobre la Libertad y la Necesidad:
El último autor de todas nuestras voliciones es el Creador del mundo, y fue el primero en mover aquella
máquina y colocó a todos los seres en la posición que hoy ocupan, de la cual, todos los sucesos que siguieron debían resultar por obra de una inevitable necesidad. Por lo mismo, las acciones humanas, no pueden contener en sí mismas nada indigno ni censurable al provenir de tan perfecta causa y origen; y en su defecto, si contienen algo malo,
entonces, involucran a nuestro creador en la censura que merece, porque a El se lo reconoce como su causa final y verdadero autor de ellas. Ya que del mismo modo que quien haya detonado una bomba es responsable de todas las consecuencias de ese acto, aunque la mecha sea larga o corta;
del mismo modo donde se encuentre una serie continua de modificaciones necesarias, el ser finito o infinito que haya desencadenado la primera, debe ser considerado autor de todas las demás.
Y aunque el mismo Hume se propone resolver esta dificultad, termina asumiendo que se trata de un problema
insuperable.
Kant mismo, sin perjuicio de sus antecesores, tropieza
con una dificultad semejante, que se expresa en Crítica de la razón pura:
Cuando se admite que Dios es la primera causa universal, debe asumirse forzosamente que también es la
causa de la existencia de la misma sustancia. Por lo mismo, las acciones del hombre tienen su causa determinante en todo objeto que caiga bajo el poder del ser supremo, es decir, que el hombre se encuentra sujeto a la causalidad de un ser superior, distinto de aquél, y de quien depende toda su existencia, y también todas las determinaciones de su causalidad ...
Así, el hombre sería como un muñeco o un autómata, diseñado, construido y animado por el obrero supremo,
cuya propia conciencia lo convertiría en un autómata pensante. Sin embargo, sería víctima de una ilusión si tomara por libertad propia la espontaneidad de la que tuviera conciencia, ya que aquélla no merecería tal nombre sino relativamente. Dado que si las causas más inmediatas que le permiten moverse, y aun la serie de causas determinantes,
fueran todas ellas interiores, la causa última y suprema, sin embargo, debería residir en una mano extraña a él.
Como vemos, Kant se esfuerza en superar tan grave dificultad apelando a la diferenciación entre fenómeno y cosa
en sí; sin embargo, tal apelación apenas hace avanzar el problema
más allá; y por ello, el mismo Kant no lo ha considerado como una verdadera solución y confiesa:
Me pregunto si cualquier otra explicación que se proponga más adelante, resulte más fácil de comprender. Antes bien, a los doctores dogmáticos en metafísica los ha inspirado más el exhibir sutilezas que contribuir a la solución de este problema, y por este expediente han intentado desviar la atención del
asunto en la creencia de que su silencio causaría el olvido de un cuestión tan compleja.
Una vez expuestos los testimonios de pensadores tan diversos, que a pesar de ello, dicen lo mismo, regresamos ahora a nuestro Padre de la Iglesia.
Las razones que esgrime San Agustín para la solución
de este problema no son filosóficas, sino que poseen un carácter estrictamente teológico y. por lo mismo, carecen de todo valor. El fundamento de estas razones, como ya lo he dicho, reside en el tercer motivo que inspiró a San Agustín la defensa del libre albedrío como un don concedido por Dios al hombre. La hipótesis de una semejante libertad, así interpuesta entre Dios y los pecados de su criatura, serían suficientes para resolver la cuestión. Pero esto es posible a
condición de que un concepto semejante, fácil de sostener por medio de palabras, y tal vez muy satisfactorio para quienes se contentan sólo con argumentos, pueda asimismo, seguir sosteniéndose y ser inteligible, una vez que haya sido sometido a una prueba contundente.
Sin embargo ¿cómo es posible que un ser, cuya existencia y esencia son obra de otro, pueda determinarse por sí mismo desde el origen y al mismo tiempo ser responsable de sus actos?
El principio operan sequitur esse (obrar conforme al ser), por medio del cual se afirma que las acciones de cada ser son un resultado necesario de su esencia, destruye por sí
mismo aquel supuesto y resulta irrefutable. Entonces, si un hombre actúa perversamente, resulta ello de su esencia pervertida. Y a este principio se refiere también aquella máxima ergo ande esse, inde operari (de donde procede la esencia, procede la acción). ¿Qué podría decirse de un relojero que se irritase porque su reloj no funciona bien? Y por mucho que se pretenda hacer de la voluntad una tabula rasa, tal supuesto plantea no pocos problemas. En efecto, si entre dos hombres, uno de ellos sigue una marcha completamente diferente al otro, desde el punto de vista moral, tal diferencia debe
proceder de algo y poseer su propio fundamento. Y ya sea que provenga de circunstancias extemas (y en este caso no se le puede imputar al hombre tal responsabilidad) o bien se origine en una diferencia esencial entre ambas voluntades, el mérito y la censura que corresponda en cada caso no podrán serles atribuidos, dado que su ser y existencia son el resultado de obra ajena.
Una vez que hemos analizado el testimonio de los
grandes hombres del pensamiento, cuyas opiniones hemos invocado, pudimos ver cuánto vigor y empeño les ha exigido salir de este laberinto, y cómo han procurado en vano algún resquicio para salirse de él. Por lo mismo, me corresponde a mí declarar, entonces, que la responsabilidad moral de la voluntad humana resulta inadmisible y, a la vez, insostenible, sin recurrir al principio de la aseidad (Aseidad, en principio, se trata del atributo de Dios que le permite existir por sí mismo. En este caso, la aseidad es referida como aquel atributo que le permite al hombre existir por sí mismo y ser su propia obra). Sin duda, la conciencia de tal imposibilidad fue lo que inspiró a Spinoza las definiciones 7 y 8 con las cuales comienza la Ética:
Una cosa es libre cuando existe por la sola necesidad de su naturaleza, y no se dispone ni determina a obrar sino por sí misma; una cosa es necesaria, o mejor dicho, obligada,
cuando otra cosa la determina en su existencia, y a obrar conforme a cierta ley determinada.
En efecto, si una mala acción procede de la naturaleza, es decir, de la condición innata del hombre, la culpa debe serle imputada al autor de la naturaleza.
Para poder huir de estas consecuencias, se ha inventado la doctrina del libre albedrío. Pero una vez admitido este
principio como tal, no es posible establecer de dónde proceden las malas acciones, porque en definitiva, no es sino una cualidad negativa e implica, entonces, que nada le impide al hombre o lo obliga a obrar como le plazca.
Por lo tanto, en el orden de tales argumentos se hace
necesario renunciar a explicar el origen de los actos y a
investigar el lugar de donde proceden originariamente, dado que no se admite ahora que éstos se deriven de su naturaleza innata o adquirida. Ya que, en el primer caso, la culpa debe ser imputada al creador, y si acaso se le asigna la responsabilidad a las meras circunstancias, entonces el azar será el responsable. Lo cierto es que en cualquiera de las hipótesis que prevalezca, el hombre aparecería como inocente
en uno y en otro caso, a pesar de lo cual se lo considera siempre responsable. Así, la imagen de una voluntad libre es como una balanza sin peso, que permanece inmóvil, sin inclinarse hacia un lado u otro, excepto que se le coloque un peso en alguno de los platillos. Pero ya que la balanza no puede operar por sí misma, del mismo modo, la voluntad no puede extraer de sí misma la más insignificante acción, en
virtud del principio que afirma: De la nada no surge nada.
Entonces, ¿debe acaso la balanza inclinarse hacia
algún lado? Será necesario colocar un cuerpo extraño en el platillo para que ésta se incline y, entonces, dicho cuerpo será causa de movimiento. Del mismo modo, todo acto humano debe ser producido por alguna fuerza que actúe de un modo positivo y que sea algo más que aquella cualidad negativa que llamamos libertad.
Esto último no admite sino dos explicaciones posibles.
Que los motivos, es decir, las circunstancias exteriores, desencadenan
la acción por sí mismos, surgiendo así que el hombre ya no es responsable de sus actos; hipótesis que al admitir como válida implica asumir también que todos los hombres obrarían del mismo modo ante circunstancias análogas. O bien, que la acción procede de la especial recepción (accesibilidad) de cada uno para tales o cuales motivos, es
decir, del carácter innato, de las tendencias previamente existentes, que pueden diferir en cada caso y según las cuales los motivos ejercen su influencia.
Entonces, la hipótesis del libre albedrío desaparece al instante, dado que aquellas tendencias representan el peso que se ha colocado en uno de los platillos de la balanza. Así, la responsabilidad de nuestras faltas debe recaer sobre quien ha colocado en nosotros tales inclinaciones, es decir, sobre quien ha creado al hombre y ha depositado en él los instintos de la naturaleza. Por lo tanto, la condición fundamental sobre la cual descansa la responsabilidad moral del hombre es, entonces, la aseidad; es decir, que él mismo sea
su propia obra.
Por otro lado, todas estas consideraciones relativas a tan intrincado asunto colocan a la doctrina del libre albedrío en
una posición compleja, ya que este principio abre un inmenso
abismo entre los pecados del hombre y su creador. Por eso mismo, nos sorprende vivamente que los teólogos muestren hacia ese principio una adhesión tan encendida y que sus humildes servidores, los profesores de filosofía, atendiendo al cumplimiento de los deberes que sienten hacia ellos, los apoyen con tanto ardor. ¡Qué ceguera muestran al combatir tan encarnizadamente la doctrina del libre albedrío, incluso ante
las concluyentes afirmaciones que al respecto han vertido los
grandes pensadores!
Para concluir mi análisis de la opinión emitida por San Agustín, diré de ella que, según este autor, el hombre disponía
del libre albedrío antes de su caída en el pecado, y una vez
que se hizo esclavo de éste, ya no podía confiar su salvación sino a la predestinación y a la redención divinas. Y no podía esperarse otra conclusión de un Padre de la Iglesia.
Pero debemos decir que, gracias a la disputa suscitada
por San Agustín, a partir de las diferencias entre maniqueos y pelagianos, la filosofía pudo formarse una idea muy exacta del problema. Desde entonces, los trabajos de los escolásticos y comentaristas le fueron otorgando cada vez una mayor precisión, y así lo atestiguan el sofisma de Buridán y el pasaje ya citado de Dante.
Sin embargo, el primero que dio en el centro mismo del
problema fue Tomas Hobbes, quien en 1656 publicó una obra consagrada a este asunto, llamada Quaestiones de libértate et Necessitate contra Doctorem Branhallum. Y aunque se trata de un libro extremadamente raro, se lo puede hallar traducido al inglés en las Morals and Politics works, 1750 (Obras Morales y Políticas), del cual extraigo el siguiente pasaje:
Ninguna cosa tiene origen en sí misma, sino en la acción que sobre ella libra algún otro agente inmediato. De
modo que cuando alguien se inclina hacia algo frente a lo cual no mostraba deseo ni apetito, no debe buscarse ello en algún movimiento de su voluntad, sino en la acción de algún agente que ha obrado por fuera del gobierno de aquél. Por tanto, si se admite como cierto que la voluntad es causa necesaria de todos los actos voluntarios y que, de acuerdo con lo que ya hemos expresado, la voluntad es causada necesariamente por cosas que se sitúan fuera de ella y que son independientes, entonces, todos los actos voluntarios tienen causas
necesarias y, por lo mismo, se encuentran necesitados.
Considero que una causa es suficiente cuando a ésta no
le falta nada para producir su efecto específico. Y semejante causa es también necesaria, porque si fuera posible que una causa suficiente no produjese el efecto esperado, entonces le faltaría algo de aquello que es necesario para producirlo, y en tal caso, no sería una causa suficiente.
Pero si es imposible que una causa suficiente no produjese su efecto específico, es también entonces una causa
necesaria. De lo cuál se infiere que cuanto se produce, se produce entonces necesariamente. Ya que todo cuanto ha sido producido, ha tenido una causa suficiente, de otro modo, no se hubiera producido y, por lo mismo, las acciones voluntarias son también acciones necesitadas.
La definición común del agente libre implica una contradicción y carece de sentido, porque equivale a decir que
una causa puede ser suficiente, es decir, necesaria; y que sin embargo, no produciría su efecto. Así, todo acontecimiento, por contingente que éste pueda parecer o por voluntario que pueda ser se produce, entonces, necesariamente.
Debemos decir que el punto de vista donde Hobbes se sitúa no resulta ser muy elevado, pero sería injusto afirmar que haya confundido la libertad moral con la libertad física.
Y el pasaje que acabamos de transcribir confirma la exactitud de las palabras de Jeoffy emitidas al respecto de Hobbes:
Una de las formas de negar la libertad humana es retirarla de su lugar y colocarla en otro, y es lo que el mismo Hobbes ha hecho. Sin duda, éste se ha basado en el concepto vulgar de libertad que se aplica cuando decimos que un hombre
encadenado, una vez liberado, recupera su libertad.
En su conocida obra De Cive, cap. I, párrafo 1, dice
Hobbes:
Todo hombre se muestra proclive a procurarse lo útil y a huir de lo que es nocivo y, sobre todo, del mal mayor que es la muerte; y eso por una necesidad natural y no menos rigurosa a la que lo arrastra como a una piedra en su caída.
Y después de Hobbes, aparece Spinoza, quien comparte la misma convicción, la cual puede advertirse en los
siguientes pasajes de la Ética:
Ética, Pars. 1, propos. 32: La voluntad no puede ser
llamada causa libre, sino causa necesaria. Corolario II: Porque la voluntad, como todas las cosas, requiere de una causa que la haga existir y obrar de un modo determinado.
Ibíd. Pars. II, último escolio: En cuanto a la cuarta objeción (sofisma de Buridan), diré al respecto que admito que un hombre en pleno equilibrio, es decir, sin otro deseo que el hambre y la sed, no perciba sino dos objetos, alimento y bebida, igualmente lejanos de él, repito, ese hombre se morirá de hambre y de sed.
Ibíd. Pars. III. propos. II, escolio: ... las decisiones del alma, del apetito y de la determinación del cuerpo son cosas naturalmente simultáneas, o mejor dicho, son una sola y única cosa, que llamamos decisión desde el punto de vista del pensamiento y las explicamos por medio de este atributo. Y en cambio, la llamamos consideración desde el punto de vista de las leyes del movimiento y del reposo.
Carta 62: Toda cosa existe necesariamente por una causa exterior y obra conforme a una ley determinada. Por ejemplo: una piedra sometida al impulso de una causa externa recibe de ésta una cierta cantidad de movimiento en virtud de la cual continúa moviéndose, hasta que haya dejado de actuar como causa motriz. Ahora bien, supóngase que la piedra, mientras se mueve, sea capaz de pensar y de reconocer que se esfuerza cuanto le es posible para mantenerse en movimiento. Y teniendo conciencia del movimiento, y no siendo para ella indiferente el movimiento y el reposo, se creerá perfectamente libre en virtud de ello y estará plenamente convencida de que su propia voluntad es la única causa por la cual se mantiene en movimiento.
Y ésa es entonces la libertad humana de la que tanto se jactan los hombres. Esta libertad consiste en reconocer sus
apetitos gracias a la conciencia, pero desconocen las causas externas que los determinan ... Y así he explicado suficientemente mi parecer respecto a la libre necesidad y a la necesidad de coacción, y la pretendida libertad de los hombres.
Digno de destacar es que Spinoza llega a esta conclusión hacia el final de su vida, después de haber cumplido
cuarenta años, y antes del año 1685; y como era cartesiano, había sostenido con decisión la doctrina contraria en sus Cogitata Metaphysica (Pensamientos metafísicos), cap. XII, y hasta había afirmado respecto del sofisma de Buridán, en clara contradicción respecto del último escolio citado, lo siguiente:
Si suponemos al hombre en lugar de un asno, en aquella posición de equilibrio, entonces ese hombre deberá
ser considerado no ya como un ser pensante, sino como el más vil de todos los asnos, si acaso muere de hambre y de sed.
Más adelante, haré notar igualmente el drástico cambio
de opinión que he constatado en dos grandes pensadores, y esto como un claro indicio de que el problema del libre albedrío exige notables esfuerzos y una gran penetración para plantearse correctamente.
Hume, en su Ensayo sobre la libertad y la necesidad, del que ya he citado algunos fragmentos, expresa los aspectos más importantes de la necesidad de las voliciones individuales, una vez dados los motivos, y ofrece lúcidas precisiones con aquella amplitud de miras que le es tan característica;
y dice allí:
Parece que la vinculación entre los motivos y los actos voluntarios es tan regular y uniforme como la vinculación entre el motivo y el efecto en cualquier ámbito de la naturaleza.
Y luego agrega:
Y hasta parece imposible aplicarse a ninguna ciencia ni llevar a cabo actos de ningún género sin reconocer expresamente la doctrina de la necesidad, y al mismo tiempo esta conexión íntima entre los motivos y los actos voluntarios, entre el carácter y la conducta de cada uno.
Sin embargo, ningún pensador ha expuesto tan claramente la necesidad de las voliciones, y de un modo tan acabado y convincente como lo ha hecho Priestley, en La doctrina de la necesidad filosófica, obra que ha consagrado especialmente a exponer dicho problema.
A quien no convenzan los juicios allí vertidos, es por
que su entendimiento se halla paralizado por un aluvión de
prejuicios. Para exponer brevemente sus conclusiones, citaré algunos pasajes correspondiente a la segunda edición (Birmingham, 1782).
No hay absurdo más manifiesto para mi inteligencia que la noción de la libertad filosófica. Prólogo.
A no ser por obra de un milagro o por la intervención
de alguna causa extraña, ninguna volición o acción del hombre podría haber sido diferente de la que ha sido.
Aunque un efecto o inclinación del espíritu constituya
una fuerza diferente de la gravedad, ejerce sobre mí un influjo tan grande como si se tratara de la misma fuerza que mueve una piedra.
Decir que la voluntad se determina a sí misma, no
representa idea alguna y, además, constituye un absurdo, ya que en una determinación, que en última instancia es un efecto, no puede éste producirse sin algún género de causa. Porque, además de las cosas que caen bajo la denominación de motivos, nada queda que pueda ser producido por la determinación. Y aun cuando un hombre pudiera servirse de todas las palabras, no le será posible concebir cómo en ocasiones
nuestros actos se deteiminan por los motivos y, a veces, con total prescindencia de ellos.
Del mismo modo, no será posible imaginar una balanza en la que unas veces sus platillos se inclinaran por el efecto de un peso colocado en ellos; y otras, por el efecto de una substancia que no tenga peso alguno y que, por lo tanto, sea
lo que sea por sí misma, no tendrá efecto sobre la balanza.
En el verdadero lenguaje filosófico, el motivo debería llamarse causa propia de la acción.
Nunca estará en nuestro gobierno elegir entre dos resoluciones, cuando todas las circunstancias anteriores son idénticas.
Es cierto que un hombre cuando se reprocha a sí mismo de su conducta pasada por haber cometido alguna
acción particular puede suponer que, hallándose en iguales
circunstancias, obraría de un modo diferente. Sin embargo, esto es una pura ilusión. Si acaso pudiera examinarse a sí mismo de un modo estricto, teniendo en cuenta todas las circunstancias, terminará convenciéndose de que ante una idéntica disposición de espíritu y mirando las cosas del mismo modo que entonces (haciendo ahora abstracción de aquello que la reflexión le ha proporcionado), no habría
podido obrar sino como antes lo había hecho.
No cabe otra posibilidad que elegir entre la doctrina
de la necesidad o el absurdo más completo.
Es necesario destacar que a Priestley le ocurrió lo mismo que a Spinoza, al igual que a otro gran pensador a
quien me referiré luego. Priestley dice en el proemio de la primera edición:
Sin embargo, no me convierto tan fácilmente a la doctrina de la necesidad. Y al igual que el doctor
Hartley, renuncié a mi libertad con mucho esfuerzo; y en una extensa correspondencia que en otro tiempo mantuve respecto de este asunto, he defendido obstinadamente la doctrina de la libertad, sin ceder a los argumentos con los cuales se me objetaba entonces.
El tercer gran pensador que ha transitado los mismos caminos y se vio expuesto a idénticas disyuntivas ha sido Voltaire; y él mismo nos lo confiesa haciendo uso de su
peculiar y graciosa ironía. En su Tratado de la Metafísica,