Índice del libro Investigaciones filosóficas sobre el origen y naturaleza de lo bello de Denis DiderotCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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El autor que nos ha proporcionado el Ensayo sobre el mérito y la virtud (13) rechaza todas estas distintiones de lo bello y pretende, con otros muchos, que sólo existe una única belleza, cuyo fundamento es lo último: así todo aquello que está ordenado de manera que produzca lo más perfectamente posible el efecto que se proponga es supremamente bello. Si preguntáis qué es un hombre bello, os responderá que aquel cuyos bien proporcionados miembros se adecuan mejor al cumplimiento de las funciones animales del hombre. El hombre, la mujer, el caballo y los demás animales, continúa, ocupan un rango en la naturaleza. Ahora bien, en la naturaleza, este rango determina los deberes que se han de cumplir, los deberes determinan la organización y la organización es más o menos perfecta según sea mayor o menor la facilidad que tenga el animal para cumplir sus funciones. Pero esta facilidad no es arbitraria, ni consecuentemente las formas que la constituyen, ni la belleza que depende de estas formas. A continuación, al descender a objetos más corrientes, a las sillas, mesas, puertas, etc., intentará demostraros que la forma de estos objetos os place exclusivamente en tanto que su proporción conviene mejor al uso al cual se les destina. Y si cambiamos tan frecuentemente de moda, es decir, si somos tan poco constantes en el gusto por las formas que les damos, nos dirá que se debe a que esta conformación, la más perfecta en lo relativo a su uso, es muy difícil de conseguir, y que existe una especie de maximum que escapa a todas las sutilezas de la geometría natural y artificial y en torno al cual damos vueltas sin cesar. Nos apercibimos perfectamente cuando nos aproximamos a él y cuando lo hemos sobrepasado, pero jamás estamos completamente seguros de haber alcanzado su punto exacto. De ahí procede esa revolución perpetua de las formas: las abandonamos por otras o disputamos sin cesar sobre las que conservamos. Por lo demás, este punto no está generalmente en el mismo sitio, ese maximum tiene en mil ocasiones límites más amplioS o más estrechos. Bastarán sólo algunos ejemplos para esclarecer su pensamiento. TodoS los hombres, añadirá, no son capaces de la misma atención, no tienen la misma fuerza espiritual, son más o menos pacientes, más o menos instruidos, etc. ¿Qué producirá esta diversidad? Que un auditorio compuesto por académicos encontrará admirable la intriga de Heraclius (14) y que el pueblo la considerará embrollada, que unos limitarán la extensión de una comedia a tres actos y otros pretenderán que se la puede ampliar hasta siete (15), y así sucesivamente. Por mucha que sea la verosimilitud con que haya sido expuesto este sistema, me resulta imposible admitirlo.

Estoy de acuerdo con el autor en que se mezclan en todos nuestros juicios una sutil apreciación sobre lo que somos, un imperceptible retorno hacia nosotros mismos y que hay mil ocasiones en las que creemos estar encantados exclusivamente por las formas bellas y que efectivamente son la principal causa, pero no la única, de nuestra admiración. Reconozco, además, que esta admiración no es siempre tan pura como nos la imaginamos, pero como es suficiente un hecho para invalidar un sistema, estamos obligados a abandonar el del autor que acabamos de citar, sea cual sea la vinculación que hayamos sentido en otro tiempo por sus ideas (16). He aquí nuestras razones. No hay nadie que no haya demostrado que nuestra atención se dirija principalmente a la similitud de las partes, incluso en las cosas en las que esta similitud no contribuye en modo alguno a la utilidad: aceptado que los pies de una silla tengan que ser iguales y sólidos, ¿qué importa que posean la misma figura? Pueden diferir en este punto sin que por ello sean menos útiles. Uno, pues, podría ser recto y el otro en forma de bicha, uno curvado hacia adentro y el otro hacia afuera. Si se hiciese una puerta en forma de ataúd, puede que pareciese más adecuada a la figura humana que cualquiera de las demás formas usuales. ¿Qué utilidad tienen en arquitectura las imitaciones de la naturaleza y de sus producciones? ¿Con qué objeto hay que colocar una columna y unas guirnaldas donde bastaría con un poste de madera o un trozo de piedra? ¿A qué vienen esas cariátides? ¿Una columna está destinada a cumplir la función de un hombre o un hombre ha sido alguna vez obligado a cumplir el oficio de una columna en el ángulo de un vestíbulo? ¿Por qué se imita en los entablamentos los objetos naturales? ¿Qué importancia tiene que en esa imitación estén bien o mal calculadas las proporciones? Si la utilidad es el único fundamento de la belleza, los bajorrelieves, las molduras, las vasijas y, en general, todos los ornamentos, resultan ridículos y superfluos.

Pero el gusto por la imitación se hace notar en las cosas cuyo único objeto es complacer, y frecuentemente admiramos formas sin que la noción de lo útil nos induzca a ello. Aunque el propietario de un caballo no lo halle jamás bello sino cuando compare la forma de este animal con el fruto que pretende sacarle, no ocurre lo mismo con el paseante a quien no le pertenece. En fin, todos los días se aprecia la belleza de las flores, de las plantas y de mil obras de la naturaleza cuya utilidad nos es desconocida.

Sé que ninguno de los problemas que estoy proponiendo contra el sistema que combato dejan de tener respuesta, pero creo que estas respuestas serían más sutiles que sólidas.

De todo lo precedente se infiere: que Platón, al proponerse menos enseñar la verdad a sus discípulos que desengañar a sus conciudadanos de la doctrina de los sofistas, nos ofrece, en cada línea de sus obras, ejemplos de lo bello, nos muestra claramente lo que no lo es en absoluto, pero nada nos dice sobre lo que pueda ser; que San Agustín redujo toda la belleza a la unidad o a la relación exacta de las partes de un todo entre sí y a la relación exacta de las partes de una parte considerada como un todo, y así hasta el infinito, lo que, a mi parecer, constituye más la esencia de lo perfecto que de lo bello; que Wolff confundió lo bello con el placer que produce y con la perfección, aunque existen seres que placen sin ser bellos y otros que son bellos sin llegar a complacer, que todo ser sea susceptible de la perfección última y que los hay que no lo son ni de la menor belleza: tal es el caso de los objetos del olfato y del gusto, considerados en relación a estos sentidos; que Crousaz, al formular su definición de lo bello, no advirtió que cuanto más multiplicaba los caracteres de lo bello, lo particularizaba más, y habiéndose propuesto tratar de lo bello en general, comenzó por dar una noción que únicamente resulta aplicable a algunas especies de cosas bellas particulares; que Hutcheson, que se propuso dos objetos, el primero, explicar el origen del placer que experimentamos ante la presencia de lo bello, y el segundo, indagar qué cualidades debe tener un ser para producir en nosotros ese placer individual, y en consecuencia parecernos bello, consiguió probar menos la realidad de su sexto sentido, que hacer notar la dificultad de desarrollar sin esta ayuda la fuente de placer que nos proporciona lo bello, y que su principio de la uniformidad en la variedad no es general, que hizo una aplicación de las figuras de la geometría más sutil que verdadera y que este principio no se aplica de ninguna manera a otra clase de cosas bellas, la de las demostraciones de las verdades abstractas y universales; que el sistema propuesto en el Ensayo sobre el mérito y la virtud, donde se considera a lo útil como el solo y único fundamento de lo bello, es aún más defectuoso que los precedentes; en fin, que el P. André, jesuita, el autor del Ensayo sobre lo bello, es el que hasta el momento ha profundizado mejor en este tema, ha conocido mejor su extensión y profundidad, ha planteado los principios más verdaderos y sólidos y es el que merece más ser leído. La única cosa que quizá se echa en falta en su obra es el estudio del origen de las nociones, que se encuentran en nosotros, de relación, orden y simetría. Porque por el tono sublime con que habla de estas nociones, no se sabe si las cree adquiridas o facticias, o si las cree simplemente innatas, pero hay que añadir en su favor que el asunto de su obra, más propio de oratoria que de filosofía, le alejaba de esta discusión en la que vamos a entrar.

Nacemos con la facultad de sentir y de pensar. El primer paso de la facultad de pensar es examinar sus percepciones, unirlas, compararlas, combinarlas y percibir entre ellas las relaciones de conveniencia y de inconveniencia, etc. Nacemos con necesidades que nos obligan a intentar diferentes recursos, que frecuentemente elegimos en función del efecto que esperábamos de ellos y, según cómo se produzcan, resultan buenos, malos, precipitados, precarios, completos, incompletos, etc. La mayoría de estos recursos consistían en un útil, una máquina o alguna otra invención de este género, pero toda máquina supone combinación, sincronización de partes tendentes a un mismo fin, etc. He aquí, pues, que nuestras necesidades y el ejercicio más inmediato de nuestras facultades tratan, tan pronto como nacemos, de proporcionarnos las ideas de orden, compenetración, simetría, mecanismo, proporción y unidad. Todas estas ideas proceden de los sentidos y son facticias, y pasamos de la noción de una multitud de seres artificiales y naturales, cohesionados, proporcionados, combinados y simétricos, a la noción, positiva y abstracta, de orden, cohesión, proporción, combinación, relaciones y simetría, y a la noción, abstracta y negativa, de desproporción, desorden y caos.




Notas

(13) Obra de Anthony Ashley Cooper, Conde de Shaftesbury. Cabe destacar que Diderot fue, en 1745, su traductor. Shaftesbury fue discípulo de Locke, aunque no porece que esta circunstancia trascendiera demasiado en su sistema. El punto esencial de su pensamiento estético se encuentra en la afirmación all beauty is true, (todo lo bello es verdadero). Piensa que existe una conexión íntima en el universo que es posible captar mediante la intuición, intuición que nos habla, en este caso, de la especificidad del hecho estético.

(14) Heraclio, emperador de Oriente, es una obra de P. Corneille. La complejidad aludida por Diderot tiene que ver con lo embrollado de su asunto: toda una inmensa tragedia de estructura sobre la anécdota de una sustitución de niños.

(15) Se refiere Diderot a la polémica del clasicismo sobre preceptiva dramática -la famosa regla de las tres unidades-. Las opiniones de Diderot sobre el arte dramático están completamente alejadas de estos planteamientos, incluso cabe situarle como uno de los creadores del moderno drama burgués.

(16) En esta afirmación Diderot se muestra parcial: no sólo no se puede deducir un utilitarismo de la estética de Shaftesbury, sino a quien cuadra perfectamente este calificativo es al propio Diderot, por mucho que se defienda de él en este artículo. Analizando los supuestos diderotianos es imposible evitar ese utilitarismo.


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