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I
La comunidad procede de la economía política
Lo primero que me puso en guardia contra la utopía comunista, y de la cual ni siquiera sospechan sus partidarios, es que la comunidad es una de las categorías de la economía política, de esta pretendida ciencia que el socialismo tiene la misión de combatir, y que yo he calificado de descripción de las rutinas propietarias. Así como la propiedad es el monopolio elevado a la segunda potencia, la comunidad es la exaltación del Estado, la glorificación de la policía. Y así como el Estado se estableció, en la quinta época, como una reacción contra el monopolio, así también, en la fase a que hemos llegado, el comunismo se presenta a dar el jaque-mate a la propiedad.
El comunismo, pues, reproduce, aunque en sentido inverso, todas las contradicciones de la economía política. Su secreto consiste en sustitutir al individuo por el hombre colectivo en todas las funciones sociales: producción, cambio, consumo, educación y familia. Y como esta nueva evolución no concilia ni resuelve nada, llega fatalmente, como las anteriores, a la iniquidad y a la miseria.
Así, pues, el destino del socialismo es completamente negativo: la utopía comunista, salida del dato económico del Estado, es la contraprueba de la rutina egoísta y propietaria. Bajo este punto de vista no carece de utilidad, y sirve a la ciencia social como sirve a la filología la oposición de nada a algo. El socialismo es una logomaquia, y me sorprende que los economistas no se hayan apercibido de ello. La comunidad, como la competencia, el impuesto, la aduana y el banco, pertenece a la economía política; la comunidad está en el fondo de las teorías de la división del trabajo, de la fuerza colectiva, de los gastos generales, de las sociedades anónimas en comandita, de las cajas de ahorros y de seguros, de los bancos de circulación y de crédito, etcétera: en una palabra; la comunidad existe en todas partes como el espacio, y no es nada.
Todas las utopías sociales, desde la Atlántida de Platón hasta la Icaria de Cabet, examinadas en su significación, se reducen a esta sustitución de una antinomia con otra. En cuanto a la invención, el mérito de todas es igual a cero; el adorno no es más que un accesorio insignificante, y por lo que se refiere a la decadencia de la facultad utopista que usted señala en los autores, procede únicamente de las correcciones que la experiencia les impone, y que son otras tantas apostasías por su parte. Por lo demás, estos escritores, cuyas intenciones no me importa conocer, son todos unos insípidos plagiarios de los economistas, propietarios disfrazados que, mientras la humanidad sube penosamente la montaña en donde debe transfigurarse, se atribuyen la originalidad del nuevo descenso.
¡Y para esto me haré yo comunista! No, porque eso sería lanzarme a lo quimérico por huir de lo imposible, y, por miedo a Loyola, abrazarme a Cagliostro.
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