Presentación de Omar CortésCapítulo quintoAnálisis de la doctrina de Kant sobre el carácter inteligible y el carácter empíricoBiblioteca Virtual Antorcha

ARTHUR SCHOPENHAUER

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ENSAYO SOBRE EL LIBRE ALBEDRÍO
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APÉNDICE
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PARA SERVIR DE COMPLEMENTO AL PRIMER CAPÍTULO

Como consecuencia de la primera diferenciación establecida por nosotros en el inicio de esta obra, entre la libertad física, la moral y la intelectual, habré de examinar la segunda (ya he considerado la primera y la última). Y esto mismo lo hago movido por el ánimo de completar la obra con la mayor precisión y brevedad posibles.

El entendimiento, o bien facultad cognoscitiva, es el instrumento de los motivos; es decir, el mediador para que éstos puedan actuar sobre la voluntad, la cual, si nos expresamos con propiedad, constituye el fondo y el núcleo mismo del hombre. Y en la medida que este mediador entre los motivos y la voluntad actúa normalmente y se constata su funcionamiento adecuado, entonces, el entendimiento logra presentar a la elección de la voluntad todos los motivos en su verdadera pureza; y tal como se presentan en el exterior, manifestarse sin obstáculo alguno. En este caso, el hombre es intelectualmente libre, lo cual significa que sus acciones son el resultado verdadero y no alterado de su voluntad, y bajo el efecto de los motivos que en el mundo externo se le presentan a su espíritu, como ocurre en todos los hombres. Por lo mismo, sus actos son susceptibles de ser imputados tanto desde el punto de vista moral como jurídico.

Ahora bien, esta libertad intelectual queda abolida:

1.- Cuando el mediador que debe actuar sobre los motivos o el entendimiento se encuentra perturbado, ya sea temporalmente o en forma definitiva.

2.- Cuando por el efecto de causas externas, en determinadas circunstancias, el carácter fijo de los motivos se ve alterado.

El primer caso corresponde a la locura, al paroxismo o al delirio, a la pasión y a los efectos de la embriaguez.

El segundo caso se corresponde a un error deliberado o inocente, como quien le da a alguien a beber veneno en lugar de una medicina; o quien al entrar su criado en la casa, lo toma por un ladrón y lo mata; y otros accidentes de esta naturaleza.

En uno y en otro caso, vemos que los motivos se han alterado, y por lo tanto, la inteligencia no puede tomar la decisión apropiada como lo haría en otras circunstancias cuando las presenta en su forma adecuada. Los crímenes perpetrados en tales condiciones no son susceptibles de castigo legal, porque las leyes suponen justamente que la voluntad no posee la libertad moral (y en tal caso no se la podría dirigir), sino que está sujeta al imperio y a la coacción de los motivos. Por eso, a todos aquellos motivos que pueden mover a la comisión de delitos, la ley, por medio del castigo correspondiente, les opone otros más poderosos.

Así, un código penal no es sino la enumeración sumaria de motivos aptos por sí mismos para contrarrestar la fuerza con la que ellos se presentan ante quienes se muestran proclives. Y una representación semejante posee tal vigor que no permite que lleguen al entendimiento todas las acciones que pudieran obrar como motivos opuestos.

Ahora bien, estas representaciones, que en su mayoría son abstractas, mientras que lo que excita la pasión es siempre algo sensible y actual, no pueden ejercer la misma influencia en el resultado final y no muestran ese carácter que los ingleses llaman igualdad de probabilidades. Porque en este caso, la acción ya ha sido cometida antes de que pudiera obrarse en el sentido contrario a ella, y así evitarla. Del mismo modo que en un duelo uno de los oponentes dispara antes de darse la señal respectiva. La responsabilidad moral y jurídica se encuentra abolida, según resulten las circunstancias, pero de algún modo aquella subsiste. En Inglaterra, por ejemplo, el asesinato que se comete en un estado de conmoción o excitación extrema, sin reflexión alguna sobre el acto, o en medio de una crisis de cólera, desencadenada de un modo repentino, se califica de homicidio, y suele castigarse con una pena menor, y en algunos casos el homicida resulta absuelto.

La embriaguez es un estado que predispone a las pasiones, y gracias a ella se incrementan notablemente las representaciones sensibles; y en cambio, se debilita marcadamente el pensamiento abstracto, incrementando la fuerza de la voluntad. Así, a la responsabilidad de las acciones mismas, se sustituye la responsabilidad de la borrachera, y por eso mismo, los delitos que se cometen bajo tal estado no quedan completamente impunes, aunque en parte se haya anulado la libertad intelectual.

Aristóteles, en su Ética a Eudemo (Libro II, cap. VII y IX), y más extensamente en la Ética a Nicómaco (Libro III, cap. II), se refiere de un modo muy somero e insuficiente a la libertad intelectual. Y de esta misma libertad se trata cuando la justicia criminal y la medicina legal se preguntan si un criminal era responsable y libre en el momento de cometer el delito.

En síntesis, puede considerarse cometido un crimen cuando faltando la libertad intelectual, su autor, en el momento mismo de perpetrarlo, no tenía conciencia de sus actos; y generalmente, cuando era incapaz de concebir las consecuencias legales de su acción y que, por lo mismo, deberían apartarlo de su perpetración. En ninguno de ambos casos, tales acciones resultan punibles.

En cambio, quienes suponen la no existencia de la libertad moral y de la necesidad que de ellos resulta para todas las acciones de un individuo dado y que, entonces, no debería ser castigado racionalmente ningún criminal, parten de una idea equivocada de la penalidad jurídica, considerándola como el castigo de crímenes en tanto crímenes y regresando así al mal por el mal, como si se tratara de motivos morales. Y a pesar de la autoridad de Kant, me parece absurdo e inútil considerar la justicia penal desde esta perspectiva. ¿Cuál es el derecho que se arroga un juez para castigar a sus semejantes desde un punto de vista moral y aplicarle penas por sus actos? La ley, en tanto amenaza de castigo, debe perseguir como objeto constituirse como un motivo contrario y destinarse a contrarrestar en el espíritu humano el atractivo que puede ejercer el mal. Si en ciertas circunstancias, dicho efecto falta en sus providencias, entonces se ve obligada a ejecutar sus amenazas, porque de otro modo no podría prevenir los casos futuros.

El criminal, por su parte, debe sufrir la pena en este caso como la consecuencia directa de su perversidad moral, quien en determinadas circunstancias perpetra el acto delictivo, en la creencia de que quedaría impune gracias al concurso de los motivos y la inteligencia que así lo instruyeron. Una vez admitido esto, se cometería una injusticia si en lugar de perpetrar los hechos bajo el influjo directo de su perversidad moral lo hubiera hecho bajo los efectos de una fuerza diferente a él mismo.

Y una misma relación se comprueba entre la acción y sus consecuencias, cuando un modo de obrar culpable, no ya por efecto de las leyes jurídicas, sino por imperio de las leyes de la Naturaleza, produce por ejemplo una enfermedad vergonzosa como resultado de un descuido inadmisible. O bien, cuando un ladrón, al querer penetrar por la fuerza en una casa para robar un cerdo se encuentra, en cambio, con un oso que el dueño hubiera dejado allí en la víspera y que se le arroja encima con sus garras.
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