Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

Principio de equilibrio de la población

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El problema subsiste, pues, como el principio; a nosotros nos toca ahora entrar en una nueva investigación.

Está probado que la humanidad tiende a desarrollarse siguiendo una progresión geométrica 1. 2. 4. 8. 16. 32. 64 ... indefinida.

Está probado también que el desarrollo de esta misma humanidad, en capital y en riqueza, sigue una progresión más rápida todavía, y que cada uno de sus términos puede considerarse como el cuadrado del número correspondiente de la primera, 1. 4. 16. 64. 256. 1024. 4096 ... a lo infinito.

Estas dos progresiones, paralelas y solidarias, encadenadas la una a la otra por un lazo indisoluble, sirviéndose recíprocamente de causa y de efecto, y que expresan más bien una tendencia que una verdad rigorosa, están sujetas, en cada uno de sus términos, al mismo período de tiempo.

Consignado este primer punto, falta saber cómo esta tendencia de la humanidad a multiplicarse, lo mismo en población que en productos, se limita por sí misma, supuesto que es geométricamente imposible que el crecimiento se sostenga con la misma intensidad durante la existencia del mundo, cuando podrían bastar dos o tres siglos para cubrir la superficie del globo de hombres y de productos. Además, si Dios nos mandó crecer y multiplicamos y llenar la tierra, no nos dijo que traspasásemos los límites, como el mismo precepto nos lo indica.

¿Cuál es, pues, el límite natural del progreso humano en población y en riqueza?

Observamos, ante todo, que el período en el cual se realiza la duplicación del número de almas y la cuadruplicación correspondiente de la riqueza, es esencialmente variable, y que bajo la acción de diversas causas, cuya legitimidad o anomalía no debemos examinar aún, fue de 14, 18, 29, 25, 50, 500, 1000 años y más. Luego vemos ya que esta movilidad del período multiplicador, contiene la solución del problema, pues, si este período es susceptible de prolongarse indefinidamente, debe llegar un momento en que la población y la producción, aumentando siempre, permanezcan estacionados. Lo que importa es que la causa que determina la prolongación del período, y como consecuencia, el inmovilismo numérico de la humanidad, sea, íntimo a la organización social, esté exenta de toda violencia, represión y arbitrariedad, y que resulte del libre y completo ejercicio de nuestras facultades. Lo que importa es que el equilibrio que debe resultar de ahí, se haga sentir, no sólo en la humanidad entera, sino en cada una de sus fracciones, nación, ciudad, familia, individuo; no sólo en una época más o menos remota, del porvenir, sino en todas las épocas de la historia, en cada siglo, en cada día y en cada minuto de la vida social e individual.

Ahora bien: esta causa, desconocida todavía, y que según todas las apariencias debe ser lo que hay de más importante para la humanidad y de más íntimo a la sociedad y al hombre, la habríamos descubierto infaliblemente, si se demostrase que la suma de trabajo, en vez de disminuir, aumenta siempre, no sólo en razón del progreso realizado en la industria, en la ciencia y en el arte, de modo que el aumento del bienestar fuese verdaderamente para el hombre, la expresión del aumento de su tarea. De este progreso en el trabajo, resultaría que el período de multiplicación de los productos se prolongaría constantemente y llegaría un momento en que la humanidad, trabajando siempre, ni acumularía ni capitalizaría nada ... La producción humana habría llegado entonces a su grado máximo, y sólo faltaría ver de qué modo la población, siguiendo el mismo paso, se detendría en este máximo, ya que ambos términos, población y producción, son necesariamente conexos y solidarios.

Ocupémonos primeramente del trabajo.

Este es el primer atributo, el carácter esencial del hombre. El hombre es trabajador, es decir, creador y poeta; emite ideas y signos, a la vez que rehace la naturaleza, produce y vive de su propia sustancia, como lo indica la frase popular, vivir de su trabajo.

El hombre, pues, es el único animal que trabaja, da la existencia a cosas que la naturaleza no produce, que Dios es incapaz de crear porque las facultades le faltan, así como el hombre, por la especialidad de las suyas, no puede hacer nada de lo que el poder divino realiza. El hombre, rival de Dios, trabaja como Dios, aunque de distinta manera; habla, canta, escribe, narra, calcula, concibe planes y los ejecuta, pinta y talla imágenes, celebra los actos memorables de su existencia, instituye aniversarios, se irrita con la guerra, provoca su pensamiento por la religión, la filosofía y el arte. Para subsistir, pone en movimiento toda la naturaleza, se la apropia y se la asimila; en todo lo que hace pone por su parte la conciencia y el gusto; pero lo más sorprendente es que, por la división del trabajo y por el cambio, la humanidad entera obra como un solo hombre, y sin embargo, en esta comunidad de acción, cada individuo se siente libre e independiente. En fin, por la reciprocidad de los obligaciones, el hombre convierte su instinto de sociabilidad en justicia, y como garantía de su palabra, se impone penas. Todas estas cosas que distinguen exclusivamente al hombre, son las formas, los atributos y las leyes del trabajo, y pueden considerarse como una emisión de nuestra vida, como una emanación del alma.

Los animales se agitan bajo el imperio de una razón que excede a su conciencia; sólo el hombre trabaja, porque sólo él concibe su trabajo, y con el auxilio de su conciencia, forma su razón. Los animales que calificamos de trabajadores por metáfora, son puras máquinas movidas por la mano de uno de los dos creadores antagonistas, Dios o el hombre. Los animales no conciben nada, y por lo tanto, no producen: los actos exteriores que algunas veces parecen acercarlos a nosotros, el talento innato que algunos tienen para albergarse, hacer provisiones y vestirse, no se distinguen en ellos, en cuanto a la moral, de los movimientos de la vida orgánica, y son completos, sin perfeccionamiento posible desde el primer instante. Desde el punto de vista de la conciencia, ¿qué diferencia descubrimos entre la digestión del gusano de seda y la construcción de su capullo? La golondrina que incuba, ¿en qué es inferior a la que construye su nido?

¿Qué es, pues, el trabajo? Nadie lo ha definido todavía. El trabajo es la emisión del espíritu: trabajar es gastar su vida; trabajar, en fin, es sacrificarse, es morir. Que los utopistas no nos hablen ya de abnegación; ésta es el trabajo que se expresa y se mide por sus obras.

El hombre muere de trabajo y de abnegación, ya agote su alma, como el soldado de Maratón, en un esfuerzo de entusiasmo, ya consuma su vida por un trabajo de cincuenta o sesenta años, como el obrero de nuestras fábricas, como el labrador de nuestros campos. Muere porque trabaja; o mejor dicho, es mortal porque nació trabajador: el destino terrestre del hombre es incompatible con la inmortalidad.

Los animales sólo tienen un modo de consumir su vida, que les es común con el hombre, y consiste en la generación. En algunas especies, la vida dura hasta el instante de la reproducción; realizado este acto supremo, el individuo muere; agotó su vida, y no tiene razón de ser. En las especies que llamamos trabajadoras, como las abejas y las hormigas, el sexo está reservado a los individuos que no trabajan; los obreros no tienen sexo. Entre los animales que el hombre sometió, los que trabajan con él pierden bien pronto su vigor, se quedan flacos y pesados, y el trabajo se convierte para ellos en una vejez prematura.

Por último, el trabajo no es una condición de los animales; por eso si se suprime al hombre, hay solución de continuidad en la naturaleza, mutilación, desmayo, y por consiguiente, tendencia a la muerte.

En la naturaleza, el equilibrio se establece por medio de la destrucción. Los herbívoros, los roedores, etc., viven a expensas del reino vegetal que consumirían bien pronto, si no sirviesen de pasto a los carniceros que, después de haberlo devorado todo, acabarían por devorarse los unos a los otros. La exterminación aparece, pues, como ley de circulación y de vida en la naturaleza. El hombre, como animal, está sometido a la misma fatalidad; disputa su subsistencia a las ballenas y a los tiburones, a los lobos, tigres, leones, ratones, águilas e insectos que persigue y mata. En último resultado, se hace la guerra a sí mismo y se come.

Pero no es así como debe cerrarse el círculo de la vida universal; y todo lo que la química moderna nos dice con respecto a esto, es un ultraje a la dignidad humana. No es bajo la forma de sangre y de carne como el hombre debe alimentarse de su propia sustancia; es bajo la forma de pan; es, en fin, del producto de su trabajo. Hoc est corpus meum. Deteniendo las anticipaciones de la miseria, el trabajo hace desaparecer la antropofagia; al mito feroz y divino sucede la verdad humana y providencial; el trabajo forma la alianza entre el hombre y la naturaleza, y su perpetuidad queda asegurada por el sacrificio voluntario de aquel Sanguis faederis quod pepigit Dominus. Así la tradición religiosa expira en la verdad económica; lo que anunciaba el sacrificio eucarístico de Jesucristo y de Melquisedec, lo que expresaba antes el sacrificio sangriento de Aarón y Noé, lo que indicaba más antiguamente todavía el sacrificio humano de la Táuride, lo anuncia de nuevo y lo declara la institución moderna del trabajo: el universo se funda en el principio de la manducación del hombre por el hombre; o en otros términos, la humanidad vive de sí misma.

Pero si la humanidad, viviendo de su trabajo, vive, por decirlo así, de su propia vida, la subsistencia de la humanidad, y por consiguiente su fuerza vital, es necesariamente proporcionada a su emisión industrial: ¿cuál es, pues, la potencia de esta emisión?

Llegamos ya al hecho más considerable de la economía política; al que más digno nos parece de excitar las meditaciones del filósofo: me refiero al aumento, o por mejor decir, a la agravación del trabajo.

En el estado de indivisión, cuando el comercio es nulo y cada cual produce todo para sí, el trabajo se encuentra en su mínimo de fecundidad.

La riqueza aumenta como el número de sus individuos. Entonces la tierra no puede sostener más que un pequeño número de habitantes, y parece como que se estrecha ante el bárbaro; la población tiende incesantemente a sobrepujar la producción siguiendo la relación indicada por Malthus, y bien pronto, luchando por todas partes con sus propios límites, se consume y muere.

En la división del trabajo, las máquinas, el comercio, el crédito y todo el aparato económico, la tierra ofrece al hombre recursos infinitos: entonces se extiende ante el que la explota; el bienestar toma la delantera a la población, y la riqueza crece como el cuadrado del número de los trabajadores.

Pero al lado de este doble movimiento de la población y de la producción, se manifiesta otro desconocido hasta hoy de los economistas, y que el socialismo no tuvo cuidado de examinar: me refiero a la agravación del trabajo.

En una sociedad organizada, la suma de trabajo, aunque parece disminuir por la división, las máquinas, etc., aumenta continuamente para el trabajador colectivo y para cada uno de los individuos. y esto por el hecho mismo y en razón del progreso económico. De modo que, cuanto más se perfecciona la industria por la ciencia, el arte y la organización, más aumenta el trabajo para todo el mundo en intensidad y en duración (calidad y cantidad), y más, por consiguiente, disminuye la producción relativa. De aquí se deduce esta consecuencia: en la sociedad, multiplicidad de productos es sinónimo de multiplicación de trabajo.

Esto es lo que me propongo demostrar ahora.

Volvamos por última vez a la teoría de Ricardo. Supongamos cuatro calidades de tierra, A, B, C y D, que producen, con iguales gastos y una misma superficie, A 120, B 100, C 80 y D 60. Si se comparan entre sí las propiedades de estos cuatro terrenos diferentes, es claro que el primero es rico, el segundo cómodo, el tercero mediano y el cuarto pobre. Pero relativamente al hombre colectivo, ¿qué significa esta desigualdad de fortunas? Por un lado, que la sociedad, a medida que pasó del cultivo de las tierras de primera calidad a las de segunda, tercera y cuarta, se empobreció realmente; por el otro, que para conservar el bienestar que había encontrado explotando la primera clase de terrenos, tuvo que inventar medios de acción que, para la misma superficie, y cualquiera que fuese la calidad del suelo, permitiesen aumentar el producto. Luego, no sólo la sociedad venció la miseria que producía la calidad desigual de las tierras, sino que aumentó su capital y su bienestar primitivo; y aumentó este bienestar, no sólo para los trabajadores que hicieron los primeros desmontes, sino para todos los que vinieron después. Fue, pues, necesario que el hombre supliese la inercia del suelo, que hiciese pasar a la materia una cantidad de su sustancia cada vez mayor; fue necesario, en fin, que trabajase cada vez más. De cualquier modo que se considere la cosa, habiéndose aumentado el bienestar, a pesar de la esterilidad creciente de la tierra y la multiplicación de los consumidores, la suma de trabajo debió aumentarse forzosamente para la sociedad y para cada uno de los individuos, salvo los privilegios y perturbaciones que hay que deducir.

Lo que nos seduce en este punto, son las oscilaciones del valor producidas por la introducción de las máquinas; oscilaciones que, proporcionándonos siempre, después de una perturbación momentánea, un aumento de bienestar, nos parecen otros tantos pasos dados hacia el reposo, cuando en realidad sólo expresan la acumulación de nuestra tarea.

Y en efecto: ¿qué es una máquina? Un método de trabajo abreviado. Luego, siempre que se inventa una máquina, puede decirse que había exceso de necesidades, inminencia de miseria. El trabajo no bastaba ya, y viene la máquina a restablecer el equilibrio, y muchas veces, hasta proporciona algún tiempo de descanso. Desde este punto de vista, la máquina prueba la agravación del trabajo.

Pero ... ¿qué es una máquina, preguntamos todavía? (llamo sobre esto toda la atención del lector). Un centro particular de acción que tiene su policía, su presupuesto, su personal, sus gastos, etc., y al cual, directa o indirectamente, se subordinan todos los demás centros de producción, frente a los cuales se encuentra a su vez en relación subalterna. Vemos, pues, que una máquina, al mismo tiempo que es un manantial de beneficios, es un foco de gastos y un principio de servidumbre, supuesto que, cualquiera que sea la máquina que la industria ponga en movimiento, el motor es siempre el hombre: los instrumentos que construye, no tienen más potencia que la que él les comunica, y se ve precisado a renovarlos continuamente. Cuanto más se rodea de instrumentos, tanto mayor es su vigilancia y su pena: que el conductor, que el fogonero abandone por un instante la locomotora, y el maravilloso carruaje, cuyas ruedas, como dice el profeta, parecen animadas por un espíritu, spiritus erat in rotis, se detiene al instante. Que el mecánico deje, por un solo día, de examinar las piezas, y no durará seis semanas; que el minero deje de proporcionarle el combustible, y no se moverá jamás.

Y en último resultado, ¿a qué tienden estos esfuerzos inusitados? ¿Para qué todo este lujo de ingenio y este trabajo de gigantes? Para obtener de la tierra las riquezas que nos niega, para hacer fecundar ciertas regiones que eran estériles, y dar valor a terrenos de vigésima y trigésima calidad. Un establecimiento industrial es un arrendamiento a cheptel (1) para explotar un desierto ...

Luego, si a cada invención nueva, si a cada desmonte queremos sostenernos en el grado de bienestar que antes habíamos adquirido; si hasta deseamos aumentarlo, es absolutamente necesario que cada uno de nosotros cargue con una parte de los gastos que la explotación de las últimas tierras exige; sin esto, el que era antes más rico, el propietario del terreno A, por ejemplo, será bien pronto el más pobre. Luego, en fin, cuanto más progresamos en población y en riqueza, tanto más se agrava nuestro trabajo. Yo siento no poder dar una fórmula más elegante a una proposición tan exacta.

Como prueba del aumento del trabajo, cité en el capítulo IV el ejemplo de los ferrocarriles, en los cuales se ve el trabajo servil multiplicándose de una manera espantosa; y ahora, para terminar, diré algunas palabras sobre lo que sucede en las minas.

¿Qué cosa es más sencilla y menos dispendiosa, al parecer, que tomar la hulla en esos vastos depósitos que la naturaleza nos preparó como una transición entre el combustible vegetal y el agente universal de calor y de luz que la ciencia no pudo descubrir aún, y al cual tendremos que recurrir bien pronto si no queremos ver el porvenir cerrado ante nosotros? Pues bien: apenas el trabajo dió los primeros pasos, cuando una industria, una ciencia organizada con proporciones inmensas, apareció de repente. Yo no puedo entrar en los detalles de las operaciones inmensas y complicadas que supone una explotación mineral; pero una simple nomenclatura bastará para el objeto que me propongo.

Se cuenta en el personal de una mina: el director, el ingeniero, los comisionados, el gobernador, los picadores, acarreadores, directores de caballos, cargadores, leñadores, reparadores, cantoneros, terraplenadores, encadenadores, palafreneros, mineros, recibidores de carbón y de agua, maquinistas, fogoneros, obreros de yeso, apartadores de piedras, peones de albañil, empleados en el yeso, carreteros, forjadores, cargadores de vagones, albañiles y mozos. Olvido sin duda algunos, pero no hago más que tomar esta lista de los estados de salidas de una mina del Loire.

Añadid ahora las industrias que prestan sus servicios para abrir pozos, confeccionar los útiles, trasportar los materiales que se emplean en la extracción, y la hulla misma; considerad que para sostener toda esta gente, que llegó a ser necesaria por falta de combustible, para hacer frente a todos estos gastos y conservar el bienestar que antes se había obtenido, fue preciso aumentar en la misma proporción el rendimiento agrícola, industrial y comercial, crear nuevas industrias, provocar por todas partes mayores esfuerzos y nuevos gastos; considerad esto, repito, y decid, si es posible, en qué enorme cantidad debió aumentarse el trabajo primitivo.

Sucede con toda empresa industrial, y con las máquinas que la representan, lo que con la tierra: para hacerla prosperar, se necesitan capitales siempre crecientes; lo cual quiere decir que, so pena de ver la riqueza disminuir y el bienestar desaparecer, es preciso que la tarea del trabajador aumente sin cesar. Imaginarse que, con el auxilio de las máquinas, podremos hacernos ricos y suprimir o reducir a la vez nuestro trabajo, es buscar la perpetuidad del movimiento en donde no puede existir, en seres inertes y sujetos a un deterioro incesante; es suponer efectos mayores que sus causas. Así como en la naturaleza nada se crea de nada, así también, en el orden económico, el hombre no produce más que lo que saca de su propio seno, y los límites de su vida son a la vez los de su fecundidad (2).

Presentamos esto de una manera más clara. Supongamos que la producción anual de Francia se eleva a diez mil millones de francos. Tomando el franco por unidad métrica de comparación de los valores, la suma de trabajo por persona es de 394. Luego, si la producción dobló en Francia desde hace cincuenta años, mientras la población no aumentó en la mitad, se sigue que Francia, cuatro veces más rica hoy que antes, trabaja cuatro veces más hoy que hace cincuenta años. Esta cuadruplicación de trabajo, no debe entenderse de un número cuádruple de días, no, porque es preciso tener en cuenta los progresos de la industria y de la mecánica: yo digo que el trabajo se cuadruplicó, tanto en intensidad como en duración; que el aumento pesa sobre el alma y sobre el cuerpo a la vez, con lo cual en nada hace variar la suma. Las máquinas no hacen más que abreviar y suplir ciertas operaciones manuales, pero no disminuyen el trabajo: lo que antes exigíamos a los músculos, pasó al cerebro: el trabajo no cambió sino en su modo de acción, supuesto que de la parte física pasó a la intelectual. Si se prueba, pues, que el hombre triunfa incesantemente, por la fuerza que le es propia, de la inercia creciente de la naturaleza y del aumento de sus necesidades, quedará también demostrado que la suma de su trabajo aumenta siempre.

Los hechos abundan para probar este aumento continuo del trabajo, y la indiferencia con que pasamos a su lado sin verlos, me admiró siempre.

En los centros industriales, como París, Lyon, Lille y Rouen, el término medio del trabajo, respecto a la duración solamente, es de 13 a 14 horas. Los amos, como los empleados y criados, participan de este trabajo de esclavos; y en el comercio, sobre todo, no es raro que las sesiones lleguen a 18 horas. La infancia y el sexo femenino no están exentos de esta pena. El legislador se ha conmovido en estos últimos años ante las horrorosas servidumbres corporales con que la industria recarga a los niños y a las mujeres; la prensa no supo ver en los abusos denunciados desde la tribuna, más que la ambición y la barbarie de los explotadores, pero nadie se propuso estudiar la fatalidad económica; no vieron que en nuestra sociedad, el trabajo como el capital, no se detiene nunca; que así como éste crece por el interés compuesto, aquél se agrava indefinidamente por la división y las máquinas. El trabajo y el capital, como la creación y el tiempo, son cosas que se persiguen siempre sin poder alcanzarse; pero llega un momento en que, ni el capital puede aumentarse por la usura, porque la producción es demasiado lenta, y ésta es la causa primera de la decadencia progresiva del interés, ni el trabajo puede hacerse más productivo por la división, gracias a la fuerza de inercia siempre creciente de la naturaleza; momento supremo en que la adolescencia abre paso en la humanidad a la virilidad, en que la sociedad jadeante, en vez de esas inmensas oscilaciones que el monopolio y la competencia le hacían describir, sólo siente una vibración imperceptible, en que la igualdad palpita en la desigualdad misma, y parece decir a la vida: ¡No irás más lejos! Usque huc venies et non procedes amplius, et hic confringes tumentes fluctus tuos ...

Lo que hace más palpable la agravación del trabajo; lo que desde otro punto de vista podemos decir que no hace más que reproducirlo, son las exigencias de la educación. Así como producción y consumo son dos términos idénticos y adecuados, así también la educación puede considerarse como el aprendizaje del trabajo y del bienestar. La facultad de gozar, como la de producir, necesita ciencia y ejercicio; puede decirse que, bien considerada, no es más que la facultad de producir, y que se puede apreciar el talento de un hombre y la variedad de sus conocimientos por el número y la naturaleza de sus necesidades. Para elevarse a la altura de la vida en la sociedad moderna, es preciso un inmenso desarrollo científico, estético e industrial; y tan cierto es esto, que el improductivo necesita para gozar, trabajar casi tanto como el productor para producir. Si no bastan veinte años para la educación del privilegiado, ¿cuántos necesitará cuando se convierta en trabajador?

De todas las clases productoras, la menos laboriosa hoy es la de los agricultores, y por eso será también la última que llegue a la igualdad. En todas las demás esferas de la actividad, en el comercio como en la industria, el trabajo ha llegado a un extremo tal, que no puede soportar la menor agravación; pero en cambio, yo me atrevo a decir que la igualdad es en ellas inminente, pues con pequeñísimas diferencias existe ya entre los trabajadores, y los únicos individuos que constituyen una excepción, patrones, capitalistas, empresarios, la parte aristocrática, en fin, no excede del 5 por 100; y aún así, el descenso de estas cabezas elevadas no es una dificultad para nadie.

Por todas partes se levanta una queja inmensa y lúgubre contra el exceso del trabajo; por todas partes el obrero se declara en huelga pidiendo aumento de salario y reducción de las horas de trabajo, cosa perdonable al obrero que no sostiene ninguna tesis y se limita a protestar por medio de la fuerza de inercia contra el embrutecimiento y la miseria; pero cosa deplorable en los economistas filántropos que, predicando la necesidad del trabajo, sostienen con sus estúpidas compasiones la aversión a ese mismo trabajo, y parece como que dicen al obrero a quien debieran empujar hacia adelante: ¡Basta ya!

¿Y cómo evitar la miseria si no podemos producir más? ¿De qué modo continuaremos la obra penosa de la civilización sin un aumento de riqueza, es decir, sin un aumento incesante de trabajo físico o intelectual? ¿Cómo destruiremos el pauperismo disminuyendo la producción y aumentando el precio de las cosas? Cuando el proletario, excitado por jefes cuya ignorancia parece ser un título más a la popularidad, haya creado la carestía y la escasez por medio de las huelgas, ¿quién pagará por él? Si en la situación extrema en que nos encontramos, todo aumento de salario y toda disminución en el precio de las cosas se hizo imposible, ¿no es éste un signo de que la revolución está próxima, y que está cortada la retirada?

Yo desearía extenderme algo más sobre este hecho grandioso y verdaderamente profético de la agravación incesante del trabajo; pero me falta tiempo, y si no me equivoco, el lector espera de mí más bien una solución que una demostración en regla. La demostración, él se encargará de hacerla ... Si es, pues, una ley de la economía social que el trabajo, por el hecho mismo de su división y por el auxilio que recibe de las máquinas, en vez de reducirse para el hombre, se agrave siempre; siendo limitada nuestra vida y estando nuestros días contados, se deduce que siempre se nos pedirá más tiempo por un mismo aumento de trabajo; que el período necesario para cuaduplicar la riqueza y doblar la población se prolonga indefinidamente, y que llegará un momento en que la sociedad, marchando siempre, permanecerá estacionaria.

Pero ... ¿cómo la lentitud de la producción, hija del aumento mismo del trabajo, se vuelve sobre la población? Esto es precisamente lo que nos falta examinar.

Parece probado que la misma fuerza, el mismo principio de vida que preside a la creación de los valores, preside también a la reproducción de la especie. El lenguaje primitivo, prueba la intuición de la humanidad en este punto: la misma palabra sirve en la Biblia para expresar los productos del trabajo y los de la generación: Iste sunt generationes caeli et terrae; he aquí los hechos del cielo y de la tierra: Hae sunt generationes Jacob; he aquí los actos de la vida de Jacob, etc. El idioma francés conservó esta metáfora en la doble acepción del número plural obras, que se dice, como el latín generatio y el hebreo ialad, del trabajo y del amor. La antigua palabra trabajar (besogner) tomada en sentido obsceno, deriva de la misma idea. El parentesco del trabajo y del amor se presenta más profundo todavía en esta frase popular que se aplica a un ser embrutecido, estúpido, desprovisto de gusto y de vigor: Trabaja sin amor. Y esta metáfora se aplica hasta a los instrumentos mecánicos del trabajo: el pueblo dice una viva arista, un cortante vivo: dice también de una sierra que corta, de una lima que muerde, que tiene amor ...

La consecuencia de esta idea de intuición y de sentimiento completos, es el antagonismo natural del trabajo y del amor. La vida del hombre, según el juicio oportuno del pueblo, se marcha alternativamente por dos salidas, de las cuales una se cierra cuando la otra se abre: la experiencia confirma esta revelación del instinto. La facultad industrial sólo se ejerce a expensas de la prolífica; esto puede pasar por un aforismo de fisiología como de moral. El trabajo es una causa activa de debilidad amorosa; es el más poderoso de todos los antiafrodisíacos; y tanto más poderoso, sobre todo, cuanto que afecta simultáneamente el espíritu y el cuerpo.

No creo que deba extenderme más sobre un hecho tan evidente que no se observó bien porque no se supo descubrir la importancia que tiene en la economía del mundo. Malthus había observado que los salvajes de América, teniendo una vida llena de tribulaciones y de agonías, apenas son inclinados al amor; pero añade que esta indiferencia disminuye rápidamente con la abundancia y el reposo. Sin embargo, Malthus, el inventor de la restricción moral, que consagró cuarenta años de una vida laboriosa a estudiar el problema de la población, no piensa siquiera en generalizar un hecho que le habría conducido a la verdadera solución. Por lo demás, ¿cómo Malthus había de saber deducir de este hecho todas las consecuencias que entraña, si no supo reconocer la ley de crecimiento del trabajo, y por encima de esta ley, la del progreso de la riqueza y su íntima solidaridad con el progreso de la población? Así también los economistas han llamado la atención sobre la singular fecundidad de la clase indigente, y un hombre de vastos conocimientos, el señor Augusto Comte, señaló este fenómeno como una de las leyes más notables de la economía política. Nadie tuvo cuidado de notar al mismo tiempo que la indigencia es naturalmente poco trabajadora, y que el pobre, sometido a una faena mecánica y sin hacer ningún esfuerzo intelectual, por mezquina que sea su subsistencia, conserva siempre más fuerza que la necesaria para asegurar su deplorable posteridad.

La castidad es compañera del trabajo, y la molicie es el atributo de la inercia. Los hombres de meditación, los pensadores enérgicos, todos esos grandes trabajadores, tienen una capacidad muy mediana para el amor. Pascal, Newton, Leibnitz, Kant y tantos otros, olvidaron en sus profundas contemplaciones que eran hombres. La mujer los adivina, y los genios de esta naturaleza le inspiran poca simpatía. Deja las mujeres, decía a Juan Jacobo aquella graciosa veneciana, y estudia las matemáticas. Así como el atleta se preparaba para los juegos del circo por el ejercicio y la abstinencia, el hombre de trabajo huye el placer, abstinuit venere et bacho. A pesar de la fortaleza de su constitución, Mirabeau pereció por querer unir las proezas de la alcoba a los triunfos de la tribuna.

Ahora bien: si es una ley necesaria que los hijos sean siempre más aptos que sus padres para el trabajo, es también necesario que en los juegos del amor tengan siempre menos fuerza que ellos: y siendo así, ¿cómo no se ha de resentir la población de esta inevitable decadencia?

Pero se dirá que esto es todavía restricción, represión y mutilación: ¡cómo! ¡extenuáis la naturaleza, y decís que eso es crear el equilibrio en la humanidad! ¡Proscribís en los demás los medios fisiológicos, y volvéis a la fisiología! ... No, el hombre no sufrirá nunca que se le conduzca con un círculo de hierro como al toro y al verraco, sino que marchará siempre guiado por la razón y la libertad. Extenuado por el trabajo, al perder la facultad de amar no hará más que cambiar de miseria. La Providencia sería siempre culpable ante él, y la naturaleza se presentaría como una verdadera madrastra. Y después de todo, ¿quién os garantiza la eficacia de la receta? Lejos de ser el lujo en el amor lo que multiplica la población, lo es más bien la abstinencia; algunas horas de descanso devuelven a la naturaleza toda su fuerza; comprimida por mucho tiempo, la pasión estalla con más furia, y el amor tiene bastante con una chispa para crear un hombre. De nada sirvió a los Bernardo, Jerónimo y Orígenes querer dominar la carne por medio del trabajo, el ayuno, las vigilias y la soledad, porque esta falsa disciplina hizo más impúdicos que el reposo, la buena vida y las conversaciones con las mujeres. San Pablo, ese vaso de elección, exclamaba en medio de sus fatigas: Yo llevo conmigo un demonio que me molesta ...

Ante esta recriminación apasionada, creo oír la voz de los hebreos diciendo a Moisés en la penuria del desierto: Devuélvenos las carnes y los peces de Egipto, sus pepinos y sus melones. Nuestra alma está seca, y no queremos más maná.

Consolaos, almas sensibles: la Providencia tuvo piedad de vosotros. ¿Queréis carne? Pues carne tendréis hasta que os hastíe.

Indudablemente, el lector nos previno: el trabajo no debe obrar sobre el amor por una influencia fisiológica y fatal, sino por una impresión de virtud y de libertad. Algunos momentos más, y nuestra tesis será completa.

En el trabajo como en el amor, el corazón se interesa con la posesión; los sentidos, por el contrario, con la posesión se cansan. Este antagonismo entre lo físico y lo moral del hombre en el ejercicio de sus facultades industriales y prolíficas, es el balancín de la máquina social. El hombre en su desarrollo, va constantemente de la fatalidad a la libertad, del instinto a la razón, de la materia al espíritu. En virtud de este progreso, se emancipa poco a poco de la esclavitud de los sentidos, como de la opresión de los trabajos penosos y repugnantes. El socialismo, que en vez de elevar al hombre hacia el cielo, lo inclina siempre hacia el barro, no vió en el triunfo del espíritu sobre la carne más que una nueva miseria; y como se había prometido vencer la repugnancia del trabajo por medio de la distracción y el revoloteo, se propuso combatir la monotonía del matrimonio, no con el culto de los afectos, sino con la intriga y el cambio. Por grande que sea el disgusto que yo experimente al resolver estas inmundicias, es preciso que el lector se resigne. ¿Tengo yo la culpa de verme precisado a desplegar todo el aparato de la lógica para establecer algunas verdades de sentido común?

Por lo mismo que el trabajo está dividido, se especializa y se determina en cada uno de los trabajadores; pero esta especialidad o determinación, no debe considerarse relativamente al trabajo colectivo, como una expresión fraccionaria, porque esto sería colocarse en el punto de vista de la esclavitud, y adoptar el principio por cuyo medio la utopía trabaja con todas sus fuerzas en favor de la restauración de las castas. Quien dice especialidad, dice punta o cima, como la etimología lo prueba: Speculum spica, speculum, species, aspicio, etcétera. La misma raíz sirve para designar la acción de apuntar y la de mirar. Toda especialidad en el trabajo, es una cima desde cuya altura el trabajador domina y considera el conjunto de la economía social, convirtiéndose en centro y en inspector. Toda especialidad en el trabajo, por la multitud y la variedad de las relaciones, es, pues, infinita. Se sigue de aquí que todo trabajador debe vencer el disgusto y la repugnancia del trabajo, no por una variedad de ejercicios sin regla y sin perspectiva, sino por un sistema de transiciones centralizadas y coordinadas en la industria, la ciencia y el arte.

De la misma manera, por medio del matrimonio, se determina y se personaliza el amor, y debe triunfar del materialismo y de la monotonía de la pasión, por medio de un sistema de transiciones completamente morales, por la depuración de los sentimientos, y por el culto del objeto al cual consagra el hombre su existencia entera.

El arte, quiero decir, la realización de la belleza y de la verdad en su persona, en su mujer y en sus hijos, en sus ideas, en sus discursos, en sus acciones y en sus productos: tal es la última evolución del trabajador, y la fase destinada a cerrar gloriosamente el círculo de la naturaleza. La Estética, y por encima de la estética, la Moral: he ahí la llave maestra del edificio económico.

El conjunto de la práctica humana, el progreso de la civilización, las tendencias de la sociedad, atestiguan la existencia de esta ley. Todo cuanto hace el hombre, todo lo que ama y lo que aborrece, todo lo que le afecta y le interesa, se convierte para él en materia de arte; lo compone, lo pule y lo armoniza hasta que, por el prestigio del trabajo, hace desaparecer la materia, si así puede decirse.

El hombre no hace nada con arreglo a la naturaleza, y es, si así puedo expresarme, un animal ceremonioso. Nada le agrada sino lo adereza; todo cuanto toca, lo arregla, lo corrige, lo depura y lo crea de nuevo: para el placer de sus ojos, inventa la pintura, la arquitectura, las artes plásticas, el decorado, todo un mundo fuera de la naturaleza, del cual no sabe decir la razón ni la utilidad, sino que es una necesidad de su imaginación, que le agrada y nada más. Por el placer de sus oídos, castiga su lenguaje, cuenta sus sílabas y mide los tiempos de su voz; después inventa la melodía y el acorde, forma orquestas, y en los conciertos que les hace dar, cree oír la música de las esferas celestes y el canto de los espíritus invisibles. ¿Qué le importa comer para vivir? Su delicadeza necesita disfraces y fantasía; hasta el alimentarse le parece enojoso, y en vez de ceder al hambre, transige con su estómago. Antes de pacer su alimento, se dejaría morir de hambre. El agua pura de la roca no es nada para él, e inventa el néctar y la ambrosía; las funciones de su vida que no puede dominar, las califica de viles, vergonzosas y deshonestas; aprende a andar y a correr; tiene un método para acostarse, levantarse, sentarse, vestirse, batirse, gobernarse y hacerse justicia; hasta encontró la perfección de lo horrible, de lo sublime, del ridículo y el ideal de lo feo; por último, se saluda, se da pruebas de respeto a sí mismo, tiene para su persona un culto minucioso, y se adora como una divinidad.

Todas las acciones, movimientos, discursos, pensamientos, productos y afectos del hombre llevan este carácter de artista: pero este mismo arte, se revela en la práctica de las cosas y se desarrolla con el trabajo; de modo que, cuanto más la industria del hombre se acerca al ideal, tanto más él mismo se eleva sobre la sensación. Lo que constituye el atractivo y la dignidad del trabajo, es el hecho de crear con el pensamiento, emanciparse de todo mecanismo, y eliminar la materia. Esta tendencia, débil en el niño que permanece sumergido en la vida sensitiva, más marcada en el joven, orgulloso de su fuerza y de su flexibilidad, pero sensible ya al mérito del espíritu, se manifiesta cada vez más en el hombre maduro. ¿Quién no encontró alguna vez a uno de esos obreros a quienes la asiduidad en el trabajo hizo artistas, para quienes la perfección de sus obras es una necesidad tan imperiosa como la subsistencia, y que, en una especialidad, al parecer mezquina, descubren repentinamente las más brillantes perspectivas?

Pues bien: así como por su naturaleza de artista, el hombre tiende a idealizar su trabajo, siente también la necesidad de idealizar su amor. Esta facultad de su ser, la penetra de todo lo que su imaginación tiene de más fino, de más poderoso, de más encantador y de más poético. El arte de hacer el amor, conocida de todos los hombres, la más cultivada, la mejor sentida de todas las artes, tan variada en su expresión como rica en sus formas, tomó su mayor vuelo hacia los tiempos felices del catolicismo; llenó la Edad Media, y ocupa la sociedad moderna con el teatro, las novelas y las artes de lujo, que sólo existen para servirle de auxiliares. El amor, en fin, como materia de arte, es el grande, el grave, iba a decir el único asunto de la humanidad. El amor, pues, desde el momento en que se determina y se fija por medio del matrimonio, tiende a emanciparse de la tiranía de los órganos, y esta tendencia imperiosa que el hombre observa desde el primer día en la debilidad de sus sentidos, es la que quiso expresar el proverbio: El matrimonio es la tumba, es decir, la emancipación del amor. El pueblo, cuyo lenguaje es siempre concreto, entendió aquí por amor la violencia del prurito, el fuego de la sangre; y este amor, completamente físico, es el que, según el proverbio, se extingue en el matrimonio. El pueblo, en su castidad nativa y en su delicadeza infinita, no quiso revelar el secreto del lecho nupcial, y dejó a la sagacidad de cada cual el cuidado de penetrar el misterio y aprovecharse de la advertencia. Sin embargo, el pueblo sabía que el verdadero amor empieza para el hombre en esta muerte; que es un efecto necesario del matrimonio que la galantería se convierta en culto; que todo marido, cualquiera que sea el aspecto que tome, en el fondo de su alma es idólatra; que si hay conspiración ostensible entre los hombres para sacudir el yugo del sexo femenino, hay convención tácita para adorarle; que sólo la debilidad de la mujer obliga al hombre a tomar el poder de vez en cuando; que salvo estas raras excepciones, la mujer es soberana, y que ahí está, precisamente, el principio de la ternura y de la armonía conyugales.

Es una necesidad irresistible para el hombre, necesidad que nace espontáneamente en él por el progreso de su industria, por el desenvolvimiento de sus ideas, por el refinamiento de sus sentidos y la delicadeza de sus afecciones, amar a su mujer como ama su trabajo, con un amor puro y espiritual; necesita corregirla, adorarla y embellecerla: cuanto más la ama, tanto más desea verla brillante, virtuosa e instruída, porque aspira a hacer de ella una obra maestra, una verdadera diosa. A su lado olvida sus sentidos, y sólo vive por la imaginación: tiene miedo de ajar con sus manos este ideal que concibió y que cree tocar, y mira como nada lo que otras veces, en el ardor de sus deseos, le parecía todo. El pueblo tiene un horror instintivo, exquisito, a todo lo que recuerda la carne y la sangre; el uso de los excitantes báquicos y afrodisíacos, tan frecuentes entre los orientales, que toman la picazón del apetito por el amor, subleva a las razas civilizadas, y les parece un ultraje a la belleza, un contrasentido del arte. Semejantes costumbres sólo pueden nacer a la sombra del despotismo, por la distinción de castas y el auxilio de la desigualdad; pero son incompatibles con la justicia.

Lo que constituye el arte, es la pureza de las líneas, la gracia de los movimientos, la armonía de los tonos, el esplendor del colorido y la conveniencia de las formas. Todas estas cualidades del arte son también los atributos del amor, que toman los nombres místicos de castidad, pudor, modestia, etc. La castidad es el ideal del amor: esta proposición no necesita demostrarse.

A medida que el trabajo aumenta, el arte surge constantemente del oficio, y el trabajo pierde lo que tenía de repugnante y de penoso: así también el amor, a medida que se fortifica, pierde sus formas impúdicas y obscenas. Mientras el salvaje goza como las bestias y se deleita en la ignorancia y el sueño, el civilizado busca cada vez más la acción, la riqueza y la belleza, y es, a la vez, industrioso, artista y casto. Pereza y lujuria son vicios muy parecidos, si no idénticos.

Pero el arte, que nace del trabajo, descansa necesariamente en una utilidad y corresponde a una necesidad considerada en sí misma; el arte no es más que el modo más o menos delicado de satisfacer esta necesidad. Lo que constituye la moralidad del arte, lo que conserva el atractivo del trabajo, lo que despierta la emulación, excita el ardor y asegura la gloria, es pues, el valor. Del mismo modo lo que constituye la moralidad del amor y consuma la voluptuosidad, son los hijos. La paternidad es el sostén del amor, su sanción y su fin; una vez obtenida, el amor cumplió su misión y se desvanece, o por mejor decir, se metamorfosea.

Todo trabajador debe hacerse artista en la especialidad que eligió; de la misma manera, todo ser nacido de la mujer, alimentado y educado en sus brazos, hijo, amante, esposo y padre, debe realizar en sí mismo el ideal del amor y expresar sucesivamente toda sus formas.

De la idealización del trabajo y de la santidad del amor, resulta lo que el consentimiento universal llama virtud, o como si dijéramos, la fuerza (valor) propia del hombre, por oposición a la pasión, fuerza del ser fatal, del ser divino.

El lenguaje consagra esta relación: virud; latín, vir-tus, de vir, el hombre; griego: arete o andreia, de ares o aner, el hombre. Las antonimias son; latín, fortitudo, de fero, llevar; fortis, portador; robur encina y fuerza: griego, romé, fuerza impetuosa, vigor natural. El hebreo dice geborrah, de gebar, el hombre; eial, fuerza vital; eil, macho de los animales rumiantes, de donde viene elohim, dios.

La virtud del hombre, por oposición a la fuerza divina, se emancipa de la naturaleza por el ideal: es la libertad, es el amor en todas las esferas de la actividad y del conocimiento. Lo contrario de la virtud es lo feo, lo impuro, lo discorde, lo inconveniente, la cobardía y la violencia.

Por la virtud (esta palabra ya expresa para nosotros una idea), el hombre se desprende de la plena posesión de sí mismo; y así como en el trabajo, el atractivo sucede naturalmente a la repugnancia, también en el amor la castidad reemplaza espontáneamente a la lascivia. Desde este momento, santificado el hombre en todas sus potencias, dominado por el trabajo, ennoblecido por el arte y espiritualizado por el amor, dispone de todo lo que en su ser es producto de la naturaleza, como de todo cuanto viene de la razón y del libre arbitrio. El hombre se hace, cada vez más, superior a Dios; la razón reina, aún en medio de la pasión, y tras ella se manifiesta el equilibrio, es decir, la serenidad y la alegría.

El hombre entonces no es ya el esclavo deshonrado que mira a la mujer y llora de rabia; es un ángel en quien la castidad y el desprecio que la materia le inspira, se desarrollan al mismo tiempo que la virilidad. Así como el trabajo servil sólo produce en el hombre una impotencia desolada y maldita, también e! trabajo libre, hecho agradable por la ciencia, el arte y la justicia, engendra la castidad atractiva, el amor; y bien pronto, con el auxilio de este ideal, el espíritu va siempre ganando terreno sobre la carne, y la perfección del amor produce la repugnancia del sexo.

En cuanto a la obra generadora, el amor tiene su límite propio, y la voluptuosidad conyugal su período en la vida humana, como lo tiene la fecundidad y la lactancia. Y en esta nueva evolución, como en todas las demás, el hombre, ministro de la naturaleza y cantor de los destinos, no hace la ley, sino que la descubre y la ejecuta.

Conforme, pues, con el consentimiento universal, divido la vida del hombre en cinco períodos principales: infancia, adolescencia, juventud, virilidad o período de la generación, y ancianidad o vejez.

Durante e! primer período, e! hombre ama a la mujer como madre; en el segundo, como hermana; en el tercero, como amante; en el cuarto, como esposa; en el quinto y último, como hija.

Estos periodos del amor, corresponden a otros parecidos de la vida económica; en la infancia, e! hombre sólo existe, por decirlo así, en estado de embrión, o como los materiales preparados para la confección y sostenimiento de las máquinas: es la esperanza, la prenda, pignus, de la sociedad. En la adolescencia, es aprendiz; en la juventud, oficial; en la virilidad, maestro, y en la vejez, veterano. Inútil me parece añadir que esta doble evolución se aplica a la mujer lo mismo que al hombre.

Las formas del amor, como los grados en la industria, son exclusivos e incompatibles; es decir, no pueden existir simultáneamente en el mismo individuo, ni aplicarse invariablemente a la misma cosa y a la misma persona. Así como el industrial recorre sucesivamente todos los elementos del trabajo, todas las partes de la especialidad que le agrada, del mismo modo no puede amar a la vez, con un amor característico, más que a su madre, a su hermana, a su amante, a su mujer o a su hija; y la persona a quien ama bajo uno de estos títulos, no la amará jamás bajo el otro. La naturaleza misma estableció esta ley inspirándonos hacia los amores dobles una repugnancia que les hizo dar el nombre de incestos; es decir, impureza, falsa determinación del amor.

Todo amor eliminado por otro, entra en la categoría de las afecciones.

El hombre que se casa con su querida (éste es el caso más general), hasta cierto punto hace excepción a la regla, porque ama dos veces seguidas, con un amor diferentemente caracterizado, a la misma persona; pero no se puede decir que vive con su querida como con su esposa, lo cual constituye la especie de incesto llamado concubinato o fornicación simple, que es la mayor profanación de la mujer, ni que le sea facultativo amar de dos modos diferentes, porque esto es lo que constituye el adulterio. Por lo demás, el amor libre, este amor que naturalmente precede a la unión, no tiene por consecuencia necesaria el matrimonio; hasta es mejor para la sociedad y para las personas, que los que se casan hayan sentido muchos amores; y esto basta para distinguir el amor libre del amor conyugal, y considerados, uno y otro, como incompatibles.

Un amor puede suplir a todos los demás, y prolongarse más allá del término fijado por la naturaleza: tal es el célibe que conserva hasta la vejez su amor filial; tal es también el padre que, habiendo enviudado antes de tiempo, concentra todas sus afecciones en su hijo.

El hombre que no conoció estas formas del amor, que no distingue los matices, que no comprende las delicadezas, no conoce nada del amor; sólo posee el charlatanismo, y razona como los autores de novelas.

Así, pues, el trabajo y el amor se desarrollan en la vida humana en períodos paralelos. En la primera edad, el hombre pertenece por completo a la sensación y al instinto, y no entró todavía en la clase de los trabajadores: recibe, pero no da; consume, y no produce nada. Sensible únicamente al amor de su madre, no conoce ningún otro sentimiento; la amistad misma le es desconocida. Pero bien pronto empieza a razonar sus afectos; aprende las formas de la galantería. los elementos del saber y del hacer; se convierte en estudiante y en aprendiz; tiene compañeros, y de su alma fresca y pura se exhala el suave perfume del amor fraternal.

A este período gracioso de la adolescencia, sucede la juventud, edad poética de la emulación y de las luchas gimnásticas, como de los puros y tímidos amores. ¡Qué recuerdo para el corazón de un hombre que ha llegado a la última estación de su vida, el haber sido en su juventud florida el guardián, el compañero y partícipe de la virginidad de una joven! El siglo se ha burlado de estas verdaderas voluptuosidades; el socialismo y la literatura romántica, pusieron a nuestra generación en este camino; la filosofía da el ejemplo, y los ingenios-hembras sirven de matronas. Pero el mismo exceso de la licencia es la prueba de esta necesidad de ideal, fuera del cual no hay para el hombre dicha ni dignidad. La sociedad sueña con su metamorfosis en esta multitud de descripciones eróticas, llenas las unas de pureza, violentas como la pasión las otras, pero señaladas siempre por un refinamiento maravilloso; por consiguiente, siempre menos groseras y menos materiales. Ved a George Sand, mártir, a su manera, del pudor que despreció. Cortesana como Aspasia y panegirista de la virtud como Lucrecia, George Sand escribe Juana, y protesta, con esta reacción de su genio, contra las pasiones bajas de sus impuros adoradores ...

Pero llega la hora en que la esposa debe entregarse al esposo ... He aquí el gran período del trabajo que empieza; he aquí el momento en que el hombre goza de la plenitud de sus facultades, en que el amor hace vibrar todas las fibras de su alma, en que la presencia de los recuerdos le hace sensible todas las delicias de su corazón. Hijo, hermano, amante, esposo, dentro de poco padre, ama por todos sus poros, se siente saturado de amor, y su vida es completa. Se encuentra en la flor del genio y de la belleza, y desde este instante sólo puede decaer. Apenas llegó al colmo de sus deseos, le parece que el amor pierde algo de su abnegación y de su pureza, y todos sus esfuerzos tenderán, desde entonces, a sostener este ideal que empieza a escapársele.

El período de fecundidad se extiende de diez a quince años. Diez años de práctica conyugal deben bastar para hastiar al hombre, a no ser que su inteligencia decline o su corazón se deprave. En este caso la pasión, en vez de amortiguarse, renace de su propia satisfacción y busca nuevos objetos; el furor sensual se presenta devorador, y entonces estallan esas tempestades que llevan la amargura y la vergüenza al seno de las familias. Ya no hay amor: el placer por el placer, como el arte por el arte: el marido convierte a su mujer en un instrumento de goces; Circe presenta a Ulises la copa que le devuelve el vigor y le convierte en bruto a la vez; gozar, gozar más, gozar hasta el fin; tal es la miserable condición de los que no aman ya.

Llega, por fin, la época de la decadencia en la cual el sentimiento se determina en sentido inverso. Al amor conyugal sucede, en el corazón del padre de familia, y frente a la hija que crece, un sentimiento de inexplicable ternura que destierra poco a poco del corazón de este padre los últimos vapores del placer. Consagrada por completo a la familia, la madre sólo ambiciona, frente a su marido, el título de amiga: por una nueva infidelidad, aquel que prefirió a su hermano, a su padre y a su tierna madre, lo abandona a su vez por su hijo adolescente. Hasta la curiosidad temible de los niños es aquí una revelación: Maxima debetur puero reverentia! ... En presencia de su joven familia, una voz secreta invita a los esposos a la continencia: padres y madres, el pudor os lo manda: ¡absteneos!

El hombre antes de los 18 y la mujer antes de los 14 años cumplidos, no pueden contraer matrimonio (Código civil, art. 144).

El legislador sólo se ocupó de la capacidad física, y habló, no como soberano, sino como naturalista. Y como si temiese haber fijado una edad demasiado avanzada, añade en el artículo 145:

El rey puede conceder dispensas.

Felizmente, la razón pública y la fuerza de las cosas corrigen, en este punto, la aberración de la ley. Los hombres se casan cuando están formados, cuando ganan con qué vivir; y a nadie se le ocurre la idea de que un aplazamiento, necesario para completar la educación, y que debe consagrarse a una investigación llena de encantos, sea una privación.

Pues bien: si relativamente a la época del matrimonio, el sentido común no creyó que la latitud dada por la naturaleza fuese una orden, ¿se puede decir que esta misma latitud tomada en sentido opuesto, sea una ley, y que el hombre, una vez casado, tenga obligación de ejercer su facultad prolífica hasta extinguir su calor vital?

El aumento posible de la población, dice muy bien el doctor Loudon, no es lo mismo que su aumento natural; de la misma manera, la duración de la potencia generadora no es necesariamente la medida de su acción. Entre los animales, los sexos se huyen durante la gestación y la lactancia: el hombre tiene una ley que le es propia y que está más en armonía con su dignidad, y es la adolescencia de sus hijos. He dicho que el respeto que éstos inspiran a los padres, les impone el deber de abstenerse: pues bien; consideraciones más graves todavía vienen a confirmar esta ley.

El hombre puede hacerse útil antes de llegar a la pubertad: la educación, hablando con exactitud, no es más que un cambio de las lecciones del maestro por los servicios del aprendiz; servicios que, siendo cada vez mayores, recompensan los cuidados del maestro e indemnizan a los padres de los gastos hechos. Así lo exige la razón popular que, en el contrato de aprendizaje, nos revela los verdaderos principios de la enseñanza. Mientras que el niño no produce nada, que toda su subsistencia está a cargo de su padre, no tiene ningún derecho, y no puede quejarse si se le suscitan copartícipes; pero desde que es capaz de trabajar, el hecho de darle hermanos, a cuyo sostenimiento contribuye, es exigirle más de lo que recibió, es hacerlo padre de personas que no engendró, es expulsarle de la familia. Hay, pues, un límite natural, indicado por la justicia, a la procreación de los hijos: este motivo, deducido de la teoría del aprendizaje, es soberano.

Por parte de los esposos, la castidad llega a ser un deber imperioso de modestia y de honradez. Aquí es donde debe distinguirse, ante todo, la legitimidad de convención y la legitimidad de razón. Cuando al llegar a los cuarenta años, el hombre empieza a perder la poesía y la viveza del sentimiento, la delicadeza, la gracia y la pureza de formas que distinguieron su juventud, el cambio que sufre todo su ser le manda renunciar al amor. La belleza, que todo se lo presentaba casto, se borra; la voluptuosidad se degrada y convierte en torpeza: ¿por qué el amor de los viejos es ridículo y repugnante? porque está privado de las condiciones que lo hacen estéticamente legítimo: realizado en sentidos gastados, ya no es el amor, sino su carga. Que Homero nos presente a Paris y Elena durmiendo juntos en su lecho suspendido, y serán hermosos a pesar de su adulterio: culpables de injusticia, la juventud, la gracia y el talento parece que los cubren todavía con un velo de decencia: pero Saturno y Rea, Deucalión y Pirra, David y Abisag me sublevan: el título de esposos no importa nada, y son obscenos ...

El hombre pierde sus derechos de marido desde que el amor se convierte en él en una contradicción. Que su mujer sea sagrada para él; que se miren como espíritus puros, pues en verdad no tienen cuerpo. Si el hombre persiste en gozar las voluptuosidades que la degradación de sus sentidos le prohibe, pasará el resto de sus días abrasándose en una llama impúdica; sus amores póstumos le harán odioso a los ojos de su mujer, avergonzarán a sus hijos, y sublevarán contra él el desprecio de todo el mundo. Su vejez licenciosa será deshonrada; su mujer se hará altiva por sus exigencias vergonzosas; lo tratará como a un esclavo, y su razón se extinguirá en la ignominia.

Justicia, pudor, dignidad, todo convierte la abstinencia en una ley para el padre de familia. Pues bien: lo que la razón ha previsto, el trabajo lo realiza sin esperar el aniquilamiento de la naturaleza. El hombre en quien el trabajo desarrolló la virtud; el hombre en quien el amor, emancipado de la tiranía de las pasiones, se identifica con lo bello, renuncia por sí mismo, un esfuerzo y sin pesar, con el mismo. encanto con que otras veces los buscaba, a los placeres que ofenden ya su delicadeza, y que sólo tienen interés para él, porque los considera como un bien que reserva para sus hijos.

Según estos principios, teniendo lugar el matrimonio para el hombre a los 28 años cumplidos, y para la mujer a los 21; desapareciendo el uso de las nodrizas en la igualdad; reduciéndose la duración de la lactancia a 15 ó 18 meses, y pudiendo llegar el período de fecundidad de 10 a 15 años, el número de hijos salidos de un mismo matrimonio, con dificultad pasaría de cinco.

Si de este número se deducen:

Casos de esterilidad, viudeces, retrasos en el matrimonio accidentes, interrupciones, etc. ... 1,5
Muertos antes de la edad núbil (la cifra pasa hoy de 50 por 100) ... 2,5
Célibes ... 0,5
Total ... 4,5

No aumentando la población más que un décimo en cada período de treinta años, próximamente, sólo podría doblar en tres siglos. Pero el número de los nacimientos tiende a decrecer, mientras el período de la duplicación tiende a prolongarse por dos razones: 1° la abreviación del período de fecundidad, por el aumento iocesante del trabajo y el desarrollo de nuevas costumbres; 2° el número creciente de los célibes.

En el orden de la sociedad, no es cierto que todos los hombres estén predestinados al matrimonio y a la paternidad, por más que todos lo estén al amor. Es un privilegio del hombre el poder vivir en una perfecta virginidad, por el progreso de la virtud y sin pérdida para el amor. Así es que, una vez pasada la locura amorosa que atormenta a nuestra generación, el número de las vírgenes, de esas, dice el Evangelio, qui se castraverunt propter regnum crelorum, debe aumentar todos los días; y si se me pregunta quiénes serán los que, teniendo la facultad de casarse, consentirán en los sacrificios del celibato, respondo sin vacilar: los mismos que hoy viven en el libertinaje. El celibato, viciado en sus motivos y en sus causas, se hará honroso y puro: tal es la ley de los contrarios; ley que, para nosotros, es la palabra misma del Destino.

El cristianismo tuvo el presentimiento de este porvenir cuando exaltó la virginidad colocándola por encima de todas las virtudes y haciéndola obligatoria para sus sacerdotes. En esto, como en otras tantas cosas, el cristianismo fue profético: era la espontaneidad social que, instigada por el pueblo, se expresaba por boca de los Papas, esperando que la reflexión misma hablase en los escritos de los filósofos. El cristianismo produjo la idea del amor casto, del verdadero amor; concibió la mujer, no como asociada ni igual al hombre, sino como parte indivisa de la persona humana; os ex ossibus meis, et caro ex carne mea. Distinguió el amor conyugal de los demás amores cuando el indio lo confundía con el amor fraternal, cuando el árabe lo rebajaba hasta el punto de colocarlo por debajo del concubinato con la poligamia y la servidumbre, cuando el romano lo asimilaba al amor paternal en la ley que hace entrar a la madre en la sucesión por una parte igual a la de cada uno de sus hijos. El cristianismo, en fin, reveló al mundo la forma más depurada del amor en la virginidad voluntaria, que es, según la Iglesia, la unión mística del alma con el Cristo; es decir, un desposorio perpetuo.

¿Qué es, en efecto, lo que el hombre adora en su madre, en su hermana, en su amante, en su esposa y en su familia? Es a sí mismo, es el ideal de la humanidad, que se le presenta bajo las formas más seductoras y más tiernas. La mitología y el lenguaje nos lo revelan. El hombre hizo femeninas todas sus virtudes, y les consagró un culto, no como a dioses, sino como a diosas. Temis, Venus, Higia, Palas, Minerba, Hebe, Ceres, Juno, Cibeles y las Musas; es decir, la justicia, la belleza, la salud, la sabiduría, la elocuencia, la juventud, la agricultura (la economía política de los antiguos) , la fidelidad conyugal, la maternidad, las ciencias y las artes. El sexo de estos nombres y de estas divinidades, prueba, mejor que toda clase de análisis, lo que en todos los tiempos ha sido la mujer para el hombre.

Ahora bien: hay almas en quienes el sentido estético y el amor que engendra es tan vivo y tan puro, que no necesitan ninguna imagen o realidad para descubrir el ideal humano que adoran; mejor dicho, este ideal se les manifiesta en todas partes; como decía de sí mismo el célebre David, la fealdad no existe para ellas; su alma está demasiado elevada, su inteligencia es demasiado pura para que la perciban Fenelón, Vicente de Paul, Santa Teresa, ¡tantas vírgenes y tantos santos! Para estos corazones escogidos, un esposo, una esposa e hijos son cosas superfluas; las formas visibles del amor no están a su altura; son retratos que los atormentan en vez de ayudarlos, y gozan del amor sin reacción. El género humano les sirve de padres y de madres, de hermanos y de hermanas, de esposos y de esposas, de hijos y de hijas. Cualquiera otra unión, sería para ellos una degradación y un suplicio.

Si se cree que sutilizo, volveré atrás; me apoderaré de esta formidable ley de la agravación del trabajo, y suplicaré que se me diga qué sucederá con este irresistible progreso que, obligándonos a aumentar constantemente nuestro capital y nuestro bienestar, añade siempre algunos instantes a nuestra tarea y algunos granos a nuestra carga. De dos cosas una: o la humanidad debe convertirse por el trabajo en una sociedad de santos, o bien, gracias al monopolio y a la miseria, la civilización no es más que una inmensa poesía obscena. Por el camino que llevan las cosas, y a no ser que haya una reforma que cambie integralmente las condiciones del trabajo y del salario, todo aumento de labor, por consiguiente, todo acrecentamiento de riqueza, nos será bien pronto imposible. Mucho tiempo antes de que la tierra nos falte, se detendrá nuestra población, pero el pauperismo y el crimen crecerán siempre.

En la mayor parte de los países civilizados, el término medio del trabajo es ya de doce horas. Pues bien: para que la población doble, la sociedad necesita una producción cuádruple, por consiguiente, un gasto de fuerza cuádruple también. ¿Es posible que esta cuadruplicación se verifique en nuestra sociedad desigual, con las expoliaciones del monopolio y la tiranía de la propiedad? Si este aumento de trabajo y de riqueza es imposible en las actuales condiciones de la economía social, es absolutamente necesario que el trabajador salga de la servidumbre para que produzca más; pero ... para emancipar al trabajador de la opresión en que le retiene la barbarie de sus facultades, es preciso disciplinarle por la educación, ennoblecerle por el bienestar, y elevarle por la virtud. ¿Y qué es la virtud? ¿Qué es la belleza? ¿Qué es la disciplina y qué es el trabajo? Aquí estamos girando dentro de un círculo; pero este círculo es el de la humanidad, es el de la Providencia. La humanidad llega a su equilibrio por lo útil, lo bello, lo justo y lo santo: el problema presentado por la Academia: Qué influencia ejercen sobre la moralidad de los pueblos el progreso y el bienestar material, está resuelto como los demás: entre el bienestar y la virtud hay identidad.


Notas

(1) Los obreros son considerados como accesorios de las máquinas, instrumentos de trabajo; alusión al sistema de arriendo que define el Código civil francés en sus artículos 1804 a 1820 y artículos 1821 a 1830.

(2) Se acaban de anunciar al mundo científico los experimentos de un agrónomo inglés, de los cuales resulta que se puede doblar la cantidad de los abonos en un terreno sin obtener una cosecha sensiblemente mayor. Era preciso vivir en el siglo XIX para necesitar semejante demostración. No se fabrica un hombre con papilla, sino que es necesario un niño que la consuma y la digiera; y aún así, ha de ser con cierta medida. Por la misma razón, cuando se probase que un hombre da bastante excremento para reproducir su subsistencia, con esto no habríamos adelantado nada, supuesto que se necesita tierra. Sembrad trigo en el estiércol, y recogeréis menos que si lo hubieséis sembrado en un terreno preparado. Para aumentar el producto, es preciso aumentar la superficie cultivable, y por consiguiente, el trabajo. Los abonos, naturales o artificiales, no faltarán nunca.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha