Índice de De la brevedad de la vida de Séneca | Presentación de Chantal López y Omar Cortés | Segunda parte | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
De la brevedad de la vida
Séneca
Primera parte
A Paulino
I
La mayor parte de los mortales se queja, ¡oh Paulino!, de la malignidad de la naturaleza porque nos engendra para un tiempo corto y porque este espacio de tiempo que se nos concede corre tan veloz y rápidamente que, con la excepción de muy pocos, a los demás se les quita la vida cuando se están preparando para ella.
No es tan sólo la turba o el vulgo imprudente quien gime por este mal común, como dicen, sino que también este sentimiento ha suscitado las quejas de ilustres varones. De aquí aquella exclamación del mayor de los médicos: la vida es corta, el arte largo; de aquí el pleito de Aristóteles con la naturaleza que nos exige lo que de ninguna manera conviene a un varón sabio: que la naturaleza condescendió tanto con los animales que prolongó su vida por cinco o diez siglos, y al hombre nacido para tantas y tan grandes cosas le puso un término que está mucho más aca.
No tenemos poco tiempo, sino que perdemos mucho. Bastante larga es la vida que se nos da y en ella se pueden llevar a cabo grandes cosas, si toda ella se empleara bien; pero si se disipa en el lujo y en la negligencia, si no se gasta en nada bueno, cuando por fin nos aprieta la última necesidad, nos damos cuenta de que se ha ido una vida que ni siquiera habíamos entendido que estaba pasando.
Así es: no recibimos una vida corta, sino que somos nosotros los que la hacemos breve; ni somos pobres de vida, sino pródigos.
Así como las riquezas, por muy copiosas y regias que sean, si llegan a un mal dueño, al momento se disipan, y aunque sean pequeñas, si se entregan a un buen guardián, se acrecientan con el uso, así nuestra vida se abre espaciosamente al que la dispone bien.
II
¿Por qué te quejas de la naturaleza? Ella se ha portado bien; la vida, si sabes usarla, es larga. Pero al uno lo domina una insaciable avaricia; al otro, una trabajosa diligencia en tareas inútiles; uno se entrega al vino, otro con la ociosidad se entorpece; a éste le fatiga una ambición siempre pendiente del juicio ajeno, a aquél una despeñada codicia de comerciar que con el afán del lucro lo lleva por todas las tierras y por todos los mares; a algunos los atormenta la inclinación a la guerra y siempre están atentos a los peligros ajenos y angustiados por los propios; haya quien la ingrata veneración a los superiores los consume en una servidumbre voluntaria; a muchos los detuvo o la envidia de la fortuna ajena o la queja de la propia; a muchos, que no van detrás de nada cierto, uná ligereza vaga, inconstante y displicente les lleva de continuo a nuevas determinaciones; a algunos no les agrada ningún curso de los que puedan dar a su vida y los encuentran los hados marchitos y bostezando, de modo que no es posible dudar de la verdad de lo que, a modo de un oráculo, dejó dicho el mayor de los poetas: Tan sólo vivimos una pequeña parte de nuestra vida.
Porque todo el espacio restante es tiempo y no vida. Les aprietan y rodean los vicios por todas partes y no les dejan ni levantarse, ni elevar los ojos a la contemplación de la verdad, sino que los tienen sumergidos y atados a sus deseos.
Nunca pueden volver a ellos mismos y si alguna vez les llega algún fortuito descanso, aun entonces andan fluctuando, como en alta mar aún hay oleaje aunque haya pasado la tormenta, y nunca su ocio está libre de sus deseos.
¿Piensas que hablo de aquellos cuyos males están a la vista? Mira más bien a esos otros a cuya felicidad acuden tantos: se ahogan en sus propios bienes. ¡Qué pesadas son a muchos las riquezas! ¡A cuántos les ha costado la sangre, la elocuencia y el diario afán de manifestar ingenio! ¡Cuántos palidecen por sus continuas voluptuosidades! ¡A cuántos la turba de clientes que los rodea no les dejó ninguna libertad!
Recórrelos finalmente a todos, desde los más modestos a los más encumbrados: uno reclama defensa, otro se la presta, uno está en peligro, otro aboga, otro juzga y el uno se consume por el otro.
Infórmate de aquellos cuyos nombres se aprenden de memoria y verás que se les conoce por estas señales: éste reverencia a aquél y aquél a éste y nadie es de sí mismo.
Después, la estúpida indignación de algunos, que se quejan del desdén de los superiores porque no tuvieron tiempo de recibirlos cuando quisieron verlos. ¿Cómo se atreve nadie a quejarse de la soberbia de otro, si nunca tiene tiempo para sí mismo?
Y, sin embargo, éste, aunque con rostro insolente, te miró alguna vez a ti, quienquiera que tú seas, dió oídos a tus palabras, te recibió a su lado; en cambio, tú nunca te dignas mirarte u oírte a ti mismo. No tienes, pues, que cargar sobre nadie estas oficiosidades, pues, cuando tú las hacías, no era porque quisieras estar con otro, sino porque no podías estar contigo mismo.
III
Aunque todos los ingenios que en todos los tiempos resplandecieron se consagraran únicamente a esto, nunca se sorprenderían bastante de esta niebla de las mentes de los hombres.
No consienten que sus campos sean ocupados por nadie y si se promueve una pequeña discusión sobre los linderos, recurren a las piedras y a las armas: tras esto no sólo dejan que los demás entren en su vida, sino que ellos mismos introducen a los que han de ser poseedores de ella.
No se encuentra a nadie que quiera repartir su dinero y todos distribuyen entre muchos su propia vida. Son tacaños en guardar su patrimonio y cuando se llega a la pérdida del tiempo son pródigos de lo único en que estaría justificada la avaricia.
Por eso me agrada reprender a alguno de la turba de los ancianos: Vemos que ya has llegado a lo último de la vida, puesto que estás oprimido por cien o más años; pues bien, llama a cuentas a tu edad. Cuenta cuánto de este tiempo te quitó el acreedor, la amiga, el rey, el cliente, las peleas con tu mujer, las riñas con los esclavos, los paseos por la ciudad para deberes de cortesía. Añade las enfermedades que cont!ajimos por culpa nuestra, añade el tiempo que se pasó en la ociosidad y verás cómo tienes menos años de los que cuentas. Trae a la memoria si tuviste algún día firme determinación, cuántos destinaste a lo que te habías propuesto, cuántos dedicaste a ti mismo, cuándo tu rostro permaneció en su estado propio, cuándo se mantuvo tu ánimo intrépido, cuántas obras hiciste en tan largo tiempo, cuántos te fueron arrebatando la vida sin que tú supieras lo que perdías, cuántos te quitó el dolor vano, la alegría necia, la ávida codicia, la blanda conversación y cuán poco te quedó de lo que era tuyo; comprenderás que mueres prematuramente.
¿Cuál es, pues, la causa de todo esto? Estáis viviendo como si siempre hubiereis de vivir, nunca os viene la idea de nuestra fragilidad, ni observáis cuánto tiempo ha pasado ya; lo perdéis como si tuvierais de él plenitud y abundancia, cuando quizá ese día que concedéis a un hombre o a un negocio sea el último vuestro.
Lo teméis todo: como mortales que sois, lo deseáis todo, como si fuerais inmortales. Oirás decir a muchos: A los cincuenta años me retiraré; a los sesenta años dejaré mis cargos. ¿Qué prendas tienes de que vivirás tanto? ¿Quién te consentirá que las cosas vayan como tú las dispones?
¿No te avergÜenza reservarte para ti los restos de tu vida y destinar a hacerte una buena mente tan sólo aquel tiempo que no puedes emplear en ninguna otra cosa? ¡Qué olvido más necio de la mortalidad diferir hasta los cincuenta o los sesenta años los buenos consejos y querer empezar la vida allí donde pocos llegaron!
IV
Verás cómo de los hombres más poderosos y elevados caen voces deseando el ocio, alabándolo, prefiriéndolo a todos sus bienes. Mientras tanto desean bajar de su cumbre, si pueden hacerlo con seguridad, pues aunque nada de fuera la sacuda o la conmueva, la misma fortuna por sí misma cae.
El divino Augusto, a quien los Dioses favorecieron más que a ningún otro, jamás dejó de desearse un descanso y de pedir que le descargasen del peso de la República; toda su conversación volvía siempre a lo mismo de esperar un descanso. Con este consuelo, falso aunque dulce, de que alguna vez viviría para sí, entretenía sus trabajos. En una carta que envió al Senado, en la que prometía que su descanso no carecería de dignidad ni estaría en desacuerdo con su antigua gloria, he encontrado estas palabras: Pero estas cosas son mucho más bellas cuando se hacen que cuando se prometen. Sin embargo, el ansia de este tiempo deseadísimo me impulsa, ya que la alegría de la realidad se demora aún, a recibir deleite de la dulzura de las palabras. Le parecía cosa tan grande el reposo, que ya que no podía tenerlo, lo tomaba por anticipado con el pensamiento.
Quien estaba viendo cómo todo dependía de él únicamente, quien hacía la fortuna de los hombres y de los pueblos, pensaba que sería gratísimo el día en que se desnudara de su grandeza. Sabía por experiencia cuánto sudor significaban aquellos bienes que resplandecían por todas las tierras y cuántas preocupaciones secretas ocultaban. Obligado a decidir por las armas sus diferencias primero con los ciudadanos, después ton los colegas, por último con los parientes, derramó sangre por tierra y por mar.
Llevado por las necesidades de la guerra a Macedonia, Sicilia, Egipto, Siria y Asia y a casi todas las riberas del már, dirigió a sus ejércitos, cansados ya de matar romanos, a la guerra con los extraños. Mientras pacifica a los Alpes y doma a los enemigos que se habían introducido en medio de .la paz y del imperio, mientras lleva las fronteras romanas más allá del Rhin, del Éufrates y del Danubio, se afilaban contra él en la misma Roma los puñales de Murena, Cepión, Lépido, Egnacio y otros. Cuando apenas si había escapado de estas asechanzas, su hija y tantos jóvenes nobles unidos tanto por el adulterio como por el juramento aterrorizaron su edad ya avanzada, entre ellos Paulo (Julo) y aquella mujer tan de temer mientras estuviera unida con Antonio.
Amputaba estas úlceras juntamente con los miembros en que estaban; nacían otras; como un cuerpo con demasiada sangre, siempre se rompía por alguna parte. Y así deseaba el descanso con cuya esperanza y pensamiento aguantaba sus trabajos. Éste era el deseo de un hombre que podía realizar los deseos de todos los demás.
V
M. Cicerón, debatiéndose entre los Catilinas, Clodios, Pompeyos y Crasos, los unos enemigos manifiestos, dudosos amigos los otros, dando traspiés con la República, sosteniéndola en vilo para que no cayera, y por último arrastrado con ella, ni tranquilo en los momentos prósperos, ni sufrido en los adversos; ¡cuántas veces no detestó aquel consulado suyo, alabado por él no sin razón aunque sin medida!
¡Qué llorosas palabras escribe en una carta a Ático, cuando vencido ya Pompeyo padre, aún el hijo trataba de rehacer en España sus quebrantados ejércitos! Me preguntas -dice- qué hago aquí. Me estoy en mi Tusculano medio libre. Añade después otras cosas en las que deplora la edad pasada, se queja de la presente y desespera de la futura. Medio libre dice Cicerón que es. Pero a fe mía que jamás un sabio llegaría hasta darse un nombre tan bajo, nunca sería medio libre, siempre tendría una libertad íntegra y sólida, suelto, dueño de sí y más elevado que los otros.
¿Quién podrá estar sobre aquel que está sobre la fortuna?
VI
De Livio Druso, hombre agrio y vehemente, que con sus leyes nuevas promovió la sedición de los Gracos, cuando andaba rodeado de una gran muchedumbre de toda Italia, y no preveía el resultado de un asunto que ni podía hacerse ni ya era libre de dejarlo una vez comenzado, se cuenta que, maldiciendo de su vida inquieta desde sus principios, dijo que únicamente a él ni siquiera de niño le habían tocado nunca unas vacaciones. Porque se atrevió, estando aún bajo tutor y vestido de pretexta, recomendar los reos a los jueces e interponer en el foro su influencia tan eficazmente que consta que violentó algunos juicios.
¿Hasta dónde no había de llegar una ambición tan prematura? Era bien claro que aquella tan precoz audacia había de parar en grande mal privado y público. Tarde, pues, se quejaba de que no había tenido un día de vacación si desde niño fue sedicioso y pesado en el foro. Se discute si se mató a sí mismo, pues murió de repente de una herida en la ingle; dudan algunos que su muerte fuera voluntaria, pero ninguno que fuese inoportuna.
Es inútil recordar a otros muchos, que pareciendo muy felices a los demás, dieron ellos mismos verídico testimonio de sí maldiciendo de toda su vida; pero con estas quejas ni cambiaron a los demás ni a sí mismos. Pues una vez que se desahogaban en palabras, recaían sus afectos en las mismas costumbres.
En verdad que vuestra vida, aunque pase de los mil años, se contraerá a un espacio muy estrecho; que no hay tiempo que no devoren estos vicios. Pero este espacio que, aunque por naturaleza corre, la razón puede dilatarlo, por fuerza huirá muy de prisa, porque ni cogéis, ni retenéis, ni detenéis la más veloz de todas las cosas, sino que dejáis que se vaya como cosa superflua y recobrable.
VII
Cuento entre los primeros a aquellos que sólo se dedican al vino y al placer, porque éstos son los más torpemente entretenidos.
Los demás, aunque los seduzca una vana imagen de la gloria, yerran, sin embargo, más pulcramente: aunque me nombres a los avaros, a los que promueven odios y guerras injustas, pecan todos más virilmente; de los caídos en la glotonería o en la lujuria la mancha es vergonzosa.
Examina todo el tiempo de estos tales; fíjate en el que emplean en calcular, en poner a otros asechanzas, en tener miedo, en cumplir con los otros y en ser cumplimentados, cuánto le ocupan los pleitos ajenos y los propios, cuánto los banquetes, que para ellos ya son un deber: verás cómo no los dejan ni respirar sus cosas buenas o malas.
Finalmente todos convienen en que ningún asunto puede ser bien llevado por ningún hombre ocupado, ni la elocuencia, ni las artes liberales, porque un ánimo dividido no recibe nada profundamente, sino que todo lo rechaza como ya harto. El hombre ocupado de nada se ocupa menos que de vivir; ninguna ciencia es tan difícil como la de la vida. De las otras artes por todas partes se encuentran muchos profesores y en algunas de ellas se han visto niños que tan bien las han aprendido que hasta pudieran enseñarlas. En cambio, se ha de aprender a vivir durante toda la vida, y, lo que aún es quizá más de admirar, toda la vida se ha de aprender a morir.
Muchos y muy grandes hombres, después de haber dejado todos los impedimentos, renunciando a las riquezas, a los cargos y a los placeres, se consagraron hasta la muerte únicamente a saber vivir, y muchos de ellos salieron de esta vida confesando que aún no lo habían aprendido; para que estos otros pretendan saberlo.
Créeme que es de hombre grande y colocado por encima de los errores humanos no dejar que se les vaya nada de su tiempo y por esto su vida es muy larga, pues en toda su amplitud fue para ellos. Nada hubo en ella inculto y ocioso, nada estuvo bajo otro, ni nada encontró este guardián estrechísimo que mereciera ser permutado por su tiempo. Y así le fue bastante; en cambio era necesario que les faltase a aquellos de cuya vida el pueblo se llevó una gran parte.
Y no pienses que ellos alguna vez no han comprendido su daño. Ciertamente oirás a muchos de éstos, a los que abruma una gran felicidad, exclamar a voces entre la turba de sus clientes o en la tramitación de sus pleitos o en otras miserias honrosas: No puedo vivir.
¿Por qué no puedes? Todos estos que se te allegan, te apartan de ti.
¿Cuántos días te quitó aquel reo? ¿Cuántos aquel candidato? ¿Cuántos aquella vieja cansada de enterrar herederos? ¿Cuántos aquel otro que se fingía enfermo para irritar la avaricia de los que querían coger la herencia? ¿Cuántos el amigo poderoso que te tiene no por amistad, sino por ostentación?
Te digo que cuentes y repases los días de tu vida: verás cuán pocos han sido y como de desecho los que han quedado para ti. El que consiguió las haces que tanto había deseado, desea dejarlas y dice: ¿Cuándo pasará este año? Tiene el otro a su cargo los juegos, de los que tanto estimó que por suerte le tocara organizarlos, y dice: ¿Cuándo me escaparé de ellos? Por todo el foro es empujado un tal abogado y un gran concurso lo llena todo, aun más allá de donde se le puede oír, y dice: ¿Cuándo se acabará de sentenciar este pleito?
Todos precipitan su vida y están trabajados por el deseo del futuro y el tedio del presente. Pero el que emplea todo su tiempo en su propia utilidad y ordena cada uno de sus días como si fuera a ser el último, ni desea el mañana ni lo teme. Porque ¿qué placer hay que pueda traerle una nueva hora? Lo conoce todo y de todo ha gustado hasta la saciedad.
Lo demás lo ordenará la veleidosa fortuna como quiera; la vida ya está en seguro. Se le puede añadir algo, pero no quitarle nada, y añadírselo como algo de comida a quien está harto y lleno, que ni la apetece ni la toma. Así, pues, no has de pensar que alguien, porque tiene canas y arrugas, ha vivido mucho; no vivió mucho, sino que duró mucho.
¿Es que acaso piensas que ha navegado mucho aquel que en la misma salida del puerto una fuerte tempestad lo llevó de un lado a otro y por los contrarios vientos enfurecidos estuvo dando vueltas por los mismos sitios? No navegó mucho, sino que padeció mucho.
VIII
Me suelo maravillar cuando veo que algunos piden tiempo y que los que se lo han de dar son facilísimos en concedérselo.
Unos y otros ponen la mira en el negocio para que se pide el tiempo, pero ni aquéllos ni éstos en el tiempo mismo; se pide y se da como si fuera nada.
Con el mayor gusto reciben los hombres retribucioes anuales y por ellas alquilan sus trabajos, sus servicios y su diligencia. Nadie estima el tiempo, lo usan pródigamente como si fuera cosa gratuita. Pero mira a estos mismos, cuando se les acerca el peligro de la muerte, abrazando las rodillas de los médicos y dispuestos a gastar todo cuanto tienen para seguir viviendo, si temen la pena capital.
Tan grande es en ellos la contradicción de los sentimientos. Y si como podemos traer a la memoria de cada uno el número de los años que se le han pasado, pudiéramos proponerle el de los que le quedan, ¡cómo temblarían los que viesen que le quedan pocos y con qué parquedad los administrarían! Es fácil administrar lo que, aunque sea poco, es seguro; hay que guardar con más cuidado lo que no se sabe cuándo ha de faltar.
Y no pienses que ellos ignoran que el tiempo es cosa preciosa, pues para encarecer el amor que tienen a los que aman mucho, les suelen decir que están prontos a darles parte de sus años.
Lo dan neciamente, pues se lo quitan a ellos mismos sin que se acrezca a los otros. Pero ellos mismos ignoran que se lo quitan, por eso les es más tolerable la pérdida y este daño oculto. Nadie restituirá los años, nadie te los devolverá. Prosegúirá la edad el camino que comenzó sin volver atrás ni detenerse; no hará ruido, ni te advertirá de su velocidad. Pasará calladamente, no se prorrogará ni por mandato del rey ni por favor del pueblo. Tal como se lanzó el primer día, seguirá corriendo; nunca se desviará, ni se detendrá. ¿Qué sucederá? Que tú estás entretenido, la vida va aprisa; y entre tanto se presentará la muerte, a la que, quieras o no, has de entregarte.
IX
¿Puede haber nada más necio que el sentimiento de los' hombres, de aquellos, digo, que se jactan de prudentes?
Se afanan trabajosamente en ver cómo podrían vivir mejor; ¡a costa de la vida ordenan su vida! Trazan sus planes para un plazo largo, cuando la dilación es la mayor pérdida de vida; ella suprime siempre el día de hoy, quita el presente prometiendo el futuro. El mayor impedimento de la vida es la esperanza que, por pender del mañana, pierde el hoy. Dispones de lo que está en manos de la fortuna y sueltas lo que está en las tuyas.
¿A dónde pones la mira? ¿Hasta dónde te extiendes?
Todo lo que está por venir es incierto: vive ya desde ahora.
He aquí que clama el mayor de los poetas y como inspirado por boca divina canta este saludable verso:
El mejor día de la vida
es el primero que escapa
a los míseros mortales.
¿Por qué vacilas?, dice. ¿Por qué te paras? Si no lo ocupas, el tiempo huye. Y aunque lo ocupes, también huirá; y así han de competir la celeridad con que el tiempo pasa y la velocidad con que se emplee, como el que bebe a toda prisa de un torrente rápido que no siempre ha de correr.
También para reprobar la vacilación interminable hermosamente habla el poeta no de la mejor edad, sino del mejor día. ¿Cómo es que tú, confiado y lento, en tan apresurada huída del tiempo, te prometes meses y años en larga serie a la medida de tu deseo? El poeta te habla de un solo día y de un día que huye. ¿Cómo dudar de que el mejor día es también el primero que escapa a los míseros mortales, esto es, a los entretenidos?
Sus ánimos todavía pueriles los agobia la vejez, a la que llegan desapercibidos e inermes; nada ha sido provisto; de repente y sin pensarlo cayeron en ella, pues no se dieron cuenta de que día a día se iba acercando. Así como una conversación o una lectura o un pensamiento más intenso engañan a los que van de camino y antes se dan cuenta de haber llegado que de irse acercando al final del viaje, así también este continuo y velocísimo viaje de la vida, que hacemos al mismo paso los dormidos y los despiertos, no aparece a los atareados sino al final.
X
Si quisiera dividir en partes y probar lo que vengo diciendo, se me ocurrirían muchos argumentos con los que hacer evidente que la vida de los ocupados es brevísima.
Acostumbraba decir Fabiano, que era un filósofo no de los que ponen cátedras, sino de los verdaderos y antiguos, que contra las pasiones se ha de luchar con fuerza y no con sutileza, ahuyentando su arinada no con pequeñas heridas, sino con grandes encuentros; que no hacen falta grandes cavilaciones, pues hay que aplastarlas y no pellizcarlas. Sin embargo, para reprobar a los hombres su error hay que enseñarlos y no simplemente compadecerlos.
En tres partes se divide la vida: lo que fue, lo que es y lo que será. Lo que hacemos es breve; lo que hemos de nacer, dudoso; lo que hicimos, cierto.
Porque sobre esto la fortuna perdió sus derechos y no puede volver atrás al capricho de nadie.
Esto lo pierden los entretenidos, pues no les queda vagar para mirar al pasado y, si lo tienen, les es desagradablé recordar cosas de las que se tienen que arrepentir. Y así, de mala gana vuelven el ánimo al tiempo mal empleado, ni se atreven a recordarlo, porque los vicios, aun los que con algún halago de deleite presente se introducían subrepticiamente, se hacen patentes al ser recordados.
Nadie sino quien todo lo hizo bajo su propia censura que nunca se engaña, se vuelve gustosamente a mirar el pasado; el que deseó ambiciosamente muchas cosas, o fue desdeñoso con soberbia, o no se dominó en la victoria, o engañó insidiosamente, o arrebató con avaricia o repartió con prodigalidad, por fuerza ha de temer estos recuerdos.
Pero ésta es la parte de nuestro tiempo sagrada e irrenunciable, fuera ya de todos los eventos humanos, exenta del imperio de la fortuna, sin que la aflijan la pobreza o el miedo o las enfermedades; nadie puede perturbarla, ni llevársela; su posesión es perpetua y libre de recelos.
No son presentes los días sino uno a uno, y cada uno de éstos, momento a momento, pero todos los del pasado se presentan tan pronto como se lo mandas y se dejan a tu capricho ser inspeccionados y detenidos, pero para todo esto no tienen tiempo los frívolamente ocupados.
Es propio de una mente segura y tranquila descubrir por todas las partes de su propia vida: los ánimos de los atolondrados, como si estuvieran bajo el yugo, no pueden volverse y mirar. Su vida, pues, va enterrándose en un hoyo; así como nada aprovecha, por mucho líquido que eches, si no hay debajo algo que lo recoja y guarde, así tampoco importa cuánto tiempo se dé, pues si no hay donde haga asiento, se va por los ánimos rotos y agujereados.
Es tan breve el tiempo presente, que a algunos hasta les parece que no existe, porque siempre está en curso, corre y se precipita; antes de que llegue ya deja de ser, ni consiente que se le detenga, como el universo y las estrellas, cuyo movimiento siempre inquieto nunca permanece en el mismo lugar.
Así, pues, los ocupados no tienen más que el tiempo presente, que es tan breve que no se le puede atrapar y aun éste, se les escapa, pues andan distraídos en muchas cosas.
Índice de De la brevedad de la vida de Séneca | Presentación de Chantal López y Omar Cortés | Segunda parte | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|