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XXXVII
Nuestra época blasona de su sentido histórico: ¿cómo ha podido imponerse el absurdo de que en los comienzos del cristianismo se encuentre la grosera fábula de un taumaturgo y de un redentor, y que todo el elemento espiritual y simbólico sea sólo un desarrollo más tardío? Y a la inversa, la historia del cristianismo -a partir de la muerte en la cruz- es la historia del error, cada vez más grosero, de un simbolismo originario. Con la difusión del cristianismo sobre masas aún más vastas, aún más rudas, a las que les faltaban siempre las premisas de que el cristianismo partió, se hizo cada vez más necesario vulgarizar, barbarizar el cristianismo: éste absorbió en si doctrinas y ritos de todos los cultos subterráneos del imperium romanum, los absurdos de todas las razones e imaginaciones enfermas. El destino del cristianismo consiste en la necesidad de que su fe se contaminara de esta enfermedad, se hiciera baja, vulgar, como enfermizas, bajas y vulgares eran las necesidades que se pretendía satisfacer con ella. Finalmente, la barbarie enfermiza se adicionó para formar el poder en calidad de Iglesia: de Iglesia, que es la forma de la enemistad formal contra toda probidad, contra toda alteza de ánima, contra toda disciplina del espíritu, contra toda generosa y buena humanidad. Los valores cristianos por una parte, los nobles por otra: ¡nosotros los primeros, nosotros espíritus libres, hemos restablecido este contraste de valores, el mayor que existe!
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