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Capítulo primero
El problema del arte
Para la producción del más sencillo baile, ópera, opereta, cuadro, concierto o novela, millares de hombres se ven obligados a entregarse a un trabajo que muy a menudo resulta humillante y penoso. Menos mal si los artistas cumplieran por si mismos la suma de trabajo que requieren sus obras; pero no ocurre asi, porque necesitan el auxilio de numerosos obreros. Este auxilio lo obtienen de distintos modos, ya en forma de dinero dado por los ricos, ya en forma de subvenciones otorgadas por el Estado; en este caso, el dinero que reciben proviene del pueblo, que, en su mayoría, tiene que privarse de lo necesario para pagar la contribución y no goza jamás de lo que llaman esplendores del arte. Podría comprenderse esto en rigor para un artista griego o romano, o hasta para un ruso de la primera edad del siglo XIX, cuando habla aún esclavos, pues esos artistas podían considerarse con derecho a ser servidos por el puebIo. Pero ahora, cuando todos los hombres tienen un vago sentimiento de la igualdad y de sus derechos, no es posible admitir que el pueblo continúe trabajando, a su pesar, en favor del arte, sin decir antes, de un modo indubitable, si el arte es bastante bueno e importante para cohonestar todos los daños que engendra.
Es necesario, pues, en una sociedad civilizada en que se cultiva el arte, preguntarse si todo lo que pretende ser un arte lo es verdaderamente, y si (como se presupone en nuestra sociedad) todo la que es arte resulta bueno por serIo y digno de los sacrificios que entraña. El problema es tan interesante para los artistas como para el público, pues se trata de saber si lo que aquéllos hacen tiene la importancia que se cree, o si simplemente los prejuicios del medio en que viven, les hacen creer que su labor es meritoria. También debe averiguarse si lo que toman a los otros hombres, así para las necesidades de su arte, como para las de su vida personal, se halla compensado por el valor de lo que producen. ¿Qué es ese arte considerado como cosa tan preciosa e indispensable para la humanidad?
¿Preguntáis lo que es el arte? ¡Grave pregunta! ¡El arte es la arquitectura, la escultura, la pintura, la música y la poesía bajo todas sus formas! Esto es lo que no dejan de contestar el hombre vulgar y el aficionado, y hasta el artista mismo, en la seguridad de que no se equivocan y que se trata de cosas perfectamente claras. Podríamos, sin embargo, preguntaries: ¿No hay en arquitectura edificios que no son obras de arte y otros que, con pretensiones artísticas, son feos y desagradables a la vista, y que por lo tanto no pueden ser considerados como obras de arte? ¿No ocurre lo mismo en escultura, en música y en poesía? ¿Dónde reside entonces la señal característica de las obras de arte? El arte, en todas sus formas, hállase limitado, de un lado, por la utilidad práctica, de! otro por la fealdad y la impotencia para producIr arte. ¿Cómo se distinguiran esas dos cosas que le limitan? A tal pregunta, el hombre vulgar de nuestra sociedad que se llama cultivada, y hasta el artista, si no ha cuidado mucho de la estética, tienen respuesta preparada. Os dirán que esa respuesta se formuló hace mucho tiempo, y que nadie debe ignorarla. El arte, afirmarán, es una actividad que produce la belleza.
Pero -les objetaréis- si en esto consiste el arte, ¿son obras de arte un baile o una ópera bufa? El hombre instruído y el artista os contestarán aún, pero ya con cIerta vacilación: SI; un buen baile y una linda ópera bufa también son arte, pues equivalen a manifestaciones de la belleza.
SI preguntáis en seguida a vuestros interlocutores cómo distinguen un buen baile y una linda ópera bufa de las malas, mucho les costará responder. Y al preguntarles en seguida si la actividad de atrecistas y peluqueros, si la actividad de costureras y sastres. de perfumistas y cocineros también es arte, os contestarán probabIemente negándolo. Se engañarán en ello, porque son hombres vulgares y no especialistas y no se ocuparon en asuntos estéticos. Si les preocuparan tales asuntos, habríanse apresurado a leer en la obra del gran Renán, Marco Aurelio, una disertación que prueba que la labor del sastre es obra de arte, y que los hombres que no ven en los adornos de una mujer la más alta manifestación artística, son seres sin inteligencia, espíritus estrechos. Este es el gran arte, dijo Renán. Deberían saber también vuestros interlocutores que, en la mayoría de los sistemas estéticos modernos, el traje, los perfumes y hasta la cocina están considerados como artes especiales. Tal es en particular el parecer del sabio profesor Králik en su Belleza Universal, ensayo de estética general, así como el de Guyau, en sus Problemas de la estética contemporánea.
Existe un pentáculo de las artes, fundado en los cinco sentidos del hombre, dice Králik, y puntualiza, en consecuencia, las artes del gusto, del olfato, el tacto, el oído y la vista.
De las primeras, las del gusto, dice: Se ha generalizado demasiado la costumbre de admitir sólo dos o tres sentidos como dignos de proporcionar materia para un conjunto artístico. No se negará, sin embargo, que sea una producción estética la que el cocinero consigue hacer, cuando convierte el cuerpo de un animal muerto en objeto de placer para el hombre.
Igual opinión campea en la obra citada del francés Guyau, muy estimado por gran número de escritores contemporáneos. Habla muy seriamente del tacto, del gusto y del olfato como capaces de producirnos impresiones estéticas: Si el color falta al tacto, nos produce en cambio una noción que la vista sola no puede darnos, y que tiene un valor estético considerable, la de lo suave, lo liso, lo aterciopelado. Lo que caracteriza la belleza de! terciopelo es la suavidad al tacto, cualidad que agrada tanto por lo menos como su brillantez. Al formarnos idea de la belleza de una mujer, lo satinado de su piel es un elemento esencial. Fijándonos algo, recordaremos los goces del gusto, que son verdaderos goces estéticos. Y Guyau cuenta, a guisa de ejemplo, que un vaso de leche que bebió le produjo un goce estético.
De todo ello resulta que la concepción del arte, consistente en manifestar la belleza, no es tan sencilla como parece. Pero el hombre, vulgar o refinado, no conoce esto o no quiere conocerlo, y está firmemente convencido de que todos los problemas del arte pueden resolverse claramente con sólo reconocer la belleza como única materia del arte. Le parece comprensible y evidente que el arte consiste en manifestar la belleza. La belleza le parece que basta para resolver cuanto al arte concierne.
¿Qué es, pues, esa belleza. que forma la materia del arte? ¿Cómo se la define? ¿En qué consiste?
Como sucede siempre, cuanto más confusas y nebulosas son las ideas sugeridas por la palabra, con más aplomo y seguridad se emplea esta palabra y se sostiene que su sentido es demasiado claro, para que valga la pena de definirlo.
Esto es lo que ocurre de ordinario en los problemas religiosos, y también ocurre con esta concepción de la belleza. Se admite como fuera de duda que todos saben y comprenden lo que significa la palabra belleza. Y sin embargo, la verdad es que no sólo no todos lo saben, sino que, a pesar de que se han escrito montañas de libros acerca de tal asunto, desde hace ciento cincuenta años (desde que Baumgarten fundó la estética en 1750), la cuestión de saber lo que es la belleza no ha podido ser resuelta todavia, y cada nueva obra de estética da a tal pregunta una respuesta nueva. Una de las últimas obras que he leído acerca de tal materia, es un librito alemán de Julio Mithalter, titulado el Enigma de lo Bello. Este título expresa el verdadero estado del problema. A pesar de que millares de sabios lo han discutido durante ciento clncuenta años, el sentido de la palabra belleza es aún un enigma. Los alemanes lo definen a su guisa de cien modos diferentes. La escuela fisiológica, la de los ingleses Spencer, Grant Allen y otros, contesta a su manera; lo propio ocurre con los eclécticos franceses, y con Taine y Guyau, y sus sucesores; y todos estos escritores conocen y hallan deficientes todas las definiciones dadas antes por Baumgarten, Kant, Schiller, Winckelmann, Lessing, Hégel, Schopenhauer, Hartmann, Cousín, y otros mil.
¿Cuál es, pues, esa extraña expresión de la belleza, que tan sencilla parece a los que de ella hablan sin conocimiento de causa, pero que nadie llega a definir, desde hace ciento cincuenta años, lo cual no impide que todos los estéticos funden en ella todas sus doctrinas de arte?
En nuestra lengua rusa, la palabra krasota (belleza) significa simplemente lo que gusta a la vista. Y aun cuando, desde hace algún tiempo, se habla de una acción fea, de una música bella, eso no es buen ruso.
Un ruso del pueblo, que ignore las lenguas extranjeras, no os comprendera si le decís que un hombre que da cuanto tiene hace una bella acción, o que una canción tiene una música bella. En nuestra lengua rusa, puede ser una canción caritativa, o buena, o mala, o execrable. Una música puede ser agradable y buena, o desagradable y mala. Pero no hay ni una acción bella ni una música bella. La palabra bello únicamente puede aplicarse a un hombre, a un caballo, a una casa, a un sitio, a un movimiento. De modo que la palabra y la noción de lo bueno implican para nosotros, en determinado orden de asuntos, la noción de lo bello; pero la noción de lo bello, por el contrario, no implica necesariamente la noción de lo bueno.
Cuando decimos de un objeto que apreciamos por su apariencia visible que es bueno, entendemos que este objeto es bello, pero si decimos que es bello no supone esto, necesariamente, que lo creamos bueno.
En las otras lenguas europeas, es decir, en las lenguas de las naciones entre las cuales se ha esparcido la doctrina que hace de la belleza la condición esencial del arte, las palabras bello, schoen, beautiful, beau, etc., guardando su sentido primitivo, expresan la bondad hasta el punto de convertirse en substitutos de la palabra bueno. Frecuentemente en esas lenguas se emplean expresiones como éstas: Un alma bella, un pensamiento bello, o una bella acción. Estas lenguas han acabado por no tener palabra propia para designar la belleza de la forma, y se ven obligadas a recurrir a combinaciones de palabras tales como: De bellas formas, de bella apariencia, etc.
¿Qué es, pues, esa belleza que de continuo cambia de sentido según los países y las épocas?
Para contestar a tal pregunta, para definir lo que las naciones europeas entienden hoy por belleza, me veré obligado a citar algunas definiciones de la belleza, admitidas en los sistemas estéticos actuales. Ruego al lector que no se aburra mucho al leer tales citas, y que se resigne, a pesar de su aburrimiento, a leerlas, o por mejor decir, a leer algunos de los autores que voy a citar en extracto. Para no hablar más que de obras muy sencillas y sumarias, tómese por ejemplo la alemana de Králik, la inglesa de Knikht, la francesa de Lévêque. Es indispensable haber leído una obra de estética para formarse idea de la divergencia de opiniones y de la obscuridad que reina en esa región de la ciencia filosófica.
He aquí, por ejemplo, lo que dice el tratadista de estética, el alemán Schásler, en el prefacio de su famosa, voluminosa y minuciosa obra de estética: En ninguna parte, en el dominio de la filosofía, es tan grande la disparidad de opiniones como en estética. Tampoco en ninguna parte se halla tanta palabrería hueca, un empleo tan constante de tecnicismos vacíos de sentido o mal definidos, una erudición más pedantesca y al propio tiempo más superficial. Y, en efecto, basta leer la propia obra de Schásler para convencerse de la acertado de esta observación.
Sobre el mismo asunto ha escrito Verón, en el prefacio de su notable obra de estética, lo siguiente: No hay ciencia que, como la estética, se haya prestado a las lucubraciones de los metafísicos. Desde Platón hasta las doctrinas oficiales de nuestros días, se ha hecho del arte una informe amalgama de misterios trascendentales y de teorías llevadas a la quintaesencia, que hallan su expresión suprema en la concepción absoluta de lo bello ideal, prototipo inmutable y divino de las cosas reales.
Tómese el lector la molestia de pasar la vista por las definiciones siguientes de la belleza, expresadas por los tratadistas de estética de gran renombre; y podrá juzgar por sí mismo cuán verdadera es la crítica de Verón.
No citaré, como se acostumbra, las definiciones de la belleza atribuídas a los antiguos, Sócrates, Platón, Aristóteles y los otros hasta Plotino, pues en realidad, como explicaré después, los antiguos tenían del arte una concepción distinta a la que forma la base y el objeto de nuestra estética moderna. Aplicando a nuestra concepción presente de la belleza los juicios que acerca de ella formaron, se da a sus palabras un sentido que no es el suyo propio.
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