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He aquí lo que, a mi parecer, constituye, si no la única, al menos la más fuerte objeción que se puede hacer y a la que voy a intentar responder.
La relación en general es una operación del entendimiento que considera o bien un ser, o bien una cualidad, en tanto que este ser o esta cualidad supone la existencia de otro ser u otra cualidad. Ejemplo: cuando digo que Pedro es un buen padre, considero en él una cualidad que supone la existencia de otra, la de hijo, y tantas otras relaciones como puedan existir. De lo que se deduce que, aunque la relación no está sino en nuestro entendimiento, en cuanto a la perfección se refiere, no tiene menos su fundamento en las cosas. Y diré que una cosa contiene en sí relaciones reales todas las veces que esté revestida de cualidades que un ser formado de cuerpo y de espíritu como yo no podría considerar sin suponer la existencia o de otros seres o de otras cualidades, bien en la cosa misma, bien fuera de ella. Y dividiré las relaciones en reales y percibidas. Pero hay una tercera clase de relaciones: las relaciones intelectuales o ficticias, aquellas que el entendimiento humano parece proyectar en las cosas. Un escultor echa una ojeada sobre un bloque de mármol, su imaginación, más rápida que su cincel, suprime todas las partes superfluas y concibe una figura; pero esta figura es propiamente imaginaria y ficticia. Podría hacer, en una porción de espacio determinado por líneas imaginarias, lo que ha ejecutado imaginativamente en un bloque informe de mármol. Un filósofo echa una ojeada sobre un montón de piedras dejadas al azar, anula mentalmente todas las partes que producen la irregularidad en ese montón y consigue crear una esfera, un cubo, una figura regular. ¿Qué significa todo esto? Que, aunque la mano del artista sólo pueda trazar un dibujo sobre superficies resistentes, su imagen la puede transportar mentalmente sobre todos los cuerpos, ¿qué digo, en todos los cuerpos? en el espacio y en el vacío. La imagen, transportada mentalmente a través de los aires, o extraída imaginativamente de los cuerpos más informes, puede ser bella o fea, pero no la tela ideal a la que está vinculada o el cuerpo informe del cual se la hace surgir.
Cuando afirmo que un ser es bello por las relaciones que se destacan en él, no me refiero a relaciones intelectuales o ficticias que nuestra imaginación aporta, sino a las relaciones reales que están allí y que nuestro entendimiento resalta con la ayuda de nuestros sentidos.
En cambio, pretendo que, sean cuales fueren las relaciones, son éstas las que constituirán la belleza, no en el sentido restringido en el que lo bonito es lo opuesto a lo bello, sino en un sentido, me atrevo a decirlo, más filosófico y más conforme a la noción de lo bello en general y a la naturaleza de las lenguas y de las cosas.
Si alguien tiene la paciencia de reunir todos los seres a los que llamamos bellos, pronto se observará que en este conjunto hay una infinidad que nada tiene que ver con la pequeñez o la grandeza; la pequeñez o la grandeza no cuentan para nada en todas las ocasiones en las que el ser está solo, o que en tanto individuo de una especie numerosa se le considera por separado. Cuando se afirmó del primer reloj de pared o de bolsillo que era bello, ¿se hacia alusión a su mecanismo o a la relación de sus partes entre sí? Cuando hoy decimos que el reloj de bolsillo es bello, ¿nos referimos a su uso o a su mecanismo? Por consiguiente, si la definición general de lo bello debe convenir a todos los seres a los que se les da este epíteto, la idea de grandeza está excluida. Me inclino a separar la noción de lo bello de la grandeza, porque me ha parecido que era a la que se le solía vincular por lo general. En matemáticas, se entiende por un bello problema, un problema de difícil solución; por una bella solución, la solución simple y fácil de un problema difícil y complicado. La noción de grande, sublime y elevado no tiene sentido en aquellas ocasiones en las que no se deja de emplear la denominación de bellos. Si se revisa de esta manera todos los seres a los que se llama bellos, uno excluirá la grandeza, el otro la utilidad, un tercero la simetría, alguno incluso la apariencia de orden y simetría: tal sería el caso de la pintura de una tormenta, de una tempestad o de un caos. Y será necesario acordar que la única cualidad común, mediante la cual todos estos seres se convienen, es la noción de relaciones. Pero cuando se pregunta si la noción general de bello conviene a todos los seres que se conocen como tales, ¿se habla sólo de su lengua o de todas las lenguas? ¿Es necesario que esta definición convenga solamente a los seres que llamamos bellos en trances o a todos los seres que se llamarian beLlos en hebreo, siríaco, árabe, caldeo, griego, latín, inglés, italiano y en todas las lenguas que han existido, que existen o que existirán para demostrar que la noción de relaciones es la única que quedaría tras el empleo de una regla de exclusion tan amplia, el filósofo ¿estará obligado a aprender todas? ¿No basta con haber comprobado que la acepción del término bello varía en todas las lenguas, que se le encuentra aplicado en un sitio a una clase determinada de seres, a la que no se aplica de ningún modo aquí, pero que en cualquier idioma en el que sea usado, supone la percepción de relaciones? Los ingleses dicen a fine flavour, a fine woman, (una mujer bella, un bello aroma). ¿Qué le pasaría a un filósofo inglés si, al tratar de lo bello, quisiera tomar en consideración esta extravagancia de su lengua? El pueblo es el que ha hecho las lenguas y el filósofo es quien debe descubrir el origen de las cosas, y sería bastante sorprendente que los principios de uno no se encontrasen frecuentemente en contradicción con los usos del otro. Pero el principio de la percepción de las relaciones, aplicado a la naturaleza de lo bello, no sufre, incluso en esto, de esa desventaja y ea tan general que resulta difícil que algo se le escape.
En todos los pueblos, en todas las lenguas de la Tierra y en todas las épocas, se ha empleado un nombre para el color en general y otros nombres para los colores en particular y para sus matices. ¿Qué es lo que tendría que hacer un filósofo al que se le propusiera explicar qué es un bello color, sino indicar el origen de la aplicación del término bello a un color en general, sea cual sea, y a continuación indicar las causas que han podido motivar la preferencia por tal matiz o tal otro? Igualmente la percepción de las relaciones es la que ha dado lugar a la invención del término bello; y según hayan variado las relaciones y el espíritu de los hombres, se han ido creando los nombres bonito, bello, encantador, grande, sublime, divino, y una infinidad de otros, relativos a lo físico tanto como a lo moral. He aquí los matices de lo bello, pero amplío este pensamiento y digo:
Cuando se exige que la noción general de lo bello convenga a todos los seres bellos, ¿se habla exclusivamente de aquellos que merecen aquí y hoy este epíteto, o de aquellos que se les llamó bellos ya en el origen del mundo, que se les llamaba bellos hace cinco mil años y en tres mil sitios diferentes, y que se les conocerá como tales en los siglos venideros, de aquellos que habíamos contemplado como tales en la infancia, en la madurez y en la vejez, de aquellos que producen la admiración de los pueblos civilizados y de aquellos que encantan a los salvajes? La verdad de esta definición ¿será local, particular y momentánea o se extenderá a todos los seres, a todas las épocas, a todos los hombres y a todos los lugares? Si se elige la última opción, se aproximará mucho a mi principio y no se encontrará apenas otro medio para conciliar entre sí los juicios del niño y del hombre: del niño, que sólo necesita un vestigio de simetría y de imitación para admirar y para recrearse, y del hombre, que necesita palacios y obras de tamaño fabuloso para sorprenderse; del salvaje y del hombre civilizado: del salvaje, que queda encantado con la simple visión de una cuenta de vidrio, una sortija de latón o de un brazalete de quincalla, y del hombre civilizado, que no presta atención sino a las obras más perfectas; de los primeros hombres, que prodigaban los nombres de bellas, magníficas, etc., a las cabañas, chozas y granjas, y de los hombres de hoy, que limitan estas denominaciones a los últimos esfuerzos de la capacidad humana.
Situad la belleza en la percepción de las relaciones, y tendréis la historia de sus progresos desde el nacimiento del mundo hasta nuestros días. Elegid como carácter diferencial de lo bello en general cualquier otra cualidad que os plazca, y vuestra noción se encontrará inmediatamente concentrada en un punto del espacio y el tiempo.
La percepción de relaciones es, por consiguiente, el fundamento de lo bello. Es, pues, la percepción de relaciones la que se ha designado en las lenguas bajo una infinidad de nombres distintos que todos en su conjunto no indican sino diferentes clases de lo bello.
Pero en la nuestra, y en casi todas las demás, el término bello se toma generalmente por oposición al de bonito. Y desde este nuevo aspecto, parece como si la cuestión de lo bello no fuera más que un asunto de gramática y no se tratase más que de especificar las ideas que suelen acompañar a este término.
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