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CAPÍTULO XIX
Resumen de la propaganda verdadera
Es inútil engañarse a sí mismo y a los demás con la ilusión. Por medio de sonoras declamaciones y de hinchadas promesas se puede captar cierta confianza y hasta excitar la codicia de algunos, pero de tal modo no se consigue una selección, sino un conglomerado sin consistencia que se dispersará fácilmente en el primer choque, como los montones de la hojarasca de otoño por el cierzo.
La propaganda verdadera nos ha de permitir encontrarnos más tarde cara a cara con los que nos han escuchado, sin temor de que puedan reprocharnos de haberles decepcionado como cualquier charlatán interesado de feria popular.
Tengamos presente, en principio, que nuestro ideal no es colectivamente realizable, porque el esfuerzo realizado únicamente en vista de conquistas inmediatas, se nos figura siempre más o menos inmoral, como el acto de caridad, realizado para evitar el infierno y conseguir el cielo. El esfuerzo lleva en sí su recompensa, aunque no siempre logre el éxito, y especialmente, por lo concerniente a las concepciones libertarias, se considera más la superioridad del fin que la actualidad del resultado. La esencia, pues, de la propaganda, persigue el llevar al dominio de la práctica las ideas superiores, casi siempre opuestas a las ideas recibidas y aguijonear teóricamente las aspiraciones individuales en la relativo, sin preocuparse en gran manera de los beneficios materiales.
Con algo de penetración sobre el funcionamiento de la sociedad, se comprenderá que la masa no está dispuesta para continuar organizando la vida de relación, al día siguiente de uno de esos sobresaltos catastróficos que, según ciertos profetas, bastarían para hacer brillar el risueño cielo de la Ciudad Futura. Dichosos todavía, cuando no tratamos más que de las diferencias entre nosotros sobre los medios de acción. Sin contar las envidias, las rencillas y los personalismos, hemos presenciado polémicas periodísticas dignas de competir con los más odiosos libelos. Todo lo cual nos hace creer que lejos de la aurora roja tan cantada y deseada, un cambio radical de la sociedad podría enemistar sangrientamente entre sí a los mismos iniciadores. Cúlpese al estado actual de las mentalidades, que han de pasar por largos periodos de evolución antes que pueda vislumbrarse el horizonte humano de la emancipación suprema.
Hecha lealmente esta declaración, la verdadera propaganda no decepcionará nunca, porque diferenciará, sin lugar a equívocos, la concepción anarquista de las demás concepciones que le son antagónicas, a pesar de haberlas considerado como vecinas en algún tiempo. Según la fórmula tradicional, el porvenir ignorará económica, intelectual y moralmente la autoridad y la explotación del hombre sobre el hombre. Pero tal resultado supone de antemano una educación preliminar del individuo. No podemos, pues, tener comunidad ideológica con los que pretenden que la sociedad se transforme mágicamente dictando decretos, más o menos acertados o revolucionarios.
La propaganda verdadera, debe dejar las declamaciones y los elementos seductivos a los sistemas que se fundan sobre una oral autoritaria exterior al individuo. Desgraciadamente, un gran número de socialistas revolucionarios o catastróficos más o menos antiparlamentarios, vagamente anarquizantes, se vanaglorian de las ideas libertarias y hacen inconscientemente el juego a una forma estatista, tanto más peligrosa para la autonomía individual cuanto más influencia tiene en ella un sectarismo económico de los más avanzados.
Ejemplos como los de la Nueva Zelandia, donde se disfruta la jornada de ocho horas, el salario mínimo, retiros obreros, seguros de accidentes, ministerios obreros y demás leyes sociales reformadoras, indican que se puede resolver la cuestión económica, la cuestión del estómago, sin que la mentalidad de los beneficiarios se modifique en lo más mínimo. A pesar de su progreso social, ¡cuántos rancios prejuicios abrigarán aún estos dichosos neozelandeses!
La solución del problema económico es de toda inminencia, pero no puede ser superior a las cuestiones de moral social o de educación en el libre exámen. Por esto no nos determinamos a formar en las filas de un sistema social reformista, pues nuestras observaciones nos hacen concluir que los hechos de orden psicológico, a veces han determinado la evolución económica de la humanidad, y que esta evolución, para que sea eficaz, ha de ser la obligada consecuencia de ideas esclarecidas. Nuestra atención, ha de fijarse primero sobre la influencia decisiva y soberana de los hombres, tomados individualmente sobre la marcha histórica del mundo. No podemos subordinar nuestras aspiraciones y nuestra actividad a una especie de fatalismo económico, cuyo resultado es siempre una organización jerarquizada. A juzgar por los resultados del triunfo del catolicismo, que es una organización moral colectivista por excelencia, que nos ha dejado un tan triste ejemplo de intolerancia, es conveniente reflexionar seriamente antes de comenzar una nueva experiencia sobre un terreno económico y sobre una base pseudo-científica.
Hacemos constar que no sentimos contra el colectivismo una hostilidad agresiva, pues comprendemos que lo mismo que otra idea cualquiera generalizada, corresponde a una etapa de la mentalidad humana, que puede llamarse fase de la religión económica y en la cual no pueden retardarse los anarquistas individualistas.
La propaganda verdadera mostrara que, en la marcha de la humanidad, los anarquistas reivindican simplemente la vanguardia de campeones contra los prejuicios de todas clases que embotan el cerebro humano y le impiden pensar por sí mismos. Lo importante no es que los otros piensen como nosotros, sino que piensen por y para ellos mismos.
No se trata de crear seres a nuestra imagen, sino individuos libres, buscando por la experimentación la fórmula de su felicidad individual y colectiva. Independientes de todo compromiso, jamás ligados a un movimiento cualquiera, pero siempre dispuestos a mezclarse temporalmente a toda acción libertadora de cualquier sitio que ella emane. Exponiendo y proponiendo sin cesar, no imponiéndonos ni nosotros mismos ni nuestras ideas. he ahí lo que somos. Sería salirnos de nuestro papel el mezclarnos a las combinaciones groseras de la política, aunque fuese antiparlamentaria.
La propaganda verdadera recordará toda la importancia del ejemplo, del esfuerzo intentado en vista de vivir actualmente la concepción de vida personal tantas veces expuesta.
La propaganda verdadera hará comprender que, no estando nadie obligado a declararse desprovisto de tal o cual prejuicio, es inconsecuente cualquiera que así lo pretenda y no admita que sus prójimos se aprovechen los primeros de sus declaraciones. Que el camarada que preconiza o defiende las ideas de amor libre, por ejemplo, espere que los suyos tomen al pie de la letra sus apreciaciones sobre este asunto. Que el partidario de la libre discusión espere ver sus concepciones más queridas negadas en su casa y que no solo reserve para los de fuera una tolerancia que desconocen los que le rodean. ¡Cómo cambiaría el aspecto de este desgraciado mundo, si estuviéramos seguros de la sinceridad de los que nos son más íntimos de entre los anunciadores de los tiempos nuevos! Pero no hemos llegado aún a ese punto, no porque sea dificil el esfuerzo que hay que desarrollar, sino porque nos queda por aprender esta lección: que el menor acto en desacuerdo con nuestras palabras o nuestros escritos disminuye o debilita esta fuente interior de energía que sólo permite resistir el peso de una sociedad cuya moral consiste esencialmente en obrar de distinto modo que se escribe, que se habla o que se siente. ¿Enseñar esta lección no es el alfa de la propaganda verdadera?
Constatemos, en fin, que el ideal anarquista esta bien representado por esa pequeña minoría de indomables, de rebeldes, de incorregibles, esforzándose siempre en no dejarlo empañar por concesión alguna a las exigencias del medio ambiente y procurando preparar el camino para los que les siguen.
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