Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

Cómo se deprava la propiedad

Con la propiedad, la sociedad ha realizado un pensamiento útil, digno de aplauso, aunque fatal: ahora quiero demostrar que, obedeciendo a una necesidad imperiosa, se empeñó en realizar una hipótesis imposible. Creo que no he olvidado, ni mucho menos debilitado, ninguno de los motivos que presidieron al establecimiento de la propiedad; me atrevo a decir que he dado a estos motivos un conjunto y una evidencia desconocidos hasta hoy. Que supla el lector lo que involuntariamente haya podido omitir, seguro de que acepto, por anticipado, todas sus razones sin contradecirlas; pero que me diga después, con la mano puesta en su corazón, lo que tiene que replicar a la contraprueba que me propongo hacer.

Indudablemente, la razón colectiva, obedeciendo las órdenes del destino que le prescribía consolidar el monopolio por medio de una serie de instituciones providenciales, cumplió su deber; su conducta es irreprensible, y yo no la acuso. El triunfo de la humanidad consiste en saber reconocer lo que hay de fatal en ella, y el mayor esfuerzo de su virtud está en saber someterse a esta fatalidad misma. Luego, si la razón colectiva, al instituir la propiedad, no hizo más que cumplir su consigna, no merece censura, y su responsabilidad queda a cubierto.

Pero ... ¿quién nos asegura que la propiedad es duradera? No será, sin duda, la sociedad que la concibió necesariamente y que nada pudo añadir, quitar ni modificar en ella. Al conferirla al hombre, le dejó sus buenas cualidades y sus defectos, y no tomó precauciones de ningún género contra sus vicios constitutivos ni contra las fuerzas superiores que pueden destruirla. Si la propiedad, en sí misma, es o no corruptible, la sociedad lo ignora; si está expuesta a los ataques de un principio superior, la sociedad no puede evitarlo. ¿Y de qué modo corregiría el vicio propio de esta institución, si es hija del destino? ¿Cómo la protegerá contra una idea más elevada, cuando ella misma existe por la propiedad y no concibe nada que le sea superior?

He aquí, pues, cuál es la teoría propietaria.

La propiedad es de necesidad providencial: la razón colectiva la recibió de Dios y se la dió al hombre. Si ahora es corruptible por naturaleza o atacable por una fuerza mayor, la sociedad es irresponsable; y si cualquiera se presenta a combatir con esta fuerza, la sociedad le debe sumisión y obediencia.

Se desea saber: primero, si la propiedad es corruptible, y qué es lo que apresura su destrucción; segundo, si existe en el arsenal económico un instrumento que pueda vencerla.

Examinaré la primera cuestión en este capítulo, y averiguaremos después cuál es el enemigo que la amenaza.

La propiedad es el derecho de usar y de abusar; es decir, el despotismo. Y no es que se presuma que el déspota pueda tener jamás la intención de destruir la cosa, no; no es eso lo que se entiende por derecho de usar y de abusar. La destrucción por la destrucción no se supone nunca en el propietario; lejos de eso, se presume siempre que, cualquiera que sea el uso que haga de sus bienes, se fundará en motivos de conveniencia y de utilidad. Con la palabra abuso, el legislador quiso decir que el propietario tiene el derecho de equivocarse en el uso de sus bienes, sin que pueda castigársele por ello, y sin que sea responsable de su error ante nadie. Se supone que el propietario obra siempre obedeciendo a su interés; y para dejarle más libertad le confirió el derecho de usar y de abusar de su monopolio. Hasta aquí, el dominio de la propiedad es irreprensible. Pero recordemos que este dominio no se concedió únicamente por respeto al individuo; que en la exposición de los motivos que determinaron la concesión, existen consideraciones puramente sociales, y que el contrato es sinalagmático entre la sociedad y el hombre. Tan cierto es esto, y tan reconocido está por los mismos propietarios, que cuando se ataca su privilegio, sólo en nombre de la sociedad lo defienden.

Ahora bien: ¿satisface a la sociedad el despotismo propietario? Si no la satisface, la reciprocidad es ilusoria, el pacto es nulo, y más tarde o más temprano, la propiedad o la sociedad perecerán. Insisto, pues, en mi pregunta: El despotismo propietario, ¿cumple los deberes que tiene frente a la sociedad? ¿Procede el propietario como si fuese un buen padre de familia? ¿Es justo, social y humano? He ahí la cuestión, y a ella respondo sin temor a que se me desmienta.

Si desde el punto de vista de la libertad individual es indudable que la concesión de la propiedad fue necesaria, desde el punto de vista jurídico esa concesión fue radicalmente nula, porque implica, por parte del concesionario, ciertas obligaciones que puede cumplir o dejar de cumplir. Luego, en virtud del principio, que todo contrato que se funda en el cumplimiento de una condición no obligatoria, no obliga, el contrato tácito de propiedad que celebraron el privilegiado y el Estado, para los fines que anteriormente hemos expuesto, es manifiestamente ilusorio, y se anula por la no-reciprocidad, por la lesión de una de las partes. Y como respecto a la propiedad, el cumplimiento de la obligación no puede exigirse sin que se revoque la concesión, se sigue de aquí que la definición es contradictoria y que hay incoherencia en el pacto. Que los contratantes se obstinen, después de esto, en sostener su contrato, y la fuerza de las cosas se encargará de probarles que pierden el tiempo inútilmente; pues por mucho que quieran evitarlo, la fatalidad de su antagonismo introducirá la discordia entre ellos.

Todos los economistas señalan los inconvenientes que la extremada subdivisión de la tierra produce en la agricultura. De acuerdo en este punto con los socialistas, verían con placer una explotación que, operando en grande escala, empleando los procedimientos poderosos del arte y haciendo importantes economías en el material, doblaría, cuadruplicaría, tal vez, la producción. Pero el propietario se presenta, y ... Veto, dice: yo no quiero semejante cosa; y como está en su derecho, como nadie en el mundo conoce el medio de cambiar este derecho sin recurrir a la expropiación, y como la expropiación es la nada, el legislador, el economista y el proletario retroceden espantados ante lo desconocido, y se contentan con saludar de lejos los frutos prometidos. El propietario es, por carácter, envidioso del bien público, y sólo puede purgarse de este vicio perdiendo la propiedad.

La propiedad es, pues, un obstáculo para el trabajo y para la riqueza, como lo es también para la economía social, y sólo los economistas y los hombres de ley pueden admirarse de esta verdad. Yo procuro encontrar el medio de hacérselo comprender así de un solo golpe y sin frases ...

¿No es cierto que somos pobres, no teniendo cada uno más que cincuenta y seis céntimos y medio por día? Sí, responde el Sr. Chevalier.

¿No es cierto que un sistema agrícola mejor economizaría nueve décimas partes de los gastos de material y daría un producto cuatro veces mayor? Sí, responde el señor Arturo Young (1).

¿No es cierto que hay en Francia seis millones de propietarios, once millones de campos arrendados y ciento veintitrés parcelas pequeñas? Sí, responde el señor Dunoyer.

Luego, gracias a estos seis millones de propietarios, a esos once millones de campos arrendados y a los ciento veintitrés millones de pedazos de terreno, el orden no existe en la agricultura y tenemos cincuenta y seis céntimos y medio por persona y por día, en vez de dos francos veinticinco céntimos, que nos harían ricos a todos.

¿Y por qué estos ciento cuarenta millones de oposiciones a la riqueza pública? Porque el concierto en el trabajo destruiría el encanto de la propiedad; porque fuera de la propiedad nuestros ojos no ven nada, nuestros oídos nada oyen, nuestra razón nada comprende; en una palabra, porque somos propietarios.

Supongamos que el propietario, por un acto de liberalidad caballeresca, cede a la invitación de la ciencia y permite al trabajo mejorar y multiplicar sus productos. De aquí resultará un beneficio inmenso para los jornaleros y campesinos, cuyas fatigas se reducirán a la mitad, a la vez que, por la disminución del precio de los productos, se encontrarán con un salario doble.

Pero el propietario dice: ¡Sería muy tonto si abandonase un beneficio tan neto! En vez de cien días de trabajo, no pagaré más que cincuenta; pero no será el proletario, sino yo el que se aproveche. Pero entonces, observáis, el proletario será más desgraciado que antes, supuesto que holgará más días. Eso no me importa, replica el propietario. Yo uso de mi derecho. Que los demás compren bienes, si pueden, o que busquen fortuna en otra parte aunque sean miles de millones de hombres. Todo propietario alimenta en el fondo de su corazón este pensamiento homicida; y como por la competencia, el monopolio y el crédito, la invasión se extiende siempre, los trabajadores se ven continuamente eliminados del suelo, y la propiedad viene a ser la despoblación de la tierra.

Así, pues, la renta del propietario, combinada con los progresos de la industria, convierte en un abismo la fosa abierta por el monopolio bajo los pies del trabajador, el cual se agrava con el privilegio. La renta del propietario no es ya el patrimonio de los pobres; quiero decir, no es esta porción del producto agrícola que queda, una vez deducidos los gastos del cultivo, y que debía servir siempre de nueva materia de explotación al trabajo, según esa hermosa teoría que nos presenta el capital acumulado como una tierra que se ofrece sin cesar a la producción, y que, cuanto más se trabaja, más parece aumentarse. La renta se ha convertido en prenda de la lubricidad del propietario y en instrumento de sus solitarios placeres. Y observad que el propietario que abusa, podrá ser culpable ante la caridad y la moral, pero es inocente ante la ley e inatacable desde el punto de vista de la economía política. ¡Comer su renta! ... ¿Hay algo más bello, más noble y más legítimo? En la opinión del pueblo, como en la de los grandes, el consumo improductivo es la virtud por excelencia del propietario. Todos los obstáculos de la sociedad, provienen de este egoísmo indeleble.

Para facilitar la explotación del suelo y poner en relación las diferentes localidades de un país, se necesita un camino o un canal: ya está hecho el trazado; se sacrificará un linde por este lado, una legua de tierra por el otro; algunas hectáreas de mal terreno, y el camino queda hecho; pero el propietario se presenta, y ... No quiero, exclama con voz de trueno; y ante este formidable veto, hubo un tiempo en que el pretor no se atrevía a continuar. Por último, el Estado se atrevió a replicar: ¡Pues quiero yo¡ ¡Pero cuántas dudas, cuántos sustos, y qué escándalo antes de tomar esta resolución heroica! ¡Cuántos arbitrajes y cuántos expedientes! El pueblo pagó muy caro este golpe de autoridad, cuyos promovedores quedaron más aturdidos que los mismos propietarios, porque acababa de establecerse un precedente cuyas consecuencias parecían incalculables. Se creyó que, una vez pasado este Rubicón, los puentes se romperían y todo marcharía como Dios quisiese. Hacer violencia a la propiedad ... ¡qué presagio! ... ¡La sombra de Espartaco no habría parecido tan terrible!

En las profundidades de un suelo naturalmente estéril, el azar, y después la ciencia, hija del azar, descubren tesoros de combustible. Este es un presente gratuito de la naturaleza que está depositado bajo el suelo de la habitación común, y que pertenece a todos. Pero llega el propietario; el propietario a quien se concedió el terreno para que lo cultivase, y ... ¡No pasaréis por aquí, dice; no violaréis mi propiedad! A esta intimación inesperada, sigue un gran debate entre los doctos: los unos dicen que la mina no es lo mismo que la tierra cultivable, y que debe pertenecer al Estado; los otros sostienen que el propietario es dueño de la superficie y del fondo, cujus est solum, ejus est usque ad inferos. Si el propietario, nuevo Cerbero encargado de guardar los sombríos reinos, puede prohibir la entrada, el derecho del Estado no es más que una ficción, y sería preciso volver a la expropiación: ¿a dónde nos conduciría esto? El Estado cede: Afirmémoslo sin miedo, dice por boca del señor Dunoyer, apoyado por el señor Troplong; ¿no es más justo ni más razonable decir que las minas son propiedad de la nación, que decir, como en otros tiempos se decía, que eran propiedad del rey? Las minas son parte esencial del suelo, y obedeciendo al buen sentido, la ley común dijo que la propiedad de la superficie implica la del fondo. Y en efecto: ¿en dónde empieza la separación?

El señor Dunoyer se apesadumbra por muy poca cosa. ¿Quién nos impide separar la mina de la superficie, así como en las sucesiones se separa, algunas veces, el piso bajo del piso principal. Eso mismo lo están haciendo los propietarios de los terrenos hulleros en el departamento del Loire, en donde la propiedad del fondo se separó casi en todas partes de la superficial, transformándose aquélla en una especie de valor circulante como las acciones de una sociedad anónima. ¿Qué inconveniente hay en considerar la mina como una nueva tierra, para la cual se necesita un camino de desmonte? ¡Cómo! ¡Napoleón, el inventor del justo medio, el príncipe de los doctrinarios, lo dispuso de otro modo; el consejo de Estado, el señor Troplong y el señor Dunoyer, aplauden, y no ha lugar a revisión! Una transacción tuvo lugar bajo yo no sé qué insignificantes reservas, y los propietarios se vieron afianzados por la munificencia imperial: ¿cómo reconocieron este favor?

Más de una vez he hablado ya de la coalición de las minas del Loire, y vuelvo a ocuparme de ellas por última vez. En este departamento, que es el más rico de la nación en minas de hulla, la explotación se dirigió, en un principio, de la manera más dispendiosa y más absurda. El interés de las minas, el de los consumidores y el de los propietarios, exigía que la extracción se hiciese en conjunto: No queremos, repitieron los propietarios durante muchos años, haciéndose una competencia horrible, cuyos primeros gastos produjeron la devastación de las minas. ¿Estaban en su derecho? Sin duda; y tanto, que al Estado le pareció mal que aquella situación cesase.

Por último, la mayor parte de los propietarios llegaron a entenderse y se asociaron. Indudablemente, en esto cedieron a la razón, a motivos de conservación, de buen orden y de interés general, como de conveniencia privada. En adelante, los consumidores tendrán el combustible barato; los mineros no carecerán de trabajo, y el salario estará garantizado. ¡Qué aclamaciones por parte del público! ¡Qué elogios en las academias! ¡Cuántas condecoraciones para premiar este rasgo sublime de abnegación! Nadie trata de saber si la reunión se hace con arreglo a la letra y al espíritu de la ley, que prohibe reunir las concesiones; sólo se ve la ventaja de la reunión, y no faltará quien sepa demostrar que el legislador no quiso, ni podía querer más que el bienestar del pueblo: Salus populi suprema lex esto.

¡Ilusión! ... En primer lugar, los propietarios al coaligarse, no obedecen a la razón; se someten a la fuerza y nada más. A medida que la competencia los arruina, se colocan al lado del vencedor, y aceleran, por su masa creciente, la derrota de los disidentes. Después, la asociación se constituye en un monopolio colectivo; el precio de la mercancía aumenta: he ahí los resultados para el consumo; el salario se reduce, y he ahí las consecuencias para el trabajo. Entonces el público se queja; el legislador trata de intervenir; el cielo amenaza con sus rayos; los tribunales invocan el artículo 419 del Código penal, que prohibe las coaliciones, pero que permite a los monopolios asociarse, y que no prescribe medida de ningún género respecto al precio de las mercancías; la administración apela a la ley de 1810 que, deseando favorecer la explotación, a pesar de dividir las concesiones, es más favorable que contraria a la unidad, y los abogados prueban con memorias, sentencias, argumentos, etc., éstos, que la coalición está en su derecho, y aquéllos, que la coalición es contraria al derecho. Sin embargo, el consumidor dice: ¿Es justo que yo pague los gastos del agiotaje y de la competencia? ¿Es justo que lo que se dió de balde al propietario por favorecerme a mí, me cueste tan caro? Que se establezca una tarifa. No queremos, responden los propietarios. Y yo desafío al Estado a que venza su resistencia sin recurrir a un golpe de autoridad o a la indemnización, porque aquello no es resolver nada, y esto es abandonarlo todo.

La propiedad es antisocial, no sólo en la posesión, sino también en la producción. Dueña absoluta de los instrumentos de trabajo, sólo da productos imperfectos, fraudulentos y detestables. Al consumidor no se le sirve, sino que se le roba por su dinero. ¿No podéis esperar algunos días, se pregunta al propietario rural, para recoger esos frutos, limpiar ese trigo y secar esa cebada? ¿No sabéis vender leche pura, lavar vuestros toneles, cuidar mejor vuestras cosechas, abarcar menos y hacerlo mejor? Estáis recargado: ¿por qué no os desprendéis de una parte de vuestros bienes? ¡Qué tonto! ... responde el propietario con aire burlón. Veinte yugadas mal trabajadas, siempre producen más que diez que exigirían el mismo tiempo y dobles gastos. Con vuestro sistema, la tierra alimentaría mucha más gente; pero ¿qué me importa eso? Aquí se trata de mi renta y no de aumentar la población. En cuanto a la calidad de mis productos, puedo deciros que siempre serán buenos para quien los coma. Os creéis hábil, mi querido consejero, y sois un pobre niño. ¿De qué serviría ser propietario si sólo se vendiese lo que merece serlo, y por su justo precio además? No me conviene, y no quiero.

Y bien, me diréis: que la policía cumpla su deber. ¡La policía! ... Olvidáis que su acción empieza, precisamente, cuando el mal se hizo. En vez de vigilar la producción, la policía sólo inspecciona el producto: después de haber permitido que el propietario cultive, recoja y fabrique sin conciencia, se presenta para recoger los frutos verdes, derramar la leche aguada, los toneles de cerveza y vino sofisticados, arrojar al río las carnes prohibidas, etcétera, todo con aplauso de los economistas y del populacho, que quieren que se respete la propiedad, pero que no pueden sufrir la libertad del cambio. ¡Eh, bárbaros! ... La miseria del consumidor es la que provoca el despacho de esas impurezas. Si no podéis impedir que el propietario obre villanamente, ¿por qué impedís al pobre que viva mal? ¿No vale más sufrir un cólico que morir de hambre?

Decid a este industrial que es una cobardía y una inmoralidad especular con la miseria del pobre, con la inexperiencia de los niños, y ni siquiera os comprenderá. Demostradle que con una producción excesiva y con las empresas mal calculadas compromete su fortuna y la existencia de sus obreros; que si su propio interés no le importa, el de tantas familias agrupadas en derredor suyo merece consideración; que por la arbitrariedad de sus favores hace nacer el desaliento, el servilismo y el odio, y le veréis ofendido. ¿No soy el dueño?, exclama parodiando la leyenda: porque soy bueno para algunos, ¿pretendéis convertir mi bondad en un derecho de todos? ¿Será preciso que yo dé cuentas a quien debe obedecerme? Esta casa es mía, y sólo yo soy el juez de lo que me conviene hacer en la dirección de mis negocios. ¿Acaso mis obreros son esclavos? Si mis condiciones les desagradan y encuentran otro que los trate mejor, que se vayan; yo seré el primero en saludarles. Excelentes filántropos: ¿quién diablos os impide que abráis talleres? Dad el ejemplo, en vez de esa vida que consagráis a predicar la virtud, estableced una fábrica y practicad lo que aconsejáis a los demás. En fin: que se vea la asociación en la tierra, gracias a vuestros esfuerzos: en cuanto a mí, yo rechazo enérgicamente esa servidumbre. ¡Asociados! ¡Antes la bancarrota y la muerte!

La propiedad separa al hombre de su semejante, cien veces más que el monopolio. El legislador, con un fin eminentemente social, creyó que debía dar mayores garantías a la posesión, y ahora vemos que, al garantizar para siempre al monopolista el fruto de sus rapiñas diarias, arrebató al trabajo todas sus esperanzas. ¿Qué grande propietario deja de abusar de su fuerza para obligar al pequeño? ¿Qué sabio, constituído en dignidad, no retira un lucro de su influencia y de su protección? ¿Qué filósofo, acreditado en los Consejos, deja de encontrar medio de imponer un tributo sobre la filosofía, so pretexto de traducción, revisión o comentario? ¿Qué inspector de escuelas no es mercader de abecedarios? ¿Está pura de todo comercio de acciones la economía política, y de toda simonía la religión? Yo tuve el honor de ser regente de una imprenta, y vendía la docena de catecismos (5 hojas en dozavo) a treinta cuartos. Posteriormente, el obispo de la diócesis se atribuyó el monopolio de los libros religiosos; el precio del catecismo subió, de 15 céntimos a 40, y monseñor realiza anualmente un beneficio de 50.000 francos. Tal cuestión se puso a concurso con el único objeto de ofrecer la ocasión de un triunfo al señor Fulano; tal composición obtuvo el premio porque es del señor Zutano, que profesa las buenas doctrinas; es decir, que sabe ejercitar el arte de la adulación con los señores tal y tal. La ciencia titulada, cierra el camino a la ciencia plebeya; la encina obliga al rosal a que la salud; la religión y la moral se explotan por privilegio como el yeso y la hulla; el privilegio llega hasta a los premios concedidos a la virtud; y las coronas que se dan en el teatro Mazarino para alentar a la juventud y favorecer los progresos de la ciencia, no son más que la insignia del feudalismo académico.

Y todos estos abusos, estas concusiones, estas villanías, proceden, no del abuso ilegal, sino del uso legal, y muy legal, de la propiedad. Indudablemente; el funcionario, cuya inspección es necesaria para que una mercancía circule libremente, no tiene derecho para traficar con su función; por ese motivo, proceden de otra manera. Un acto semejante repugnaría a la virtud de los agentes de la autoridad, caería bajo la vindicta del Código penal, y yo no me ocuparía de él; pero se convendrá conmigo en que, el que aprueba una cosa, sabe hacerla, supuesto que su aprobación está necesariamente en razón de sus medios. Pues bien: como a los inspectores y registradores de la autoridad no les está prohibido hacer por sí mismos lo que están encargados de aprobar en los demás, y mucho menos tomar parte e interesarse en lo que debe someterse a su aprobación; como en toda clase de servicios el salario y el beneficio son legítimos, se comprende que la misión que se atribuye a la universidad y a los obispos, por ejemplo, de aprobar y desaprobar ciertas obras, constituye un monopolio en favor de los obispos y de los individuos de la universidad. Y si la ley, contradiciéndose a sí misma, pretende impedirlo, más poderosa que la ley, la fuerza de las cosas le conducirá siempre a lo mismo, y en vez de un gobierno, no tendremos más que la venalidad y la ficción ...

Un pobre obrero tenía a su mujer de parto, y la comadrona, desesperada, exigió la asistencia de un médico. Quiero 200 francos, dijo el doctor, o no me muevo. ¡Dios mío! exclamó el obrero: todo el ajuar de mi casa no vale los 200 francos; ¡será, pues, necesario que mi mujer se muera, o que vayamos todos desnudos, mi hijo, ella y yo! ...

Sin embargo, este comadrón, que Dios bendiga, era un hombre digno, bondadoso, melancólico y dulce; miembro de varias sociedades científicas y caritativas; sobre su chimenea tenía un bronce de Hipócrates rechazando los presentes de Artajerjes; era incapaz de incomodar a un niño, y se habría sacrificado por su gato. Su conducta con aquella pobre mujer no procedía de dureza, no; era táctica. Para un médico que conoce los negocios, la abnegación tiene su época: una vez adquirida la clientela y hecha la reputación, se reserva para los ricos que pagan, y, salvas las ocasiones de aparato, se procura alejar a los indiscretos. ¿A dónde iríamos a parar si fuese preciso curar a los enfermos pobres a diestro y siniestro? El talento y la reputación son propiedades preciosas que es preciso explotar, no despilfarrar.

El rasgo que acabo de referir es uno de los más benignos: ¡cuántos horrores saldrían a relucir si penetrase a fondo en esta materia médica! Y no se me diga que hay excepciones, porque yo exceptúo a todo el mundo: hago la crítica de la propiedad, pero no la de los hombres; y la propiedad, en Vicente de Paul como en Harpagón, es siempre atroz. Hasta que el servicio de la medicina esté organizado, sucederá con el médico lo que con el sabio, el abogado y el artista: será un ser degradado por su propio titulo, que es el título de propietario.

Esto es lo que no comprendió aquel juez, demasiado honrado para su tiempo, que, cediendo a la indignación de su conciencia, se le ocurrió un día la idea de dirigir públicamente una censura a la corporación de abogados. Según él, era una cosa inmoral y escandalosa, la facilidad con que estos señores acogían toda clase de causas. Si esta censura, que venía de lo alto, se hubiese sostenido y comentado por la prensa, acaso habría desaparecido ya el oficio de abogado; pero la honrosa compañía no podía perecer por una censura, como tampoco la propiedad puede morir por una diatriba, ni la prensa reventar por la energía de su propio veneno. Y después de todo, ¿no es la magistratura solidaria de la corporación de los abogados? ¿No está, como ésta, constituída por y para la propiedad? ¿Qué sería de Perrin-Dandin si se le prohibiese fallar? ¿Y qué se defendería si la propiedad dejase de existir? El orden de los abogados se sublevó, pues; el periodismo, la abogacía de pluma, vino en socorro de la abogacía de lengua; el tumulto fue creciendo hasta que el imprudente magistrado, órgano involuntario de la conciencia pública, rindió culto públicamente al sofisma, y retractó la verdad que había dicho espontáneamente.

Un ministro anunció un día que iba a reformar el notariado. Nosotros no queremos que se nos reforme, gritaron los escribanos; nosotros no somos los autores de las sutilezas; dirigíos a los abogados. El notario es el hombre probo por excelencia; extraño a la usura, guardián de los depósitos, intérprete fiel de la voluntad de los moribundos, árbitro imparcial en todos los contratos, su estudio es el santuario de la propiedad: ¿y será ésta violada en su persona? No, no ... Y el gobierno tuvo que ceder.

Yo deseo, dijo tímidamente otro, reembolsar a los acreedores que cobran 5 por 100 de intereses, reemplazándolos con otros a quienes pagaré el 4 nada más. ¿Pensáis en ello?, gritaron horrorizados los rentistas. Los intereses de que habláis, Son rentas; como tales fueron constituídas, y cuando proponéis su reducción, queréis llevar a cabo una expropiación sin indemnizar. Expropiad, si os parece bien; pero es preciso hacer una ley e indemnizar previamente. ¡Cómo! ¡cuando es notorio que el dinero pierde continuamente su valor; cuando 10.000 francos de renta en la actualidad, no valen 8.000 del tiempo de la inscripción; cuando, por una consecuencia irrefutable, sería el rentista, cuya propiedad disminuye diariamente, el que tendría derecho a reclamar un aumento en el rédito a fin de conservar su renta, supuesto que ésta no representa un capital metálico, sino un inmueble, venís hablándole de conversión! ¡La conversión es la bancarrota! Y el gobierno, convencido por una parte de que tenía derecho, como todo deudor, para extinguir su deuda por medio del reembolso; inseguro por la otra sobre la naturaleza de esta deuda, y acobardado por el clamor propietario, no supo qué hacer.

Así, pues, la propiedad se hace más antisocial a medida que se distribuye entre un número mayor de personas. Lo que al parecer debe humanizar la propiedad, el privilegio colectivo, es, precisamente, lo que la presenta en toda su fealdad. La propiedad dividida, impersonal, es la peor de todas. ¿Quién es el que no se apercibe de que Francia se está cubriendo de grandes compañías, más temibles, más ávidas de botín que las famosas partidas que arrojó de Francia el valiente Duguesclin?

Guardémonos de tomar por asociación la comunidad de propiedad. El propietario-individuo, aun puede ser accesible a la piedad, a la justicia y a la vergüenza; el propietario-corporación, no tiene entrañas ni remordimientos; es un ser fantástico, inflexible, exento de toda pasión y de todo amor, que obra dentro del círculo de su idea, y como la rueda de molino, convierte en harina todo cuanto encuentra. La propiedad no se hace social haciéndose común, como no se cura la rabia haciendo morder a todo el mundo. La propiedad acabará por la transformación de su principio, no por una coparticipación indefinida. Por esta razón, la democracia, o sea el sistema de la propiedad universal que algunos hombres, tan intratables como ciegos, se obstinan en predicar al pueblo, es impotente para crear la sociedad.

De todas las propiedades conocidas, la más detestable es la que tiene el talento por pretexto.

Probad a un artista, por la comparación de los tiempos y de los hombres, que la desigualdad de las obras de arte, en los diferentes siglos, proviene, ante todo, de los movimientos oscilatorios de la sociedad, del cambio de las creencias y del estado de los espíritus; que cuanto más valga la sociedad, tanto mejor será el artista; que entre él y sus contemporáneos existe una comunidad de necesidades y de ideas, de la cual resulta el sistema de sus deberes y de sus relaciones; y esto, de tal manera, que el mérito, como el salario, puede siempre definirse rigurosamente; que llegará un tiempo en que las reglas del gusto, las leyes de la invención, de la composición y de la ejecución, una vez descubiertas, el arte perderá su carácter adivinatorio, y dejará de ser el privilegio de algunas naturalezas excepcionales. Todas esas ideas le parecerán al artista excesivamente ridículas.

Decidle: Habéis hecho una estatua, y me proponéis que os la compre: consiento en ello; pero esta estatua, para serlo en realidad y para que yo pague su precio, debe reunir ciertas condiciones de poesía y de plástica que yo pueda descubrir al primer golpe de vista, aunque no haya visto nunca estatuas, y aunque sea incapaz de hacerlas. Si estas condiciones no se cumplieron, cualesquiera que sean las dificultades vencidas, y por muy superior a mi profesión que parezca ser vuestro arte, habréis hecho una obra inútil, y vuestro trabajo no vale nada, porque no llena su objeto, y porque sólo sirve para excitar mi sentimiento manifestándome vuestra impotencia. No se trata de hacer una comparación entre vos y yo, sino entre vuestro trabajo y vuestro ideal. ¿Me preguntaréis ahora qué precio debéis exigirme en el caso de haber realizado vuestro objeto? Respondo que este precio es, necesariamente, proporcionado a mis facultades, y que está determinado como parte alícuota de mis gastos. ¿Cuál es esta proporción? Lo equivalente a lo que os haya costado la estatua.

Si fuese posible que el artista a quien se hablase de este modo, comprendiese la fuerza y la justicia de semejante lenguaje, entonces la razón habría reemplazado en él a la imaginación, y empezaría a no ser artista.

Lo que más particularmente afecta a esta clase de hombres, es que haya quien se atreva a poner precio a sus talentos. Según ellos, el peso y la medida son incompatibles con la dignidad del arte, y esta manía de comerciar con todo, es el signo característico de una sociedad en decadencia que no puede producir obras maestras, porque nadie sabe apreciarlas. Yo desearía iluminar el espíritu de los hombres de arte, no valiéndome de razonamientos y de teorías que no podrían seguir, sino sirviéndome de un hecho.

En la última exposición, 1.800 artistas presentaron 4.200 objetos de arte. Calculando en 300 francos, por término medio, el valor comercial de cada uno de estos objetos (estatuas, cuadros, retratos, grabados, etc.), podemos estar seguros de aproximamos mucho a la verdad. Supongamos, pues, un valor total de 1.260.000 francos, producto de 1.800 artistas: supongamos también que los gastos hechos en mármol, lienzo, dorado, marcos, modelos, estudios, ejercicios, meditaciones, etc., ascienden a 100 francos por término medio, y que el trabajo fue de tres meses: queda un producto neto de 840.000 francos, o sea 466,65 por persona para noventa días.

Ahora bien: si se reflexiona que los 4.200 artículos enviados a la exposición, de los cuales cerca de la mitad fueron eliminados por el jurado, forman, según los mismos autores, lo mejor y más excelente de la producción artística durante el año; que una gran parte de estos productos consiste en retratos, cuya recompensa, completamente gratuita, supera en mucho el precio corriente de los objetos de arte; que una cantidad considerable de los valores expuestos quedó sin vender; que fuera de esta feria, una multitud de fabricantes trabajan a precios muy inferiores a la mercurial de la exposición; que observaciones análogas se pueden hacer a la música, al baile y a todas las categorías del artes, se verá que el salario medio del artista no llega a 1.200 francos, y que, para la población artística, como para la industrial, el bienestar se expresa por la fórmula aterradora del señor Chevalier: cincuenta y seis céntimos por día y por persona.

Como la miseria resalta más por el contraste, y la función del artista es completamente de lujo, se hizo ya proverbial que ninguna miseria es igual a la suya: Si est dolor, sicut dolor meus!

¿Y por qué esta igualdad de los trabajos del arte y de la industria ante la economía social? Porque fuera de la proporcionalidad de los productos no hay riqueza, y porque el arte, exposición soberana de la riqueza, que es esencialmente igualdad y proporción, es, por lo mismo, el símbolo de la igualdad y de la fraternidad humanas. En vano se subleva el orgullo y crea por todas partes sus distinciones y sus privilegios: la proporción permanece inflexible; los trabajadores son proletarios entre sí, y la naturaleza se encarga de castigar las infracciones. Si la sociedad consume en cosas de lujo el 5 por 100 de su producto, ocupará en esta producción la vigésima parte de sus trabajadores. La parte de los artistas será, pues, necesariamente igual a la de los industriales. En cuanto al reparto industrial, la sociedad lo abandona a las corporaciones; pues ésta, que lo hace todo por el individuo, no hace nada para él sin su consentimiento. Luego, cuando un artista se atribuye una retribución cien veces superior a la general, hay noventa y nueve de sus conciudadanos que se prostituyen por él, y que mueren en la miseria. Este cálculo es tan seguro como una liquidación de la bolsa.

Que los artistas lo sepan: no es, como ellos dicen, el mercader el que especula, sino la necesidad misma que fija el precio de las cosas. Si en ciertas épocas los productos del arte tuvieron un precio elevado, como sucedió en los siglos de León X, de los emperadores y de Pericles, consistía en causas especiales de favoritismo que dejaron de existir. El oro de la cristiandad, el tributo de las indulgencias, era el que pagaba a los artistas italianos; era el oro de las naciones vencidas el que, bajo los emperadores, pagaba a los artistas griegos y era el trabajo de los esclavos el que los pagaba en tiempo de Pericles. La igualdad vino: ¿acaso quieren las artes liberales traernos de nuevo la esclavitud y abdicar su nombre?

Generalmente, el talento es el atributo de una naturaleza desgraciada, en la cual, la falta de armonía en las aptitudes, produce una especialidad extraordinaria y monstruosa. Un hombre que no tiene manos, escribe con el vientre: he ahí la imagen del talento. Todos nacemos artistas; nuestra alma, como nuestro rostro, se aleja siempre más o menos de su ideal, y nuestras escuelas son establecimientos ortopédicos en donde se corrigen las deformidades de la naturaleza, dirigiendo su desarrollo. He ahí por qué la enseñanza tiende cada vez más a la universalidad, es decir, al equilibrio de los talentos y de los conocimientos, y por qué el artista sólo es posible cuando se ve rodeado de una sociedad que vive en comunidad de lujo con él. En materia de arte, la sociedad casi lo hace todo; y el artista está más bien en el cerebro del aficionado, que en el ser incompleto que excita su admiración.

Bajo la influencia de la propiedad, el artista, depravado en su razón, disoluto en sus costumbres, lleno de desprecio hacia sus conciudadanos, cuya propaganda hace su mérito, venal y sin dignidad, es la imagen pura del egoísmo. Para él, la belleza moral es negocio de convención y materia para hacer figuras: la idea de lo justo y de lo honesto resbala por su corazón sin echar raíces, y de todas las clases de la sociedad, la de los artistas es la más pobre en almas fuertes y en caracteres nobles. Si se clasificasen las profesiones según la influencia que ejercieron en la civilización por la energía de la voluntad, la grandeza de sus sentimientos, el poder de sus pasiones, el entusiasmo por la verdad y la justicia, haciendo abstracción del valor de las doctrinas, los sacerdotes y los filósofos serían los primeros; vendrían en seguida los hombres de Estado y los guerreros; después los comerciante, los industriales y los labradores, y finalmente, los hombres de ciencia y los artistas. Mientras el sacerdote, en su lenguaje poético, se considera como el templo de Dios; mientras el filósofo se dice a sí mismo: Obra de manera que cada una de tus acciones pueda servir de modelo y de regla, el artista permanece indiferente a la significación de su obra; no procura nunca personificar en sí mismo el tipo que quiere presentar; se abstrae, explota lo bello y lo sublime, pero no lo adora; pinta a Cristo en el lienzo, pero no le lleva en su pecho como San Ignacio.

El pueblo, cuyo instinto es tan seguro, conserva la memoria de los legisladores y de los héroes, pero se ocupa muy poco de los nombres de los artistas. Muchas veces, en su ruda ignorancia, sólo siente hacia ellos repulsión y desprecio, como si reconociese en estos iluminadores de la vida humana, a los investigadores de sus vicios y a los cómplices de su opresión. El filósofo ha consignado en sus libros esta desconfianza que al pueblo inspiran las artes de lujo; el legislador las denunció al magistrado; la religión, obedeciendo al mismo sentimiento, lanzó sobre ellas sus anatemas. El arte, es decir, el lujo, el placer, la voluptuosidad, son las obras y las pompas de Satanás, que conducen al cristiano a la condenación eterna. Sin que pretenda acusar a una clase de hombres que la corrupción general hizo apreciable como ninguna, y que, después de todo, usa de sus derechos, me atrevo a decir que el mito cristiano está justificado. Hoy, más que nunca, el arte es un ultraje perpetuo a la miseria pública, y una máscara con que se cubre la corrupción. Por la propiedad, lo que hay de mejor en el hombre, se convierte en lo que tiene de más abominable: Corruptio optimi pessima.

Trabajad, repiten continuamente al pueblo los economistas: trabajad, ahorrad, capitalizad, haceos propietarios. Esto es como si dijesen: Obreros: vosotros sois las víctimas de la propiedad; cada uno de vosotros lleva en su maleta la vara que sirve para corregirle, y que le puede servir algún día para corregir a los demás. Elevaos por el trabajo hasta la propiedad; y cuando hayáis probado la carne humana, ya no querréis otros manjares, y repararéis vuestras continuas abstinencias.

¡Pasar del proletariado a la propiedad; de la esclavitud a la tiranía; es decir, según Platón, siempre la esclavitud! ¡Qué perspectiva! Y sin embargo, es necesario que así sea; ¿entendéis, proletarios? La propiedad no es cosa de elección en la humanidad; es el orden absoluto del destino; y vosotros sólo seréis libres después de haberos rescatado, por la servidumbre de vuestros amos, de la que ellos hacen pesar sobre vosotros.

En un hermoso domingo de estío, el pueblo de las grandes ciudades abandona su sombría y húmeda habitación, y busca el aire vigoroso y puro del campo. Pero el campo ya no existe: la tierra, dividida en mil celdas cerradas y cruzadas por mil largas galerías, ya no se encuentra; el aspecto de los campos sólo existe, para el pueblo de las ciudades, en el teatro y en los museos, y sólo los pájaros contemplan desde lo alto el paisaje real. El propietario, que paga bien cara una habitación en esta tierra acuchillada, goza sólo del pedazo de césped que él llama su campo; fuera de este rincón, se ve tan expatriado del suelo como el pobre. ¡Cuántas personas se pueden jactar de no haber visto nunca su tierra natal! Es necesario ir lejos, al desierto, para encontrar a esta, pobre naturaleza que violamos de un modo brutal, en vez de gozar, como castos esposos, de sus divinos abrazos.

La propiedad, que debía hacemos libres, nos hace prisioneros. ¿Qué digo? nos degrada convirtiéndonos en lacayos y tiranos.

¿Se sabe bien lo que es el salariado? ¡Trabajar para un amo, celoso, de sus preocupaciones como de su mando, cuya dignidad consiste en querer, sic volo, sic jubeo, y del cual se hace burla; no tener nunca un pensamiento propio y estudiar siempre el de los demás; no conocer más estimulante que el pan cotidiano y el temor de perder su empleo! El asalariado es un hombre a quien el propietario que compra sus servicios dirige estas palabras: Lo que tendréis que hacer no os importa nada: no tenéis que inspeccionarlo, porque no respondéis de ello: toda observación os queda prohibida; ningún beneficio tenéis que esperar, una vez satisfecho vuestro salario; ningún peligro corréis, ni ninguna censura tenéis que temer.

Así también se dice al periodista: Prestadnos vuestras columnas, y si os conviene, vuestro ministerio. He aquí lo que habéis de decir, y he ahí también lo que debéis callar. Cualquiera que sea el juicio que os merezcan nuestras ideas, nuestros fines y nuestros medios, defended siempre nuestro partido, y haced valer nuestras opiniones. Como esto no puede comprometeros, no debéis inquietaros por ello: el carácter del periodista es el anónimo. He aquí vuestros honorarios: diez mil francos y cien suscripciones: ¿os conviene? Y el periodista, como el jesuíta, responde suspirando: ¡Es preciso vivir!

Se dice al abogado: Este negocio tiene su pro y su contra; es una aventura que quiero correr, y para la cual necesito un hombre de vuestra profesión: si no queréis vos, querrá vuestro colega, quizás, vuestro rival, y hay mil escudos para el abogado si gano el pleito, y quinientos francos si lo pierdo. Y el abogado se inclina con respeto diciendo a su conciencia que murmura: ¡Es preciso vivir!

Se dice al sacerdote: He aquí dinero para trescientas misas: no tenéis que ocuparos de la moralidad del difunto; es probable que no vea jamás a Dios, porque murió en la hipocresía, rico con la fortuna de otros, y cargado con las maldiciones del pueblo; pero esto nada os, importa: nosotros pagamos, y debéis servirnos. Y el sacerdote, dirigiendo los ojos al cielo: Amén, dice; ¡es preciso vivir!

Se dice al proveedor: Necesitamos treinta mil fusiles, diez mil sables, mil quintales de plomo y cien barriles de pólvora: lo que podamos hacer de ellos no os importa; es posible que todo pase a manos del enemigo; pero habrá doscientos mil francos de beneficio. ¡Está bien, responde el proveedor: cada cual tiene su oficio, y es necesario que todo el mundo viva! Recorred la sociedad entera, y después de haber visto el absolutismo universal, habréis reconocido la indignidad universal. ¡Qué inmoralidad en este sistema de servidumbre! ¡Qué deshonra en este mecanismo!

Cuanto más se acerca el hombre a la tumba, tanto más irreconciliable se muestra el propietario. Este fenómeno lo representó el cristianismo en su horroroso mito de la impenitencia final.

Decid a este viejo libidinoso o devoto, que el ama de llaves a quien se propone dejar por heredera es indigna de sus cuidados; que la Iglesia es bastante rica, y que un hombre honrado no necesita oraciones; que tiene parientes próximos, y entre ellos, buenos muchachos a quienes establecer y niñas a quienes dotar; que dejándoles su fortuna se asegura su gratitud y hace felices a muchas generaciones; que el espíritu de la ley exige que los testamentos favorezcan la unión y la prosperidad de las familias. No quiero, responde fríamente el propietario. Y el escándalo de los testamentos, sobrepuja a la inmoralidad de las fortunas. Pues bien: tratad de modificar este derecho de mejorar y de trasmitir, que es un desmembramiento de la autoridad soberana, y caéis al instante en el monopolio; cambiáis la propiedad en usufructo, la renta en pensión vitalicia; reemplazáis el despotismo propietario con el absolutismo del Estado, y entonces, de dos cosas una: o volvéis a la propiedad feudal e inalienable, y en este caso detenéis la circulación de los capitales y hacéis retrogradar la sociedad, o caéis en el comunismo, en la nada ...

La contradicción propietaria no acaba para el hombre en el testamento, sino que pasa a la sucesión. El muerto alcanza al vivo, dice la ley; y en efecto: la funesta influencia de la propiedad, pasa del testador al heredero. Un padre de familia muere dejando siete hijos educados por él en la antigua morada. ¿Cómo se efectuará la transmisión de sus bienes? Dos sistemas se presentan, ensayados ya, corregidos, modificados, pero siempre inútilmente, pues el temible enigma está todavía sin resolver.

Según el derecho de primogenitura, la propiedad pasa al primogénito: los seis hijos restantes reciben un ajuar, y se les expulsa del dominio paterno. Muerto el padre, estos hijos son extranjeros en el mundo; no tienen fortuna ni crédito, y de la riqueza, pasan sin transición a la miseria: niños, tenían en sus padre una persona que los alimentaba; hermanos, sólo pueden ver un enemigo en el primogénito. Nada queda ya por decir contra este sistema; pero veamos ahora el reverso de la medalla.

Con la igualdad de herencia, todos los hijos están llamados a la conservación del patrimonio y a la perpetuidad de la familia; pero ... ¿cómo repartir entre siete personas lo que no llega para una? Se recurre a la licitación; la familia heredera queda desposeída, y es un extraño el que, mediante algún oro, se hace heredero. En vez de patrimonio, cada uno de los hijos recibe dinero, y hay noventa y nueve probabilidades contra una de que bien pronto se quadarán sin nada. Mientras el padre vivió, hubo una familia; hoy sólo existen siete aventureros. El derecho de primogenitura aseguraba, por lo menos, la perpetuidad del nombre, y era para el anciano una garantía de que el monumento fundado por sus padres y conservado por sus manos, permanecería en sus descendientes. La igualdad de herencia destruyó el templo de la familia, y desaparecieron los dioses penates. Con la propiedad sedentaria, los civilizados descubrieron el secreto de vivir como nómadas: ¿para qué, pues, ha servido la herencia?

Supongamos que en vez de vender la sucesión, los herederos la dividen. La tierra se destroza; se plantan límites, se abren fosos, se construyen barricadas, y se crea un semillero de pleitos y de rencores. La tierra, una vez dividida en trozos, pierde en unidad; y a donde quiera que volvamos los ojos, vemos que la propiedad conduce a la negación de la sociedad, y a la de su propio fin.

Así, pues, la propiedad, que debía efectuar la unión del hombre y de la naturaleza, nos lleva a una infame prostitución. El sultán usa y abusa de su esclava, y la tierra es para él un instrumento de lujuria. Yo veo en esto algo más que una metáfora; veo una profunda analogía.

¿Qué es lo que distingue el concubinato del matrimonio? Todo el mundo conoce la diferencia que existe entre ambas cosas, pero muy pocas personas estarán en situación de darse cuenta de ella: ¡tan oscura se hizo la cuestión, gracias a la licencia de las costumbres y al cinismo de las novelas! ¿Es acaso la progenitura? No; se ven comercios ilícitos que producen tanto como las uniones legítimas más fecundas. ¿Será la duración? Gran número de célibes tienen, durante diez y veinte años, una querida que, humillada y envilecida, acaba por subyugar y envilecer a su indigno amante. Además, la perpetuidad del matrimonio puede muy bien convertirse en facultativa por medio del divorcio, sin que el matrimonio pierda absolutamente nada de su carácter. La perpetuidad es el deseo del amor y la esperanza de la familia, es cierto; pero no es esencial al matrimonio, y puede interrumpirse por ciertas causas sin ofender el sacramento. ¿Será, en fin, la ceremonia nupcial, cuatro palabras pronunciadas ante un testigo y un sacerdote? ¿Qué virtud puede tener esa formalidad para el amor, la constancia y la abnegación? Marat, como Juan Jacobo, se había desposado con su ama de llaves en el bosque y a la faz del sol: el buen hombre había contratado de buena fe, y no dudaba que su alianza fuese tan decente y tan respetable como si hubiese sido firmada por el juez municipal. En el acto más importante de su vida, Marat creyó oportuno prescindir de la intervención de la República; según el señor Luis Blanc, puso el hecho natural por cima de la Convención: ¿quién nos impide proceder como Marat, y qué significa la palabra matrimonio?

Lo que constituye el matrimonio, es que la sociedad está presente, no sólo en el instante de las promesas, sino mientras dura la cohabitación de los esposos. Sólo la sociedad, digo, recibe de cada uno de los esposos el juramento del otro; sólo ella les confiere derechos, y pareciendo que no impone a los contratantes más que deberes mutuos, en realidad estipula para ella misma. Estamos unidos en Dios, dice Tobías a Sara, antes de estarlo entre nosotros: los hijos de los santos no pueden unirse a la manera de las bestias y de los bárbaros. En esta unión consagrada por el magistrado, órgano visible de la sociedad, en presencia de testigos que la representan, se supone que el amor es libre y recíproco, y se prevé la posteridad, como en las uniones fortuitas; la perpetuidad del amor se desea, se provoca, pero no se garantiza; la voluptuosidad misma se permite: toda la diferencia consiste en que, en el concubinato, sólo el egoísmo preside a la unión, mientras que en el matrimonio, la intervención de la sociedad purifica este egoísmo.

Y ved las consecuencias: la sociedad, que venga el adulterio y castiga el perjurio, no escucha la queja del concubinato contra la concubina: esos amores son, para ella, como la unión de los perros, foris canes et impudici, y retira la vista con disgusto. La sociedad rechaza a la viuda y al huérfano del concubinato y no los admite a la sucesión; a sus ojos, la madre está prostituída y el hijo es bastardo; a la una parece decide: Os habéis entregado sin mi consentimiento; pues bien, podéis defenderos y arreglaros sin recurrir a mí; y al otro: Vuestro padre os engendró buscando su placer nada más, y no estoy dispuesto a adoptaros. El que injuria el matrimonio no puede reclamar sus garantías; tal es la ley social, ley rigurosa, pero justa, que sólo la hipocresía socialista, los que quieren a la vez el amor casto y el amor obsceno, podían calumniar.

Este sentimiento de la intervención social en el acto más personal y más voluntario del hombre; este respeto indefinible a un Dios presente que aumenta el amor haciéndolo casto, es para los esposos un manantial de misteriosas afecciones que no conoce el concubinato. En el matrimonio, el hombre es amante de todas las mujeres, porque sólo en el matrimonio siente el verdadero amor que le une simpáticamente al sexo entero; pero sólo conoce a su esposa, y conociéndola a ella sola, la ama más y más, porque sin esta exclusión carnal, el matrimonio desaparecería, y el amor con él. La comunidad platónica, que piden, con un aumento de facilidades, los reformadores contemporáneos, lejos de ofrecer el amor, sólo presenta el caput mortuum; pues en este comunismo de los cuerpos y de las almas, el amor no se determina y permanece en estado de abstracción y de sueño.

El matrimonio es la verdadera comunidad de los amores y el tipo de toda posesión individual. En todas sus relaciones con las personas y las cosas, el hombre sólo contrata con la sociedad; es decir, en definitiva, consigo mismo, con el ser ideal y santo que vive en él. Destruid este respeto del yo, de la sociedad, este temor de Dios, como dice la Biblia, que está presente en todos nuestros actos y en todos nuestros pensamientos, y el hombre, abusando de su alma, de su talento, de sus facultades y de la naturaleza, manchado e impuro, se convertirá, por una degradación irresistible, en libertino, tirano y miserable.

Ahora bien: así como por la intervención mística de la sociedad, el amor impuro se convierte en amor casto, y la fornicación desordenada se transforma en un matrimonio apacible y santo, así también, en el orden económico y en las previsiones de la sociedad, la propiedad, la prostitución del capital, no es más que el primer momento de una posesión social y legítima. Hasta entonces, el propietario abusa más bien que goza; su felicidad es un sueño lúbrico; estrecha, aprieta, pero no posee. La propiedad es siempre aquel abominable derecho del señor que sublevó en otro tiempo al siervo ultrajado, y que la Revolución no pudo abolir. Bajo el imperio de este derecho, todos los productos del trabajo son inmundos; la competencia es una excitación mutua al desorden, y los privilegios que se conceden al talento, el salario de la prostitución. En vano el Estado, recurriendo a su policía, desearía obligar a los padres a que reconociesen a sus hijos, firmando así los frutos vergonzosos de sus obras: la mancha es indeleble; el bastardo, concebido en la iniquidad, revela la torpeza de su autor. El comercio no es más que un tráfico de esclavas, destinadas, éstas al placer de los ricos, y aquéllas al culto de la Venus popular; la sociedad es un vasto sistema de proxenetismo, dentro del cual todos viven disgustados del amor; el hombre honrado porque se vió vendido, el que tiene fortuna porque la variedad de las intrigas le sirve de suplemento al amor, y todos se precipitan y se revuelcan en la orgía.

¡Abuso, exclaman los legistas; perversidad del hombre! No es la propiedad la que nos hace envidiosos y avaros, la que subleva nuestras pasiones y arma con sofismas nuestra mala fe; son nuestras pasiones y nuestros vicios los que manchan y corrompen la propiedad.

Esto equivale a decir que no es el concubinato el que degrada al hombre, sino el hombre el que, por sus pasiones y sus vicios, mancha y corrompe el concubinato. Pero, doctores; los hechos que yo denuncio, ¿están o no en la esencia de la propiedad? ¿No es cierto que, considerados desde el punto de vista legal, son irreprensibles y están al abrigo de toda acción judicial? ¿Puedo denunciar al juez y llevar ante los tribunales a este periodista que prostituye su pluma por dinero, a este abogado, a este sacerdote que vende a la iniquidad su palabra y sus oraciones? Puedo denunciar a este médico que deja morir al pobre si no le entrega antes los honorarios que le exige, y a este viejo sátiro que abandona a sus hijos por una cortesana? ¿Puedo impedir una licitación que borra la memoria de mis padres y deja su posteridad sin abuelos, como si fuere de origen incestuoso o adulterino? ¿Puedo obligar al propietario, sin indemnizarle con mucho más de lo que posee, es decir, sin arruinar a la sociedad?

La propiedad, decís, es inocente del crimen del propietario; la propiedad es buena y útil en sí misma, pero nuestras pasiones y nuestros vicios la depravan.

¡Así, pues, para salvarla, la distinguís de la moral! ¿Por qué no la distinguís también de la sociedad? Ese es el razonamiento de los economistas. La economía política, dice el señor Rossi, es buena y útil en sí misma; pero no es la moral, y procede sin tenerla en cuenta para nada; nosotros somos los que debemos abstenernos de abusar de sus teorías, aprovechándonos de sus indicaciones con arreglo a las leyes superiores de la moral. Esto equivale a decir: La economía política, la economía de la sociedad, no es la sociedad, y procede sin tenerla en cuenta para nada: nosotros somos los que debemos abstenernos de abusar de sus teorías, aprovechándonos de sus indicaciones con arreglo a las leyes superiores de la sociedad. ¡Qué caos!

Yo sostengo, como los comunistas, que la propiedad no es la moral ni la sociedad; y además, afirmo también que, por su principio, es directamente contraria a la moral y a la sociedad, como la economía política es antisocial, porque sus teorías son diametralmente opuestas al interés de la sociedad.

Según la definición, la propiedad es el derecho de usar y de abusar; es decir, el dominio absoluto, irresponsable del hombre sobre su persona y sus bienes. Si la propiedad dejase de ser el derecho de abusar, dejaría de ser la propiedad, como lo he demostrado con ejemplos tomados de la categoría de los actos abusivos que se permiten al propietario. ¿Qué sucede en ella que no sea perfectamente legal y de una propiedad irreprensible? ¿No tiene el propietario el derecho de dar sus bienes a quien mejor le parezca, dejar que la casa del vecino se queme sin gritar, oponerse al bien público, despilfarrar su patrimonio, explotar al obrero, producir mal y vender peor? ¿Se le puede obligar judicialmente a usar bien de su propiedad? ¿Se le puede turbar en el abuso? ¿Qué digo? Precisamente, por lo mismo que la propiedad es abusiva, es lo que hay de más sagrado para el legislador. ¿Se concibe una propiedad cuyo uso determine y cuyo abuso corrija la policía? y por último: ¿no es evidente que si se quisiese introducir la justicia en la propiedad, se la destruiría, del mismo modo que la ley destruyó el concubinato al introducir en él la honradez?

La propiedad, por principio y por esencia, es por lo tanto inmoral: esta proposición pertenece desde ahora a la crítica. Por consiguiente, el código que, determinando los derechos del propietario, no ha reservado los de la moral, es un código de inmoralidad: la jurisprudencia, esa mentida ciencia del derecho, que no es otra cosa sino una colección de inscripciones de la propiedad, es también inmoral. La justicia, instituída para proteger el libre y pacífico abuso de la propiedad; la justicia, que manda combatir a los que pretenden oponerse a este abuso, aflige y cubre de infamia a los que quieren reparar los ultrajes de la propiedad, es infame. Que un hijo, suplantado en el afecto paternal por una querida indigna, destruya el acto que le deshereda y le deshonra, y tendrá que dar cuenta ante los tribunales de justicia. Acusado, convencido y condenado, rendirá culto a la propiedad en un presidio, mientras la prostituta quedará en posesión de los bienes. ¿En dónde está la inmoralidad, en donde está la infamia? ¿No la véis en la justicia? Continuemos desenvolviendo esta cadena, y bien pronto encontraremos la verdad que buscamos. No sólo la justicia, intituída para proteger la propiedad abusiva y hasta inmoral, es infame, sino que la sanción penal, la policía, el verdugo y el suplicio lo son también. Y la propiedad, que comprende toda esta serie, la propiedad, de donde salió toda esta odiosa prole, la propiedad, digo, es infame.

Jueces armados para defenderla; magistrados cuyo celo es una amenaza permanente para los que la acusan; yo os interpelo: ¿Qué visteis en la propiedad para que haya subyugado vuestra conciencia y corrompido vuestro juicio? ¿Qué principio superior y más digno de vuestro respeto os la hace tan preciosa? Cuando sus obras la declaran infame, ¿por qué la proclamáis santa y sagrada? ¿Qué consideración, qué prejuicio os alucina? ¿Es, acaso, el orden majestuoso de las sociedades humanas, que no conocéis, pero al cual dais la propiedad por indestructible base? No, porque la propiedad, tal cual la vemos, es para vosotros el orden mismo; porque, además de esto se ha demostrado ya que la propiedad es naturalmente abusiva, es decir, desordenada, antisocial. ¿Es la necesidad o la Providencia, cuyas leyes desconocéis, pero cuyos designios adoráis? No, porque según el análisis, la propiedad es contradictoria y corruptible, y por consiguiente, es la negación de la necesidad y un ultraje a la Providencia. ¿Es, tal vez, una filosofía superior que considera desde más alto las miserias humanas y procura buscar el bien sirviéndose del mal? No, porque la filosofía es la conformidad de la razón y de la experiencia, y ambas cosas condenan la propiedad.

¿Será, quizás, la religión? ¡Tal vez! ...


Notas

(1) Escritor y viajero inglés, 1741-1820, autor de obras valiosas de economía rural. Sus Voyages en France fueron traducidos por orden del Directorio.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha