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Capítulo 15

El arte bueno y el malo

El arte es, como la palabra, uno de los instrumentos de unión entre los hombres, y, por consiguiente, de progreso, es decir, la marcha progresiva de la humanidad hacia la dicha. La palabra permite a las generaciones nuevas conocer cuánto han aprendido, por la experiencia y la reflexión, las generaciones precedentes y los más sabios de sus contemporáneos; el arte permite a las generaciones nuevas experimentar los mismos sentimientos que han experimentado las precedentes, y los mejores de sus contemporáneos. Y de la misma manera que se verifica la evolución de los conocimientos, cuando los conocimientos reales y útiles substituyen a los cadúcos, igual se genera la evolución de los sentimientos por medio del arte. Los sentimientos inferiores, menos buenos o menos útiles para la dicha del hombre, son substituídos sin cesar por mejores sentimientos, más útiles para aquella dicha. Tal es el destino del arte. Y, por consiguiente, el arte, en cuanto a su contenido, es mejor cuando mejor cumple aquel destino, y es menos bueno, cuando lo cumple menos bien.

Luego, la valuación de los sentimientos, o sea la distinción entre los que son buenos y los que son malos para la dicha del hombre, es obra de la conciencia religiosa de una época.

En todas las épocas históricas y en todas las sociedades, existe una concepción superior -propia de cada época- del sentido de la vida, y ella es la que determina el ideal de felicidad, hacia el cual tienden cada época y cada sociedad. Esta concepción constituye la conciencia religiosa. Y esta conciencia se encuentra siempre expresada con claridad por algunos hombres escogidos, mientras que el resto de sus contemporáneos la sienten con mayor o menor intensidad. Nos parece, a veces, que esta conciencia falta en ciertas sociedades; pero, en realidad, no es que falte, es que no queremos verla, porque no está de acuerdo con nuestra peculiar manera de vivir.

La conciencia religiosa es a la sociedad lo que la corriente a un río. Si el río corre, es que hay corriente que le hace correr. Y si la sociedad vive, es que existe una conciencia religiosa que determina la corriente que siguen todos los hombres de esa sociedad.

Por esto, en toda sociedad ha habido y habrá siempre conciencia religiosa. Y en conformidad con esta conciencia religiosa, han sido valuados siempre los sentimientos expresados por el arte. Y solamente sobre la base de la conciencia religiosa de todos los tiempos, es como han podido discernir los hombres en la variedad infinita del dominio del arte, los asuntos capaces de producir sentimientos conformes con el ideal religioso de su tiempo. Y el arte que expresaba aquellos sentimientos era altamente apreciado mientras que el que expresaba sentimientos derivados de la conciencia religiosa de épocas anteriores, sentimientos gastados, rancios, ha sido siempre desdeñado y abandonado. Y, en cuanto a ese arte que expresaba la variedad infinita de otros sentimientos de todas clases, no era admitido y avalorado, sino en el caso de que los sentimientos expresados no fuesen contrarios a la conciencia religiosa. Así, por ejemplo, entre los griegos, se separaba el resto, se apreciaba y se avaloraba el que expresaba los sentimientos de la belleza, de la fuerza, de la virilidad (Hesiodo, Hornero, Fidias), mientras que era condenado y desdeñado el que traducía los sentimientos de sensualidad grosera, de rebajamiento, de tristeza. Entre los judíos era admitido y apreciado el arte que expresaba los sentimientos de sumisión a Jehová, mientras que se condenaba y desdeñaba el que denotaba sentimientos idolátricos; y lo restante del arte -cantos, adornos de viviendas, vasos, vestidos- siempre que no fuese contrario a la conciencia religiosa, ni estaba condenado, ni avalorado. Siempre y en todas partes, fue el arte valuado según su contenido, y así debiera seguir siéndolo siempre, en atención a que esta manera de considerar el arte proviene de la esencia misma de la naturaleza humana, y ésta es invariable.

No ignoro que, siguiendo una opinión extendida en nuestro tiempo, la religión es un prejuicio, del que la humanidad está ya libre, y resultará de esto que no existe en nuestro tiempo conciencia religiosa común a todos los hombres y que pueda servir de base a una valuación del arte. Sé también, que esta opinión pasa por ser la de las clases más ilustradas de nuestra sociedad. Los hombres que no quieren reconocer el verdadero sentimiento del cristianismo, inventando toda suerte de doctrinas filosóficas y estéticas para ocultar a sus propios ojos la sinrazón de su vida, no pueden ser de otra opinión. Sinceramente o no, confunden la idea de un culto religioso con la de la conciencia religiosa, y rechazando el culto, se imaginan rechazar con el mismo golpe a la conciencia religiosa. Pero todos esos ataques contra la religión, todas esas tentativas de establecer una filosofía contraria a la conciencia religiosa de nuestro tiempo, todo eso prueba bastante claramente la existencia de aquella conciencia, y que ella prueba la vida de los hombres que la tocan y la contradicen.

Si se determina en la humanidad, un progreso, es decir, un paso hacia adelante, forzoso es necesariamente que algo designe a los hombres la dirección que deben seguir en la marcha. Pues tal ha sido siempre el papel de las religiones. Toda la historia nos demuestra que el progreso de la humanidad se ha verificado siempre bajo la guía de una religión. Y como el progreso no se detiene, como su marcha ha de continuar durante nuestro tiempo, nuestro tiempo necesita también una religión propia. Y si nuestro tiempo, como todos los demás, tiene su religión, sobre esta base debe el arte ser valuado, y sólo deben ser apreciadas las obras que provengan de la religión de nuestro tiempo, y todas las obras contrarias a esta religión deben ser condenadas, y todo lo restante en materia de arte, tratado con indiferencia.

Desde luego, la conciencia religiosa de nuestro tiempo consiste, de una manera general, en reconocer que nuestra dicha material y espiritual, individual y colectiva, actual y permanente, reside en la fraternidad de todos los hombres, en nuestra unión para una vida común. Esta conciencia, no sólo se encuentra afirmada, bajo las formas más diversas por los hombres de nuestro tiempo, sino que es la que sirve de hilo conductor a todo el trabajo de la humanidad, trabajo que tiene por objeto, de una parte la supresión de todas las barreras físicas y morales que se oponen a la unión de los hombres, y de otra, el establecimiento de principios comunes a todos los hombres, en nuestra unión para una vida común. Es fraternidad universal.

Sobre el fundamento de esta conciencia religiosa es, pues, que debemos evaluar todas las manifestaciones de nuestra vida, y, entre ellas, nuestro arte: separando del resto, en los productos de ese arte, a todos los que expresen sentimientos acordes con la conciencia religiosa, y rechazando y condenando todos los que sean contrarios a ella.

La falta principal que han cometido las clases directoras de la sociedad en tiempos del mal llamado Renacimiento, y que nosotros continuamos cometiéndola, no consiste tanto en que el hombre haya dejado de apreciar la significación del arte religioso, como en que ocupando el sitio del desaparecido arte religioso, ha establecido un arte indiferente, que no tiene otro objeto que el entretenimiento, y que no merecía ser apreciado ni avalorado.

Decía uno de los Padres de la Iglesia que el peor mal para los hombres no estriba en que ignoren a Dios, sino en que han colocado al diablo en el sitio de Dios. Lo mismo sucede con el arte. El peor mal de las cIases superiores de nuestro tiempo, no consiste en que carecen de un arte religioso, sino en que han elevado al puesto superior, en el que sólo merece ser admitido aquel arte, a un arte indiferente, funesto a veces, cuyo objeto es divertir a determinados hombres, siendo por lo tanto contrario al principio cristiano de la unión universal, que constituye el fondo de la conciencia religiosa de nuestro tiempo.

Sin duda el arte que satisfaría las aspiraciones religiosas de nuestro tIempo, no puede tener nada de común con las artes de épocas anteriores; pero esto no impide que el ideal del arte religioso de nuestro tiempo esté perfectamente claro y definido para todo hombre que reflexione, y que no se separe al propio intento de la verdad. En las epocas anteriores, en que la conciencia religiosa unía a un solo grupo de hombres -los ciudadanos judíos, atenienses y romanos-, los sentimientos expresados por el arte provenían del deseo de poderío, de grandeza, de gloria, de estos grupos particulares, y el arte podía hasta tomar por héroes a hombres que ponían al servicio de su grupo la violencia o la astucia (Ulises, Hércules, y, en general, los héroes antiguos). La conciencia religiosa de nuestra época no admite, por lo contrario, grupos separados entre los hombres, pues exige la unión de todos sin excepción, y por encima de todas las virtudes, coloca el amor fraternal de la humanidad entera, y, por consiguiente, los sentimientos que debe expresar el arte de nuestro tiempo no solamente no deben coincidir con los de las artes anteriores, sino que por fuerza han de ser opuestos a ellos.

Y si jamás hasta el presente se ha podido constituir un arte cristiano, verdaderamente cristiano, consiste esto en que la concepción religiosa cristiana no es uno de esos pequeños avances que la hurnanidad realiza sin cesar, sino una evolución enorme, destinada a modificar por completo, tarde o temprano, la manera de vivir de los hombres y sus sentimientos interiores. La concepción cristiana ha dado una dirección diferente y nueva a todos los sentimientos de la humanidad, y, por consiguiente, no podía dejar de modificar por entero la materia y significación del arte. Fue posible a los griegos sacar provecho del arte de los persas, y a los romanos del de los griegos, y a los judíos del de los egipcios, porque la base de sus ideales era la misma. El ideal de los persas era, en efecto, la grandeza y prosperidad de los persas, como el de los griegos era la grandeza y prosperidad de los griegos. Un solo y único arte podía así modificarse en condiciones nuevas, y convenir a nuevas naciones. Pero el ideal cristiano, por lo contrario, ha modificado, derribado a todos los demás, de tal suerte que, como dice el Evangelio, lo que era grande ante los hombres, se ha vuelto pequeño ante Dios. Este ideal no consiste en el poderío, como el de los egipcios, ni en la riqueza, como la de Ios fenicios, ni en la belleza, como la de los griegos, sino en la humildad, en la resignación, en el amor. El héroe no es el rico: es Lázaro, el mendigo. María Egipciaca es admirada, no por su belleza, sino por su penitencia. La acumulación de riquezas no es celebrada como virtud; celébrase la renuncia de ellas. Y el objeto supremo del arte no es la glorificación del éxito, sino la representación de un alma humana tan penetrada de amor, que permite al mártir compadecer y amar a sus perseguidores.

Y así se explica que el mundo cristiano haya abandonado con tanta pena el arte pagano, al que estaba habituado. El contenido del arte religioso cristiano es para los hombres cosa tan nueva, tan diferente del contenido de artes anteriores, que aquellos se hacen, de propio intento, la impresión de que el arte cristiano es una negación del arte, y se aferran desesperadamente a la antigua concepción artistica. Y he aquí que, por otra parte, esta concepción antigua, no teniendo su origen en nuestra conciencia religiosa, ha perdido para nosotros toda significación, de suerte que, de buen o mal grado, nos vemos precisados a separarnos de ella.

La esencia de la conciencia cristiana consiste en que todo hombre reconozca su filiación divina, y, como consecuencia de esta filiación, la unión de todos los hombres con Dios y entre sí mismos siguiendo lo que dice el Evangelio (San Juan, XVII, 21); y de esto resulta que la única materia de arte cristiano debe ser la formada por todos los sentimientos que realizan la unión de los hombres con Dios y entre sí mismos.

Estas palabras de unión de los hombres con Dios y entre sí mismos, por oscuras que puedan parecer a los espíritus suspicaces, tienen, sin embargo, un sentido perfectamente claro. Significan que la unión cristiana, al contrario de las uniones parciales y exclusivas de algunos hombres, une entre sí a todos los hombres sin excepción.

Es, desde luego, propiedad esencial del arte, de todo arte, unir a los hombres entre sí. Todo arte da como resultado que los hombres que reciben el sentimiento transmitido por el artista se encuentren mediante él unidos, en primer lugar con el artista mismo, y, en segundo, con todos los que reciben igual impresión. Pero el arte no cristiano, al unir a unos cuantos hombres, los separa por este hecho del resto de la humanidad, de tal modo que esta misión parcial es frecuentemente causa de alejamiento entre los hombres, sin excepción, bien evocando entro los hombres un mismo sentimiento, por sencillo que sea, siempre que no contradiga al cristianismo, y pueda ser extendido a todos los hombres sin excepción. Sólo estos dos órdenes de sentimientos pueden formar, en nuestro tiempo, la materia del arte bueno en cuanto al contenido.

Así, pues, pueden existir hoy dos clases de arte cristiano: primero, el arte que expresa los sentimientos dimanados de nuestra concepción religiosa, es decir, de la concepción de nuestro parentesco con Dios y con todos los hombres; y segundo, el arte que expresa los sentimientos accesibles a todos los hombres del mundo entero. La primera de estas dos formas da lugar al arte religioso en el sentido limitado de la palabra; la segunda al arte universal.

El mismo arte religioso puede dividirse en dos partes: un arte superior y otro inferior; el arte superior es el que expresa directa e inmediatamente los sentimientos emanados del amor de Dios y del amor del prójimo; el arte religioso inferior es el que expresa los sentimientos de descontento, decepción y desprecio por todo lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo.

Y el arte universal puede también dividirse de la misma manera en arte superior, asequible a todos los hombres en todas partes, y arte inferior, asequible tan sólo a todos los hombres de cierta nación y de cierta época.

La primera de las dos grandes formas del arte, la del arte religioso, superior o inferior, se manifiesta especialmente en literatura, y a veces también en la pintura y la escultura; la segunda forma, la del arte universal, que expresa sentimientos asequibles a todo el mundo, puede expresarse en la literatura, la pintura, la escultura, el baile y la arquitectura, y, particularmente, en la música.

Si se me pidiera designar, en el arte moderno, modelos de cada una de esas formas del arte, y en primer término modelos de arte religioso, así superior como inferior, indicaría, entre los contemporáneos, a Víctor Hugo con sus Miserables, y también todas las novelas de Dickens: Las Dos Ciudades; la Noche Buena, etc. Indicaría la Cabaña del tío Tom y las obras de Dostoievski, en especial su Casa de los Muertos, y el Adam Bebe, de Jorge Eliot.

En la pintura contemporánea, ¡cosa singular! apenas si existen obras de arte de esta especie que expresen el sentimiento cristiano del amor a Dios y al prójimo; y aun lo que existe debemos buscarlo en medianos artistas. Son muchos los cuadros evangelicos; pero todos ellos se refieren a asuntos históricos, reconstituídos con más o menos detalles; ninguno de ellos expresa sentimientos personales de ciertos pintores. Pero no sé de cuadros que exalten la abnegación personal o la caridad cristiana. Cuando más, a veces se encuentra, en humilde pintor, una obra que expresa sentimientos de bondad y compasión. Otros cuadros, de género semejante, representan con slmpatía y respeto la vida de las gentes que trabajan. Tales son el Angelus, de Millet o su Cavador, y también algunos lienzos de Julio Bretón, de Lhermitte, de Defregger, etc. Puedo además citar algunos cuadros referentes a lo que he llamado el arte religioso inferior, es decir, cuadros que despiertan el odio a lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo: verbigracia, el Tribunal, del pintor Gay. Pero también estos cuadros son muy raros. El cuidado de la técnica y la belleza borra a menudo el sentimiento religioso de los pintores. El célebre cuadro de Géróme, Pollice verso, no denota el horror del asunto que en él se representa, sino más el placer del artista que disfruta de un hermoso espectáculo.

Pero mayor trabajo me costaría designar en el arte contemporáneo modelos de la segunda forma del arte, la que expresa sentimientos accesibles a todos los hombres, o tan sólo a un pueblo entero. Hay muchas obras que por la naturaleza del asunto, podrían incluirse en esta clase: tales como Don Quijote, las comedIas de Moliere, el Plckwick Club, de Dickens, las narraciones de Gogol, de Puchkine, algunas de Maupassant, y aun las novelas de Dumas padre; pero todas estas obras denotan sentimientos tan partIculares de tiempo y lugar y tienen tan menguado argumento, que sólo son accesibles a los hombres de una época limitada, y no podrían sostener la comparación con las obras maestras del arte universal de otro tiempo. Ved, por ejemplo, la historia de José, hijo de Jacob. Los hermanos de José vendiéndolo a unos mercaderes, por celos del favor que le dispensa su padre; la mujer de Putifar queriendo seducir a José; éste perdonando a sus hermanos y todo lo demás: he ahí sentimientos que el labriego ruso puede compartir con el chino y el africano, el viejo con el niño y el sabio con el ignorante; y todo eso está descrito con sobriedad, sin particularidades inútiles, de tal manera, que podéis trasladar la historia al sitio que os plazca, sin que pierda nada de su claridad y su fuerza dramática. ¡Cuán diferentes son los sentimIentos de Don Quijote o de los héroes de Moliere, aun cuando Moliere sea el mas universal, y por lo tanto el más grande de los artistas modernos! ¡Y más diferentes todavía los sentimientos de Pickwick o de los héroes de Gogol. Estos sentimientos son tan particulares que para hacerlos más intensos, los autores han debido adornarlos con detalles de tIempo y de lugar. Y esta superabundancia de detalles los hace inaccesibles a todo hombre que vivía en un medio distinto al que describe el autor.

El autor de la historia de José no ha juzgado necesario describirnos minuciosamente como haríamos hoy la túnica ensangrentada de José ni el vestido de Jacob o la casa en que éste vivía ni los atavios de la mujer de Putifar. Los sentimientos expresados en la historia son tan reales que cualquier detalle parecería superfluo y debilitaría la expresión de tales sentimientos. El autor no emplea más que los datos indispensables, y nos dice, por ejemplo, que José, al encontrar a sus hermanos, se va a llorar a un cuarto contiguo. Merced a esta omisión de inútiles detalles, su relato es accesible a todos los hombres, conmueve a los hombres de todas las naciones, de todas las edades, de todas las clases, y ha llegado hasta nosotros a través de los siglos, y nos sobrevivirá millares de años. ¡Probad, por el contrario a limpiar de detalles accesorios las mejores novelas de nuestro tiempo, y veréis lo que de ellas queda!

Así, pues, no es fácil encontrar en la literatura moderna una obra que reuna todas las condiciones de la universalidad. Y las pocas obras que, por su contenido, podrian llenar esa condición, quedan deslucidas, las más de las veces, por lo que se llama realismo y que mejor debiera llamarse provincialismo del arte.

Lo mismo ocurre con la música y por idénticos motivos. A causa de la pobreza del asunto, es decir, de los sentimientos, las melodías de los músicos modernos son de una trivialidad desesperante. Con objeto de disimular la variedad de estas melodías, los músicos se esfuerzan por llenarlas con infinidad de armonías y modulaciones complicadas, que no son inteligibles más que para un reducido circulo de afiliados a determinada escuela musical. Toda melodía puede ser comprendida por todos; pero en cuanto se enlaza con determinada armonía ya no puede ser comprendida más que por los hombres familiarizados con esa armonía, y resulta ajena no sólo a los hombres de las demás naciones, sino también a todos los que, aún siendo compatriotas del autor, no están como él, acostumbrados a ciertas formas del desarrollo musical.

Si exceptuamos las marchas y los bailes que expresan sentimientos inferiores, pero comunes a la generalidad de los hombres, es muy pequeño el número de las obras que responden a nuestra definición del arte universal.

Citaré, como ejemplos, la célebre Aria, de Bach, el Nocturno en mi bemol mayor, de Chopín y una docena de pasajes escogidos entre las obras de Haydn, Mózart, Wéber, Beethoven y Chopin (1).

El propio fenómeno se produce en la pintura, pues a imitación de literatos y músicos, los pintores ocultan la carencia de sentimiento con la profusión de adornos, limitando así el alcance de sus obras. Y no obstante, en pintura es mucho mayor el número de obras que reunen condiciones de universalidad, es decir, que expresan sentimientos accesibles a todos los hombres. Retratos, paisajes, pintura de género, etc. Podría citar aquí una infinidad de obras de los pintores modernos que expresan sentimientos de fácil comprensión para todos los hombres.

En resolución, no hay más que dos clases de arte cristiano, es decir, de arte que debe considerarse hoy como bueno; y todo lo demás, todas las obras no comprendidas en esas dos categorías, deben ser consideradas como productos de un arte malo, que no sólo no merece ser apludido, sino que, por el contrario, debe ser condenado y despreciado, ya que en vez de unir a los hombres, los separa. Esto es lo que ocurre en literatura con los dramas, novelas y poemas que expresan sentimientos exclusivos, propios tan sólo de la clase de los ricos y los ociosos, sentimientos de honor aristocrático, de pesimismo, corrupción y perversión del alma, resultado del amor, sexual. En pintura, se deberían tener por malas todas las obras que representan los placeres y diversiones de la vida rica y ociosa, y también todas las obras de asunto voluptuoso, todos esos desnudos escandalosos que llenan hoy los museos y exposiciones. A la misma categoría de nuestro tiempo, esta música que sólo expresa sentimientos egoístas, propios de hombres de gusto depravado. Toda nuestra música de ópera y de cámara, empezando por Beethoven, la música de Schumann, Berlioz, Liszt y Wágner, consagrada por entero a la expresión de sentimientos que sólo pueden comprender aquellos que le han dedicado su sensibilidad nerviosa y enfermiza, toda esa música, salvo raras excepciones, depende del arte que debemos tener por malo.

-¡Cómo!, se objetará; ¿la Novena Sinfonía incluida entre las producciones de arte malo? ...

-¡Sin duda!, afirmaré yo. Todo lo que he escrito y se acaba de leer, lo escribí tan sólo para llegar a establecer un criterio claro y razonable que permita juzgar el valor de las obras de arte. Y ahora ese criterio me prueba de un modo evidente que la Novena Sinfonía de Beethoven no es una buena obra de arte. Comprendo que esto parecerá extraño y sorprendente a hombres educados en la adoración de ciertas obras y de sus autores; pero, ¿puedo dejar de inclinarme ante la verdad tal como yo la conciba con arreglo a los dictados de mi razón?

La Novena Sinfonía de Beethoven pasa por una de las mejores obras de arte. A fin de comprenderlo bien, me pregunto ante todo: ¿expresa esta obra un sentimiento religioso de orden superior? Y me doy una contestación negativa, porque la música no puede expresar sentimientos tales. Me pregunto en seguida; esta obra, que no pertenece a la categoría superior del arte religioso, ¿posee al menos la segunda cualidad del arte verdadero de nuestro tiempo, a saber, la de unir a todos los hombres en un mismo sentlmiento? Y también esta vez me doy una respuesta negativa, porque no veo que los sentimientos expresados por esa sinfonía puedan unir a los hombres que no han sido educados ni están preparados para sufrir esa hipnotización artificial, y además no alcanzo a concebir una multitud de hombres normalmente constituídos que puedan comprender algo de esa obra enorme y complicada, salvo cortos fragmentos que flotan en un océano de confusión. Y así me veo obligado a sostener que esa obra depende de lo que yo tengo por arte malo. Por un curioso fenómeno, el poema de Schiller, introducido en la última parte de una sinfonía, enuncia, si no de un modo cIaro, al menos expresamente esta idea: el sentimiento (cierto que Schiller sólo se refiere al sentimiento del gozo) une a todos los hombres y hace nacer en ellos el amor. Pero, además de que este poema se canta al término de la sinfonía, la música de la sinfonía entera no responde en modo alguno al pensamiento de Schiller, pues se trata de una música particular que no une a los hombres, sino tan sólo a algunos de ellos, aislándolos del resto de la humanidad.

Tal es a mi inicio el modo de proceder para averiguar si una obra que pasa por obra de arte es verdaderamente una obra de arte o un simple remedo; y para saber en seguida si una obra de arte verdadera es buena o mala, en cuanto a su contenido, es decir, si merece ser alentada o quizá despreciada. Sólo por este procedimiento tendremos la facultad de discernir entre las innumerables obras de arte de nuestro tiempo, las contadas obras que constituyen para el alma un alimento real, importante, necesario, en tanto que las demás forman el arte inútil o nocivo, o bien constituyen un simple remedo del arte. Sólo procediendo de este modo podremos substraernos a las consecuencias perniciosas del arte malo, y gozar de esas benéficas consecuencias, indispensables para nuestra vida espiritual, que resultan del arte bueno y verdadero y constituyen su objeto.


Nota.

(1) Al citar los títulos de estas obras de arte que estimo las mejores de la época, no quiero dar de ellas un juicio definitivo; porque no sólo carezco de la experiencia necesaria para poder apreciar todas las producciones artísticas, sino que además pertenezco a una especie de bombres cuyo gusto ha sido pervertido por una mala educación. Es muy posible que con mis hábitos inveterados, y que ya me son naturales, me engañe en más de un punto, atribuyendo un valor artístico superior a impresiones que me son familiares desde mi infancia. Pero si enumero ciertas obras de diversas categorias es sencillamente para explicar mi pensamiento y para demostrar mejor de qué medo entiendo hoy la perfección en arte. Debo añadir que he puesto en la categorla del arte malo todas mis propias obras artísticas, a excepción del cuento DIos ve la verdad, narración titulada En el Cáucaso, que a mi juicio pertenece a la segunda de las categorìas que tengo por válidas.


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