Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Décima época. - La población

I

Destrucción de la sociedad por la generación y el trabajo

Epiterso, padre de Emiliano, retórico, navegando de Grecia a Italia en una nave cargada de diversas mercancías y viajeros, hacia la caída de la noche y habiendo cesado el viento cerca de las islas Eguinadas, que están entre la Morea y Túnez, llegó la nave a Paxos. Habiendo abordado allí, algunos de los viajeros dormían, otros velaban, y otros bebían y comían; cuando de repente se oyó una voz que llamaba a Thamoun, y cuyo grito horrorizó a todos. Este Thamoun era el piloto, hijo de Egipto, no conocido por su nombre sino de algunos viajeros. Por segunda vez se oyó aquella voz que llamaba a Thamoun con gritos horribles. Como nadie contestaba y todos permanecían en silencio y temblando, por tercera vez aquella voz se oyó más terrible que antes. Sucedió después que Thamoun respondió: Aquí estoy; ¿qué me pides, qué quieres que haga? La voz sonó más fuerte todavía, diciéndole y ordenándole: ¡cuando llegues a Palodes, di y publica que Pan, el gran Dios, ha muerto!

Oídas estas palabras, decía Epiterso, todos los marineros y viajeros se quedaron asustados, y deliberando entre ellos sobre si sería mejor callar o publicar lo que se había ordenado: Thamoun dijo que en cuanto tuviesen viento de popa, saliesen de allí sin decir nada, y cuando llegasen a otro punto, significasen lo que habían oído. Cuando estuvieron cerca de Palodes, sucedió que no tuvieron viento ni mar. Entonces Thamoun, puesto en la proa y dirigiendo a tierra sus miradas, dijo, como se le había ordenado, que el gran Pan había muerto. No acabara de pronunciar todavía esta última palabra, cuando se oyeron grandes suspiros, lamentos y gritos, no de una sola persona, sino de muchas reunidas.

Esta nueva, como muchos estaban presentes, se divulgó muy pronto en Roma, y Tiberio César, emperador entonces, mandó a buscar a este Thamoun. Cuando le oyó hablar, dió crédito a sus palabras, y preguntando a las personas doctas que había en Roma, quién era este Pan, supo por ellas que había sido hijo de Mercurio y de Penélope, como lo habían dicho Herodoto y Cicerón en el libro tercero de La Naturaleza de los dioses.

Sin embargo, yo creería que era aquel gran Servidor de los fieles que fue ignominiosamente crucificado en Judea por la envidia y la iniquidad de los pontífices, doctores, presbíteros y frailes de la ley mosaica. Y no me parece violenta esta interpretación, porque en lengua griega se le puede llamar muy bien Pan, supuesto que es nuestro Todo; todo lo que somos, todo lo que vivimos, todo lo que tenemos, todo lo que esperamos es él, está en él, viene de él y es para él. Es el buen Pan, el gran pastor que, como dice el apasionado zagal Coridón, no sólo ama a sus ovejas, sino a los pastores también, y por cuya muerte hubo quejas, suspiros y lamentos en toda la máquina del universo, cielos, tierra, mar e infiernos. El tiempo coincide con esta interpretación mía, pues este excelente Pan, nuestro único Servidor, murió en Jerusalén, reinando en Roma Tiberio César.

¿Quién creerá que este admirable relato, hecho en un tono tan grave, y terminando con una reflexión tan piadosa, salió de la pluma de Rabelais, cuyo fondo lo había tomado de Plutarco? ¿Y quién podrá desconocer en la aplicación que hace a Jesucristo del oráculo publicado por Thamoun, el emblema de la sociedad condenada a muerte por sus eternos enemigos, el monopolio y la utopía, y en este mismo Thamoun, al hombre cuyos escritos han inspirado más terror e hicieron dudar de la Providencia, a Malthus, en fin?

La historia antigua es la figura de la historia moderna, como Cristo es la personificación de la humanidad. Cuando la sociedad, como el barco de Thamoun, va de la barbarie a la civilización conducida por los vientos de los económicos, y después de haber atravesado el archipiélago propietario, viene a perderse en barras comunistas, Malthus es el piloto que nos grita: ¡La sociedad se muere, la sociedad está muerta! Las almas que lloran por el dios Pan porque no tienen todavía fe en su resurrección, son todos nuestros oradores y escritores, expresiones vivas de la humanidad, órganos de sus presentimientos y de sus dolores; son un Lamennais, un Lamartine, un Michelet; son nuestros economistas, nuestros políticos y nuestros místicos, Sismondi, Blanqui, Buret, Guizot, Thiers, Cormenin, O. Barrot, Buchez, los RR. PP. Ravignan y Lacordaire, monseñores de Lyon y de Chartres, E. Sué, etcétera.

Sí, es cierto: la sociedad toca a su fin: Pan, el gran Dios ha muerto; que las sombras de los héroes se lamenten, y que los infiernos tiemblen. Pan ha muerto; la sociedad está en su período de disolución. El rico se encierra en su egoísmo, y oculta a la luz del día el fruto de su corrupción; el servidor desleal y cobarde conspira contra su amo; ya no hay dignidad en el rico, ni modestia en el pobre, ni fidelidad en nadie. El sabio considera la ciencia como una galería subterránea que le conduce a la fortuna; el hombre de ley duda de la justicia y no comprende sus máximas; el sacerdote ya no convierte a nadie y se hace seductor; el príncipe tomó la llave de oro por cetro; y el pueblo, con el alma desesperada y la inteligencia sombría, medita y calla. Pan ha muerto: yo os lo digo como Thamoun y Malthus. La sociedad llegó a su último grado de miseria: enjugad vuestras lágrimas, y nosotros, directores a quienes se nos ha entregado este cadáver, procedamos a la autopsia.

El fenómeno más espantoso de la civilización, el que mejor comprobado está por la experiencia y el menos comprendido por los teóricos, es la miseria. Ningún problema se ha estudiado con más atención y laboriosidad que éste: el pauperismo se sometió al análisis lógico, histórico, físico y moral; se le dividió por familias, géneros, especies y variedades, como si fuese un cuarto reino de la naturaleza; se disertó largamente sobre sus efectos, sus causas, su necesidad, su propagación, su destino y su medida; se le hizo su psicología y su terapéutica, y sólo los títulos de los libros que con este motivo se escribieron, llenarían un volumen. En fuerza de hablar de él, se llegó a negar su existencia; y gracias si después de esta larga investigación, se empieza hoy a comprender que la miseria pertenece a la categoria de las cosas indefinibles, de las cosas que no se entienden.

La miseria, como una divinidad impenetrable, aunque siempre presente, tiene sus incrédulos, sus devotos, y hasta tiene sus indiferentes, lo cual no deja de favorecer mucho sus progresos. ¡Extraño destino el del hombre, que ha de verse siempre conducido por su razón a negar todo aquello que le dicen los entendidos y el sentimiento, aunque esto sea el dolor y la muerte! La escuela de Eleas, si mal no recuerdo, negaba el movimiento; los estoicos negaban el dolor; los partidarios de la resurrección y de la metempsicosis negaban la muerte; los espiritualistas niegan la materia, y los materialistas niegan a Dios. Los escépticos pretendieron burlarse de los unos y de los otros; pero a pesar de las denegaciones y de las risas, los mundos continuaron su curso majestuoso a través de los espacios; el dolor y la muerte no hicieron menos víctimas, y el culto de los dioses no dejó de obtener el mismo éxito. Que los filántropos se rían de la miseria, y estamos seguros de que habrá una recrudescencia. Procuremos, pues, descifrar este logogrifo, si no queremos atraer sobre nuestras cabezas nuevos desastres.

La miseria es el último fantasma que la filosofía debe eliminar de la razón si quiere expulsarlo de la sociedad. Pero ... ¿qué es un fantasma? ¿Cpmo es posible cogerlo, explicarlo y combatirlo? ¿Cómo hablar de las causas, de la esencia, del desarrollo, de los accidentes y de los modos de un fantasma?

En el orden de la sociedad, la miseria es un mal. Pero ... ¿qué es el mal? El mal, dice el señor de Lamennais, es el límite. ¿Y qué es el limite? Una corrupción del espíritu sin realidad objetiva; como el punto y la línea geométrica, es un ente de razón. El límite no es nada, porque él mismo no tiene limite, y porque la definición es la única cosa que no se define. Luego el mal, en el sistema del señor de Lamennais, es una entidad lógica, una relación despojada de toda sustancia: afirmar la existencia del mal, es afirmar la realidad de una negación, la realidad de la nada. ¿Cómo explicar entonces el dolor? ¿Cómo darse cuenta de esta experiencia continua que nos hace gritar y quejarnos, que excita en nosotros el disgusto y el horror, y que con frecuencia nos causa la muerte? Pero ... ¿que digo? Si el mal no es más que el límite, es la determinación misma del ser; aquello por lo que las cosas son sensibles e inteligibles, y sin lo cual no hay belleza ni existencia; es la condición supremas de nuestras sensaciones y de nuestras ideas, es el ser necesario; en una palabra, el mal es el bien. ¡Singular definición!

La miseria, según E. Buret, que prefirió generalizar menos para comprender más, la miseria es la compensación de la riqueza. Fiat Lux! Que otros más hábiles que yo expliquen esto, si pueden; en cuanto a mí, creo que ni el autor se ha comprendido a sí mismo.

La causa del pauperismo es la insuficiencia de los productos, es decir, el pauperismo; opinión del señor Chevalier. La causa del pauperismo es el consumo excesivo, es decir, el pauperismo todavía; opinión de Malthus. Yo podría multiplicar indefinidamente los textos sin encontrar en los autores más que esta proposición, digna de figurar al lado del versículo del Corán: Dios es Dios; la miseria es la miseria, y el mal es el mal. ¿No es cierto que la miseria es algo antifilosófico e irracional como una religión; que es un fantasma, un mito, en fin?

La conclusión es digna de estas premisas: Aumentar la producción, restringir el comercio y hacer menos hijos; en una palabra, ser ricos y no pobres: he ahí todo lo que saben decirnos, para combatir la miseria, los que más la han estudiado: ¡he ahí las columnas de Hércules de la economía política! ...

Pero, sublimes economistas: vosotros olvidáis que aumentar la riqueza sin acrecentar la población, es tan absurdo como pretender reducir el número de bocas aumentando el de brazos. Razonemos un poco, si gustáis, supuesto que, no razonando, ni tendremos siquiera sentido común. ¿No es la familia el corazón de la economía social, el objeto esencial de la propiedad, el elemento constitutivo del orden, el bien supremo hacia el cual dirige el trabajador toda su ambición y todos sus esfuerzos? ¿No es la familia la cosa sin la cual dejaría de trabajar, prefiriendo ser caballero de industria y ladrón; la cosa por la cual sufre el yugo de vuestra policía, paga vuestros impuestos, se deja mutilar, despojar y estrangular vivo por el monopolio, se duerme resignado sobre sus cadenas, y durante las dos terceras partes de su existencia, parecido al Creador, de quien se dice que es paciente porque es eterno, no siente la injusticia que se comete con su persona? Suprimid la familia, y con ella desaparecerán la sociedad y el trabajo; en vez de esta subordinación teórica del proletariado a la propiedad, tendréis una guerra de bestias feroces: tal es, según el dato económico, nuestra tesis; permitidme que os remita a las teorías del monopolio, dl crédito y de la propiedad.

Y ahora bien: ¿no es la progenitura el objeto de la familia? ¿Y no es la progenitura el efecto necesario del desarrollo vital del hombre? ¿No está en razón directa de la fuerza adquirida y, por decirlo así, acumulada en sus órganos por la juventud, el trabajo y el bienestar? Luego el aumento de población es una consecuencia inevitable de la multiplicación de las subsistencias; luego, en fin, la proporción relativa de las subsistencias, lejos de aumentar por la eliminación de las bocas inútiles, tenderá invenciblemente a disminuir, si es cierto, como espero demostrarlo bien pronto, que semejante eliminación no puede efectuarse sino destruyendo la familia, objeto supremo, condición sine qua non del trabajo.

Así, pues, la producción y la población son causa y efecto una de la otra; la sociedad progresa simultáneamente, y en virtud del mismo principio, en riqueza y en hombres: decir que es necesario cambiar esta relación, es como si se hablase de doblar el cociente en una operación en que el dividendo y el divisor creciesen y disminuyesen siempre en razón igual. ¿Qué pretendéis vosotros? ¿Que los jóvenes dejen de hacer el amor, que el proletariado no se case hasta los cincuenta años o nunca, y que la familia sea un privilegio? En este caso, tomad medidas eficaces para guardar vuestras propiedades; doblad el número de vuestros soldados, aumentad el de las mujeres públicas, conceded primas a la prostitución, favoreced la poligamia, la fanerogamia y hasta la sodomía, todas cuantas clases de amor reprueba la preocupación y la ciencia debe admitir en gracia de su esterilidad. Con la familia es imposible detener el progreso de la miseria, por lo mismo que es imposible detener el progreso de la riqueza: estos dos términos están unidos el uno al otro por el lazo indisoluble del matrimonio, y es absurdo empeñarse en separarlos.

La miseria es una cosa mística y necesaria, una cosa cuya ausencia y cuya presencia nos es imposible concebir; el mal como el bien, es uno de los principios del universo; y henos aquí en el maniqueísmo.

Pero en fin, ¿de qué modo se expresa el mal en la sociedad? ¿Cuál es la fórmula de la miseria?

Apoyándose en una masa de documentos auténticos, Malthus probó, en primer lugar, que la población, si no encuentra ningún obstáculo, como por ejemplo, la falta de subsistencias, podría fácilmente doblar de veinticinco en veinticinco años y hasta de dieciocho en dieciocho.

Say restringue todavía este período, y dice que la población, si nada la contraría, triplicará cada ventiséis años.

El señor Rossi expresa la misma idea con esta elegante fórmula: Si uno produce dos, y los nuevos productos tienen cada uno la misma fuerza productiva que tenía la primera unidad, dos producirán cuatro, cuatro producirán ocho, y así sucesivamente. Abstractamente hablando, Malthus estableció un principio incontestable.

Al lado de este primer hecho, Malthus establece otro no menos cierto; y es que, mientras la población tiende a aumentar siguiendo la progresión geométrica 2, 4, 8, 16, 32, etc., la producción de las subsistencias sólo aumenta siguiendo la progresión aritmética 1, 2, 3, 4, 5, 6, etc., lo cual nos conduce insensiblemente a esta conclusión: que en todos los países, una parte de la población muere incesantemente por falta de pan.

Habiendo creído Malthus que bastaba enunciar esta segunda proposición para que pareciese inmediatamente demostrada, y habiéndose dispensado de probarla, voy a suplir su silencio, presentando la progresión aritmética de las subsistencias, 1, 2, 3, 4 ... como corolario de la geométrica de la población 2, 4, 8, 16, 32, 64 ...

¿De qué depende la generación de un hombre? De la emisión de un germen; emisión que el generador se siente continuamente excitado a permitir, que no le exige ningún esfuerzo, que al contrario, es el bien supremo de su vida, el objeto de su trabajo, la necesidad de su destino. Pero hasta el día en que sea capaz de atender por sí mismo a su subsistencia, éste germen costará, por gastos de incubación, lactancia, alimentación, etc., durante un período de diez, quince, veinte y hasta venticinco años, 12, 15, 20 Y hasta 50 por 100 de lo que consumen sus autores. Pues bien; admitiendo que el mismo matrimonio conserve cuatro, seis, diez o doce hijos, vemos con una evidencia matemática, y sin que haya necesidad de hacer una estadística inmensa, ni de compulsar los relatos de los viajeros, que el bienestar de estos esposos disminuirá por la razón misma que debía llevarlo a su colmo, en 12, 15, 20, 30, 50 Y hasta 80 por 100.

Y como cada uno de los hijos, cuando apenas sale de la escuela y entra en el aprendizaje, está en disposición de hacer por su propia cuenta lo que hizo su padre; como todos sus deseos le impulsan a esta imitación; como la abstinencia sólo serviría para hacerle perder el amor al trabajo y al espíritu de orden y de economía, resulta que la procreación de los hombres gana incesantemente sobre la producción de la riqueza, la cual permanece siempre en retraso, y que la potencia de desarrollo de la humanidad por la generación, y su potencia de desarrollo por el trabajo, son entre sí como las progresiones:

1. 2. 4. 8. 16. 32. 64. 128. 256 ...
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9 ...

Lo repito; Malthus aislaba estas dos progresiones, o por lo menos no me parece que haya comprendido bien su solidaridad y su identidad, y esto debía corregirse por interés de su teoría. Los hechos, es decir, la miseria humana manifestada bajo mil formas espantosas, terribiles visu formae, hambre, guerra, peste, enfermedades, corrupción, etc., como lo probó Malthus con una erudición inmensa, confirman todos los días la exactitud de esta ley. ¿Se ha visto jamás enigma, ficción o fantasma que se haya expresado con semejante energía, y se demuestre con una abundancia de hechos tan irresistible?

En el orden de la sociedad, como en el de la naturaleza, la miseria es, pues, cosa fatal: pretender preservarse de ella es querer que la ley de los logaritmos cambie a nuestro antojo, y que la aritmética deje de ser una verdad. Estando encadenadas las dos proporciones por una relación necesaria, esperando en el fondo de la misma idea, y traduciendo el mismo hecho, la misma ley eterna establecida desde el principio del mundo, Creced y multiplicaos, es inevitable que, si dejamos obrar a la naturaleza, caigamos en la miseria por el exceso de la reproducción; y si resistimos a la naturaleza, o si la engañamos por medio de suplementos ilusorios, primero, nos sustraemos a nuestro destino más imperioso, tomaremos después horror a la familia y al trabajo, y nos precipitaremos en una serie inversa de males.

He ahí, en su expresión más clara y más oscura, la más decisiva y la más desesperadora, el mito final de la economía política, la corona de la prúpiedad, la alegoría del trabajo y de la familia. La humanidad se consume y perece por el ejercicio de sus facultades vivificadoras; y si pudiese haber un término a su suicidio, dejaría de existir.

Cuando la teoría económica, siguiendo de lejos la esperanza, pronunció la palabra miseria, ha expresado con esta palabra la ley íntima de nuestro desarrollo, la esencia de nuestro ser, la forma de nuestra vida. Aumento rápido de la población y progreso lento de las subsistencias, son las dos faces de una misma idea, de un solo y único fenómeno. Esta es la fórmula misteriosa de una ley tan cierta como todas las que presiden a los movimientos de los cuerpos celestes, de una ley inflexible y sin misericordia como una ecuación de álgebra. Consideradas desde este punto de vista, ¡cuán pueriles y mezquinas deben parecernos las quejas del miserable y los paliativos del filántropo! La fatalidad nos hace vivir, y la fatalidad nos arrastra; el placer que nos proporcionan se lo hace pagar bien caro; ¿por qué habremos de gritar y de gemir? ¿Y qué nos quieren esos economistas, que incapaces de descubrir el hilo de sus propias ideas, tan pronto nos aconsejan que produzcamos más, como nos recomiendan que hagamos menos hijos? ¡Como si estas dos formas de la generación humana no estuviesen irrevocablemente encadenadas la una a la otra, y cómo si hubiese ventaja alguna en reemplazar la miseria que resulta para nosotros de la imprevisión de la naturaleza, con la que nace de nuestra propia previsión! Indudáblemente se me dirá, nada tendríamos que replicar a la doble ley de Malthus, y nos guardaríamos de quejarnos, adorando en silencio el decreto de la fatalidad económica, si esta desigualdad del desarrollo humano en población y en riqueza fuese de una incontestable certidumbre, si llevase en sí mismo el carácter de una idea completa y definitiva, como conviene a una idea verdadera; en una palabra, si esta ley no fuese una contradicción evidente. Pues bien: el principio de Malthus cae de lleno en el caso de todas las antinomias; y según nuestros propios principios, según esa teoría de los contrarios calificada de infalible, el antagonismo del progreso en la población y la producción, sólo prueba que existe un principio de equilibrio, y que la ciencia debe descubrirlo.

¡Cómo, entre los animales, sólo el hombre, como una distinción gloriosa, es trabajador; la Providencia le mandó poseer la tierra y organizarse por familias; la felicidad se puso para él en el ejercicio de esta doble función del trabajo y del amor; de ellas depende el aumento incesante de su energía la multiplicación de sus medios, el progreso de su fecundidad industrial y el desarrollo de todas sus simpatías; y cuando llega el momento de realizarse sus magníficas promesas, la Providencia, que no mintió jamás, se cambia de repente en una amarga decepción! ¡Para conocer la dicha, la humanidad, como Saturno, tendrá que devorar a sus hijos! ¡El amor marchará con demasiada rapidez, y el trabajo con demasiada lentitud! ¡El organismo social estará tan falsamente arreglado y tan mal concebido, que el hombre no podrá sostenerse sino por la pérdida continua de su carne y de su sangre! Le será necesario perecer para vivir, a no ser que prefiera abstenerse de la reproducción, lo cual es pérdida y miseria. La muerte será el gran preboste de la economía política, encargado de restablecer el equilibrio entre la población y las subsistencias, y someter las obras del amor a la medida de las obras del trabajo, el número de las criaturas razonables a la proporcionalidad de los valores. ¿Quién impedía a la naturaleza o a la Providencia aumentar la fecundidad de la tierra, limitando al mismo tiempo la de nuestra especie, y por esta restricción de nuestra facultad genital hecha en tiempo oportuno, detener esta horrorosa exterminación?

Pero esta ley de muerte que se apodera del hombre y del bruto y que tanto os subleva, replica el materialismo utilitario, ¿es algo más que la grande evolución de la naturaleza, figurada por la trinidad india, Brahma, Siva, Vichnú, el creador, el destructor y el reparador; evolución auténticamente reconocida por la ciencia, y que, emanando directamente del dualismo eterno e irreductible, no tiene síntesis posible? Vuestra esperanza es infundada, y la antinomia no tiene solución en la tierra. La creación es un vasto campo de batalla en donde la vida sirve de pasto a la vida y renace perpetuamente de la muerte. El reino vegetal, plantado sobre el reino inorgánico que absorbe y se asimila sin cesar, proporciona a su vez la subsistencia del reino animal, cuyas innumerables especies habrían arrasado la tierra, si no fuesen destruídas las unas por las otras y por el hombre. Éste a su vez, no teniendo a nadie por encima de él, ni ángel ni demonio que lo coma, se devora a sí mismo. La antropofagia es la sanción de la ley natural; y por facilitar su cumplimiento, la Providencia instituyó el monopolio y el Estado, garantizó la propiedad y sometió los humanos a un orden jerárquico que permite a los fuertes devorar a los débiles sin peligro y sin remordimientos.

Así, pues, todo sale de la substancia infinita, y todo vuelve a ella: el acto por el cual se efectúa la emisión de los seres vivientes, es la generación; el acto por el cual vuelven a entrar en el receptáculo común los elementos que la organización arrastra, es la muerte. ¿Por qué quejarse de esta ley? Si nuestras reclamaciones pudiesen ser atendidas, después de obtener para todos la ventaja de una vejez afortunada, deberíamos pedir todavía una vida y una juventud perpetua: morir por decrepitud es, en efecto, una cosa tan fea y tan inconcebible como morir de miseria. Pero no puede ser así; la inmortalidad, con la facultad de multiplicarse a lo infinito, es absurda; y en cuanto a la prolongación de la vida media hasta los confines de la extremada vejez, es incompatible con nuestra constitución, y comprometería nuestra existencia porque suspendería la manifestación de pasiones que no sufren demora. La sangre de los infelices que la Providencia ha entregado en holocausto, es el cimiento del edificio social, el aceite que hace girar sobre sus goznes el mecanismo humano; coronad de flores la frente de las víctimas; aplaudid su sacrificio en gracia de su muerte; que lleven al morir el justo tributo de vuestra admiración y de vuestros elogios; pero guardaos de intentar rescatados del altar, porque si ellos se cansasen de morir por vosotros seríais vosotros los que deberíais morir por ellos.

Vos decís: en vez de asesinarnos, ¿no podría la Providencia suspender o refrenar este ardor genital? ¡Imprudentes, que pedís la castración del trabajador! ¿Qué resultado podríais esperar de él después de haber secado en su cuerpo y en su alma la fuente de la actividad y del genio? Bien pronto perderíais, por el desaliento del obrero, el beneficio de una producción mayor, y sin debilitar la intensidad de la miseria, comprometeríais la existencia de la especie. Escuchad lo que sobre este punto nos dice el maestro:

La pasión es fuerte, general, y es probable que fuera insuficiente si no llegase a debilitarse. Los males que produce son el efecto necesario de esta misma generalidad y de esta misma energía. Todos nos induce a creer que el Creador quiso poblar la tierra; más parece que este fin no podía alcanzarse sino dando a la población un acrecentamiento más rápido que a las subsistencias. Y supuesto que la ley de desarrollo que hemos descubierto no multiplicó los hombres con demasiada rapidez sobre el globo, es evidente que no es desproporcionada a su objeto. La necesidad de las subsistencias no sería tan apremiante ni daría bastante desarrollo a las facultades humanas, si la tendencia que la población tiene a aumentar rápidamente y sin medida, no aumentase la intensidad.

No sé qué efecto producirán en e! ánimo del lector estas diversas consideraciones: en cuanto a mí, declaro que, desde el punto de vista de la economía política y en el punto a que hemos llegado, teniendo por una parte la propiedad que nos degüella, por la otra e! comunismo que nos ahoga, no veo nada absolutamente que responder. Los hechos hablan demasiado alto para que podamos hacemos ilusiones: la subsistencia es insuficiente, y el número de bocas que hay que alimentar demasiado grande. Esto es incomprensible; pero, en fin, esto es cierto, y lo que acabamos de añadir no es más que el comentario.

Así, pues, el Ser infinito, al proceder a la creación, se encontró comprometido en un callejón sin salida; y nosotros, el ser progresivo y previsor, sufrimos la pena de su impotencia. La necesidad no puede prescindir del azar; el orden se conserva por el desorden; los seres organizados no gozan, como e! mundo inorgánico, de la perpetuidad del movimiento; y aunque no haya contradicción en la idea de un bienestar permanente, por una inexplicable enfermedad de la naturaleza, esta permanencia es imposible. Nuestra alegría se alimenta de lágrimas; la garantía de nuestro bienestar es la miseria. Nadie niega que este contraste parece que implica para la razón la necesidad de una armonía; pero esta armonía, esta condición, dentro de la cual el bien y el mal se resolverían en un hecho superior, ¿en dónde la encontraremos? ¿Cómo se concebirá? ¿Y qué podemos imaginar nosotros fuera de este dualismo: sufrir o gozar, ser o no ser? La felicidad y e! sufrimiento, como el yo y e! no-yo, como el espíritu y la materia, son los dos polos del mundo, sobre los cuales no hay síntesis ni idea, supuesto que sin ellos el mundo no puede existir. Si esto es así, ¿por qué molestarnos en buscar e! secreto de nuestro destino? ¿Para qué sirve el trabajo, y cuál puede ser nuestra esperanza? Nuestro destino es la miseria; nuestro trabajo la miseria, y nuestra esperanza la miseria también.

El socialismo no hizo más que la mitad de su trabajo: después de haber abolido, como causas de miseria, el dinero, la competencia, el monopolio, el matrimonio, la familia, la propiedad, la libertad y la justicia; en vez de detenerse en esta hipocresía de comunidad, debía proscribir el trabajo y predicar la desesperación: e! socialismo tiene por dogma final e! suicidio. Si es una ley de la humanidad progresar siempre en la industria, en la ciencia y en el arte, también es una necesidad para el hombre sellar con su sangre cada uno de sus pasos en esta carrera; es necesario que sufra una muerte cada vez más amarga, que le haga expiar la delicadeza de sus sentimientos, la vivacidad de sus afecciones, la fecundidad de sus trabajos, la profundidad de su entusiasmo, la alegría de sus voluptuosidades; una muerte que, tomando tantas formas como la vida, hiera al hombre en el corazón, en los sentidos y en la razón, y lo aniquile millones de veces. ¡La muerte! ¡He ahí nuestra última razón, he ahí el dios del mundo! Finis est hominis sicut jumenti. Ahora bien: si sólo para morir hemos salido de la nada, ¿en dónde está la necesidad para nosotros y para el universo de salir de ella? La creación, la vida, la necesidad, la Providencia, Dios y el hombre, todo es absurdo.

¡Qué insensatez! dicen con este motivo los economistas cristianos: ¡qué demencia impía! Sí, el fin del hombre sobre la tierra es como el de los brutos, y la ley de Malthus no exceptúa a nadie; pero esta ley sólo comprende la vida presente, y nuestra verdadera vida no está en la tierra; esta imperfección de nuestro destino, que nos hace aparecer y desaparecer, que distribuye igualmente los bienes y los males, y que ataca a la especie como al individuo, no es ni puede ser más que el ensayo, la preparación, el preludio de una vida ulterior. Como garantía de esta verdad, tenemos la palabra de Aquél que no miente y que puso en el fondo de nuestras entrañas, con el deseo de la felicidad, el presentimiento de la inmortalidad. La permanencia del alma después del último suspiro y la resurrección en un mundo mejor, he ahí el complemento de la naturaleza, el fin de la vida, la justificación de la Providencia.

¡Con cuánto amor recibiría y con qué trasporte abrazaría esta consoladora utopía si fuese posible, no digo ya demostrarla, sino hacerla accesible a mi razón! Pero ... ¿qué puede haber fuera del universo, fuera de la serie de las criaturas? ¿En dónde queréis que coloque este mundo de felicidad, si el mundo de maldición de que yo formo parte es infinito? ¿En dónde encontraremos un tiempo fuera del tiempo, un espacio fuera del espacio, una razón fuera de la necesidad? ¿Cómo concebir un bien que el dolor no irrita ni estimula siquiera? ¿Cómo figurarme una inmortalidad que implica la separación absoluta del yo y del no-yo, la escisión de la materia y del espíritu, y que contradice todos los principios de mi entendimiento? La hipótesis de la inmortalidad del alma destruye los fundamentos de la certidumbre. ¿Cómo una prueba de la impotencia divina, tan ostensible como la creación dislocada de que formo parte, será para mí la prueba de una renovación ininteligible, que se funda en una existencia imposible?

Desarrollo de la población, siguiendo una proporción geométrica; aumento de las subsistencias, siguiendo una proporción aritmética: este teorema está tan perfectamente demostrado como los del álgebra. Con una sola palabra, la economía política pronunció la sentencia de muerte de la humanidad, condenó a la Providencia, demostró el error de la necesidad y afrentó a la naturaleza. He ahí lo que mi razón me obliga a confesar, lo que mis sentidos me hacen ver, tocar y oír. Todo lo que se me diga para disminuir mi pena, sólo sirve para hacerla más aguda, y mi desolación renace más profunda de todas las razones imaginadas para vencerla. O la economía política ha calumniado, y ¿cómo establecer esto? ¿en dónde encontraremos argumentos para refutarla cuando la ley de los números lo justifica? ¿en dónde están los testimonios que lo desmienten cuando los hechos lo apoyan? ... o la naturaleza, la necesidad, Dios y el hombre no son más que los sueños de la nada, y el universo una horrible pesadilla. !Qué inconcebible lógica en esta noche! ¡Qué filosofía en esta muerte! Ensayaré, sin embargo, un último análisis, aunque no sea más que para gozar, como el culpable condenado a muerte, con la lectura de mi sentencia. Yo investigo como si pudiese encontrar todavía un tribunal a quien apelar, contra los aforismos de la ciencia, contra el testimonio de cien siglos, por un hecho que en el interior me domina y en el exterior me aplasta. In spem contra spem! ¡Vuélvete, desgraciado, contra la desesperación! La economía política me ha engañado tantas veces, que le debo esta prueba de desconfianza. En el fondo de este asunto descubro algo de misterio, y es bastante que la economía política se valga de él para que yo vuelva a la carga. La economía política necesita que la muerte la ayude: ¿no podría suceder que fuese ella la que ayudase a la muerte? Y si la muerte, privada de este auxiliar, retrocediese un paso nada más, ¿quién sabe la ventaja que tomaría sobre ella, gracias a esta marcha retrógrada?

La economía política nos dice: Yo no puedo daros pan a todos, porque llegáis más a prisa de lo que se necesita para que yo pueda serviros. Por esta razón, son muchos los llamados, pero pocos los elegidos.

Antes de disculparse con el excesivo número de bocas, es preciso que la economía política pruebe que ha cumplido su deber. Estamos entregados a la muerte; sea en buena hora; pero ... ¿no habrá la economía política preparado, solicitado, acelerado nuestra ejecución? Esta miseria que le sirve para paliar sus faltas, ¿no será en parte obra suya? Is fecit cui prodest. La economía política tiene interés en hacernos morir, porque la economía política ha mentido.

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