Parte veintisiete de El anticristo de Federico Nietzsche. Captura y diseño, Chantal Lopez y Omar Cortes para la Biblioteca Virtual Antorcha
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XXVII

En este terreno tan falso, en que toda la naturaleza, todo valor natural, toda realidad tenía contra si los más profundos instintos de la clase dominante, creció el cristianismo, forma de enemistad mortal hacia la realidad aun no superada. El pueblo santo, que para todas las cosas sólo conservaba valores sacerdotales y palabras sacerdotales, y, con una lógica de argumentación que puede inspirar terror, había separado de sí como ejemplo, como mundo, como pecado, todo lo que de poderío existía aún en la Tierra; este pueblo creó por instinto una última formula, lógica hasta la negación de si misma: como cristiano, negó hasta la última forma de la realidad, el pueblo santo, el pueblo de los elegidos, la misma realidad hebrea. Este es un caso de primer orden: el pequeño mundo insurreccional que fue bautizado con el nombre de Jesús de Nazaret, es una vez más el instinto judaico, en otros términos, el instinto de los sacerdotes que no soporta ya al sacerdote como realidad; es la invención de una forma de existencia aún más abstracta, de una visión del mundo aún más irreal que la que va unida a la organización de una Iglesia. El cristianismo niega a la iglesia.

Yo no se contra quién se dirigía la insurrección de la cual Jesús fue considerado acertada o equivocadamente como autor, si no fue contra la Iglesia judaica, dando a la Iglesia exactamente el sentido en que hoy tomamos esta palabra. Fue una insurrección contra los buenos y los justos. contra los Santos de Israel, contra la jerarquía de la sociedad, no contra la corrupción de la sociedad, sino contra la casta, el privilegio, el orden, la fórmula: fue la incredulidad en los hombres superiores, un no dicho a todo lo que era sacerdote y teólogo. Pero la jerarquía que con aquella insurrección, aun cuando no fuera sino por un momento, se puso en pleito, era la construcción lacustre en que el pueblo hebreo continuó existiendo sobre las aguas, la última posibilidad fatigosamente conseguida de sobrevivir, el residuo de su existencia política particular; un ataque contra ella era un ataque contra el más profundo instinto del pueblo, contra la más tenaz voluntad de vivir de un pueblo que jamás ha existido en la Tierra.

Este santo anárquico, que llamó a la revuelta contra el orden dominante al bajo pueblo, a los réprobos y pecadores, a los chandala, en el seno del judaísmo, con un lenguaje, si hemos de dar fe a los Evangelios, que aun hoy conduciría a un hombre a la Siberia, fue un delincuente político en la medida en que los delincuentes políticos eran posibles en una comunidad absurdamente impolítica. Esto le condujo a la Cruz. Murió por su culpa: falta todo motivo para creer que muriera por culpa de otros, aunque esto se ha sostenido repetidamente.

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