Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

V

La comunidad es incompatible con la familia, imagen y prototipo de la comunidad

Hemos presentado el origen de la comunidad, hemos dicho de qué modo se manifiesta en la civilización, cuál es el problema que debe resolver, y qué dialéctica sabe emplear; ahora la presentaremos obrando en la exposición de su utopía.

Está probado que, así como la comunidad de ciertas cosas es físicamente necesaria, la de otras es físicamente imposible.

Sabemos también que la invasión de la propiedad y el sostenimiento de las instituciones comunistas, que en muy pequeño número sobrevivieron al salvajismo primitivo, fueron el resultado de ciertas disposiciones de espíritu y de temperamento, como de ciertas necesidades económicas, en las cuales la especulación no entró para nada absolutamente. Sólo después de varios siglos de experiencia y de maduras reflexiones, el antagonismo de la propiedad y de la comunidad se determinó de un modo preciso, y aparecieron ciertos hombres que, elevándose sobre las consideraciones vulgares, despreciando éstos el espíritu que suscitara las nuevas instituciones, y aquéllos las reminiscencias de la edad de oro, empezaron a combatir sistemáticamente una u otra tendencia, pretendiendo los primeros que volviese a la comunidad todo lo que de ella había salido, y los segundos que se continuase apropiando todo lo que era susceptible de apropiación. De aquí, dos utopías contradictorias; la de la comunidad, que huía siempre, y la de la propiedad, que se robustecía continuamente; pero ni ésta fue nunca lo que deseaba ser, quiero decir, entera y absoluta, ni aquélla fue completa jamás. El verdadero comunista, como el propietario verdadero, es un ente de razón.

Seguramente, yo soy favorable al comunismo desde el momento en que le supongo el deseo de llevar su principio en la aplicación, hasta los límites de lo posible; pero esto no le basta a una razón severa. ¿Qué es lo posible? ¿Quién lo determinará entre la comunidad que obliga y la personalidad que hace lo mismo? ¿Quién y cómo se me probará que yo debo, en ningún caso, ceder a una y no a la otra? Por comunista que yo sea, ¿no necesito un principio para saber cuáles son las cosas que rechazan la comunidad o la apreciación? ¿Y no es cierto que aquélla, como ésta, no son nada por sí mismas, supuesto que necesitan un principio que los constituya y los determine?

Vengamos a los hechos. Empiezo por el que la opinión general considera como el escollo de la comunidad, que es la familia. Un diario comunista, L'Humanitaire, se había pronunciado resueltamente en favor de la comunidad de mujeres: el señor Cabet declaró que mantenía provisionalmente el matrimonio y la familia, reservando, sin rechazarla ni admitirla, la cuestión de comunidad. El señor Pecqueur (1), por su parte, se declara partidario de la monogamia; y yo le creo demasiado buen compañero, mi querido Villegardelle, in venerem segnis noctumaque bella, para suponer que exija algo más. ¿No tengo derecho para admirarme de este desacuerdo? En cuanto al matrimonio, el señor Pecqueur es menos comunista que el señor Cabet; y éste lo es menos que L'Humanitaire, que es el más lógico de todos. ¿Qué debo creer? Si sólo consulto la razón, mas un cierto apetito glotón muy pronunciado entre los socialistas, estoy con L'Humanitaire contra la familia y el matrimonio. Si reflexiono que la promiscuidad de los sexos destruye el amor, me veo obligado a admitir en su favor una excepción que entraña otras mil. Heme aquí desorientado y entregado sin defensa a la arbitrariedad. ¡Cómo: los comunistas ya no se pueden reunir en una idea común, y están, como nuestros representantes políticos, divididos en moderados y en ultras; hay entre ellos una izquierda, una derecha y doctrinarios! ¿Quién es, pues, el Guizot de la comunidad?

Los comunistas más razonables, los más prácticos, por consiguiente, los menos avanzados, y usted, mi querido Villegardelle, pertenece a este número, creen salvarse en la cuestión matrimonial, observando que la comunidad recae sobre las cosas y no sobre las personas. Omnia communia, decís como Carpócrates, non omnes communes.

Es preciso confesar que Platón, vuestro gran revelador, los gnósticos, los maniqueos, los saintsimonianos y Fourier, que creyeron posible introducir un poco de variedad en la monotonía del matrimonio, fueron unos pobres razonadores cuando olvidaron hasta este punto la inviolabilidad del yo. Hacer el amor es un bien, decían, el mayor de todos para muchas personas; y aquí está precisamente la dificultad; pues si yo debo respeto a la persona de la mujer, ¿cómo podrá negarme la comunidad de la cosa? ¿No soy su hermano? ¿No es ella mi hermana? ...

Considerad, os lo suplico, la importancia que para mí tiene una solución, y reflexionad en las consecuencias, porque os las prometo inflexibles. ¿Cómo se aplicará la comunidad en materia de amor, y cuál será en las relaciones de los sexos la ley de las conveniencias? ¿Podrá haber crimen o delito en algún caso, y por qué? Entre los primeros cristianos, un hombre fue acusado de egoísmo por haberse llamado esposo de una mujer a quien no había llevado a la iglesia: el pobre hombre se excusó, y confundió a los calumniadores poniendo su mujer a disposición de la comunidad. Pues bien: si la comunidad podía obligar al marido, también podía obligar a la mujer: hasta el primero que llegase podía, en nombre de la comunidad, exigir a esta mujer el deber ... fraternal, y si rehusaba, hacerse justicia por sus propias manos. ¿Puede haber violación, incesto, seducción o adulterio en el comunismo? Pensad bien que sobre todo esto necesito prueba, y después, la prueba de la prueba.

Si abrazáis en toda su plenitud el principio platónico y os declaráis por la completa comunidad de los sexos, os veréis precisados a hacer obligatoria la cosa más libre que hay en el mundo, el amor, reemplazando la prostitución con la violación. ¿En dónde estará entonces la fraternidad, la urbanidad y la afección mutua?

Si exigís que el consentimiento de las personas presida siempre al placer, la comunidad es puramente facultativa, y caemos en las preferencias, la venalidad y el acaparamiento. Poligamia para los unos, bigamia para los otros y traición para todos: éste es el régimen actual, canonizado por Fourier bajo otro nombre. Las sectas socialistas que admiten la comunidad facultativa de los sexos, son las mismas que, copiando la civilización, mantienen el derecho del talento y del capital; en último resultado, el derecho de la fuerza. Desigualdad en el reparto de los bienes y en el de los amores: he ahí lo que quieren esos reformadores hipócritas para quienes la justicia, la razón y la ciencia no son nada, a condición de que ellos manden a los demás y gocen. Después de todo, no son más que partidarios vergonzantes de la propiedad: empiezan por predicar el comunismo, y después confiscan la comunidad en beneficio de sus vientres.

Por último: si sostenéis la inviolabilidad del matrimonio, por este solo hecho creáis en el seno de la gran comunidad una comunidad nueva, imperium in imperio; entronizáis la familia, y como atributos que le son inseparables, el hogar, la propiedad, la herencia, toda una serie de incompatibilidades y de contradicciones.

La comunidad, decís, se refiere a las cosas y no a las personas. Permitidme que os diga que ése es un verdadero escamoteo. La comunidad o comunión de las personas, se verifica por el intermedio de las cosas; y a no ser que los hombres se coman unos a otros, la comunidad se establece entre ellos por el uso de los mismos objetos. Así, pues, la comunidad de mi habitación, de mi lecho y de mis vestidos, obtenida a pesar mío, hace mi persona común; es decir, en el lenguaje de la Biblia, la mancha y la oprime. Lo mismo sucede con todo lo que se refiere a mi trabajo, a mis afecciones y a mis placeres. Yo soy tanto más puro, más libre y más inviolado, cuanto más lejos estoy de la comunidad con mis semejantes; y al contrario, me siento tanto más profanado y menos digno, cuanto más cerca estoy de la comunidad a la manera de Platón. En el amor, decís, es necesario el consentimiento recíproco, y en este principio se funda la comunidad de los esposos. Pues bien: si esta mujer, que es la mía, se comunica, aunque sea voluntariamente, con otro hombre; si en el tiempo en que se prostituye, comparte conmigo su lecho y duerme sobre mi pecho, ¿no es cierto que me prostituye y me deshonra? Faeda lupanaris tulit ad pulvinar odorem! Sólo la muerte de la culpable puede vengarme de semejante afrenta; y si la comunidad la autoriza, yo me sublevo contra ella. El aliento del hombre, dice el conde de Maistre, es mortal para su semejante, física y moralmente: la comunidad de las mujeres es la organización de la peste. ¡Lejos de mí, comunistas: vuestra presencia me huele mal, y vuestra vista me da asco!

Pasemos rápidamente las constituciones de los saintsimonianos, fourieristas y demás prostituidos que se precian de conciliar el amor libre con el pudor, la delicadeza y la más pura espiritualidad. Triste ilusión de un socialismo abyecto, último sueño de una crápula delirante. Dad por medio de la inconstancia, libertad a las pasiones, y bien pronto la carne tiranizará al espíritu; los amantes no serán, el uno para el otro, más que instrumentos de placer; a la fusión de los corazones sucederá el prurito de los sentidos, y tendréis, por toda voluptuosidad, una fricción. Para juzgar esas cosas, no se necesita haber pasado, como Saint-Simon, por el tamiz de la Venus popular.

O no hay comunidad, o no hay familia ni amor.

Con la familia, que se presenta como el elemento orgánico de las sociedades, la personalidad del hombre toma su carácter definitivo, adquiere toda su energía, y se inclina cada vez más al egoísmo. No es el ejemplo aislado de un Régulo ni de cualquier loco que, llamándose apóstol, abandona sus hijos y su mujer a la caridad pública, el que puede disminuir la autoridad del hecho. El hombre que se reproduce por la paternidad misma, se hace al instante concentrado y feroz, es enemigo del universo, y sus semejantes le parecen todos extranjeros, hostes. El matrimonio y la paternidad, que al parecer debían aumentar en el hombre el amor al prójimo, no hacen más que avivar sus celos, su desconfianza y su odio. El padre de familia es crudo cuando se trata del lucro, más despiadado y más insociable que el célibe, y se parece a esos devotos que, a fuerza de amar a Dios, llegan a detestar a los hombres. La causa está en que no había bastante energía de voluntad y de egoísmo en el padre de familia para proteger la infancia de los que deben sucederle un día, continuando después de él la serie de las generaciones. Un día no basta para formar al hombre; se necesitan años, trabajos penosos y grandes ahorros. El hombre está en lucha con la naturaleza por su subsistencia, y con la sociedad entera por el porvenir de sus hijos.

La comunidad, decís, destruirá este antagonismo. ¿Cómo lo conseguirá, si sólo sabe destruir la familia, por consiguiente, la especie, o tolerar la familia, que es el disolvente de la comunidad?

El carácter anticomunista, casi podía decir, antisocial de la familia, se presenta en toda su inocencia en los niños y en las mujeres.

Yo he visto a los hijos del propietario desdeñar los juegos de su edad y condenarse al secuestro, antes que tener nada de común con los pequeñuelos del obrero, como si el sol que alumbra al jornalero empañase el brillo de las razas nobles. En cuanto a las mujeres, es una verdad vulgar que sólo aspiran a casarse para llegar a ser soberanas de un pequeño Estado que llaman su casa. Quitad esto a la mujer, y desde ese momento ya no ve razón que la obligue a seros fiel, y deja de perteneceros. El matrimonio que pierde su atributo exterior, se convierte para la mujer en una abstracción, en un lazo fortuito que no se apoya en nada real, y que se disuelve al primer disgusto. La comunidad, buena cuando más para las prostitutas y las religiosas, es antipática para la madre de familia. Entre el ama común y la cortesana, la diferencia sólo existe en la expresión: en la antigüedad, la misma palabra servía para designar a ambas (2).

En Icaria (yo siento un verdadero placer al ocuparme del señor Cabet) cada casa tiene corral y jardín, y está ocupada por una familia. He aquí, pues, tres excepciones de la regla: 1° separación de la familia; 2° separación del domicilio; 3° separación del hogar. Y no es esto todo. De las cuatro comidas que el señor Cabet da a los icarianos (Fourier prometía siete), dos se hacen en el taller, que son el desayuno y el almuerzo; la tercera, que es la comida, se hace en familia. ¿Por qué esta distinción? ¿Por qué esas comidas de cofradía, cívicas y domésticas? ¿Por qué no se come siempre en comunidad o siempre en privado?

¿Os decidís por el consumo privado? Como lo agradable de la casa depende siempre del talento de la mujer, y como el arte de gozar no es menos difícil que el de producir, el que tenga una administradora excelente, encontrará en su casa, por una misma cantidad, más bienestar. Las condiciones no serán, pues, iguales; ¿y será esto justo? Si os declaráis por la afirmativa, entonces os pregunto por qué razón no aplicaréis al trabajo la misma regla que al consumo, supuesto que, después de todo, consumo y producción son una misma cosa; ¿por qué, en fin, el bienestar de cada uno no estará en razón directa de su diligencia para producir, como de su habilidad para gozar?

Pero la consecuencia de una excepción tan imprudente sería la abolición de la comunidad misma. Es, pues, necesario entrar de nuevo en la regla; y para conservar la vida común, proscribir la vida privada: pero os recuerdo que entonces la comunidad pasa de las cosas a las personas; que con este sistema de nivelación, todo el mundo se hace esclavo e impuro, y que se levanta contra vosotros un enemigo terrible; la libertad. ,Cómo: habremos suprimido las aduanas, los arbitrios y todas las barreras; habremos quemado los títulos de propiedad, destruído los conventos, arrancado los límites de las herencias, arruinado todo lo que se oponía a la libertad, y no podremos reunimos para trabajar, hablar o beber en un número menor de veinte personas, como no sea en el hotel de la República y vigilados por la policía republicana! ¡Oh! Yo deseo veros pronto convertido en dictador, y hasta en patriarca, si queréis; pero os desafío a que pongáis en práctica vuestra teoría.

¿Qué importa que se diga: La comunidad o el socialismo no es responsable de los errores del señor Cabet, si está probado que los que hablan de diferente manera, razonan siempre como él? En el falansterio, por ejemplo, el trabajo se ejecuta en común e independientemente de toda iniciativa individual, supuesto que, en vez de propietarios, sólo hay simples ejecutores, y en vez de cantantes, todos son coristas. La habitación es común, su gobierno común, las comidas comunes, no obstante la tolerancia de los gabinetes particulares; el matrimonio es facultativo, y está expuesto a todos los accidentes del perjurio y de la inconstancia. Otros utopistas destruyen las ciudades, aislan las familias sobre la tierra como los ascetas de la Tebaida, y agregan a cada habitación un pequeño dominio que el individuo cultiva, y del cual debe dar cuenta. Otros prefieren aglomerar la población en vastas capitales, de donde las escuadras de trabajadores se lanzan con la locomotora hacia todos los puntos del territorio. Todo esto, más o menos razonado, más o menos comunista y social no merece que nos ocupemos de ello; pues es claro que el método y la ciencia no entran en esos sistemas para nada absolutamente.

¡Es preciso que hayamos llegado a un grado muy alto de decadencia intelectual, para que la crítica se crea obligada, en el año de 1846, a remover toda esta basura! ¡Paciencia! Esas miserias son la lepra de que la sociedad se cura con el fuego de la controversia. Si el alcanfor, la zarzaparrilla y el mercurio, gracias al arte del farmacéutico, llegaron a ser los más preciosos agentes de la salud pública y honran al genio médico, la critica de los errores humanos, el arte de curar las gangrenas intelectuales, puede tener también su valor, por absurda que sea la preocupación y por repugnante que parezca la utopía.


Notas

(1) Constantin Pecqueur, n. en 1887, escritor fecundo de temas sociales, autor de una Economie sociale, de una Théorie nouvelle de l'économie sociale et politique.

(2) Zonah, en hebreo y caldeo, tabernera y mujer pública.

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