Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph Proudhon | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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El comunismo es la religión de la miseria
Al pronunciar la palabra religión, y a fin de dar a cada cual lo que le pertenece, considero como un deber declarar que, en cuanto a opiniones religiosas, no conozco una sola persona que las tenga más puras y más irreprensibles que el autor de la Historia de las ideas sociales, el restaurador de Morelly, el traductor de Campanella, y que es imposible expresarse sobre Dios con más libertad y con menos prevención que usted, mi querido Villegardelle. Mas ... porque el comunismo tenga en usted un gran talento, ¿se sigue de aquí que el comunismo esté exento de superstición?
La comunidad, usted lo ha reconocido, está en decadencia; es decir, que cuanto más los tiempos de la comunidad se alejan, tanto más los utopistas que la recuerdan se esfuerzan por hacerla volver, como los teóricos de la propiedad, a medida que la experiencia la condena, se esfuerzan por hacerla mejor y más cómoda. Vemos, pues, que el retroceso del comunismo está, por decirlo así, en la teoría; y al contrario, el progreso de la propiedad existe en la teoría y en la práctica a la vez. Pero desde el momento en que hay progreso, necesariamente hay transformación, advenimiento de la idea positiva y sintética; por consiguiente, eliminación de la idea mitológica y abolición de la fe religiosa. Pues bien, me parece imposible desconocer, desde este primer punto de vista, que el comunismo, como la propiedad, es una religión.
Los hechos vienen en apoyo de este prejuicio legítimo.
Una espesa niebla de religiosidad envuelve hoy todas las cabezas reformistas, ya prediquen la reforma a fin de conservar mejor, como los dinásticos y los economistas, ya se propongan destruirlo todo para edificar de nuevo, como los comunistas. Su amigo Cabet, burlándose del paraíso y del Padre Eterno, ensalza la fraternidad como la esencia de la religión, llamándola celeste y divina. Ya hemos visto, mi querido Villegardelle, qué profundo misterio encierra para él la fraternidad. El señor Pecqueur, declarando impías todas las religiones positivas (¿qué es una religión negativa?), califica su comunidad de República de Dios. Tenemos, además de éstos, a los neocristianos y a los anticristianos: éstos, según Pedro Leroux, son los saintsimonianos y los fourieristas. La democracia semicomunista se atiene a la confesión de Robespierre; Dios y la inmortalidad del alma. Le National, órgano avanzado del justo medio, hace homilías sobre los intereses espirituales del pueblo: éste es el asunto en donde demuestra menos ingenio. Los economistas se refugian en el jirón de la fe, que interpretan y modifican en sentido de las teorías malthusianas; los magistrados dan gracias a Dios por la elección sobrenatural y providencial de Pío IX, a la vez que protestan de su amor a las libertades galicanas; la oposición dinástica y el partido conservador, el señor de Lamartine entre ellos, sólo respiran religión y piedad; la Universidad dice el Credo y se cree más fiel que la Iglesia, y hasta se dice que el hombre rojo se presenta de nuevo en las Tullerías.
¡Besa la tierra, y en seguida
Se cubre su cabeza con un gran sombrero de jesuita! ...
El comunismo es, pues, una religión; pero ... ¿qué clase de religión?
En filosofía, el comunismo no piensa ni razona; tiene horror a la lógica, a la dialéctica y a la metafísica; no aprende, sino que cree. En economía social, el comunismo no cuenta ni calcula, no sabe organizar, ni producir, ni repartir; el trabajo le es sospechoso y la justicia le mete miedo. Indigente por sí mismo, incompatible con toda especificación, con toda realización y con toda ley; tomando sus ideas de las más antiguas tradiciones, vago, místico, indefinible; predicando la abstinencia por odio al lujo, la obediencia por temor a la libertad, el quietismo por horror a la previsión, es la privación en todo y por todo. El comunismo, cobarde y enervador, pobre en la invención, en la ejecución y en el estilo, es la religión de la miseria.
Acabo de hablar del lujo. Como la economía política no dijo nada preciso sobre este punto, la utopía no tenía nada que tomar, y el señor Cabet se encontró desprovisto. Nuevo Alejandro cortando el nudo gordiano, el señor Cabet tomó valerosamente la resolución de proscribir el lujo. ¡Nada de lujo! ¡Abajo las modas y los adornos! Las mujeres llevarán plumas artificiales; los diamantes se reemplazarán con fruslerías de cristal; los ricos tapices, los muebles preciosos, como los caballos y los carruajes, pertenecerán al Estado, lo cual hará que desaparezcan los envidiosos. El Consejo soberano arreglará la costumbre una vez para siempre. Los trajes, cortados por una veintena de patrones, serán elásticos como el caucho, a fin de delinear el talle y conservar siempre la medida exacta. ¿Por qué se ha de perder el trabajo y la fortuna pública en esos caprichos indecentes que crean el orgullo y la corrupción?
Así razonaban Pitágoras, Licurgo, Platón, Zenón, Diógenes, Jesús y los esenios, los gnósticos y ebionitas, Séneca, todos los Padres, todos los moralistas trapenses, owenistas, etcétera.
Sin embargo, es preciso decir que en esta cuestión del lujo, la tradición socialista no fue unánime: algunos hicieron cisma, como los epicúreos, de los cuales salieron los saintsimonianos, autores de la rehabilitación de la carne, y los fourieristas, partidarios del lujo y de la lujuria, in omni modo, genere et casu. Éstos creyeron que era una táctica mejor, más seductora y lucrativa prometer a sus neófitos en riqueza, lujo, suntuosidad, placeres y magnificencia, todo lo que aquellos se proponen hacer por la modestia y la medianía. Esta escisión no tiene nada de sorprendente; era preciso tener en cuenta todos los gustos, y de un lado como del otro, nada se aventuraba. Las suscripciones venían siempre, y hasta se alababan de obtener los honores de la crítica.
El error del socialismo, tanto epicúreo como ascético, relativamente al lujo, proviene de una falsa noción del valor. Según la ley de proporcionalidad de los productos, el lujo es una expresión puramente relativa que sirve para designar los objetos que marcan el último grado de progreso social y que entran en menor cantidad en la composición de la riqueza. Según esta noción elemental de economía política, tan absurda es la pretensión de hacer el lujo común y fácil, como la de prohibirlo, supuesto que por un lado se desconoce la serie de los valores, lo cual nos conduce a una mistificación, y por el otro se mutila esta serie, lo cual equivale a decretar la miseria.
Lo que embaraza a los adversarios del lujo, y a lo que sus apologistas no respondieron sino abandonando la fraternidad y aparentando el más intratable egoísmo, es el modo de hacer el reparto. En una sociedad donde todas las personas son iguales y no pueden tener nada suyo, un aderezo de diamantes, un brazalete de perlas, sería un objeto que, no pudiendo dividirse, crearía en favor del propietario un privilegio nuevo, una especie de aristocracia: pues bien; lo que decimos de las piedras preciosas puede aplicarse a otras mil cosas: el lujo, aunque tenga por principio la escasez, es infinito por la variedad. ¿Cuál es el medio de tolerar semejante abuso en una comunidad? Y pregunto a todos los que se ríen de la inepcia comunista: si el cielo os hubiese llamado a hacer la constitución icariana, ¿de qué modo habríais salido de esta posición? Pensad en la coquetería de las mujeres, en la galantería de los jóvenes, en el deseo desenfrenado de placeres que domina a todas las almas y que, si no es ya la propiedad, necesita de ella para satisfacerse. Seguramente, si los diamantes no costasen más que los granos de cristal, el buen Icar no los habría negado a nadie; pero bagatelas raras y difíciles de obtener, son un motivo constante de pretensiones, de envidias y de discordias. ¿Abandonaréis la distribución a la lotería? Entonces fomentáis el contrabando, y los joyeros, plateros, modistas y artesanos de lujo, solicitados por todo el mundo, formarán bien pronto una corporación anticomunista. El único medio de salvarse es la prohibición: las riquezas de la impura Babilonia se arrojarán a las llamas o se confiscarán para servir en las fiestas de la República.
Sin embargo, había un medio fácil y sencillo de salir de apuros: en vez de la distribución en productos, adoptar el sistema de reparto por equivalencias. Que cada trabajador, al entregar su producto, reciba un bono de ... valor recibido en mercancías, y sea de este modo árbitro de su consumo: es evidente que entonces, variando el gasto según los gustos, el reparto de los objetos de lujo se realiza por sí mismo y sin envidias, porque todo se paga y no hay preferencias para nadie. Si un objeto cualquiera se pone de moda, inmediatamente sube su precio; y la sociedad, recargando este objeto con un derecho fiscal, convierte el lujo en principio de economía. Tal es, en el fondo, la tendencia de los arbitrios, de los derechos de administración, de circulación y de débito, relativamente a los productos vinícolas e industriales. Si la examinamos de cerca, por todas partes se presenta en la sociedad la tendencia al equilibrio; tendencia contrariada y ahogada siempre por la inercia comunista y la anarquía propietaria.
Desgraciadamente este sistema de reparto que la moneda hizo tan popular desde tiempo inmemorial, no puede aceptarlo el comunismo sin desgarrarse, como Catón, con sus propias manos. Toda medida del valor es la expresión pura de la individualidad, la declaración oficial de la apropiación, y la moneda es la partida de defunción del comunismo.
He dicho que el comunismo es la religión de la miseria; verdad que los utopistas se ven precisados a reconocer, y que los economistas proclaman en alta voz.
He demostrado en mi Curso de Economia politica, dice el señor Rossi, que las familias de obreros pueden mejorar su condición por medio de un sistema equitativo de socorros mutuos, y haciendo sus gastos en común; y eso es precisamente lo que se puede exigir del espíritu de asociación y de fraternidad. Dentro de estos límites (que son los de la inteligencia), el ejemplo de las comunidades religiosas y de los monasterios puede proponerse muy bien. El aislamiento es funesto para los que tienen muy poco que gastar, porque ni pueden hacer anticipas, ni comprar sus provisiones al por mayor y en tiempo oportuno, ni consagrar mucho tiempo y muchos cuidados a su economía doméstica. La multiplicación de los hogares para los pobres es una tontería; y sin soñar con una vida absolutamente común, que no conviene a los hombres que tienen mujer e hijos, porque tendería a destruir el espíritu de familia, una comunidad parcial de compras, provisiones, comidas y socorros, nada tendría de imposible ni de inmoral, porque no entraría en esas combinaciones que rechaza la inteligencia de las clases laboriosas. Si en vez de prestar oídos a los sueños de los hombres de sistema, sólo consultan su equidad y su buen sentido natural, podrán multiplicar y extender sin trabajo los ensayos hechos en esta clase de hechos. Eso no hace ruido, no hace estrépito, y para realizarse, no necesita un Josué que detenga la marcha de la sociedad, ni semejantes caminos conducen a los tribunales ni a Charenton. Asociaciones voluntarias y temporarías de cinco, seis o diez familias, más o menos, para poner en común, no su trabajo, no su vida entera, no lo que hay de más personal en el hombre y de más íntimo en la familia, sino una parte de sus ganancias, de sus gastos, de su consumo, de su vida doméstica material y exterior, en una vida de socorros mutuos: éste sería para los trabajadores un medio de bienestar, de educación y de moralidad.
¿Lo habéis entendido? El comunismo, como aplicación de la teoría de reducción de los gastos generales, sólo es admisible en los límites de la miseria, sólo es bueno para los pobres, y aun éstos, no deben hacer común su trabajo, ni su vida entera, ni su familia, ni su libertad, ni su ganancia, sino una parte de sus gastos nada más; pero una vez mejorada vuestra situación, huid de la comunidad, os dice, porque ésta es la forma del proletariado.
Sí, tiene razón, señor Rossi, cuando recomienda a los pobres, y sólo a los pobres, la comunidad de ciertos gastos, dando a entender que si el principio de reducción de gastos es un instrumento poderoso de economía, lo es también de miseria inevitable. ¿Quién no ve que esta teoría, este arte de reducir indefinidamente el precio de las cosas, en el sistema comunista como en el de la propiedad, es la negación misma de la riqueza?
Lo que la sociedad busca al reducir los gastos, es la economía en el precio de costo, no por favorecer una acumulación estéril, sino para hacer posible una nueva creación, es decir, para aumentar cada vez más la producción y el consumo. La propiedad, al contrario, sólo ve en ella el medio de ensanchar indefinidamente su dominación exclusiva y envidiosa, creando en torno suyo el silencio y el vacío. Esto es lo que dió lugar a la distinción del producto bruto y del producto neto, el primero que indica el bienestar colectivo, y el segundo que expresa el beneficio, es decir, la exclusión propietaria. Así los propietarios del agro romano, de los cuales hizo Sismondi un lamentable retrato, comprendieron que les era más beneficioso dedicar la tierra a pastos que al cultivo, pues, como los industriales, veían su ventaja en prescindir de los obreros. Los propietarios no se proponen resolver este problema: Hacer producir y consumir lo más posible, por el mayor número posible de hombres, lo cual es verdaderamente el problema económico; no, ellos toman por regla esta máxima antisocial: Realizar el mayor producto neto posible, es decir, eliminar por todas partes el trabajo y el salario.
Con el fanatismo que le distingue, el comunismo se apodera de esta rutina propietaria, y razona exactamente como el propietario; no ve en la teoría de la reducción de gastos más que un medio de disminuir el trabajo para todo el mundo, sin apercibirse de que semejante disminución no tendría término, y nos conduciría necesariamente a la inacción y a la indigencia absolutas.
El ómnibus es, seguramente, un vehículo económico muy propio del comunista; pero supongamos que la sociedad es bastante rica para dar a cada familia caballo y carrocín; ¿cuál será la razón de existencia, y que significaría la economía del ómnibus? ¿No es evidente que, a pesar de su utilidad relativa, la sustitución del coche particular por el ómnibus, lejos de ser un progreso de la riqueza, indicaría un retroceso? Pues he ahí precisamente lo que hace el comunismo. Tomando los sofismas de la propiedad, os dice: ¿A qué vienen esos millones de casas que tienen todas reloj, armarios, sillas, mesas, cuadros, grabados, biblioteca, chimenea, lámparas, vajilla y chismes de cocina, provisión de ropas blancas para seis meses, trajes y abrigos, joyas y utensilios de toda clase? ¿A qué viene esta profusión, este despilfarro, pudiendo vivir en comunidad y tener un soberbio reloj que suene majestuosamente en el cenáculo, lucernas deslumbradoras como las de la ópera, una mesa de quinientos cubiertos, una olla de treinta hectolitros y las sesiones de la Convención con las victorias de la República, pintadas al fresco en las paredes?
¡Eh!, buenas gentes, de quienes se están burlando so pretexto de emanciparos: ¿a qué vienen los joyeros, relojeros, fundidores, grabadores, ebanistas, impresores, modistas, etc., para qué se necesita el trabajo si proscribís la riqueza? ¿A qué viene el género humano, o mejor dicho, de qué sirve la comunidad? ¿No os encontráis sin ella bien desprovistos y bien miserables?
Estoy lejos todavía de agotar todas mis razones contra el comunismo: nada dije del auxilio inesperado que en este momento está prestando a la conspiración angloeconomista contra la libertad industrial de los pueblos: por un lado, Le Démocratie pacifique no ve en la abolición de las barreras más que una preparación para el falansterio; por el otro, Le Populaire refiere a sus ovejas la invitación que Luis Felipe hizo a Cobden, y de este hecho que amenaza la independencia de nuestra patria, deduce la consecuencia de que se acerca el día en que los poderosos y los ricos hagan algo en favor de la clase obrera ...
Pero yo no puedo referirlo todo, y creo que lo que he dicho bastará por lo que respecta a la teoría. En cuanto a los hechos del socialismo, así en nuestro siglo como en los anteriores, renuncio a hablar de ellos, mi querido Villegardelle, porque la obra sería muy superior a mi paciencia, y me vería precisado a describir demasiadas miserias y no pocas torpezas. Como crítico que debió proceder a la investigación de las leyes sociales negando la propiedad, pertenezco a la protesta socialista; bajo este aspecto, nada tengo que corregir en mis primeros asertos, y soy, gracias a Dios, fiel a mis antecedentes. Como hombre de realización y de progreso, rechazo con todas mis fuerzas el socialismo, vacío de ideas, impotente, inmoral, y que sólo sirve para tontos y pillos. ¿No es así como se presenta hace ya más de veinte años, anunciando la ciencia y la riqueza al mundo, y subsistiendo él mismo de limosnas, a la vez que devora inmensos capitales sin producir nada?
Por mi parte, declaro que, en presencia de esta propaganda subterránea que, en vez de presentarse a la luz del día desafiando la critica, se oculta en la oscuridad de los callejones; ante ese sensualismo desvergonzado, esa literatura fangosa, esa mendicidad sin freno, y ante ese embrutecimiento de espíritu y de corazón que se va apoderando de una parte de los trabajadores, estoy puro de las infamias socialistas, y he aquí en dos palabras, sobre todas las utopías de organización pasadas, presentes y futuras, mi profesión de fe y mi criterio:
El que, para organizar el trabajo, recurre al poder y al capital, miente.
Porque la organización al trabajo debe ser la decadencia del capital y del poder.
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