Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorBiblioteca Virtual Antorcha

Resumen y conclusión

Para expresar la inmensidad de los descubrimientos de Newton, se dijo que había revelado el abismo de la ignorancia humana.

No se trata aquí de ningún Newton, y nadie puede reivindicar en la ciencia económica un puesto igual al que la posteridad señala a este grande hombre en la ciencia del universo; pero me atrevo a decir que hay aquí más de lo que Newton adivinó. La profundidad de los cielos no iguala a la profundidad de nuestra inteligencia, en cuyo seno se mueven sistemas maravillosos: se puede decir que es una nueva región desconocida que existe fuera del espacio y del tiempo, como los reinos celestes y los lugares infernales, y en la cual nuestros ojos penetran, con una admiración muda, como en un abismo sin fondo.

Non secus ac si qua penitus vi terra dehiscens
Infernas reseret sedes et regna recludat
Pallida, Dis invisa, superque immane barathrum
Cernatur, trepidentque immisso lumine Manes
.
Virgilio. Eneida, lib. VIII.

Allí se comprimen, se chocan y se equilibran fuerzas eternas; allí se descubren los misterios de la Providencia y los secretos de la fatalidad: es lo invisible que se hace visible, lo impalpable que se hace material, la idea que se convierte en realidad, y en realidad mil veces más maravillosa y más grandiosa que las más fantásticas utopías. Hasta ahora, no vemos en su simple fórmula la unidad de esta vasta máquina; la síntesis de estos gigantescos engranajes en donde se muelen el bienestar y la miseria de las generaciones y forma una nueva generación, se nos escapa todavía; pero ya sabemos que nada de lo que pasa en la economía social, tiene ejemplar en la naturaleza; hechos que no tienen análogos, nos obligan a inventar constantemente nombres especiales, y a crear un nuevo idioma; es un mundo trascendente cuyos principios son superiores a la geometría y al álgebra, cuyas potencias no dependen de la atracción ni de ninguna fuerza física, pero que se sirve de la geometría y del álgebra como de instrumentos subalternos, y toma por materiales las potencias mismas de la naturaleza; es un mundo, en fin, emancipado de las categorías de tiempo, espacio, generación, vida y muerte, en donde todo parece eterno y fenomenal, simultáneo y sucesivo, limitado e ilimitado, ponderable e imponderable a la vez. ¿Qué más diré? Es la creación misma, sorprendida en el acto.

Y ese mundo que se nos presenta como una fábula, que destruye todos nuestros hábitos judiciales y no cesa de desmentir a nuestra razón; ese mundo que nos envuelve, nos penetra y nos agita sin que podamos verlo, a no ser con los ojos del espíritu, tocarlo, a no ser por signos, ese mundo extraño es la sociedad; ¡somos nosotros!

¿Quién ha visto el monopolio y la competencia, sino por sus efectos, es decir, por sus signos? ¿Quién ha tocado el crédito y la propiedad? ¿Qué es la fuerza colectiva, la división del trabajo y el valor? Y sin embargo, ¿hay algo más fuerte, más cierto, más inteligible y más real que todo eso? Ved a lo lejos ese carro arrastrado por ocho caballos y conducido por un hombre vestido con la blusa antigua; no es más que una masa de materia movida sobre cuatro ruedas por una fuerza animal. Vosotros no descubrís en ella más que un fenómeno de mecánica determinado por otro de fisiología, más allá del cual ya no percibís nada. Penetrad un poco más, y preguntad a ese hombre qué es lo que hace, qué quiere, a dónde va, en virtud de qué pensamiento y con qué título hace mover ese carro: en el acto os enseñará una carta, que es su autoridad, su providencia, como él es la providencia de su equipaje; en esta carta veréis que es carruajero; que en calidad de tal, verifica el transporte de cierta cantidad de mercancías, a tanto, según el peso y la distancia; que debe verificar el trayecto por tal camino y en tal plazo, so pena de retenerle una parte del precio de su servicio; que éste implica, por parte del carruajero, responsabilidad de las pérdidas y averías que no provengan de fuerza mayor y del vicio propio de los objetos; que en el precio del transporte está o no comprendido el seguro contra los accidentes imprevistos, y otros mil detalles que son el escollo del derecho y el tormento de los jurisconsultos. Este hombre, digo, en un papel tan grande como la mano, os revelará un orden infinito, mezcla inconcebible de empirismo y de razón pura, y que todo el genio del hombre, ayudado por la experiencia del universo, no habría podido descubrir si no hubiese salido de la existencia individual para entrar en la vida colectiva.

Y en efecto: ¿en dónde están los tipos de estas ideas de trabajo, valor, cambio, circulación, consumo, responsabilidad, propiedad, solidaridad, asociación, etc.? ¿Quién proporcionó los ejemplares? ¿Qué mundo es este, medio material y medio inteligible, medio necesidad y medio ficción? ¿Qué es esta fuerza que llamamos trabajo y que nos arrastra tanto más seguramente, cuanto más libres nos creemos? ¿Qué es esta vida colectiva que nos abrasa con una llama inextinguible, causa de nuestras alegrías y de nuestros tormentos? Mientras vivimos, somos, sin conocerlo, según la medida de nuestras facultades y la especialidad de nuestra industria, resortes pensantes, ruedas pensantes, piñones pensantes, pesos pensantes, etc., de una inmensa máquina que piensa también y que marcha por sí misma. La ciencia, hemos dicho, tiene por principio la armonía de la razón y de la experiencia; pero no crea la una ni la otra; y he aquí que se nos presenta una ciencia en la cual, ni la razón ni la experiencia nos dan nada a priori; una ciencia en la cual la humanidad lo saca todo de sí misma, nóumenos y fenómenos, universales y categorías, hechos e ideas; una ciencia, en fin, que en vez de consistir simplemente, como todas las demás, en una descripción razonada de la realidad, ¡es la creación misma de la realidad y de la razón!

Vemos, pues, que el autor de la razón económica, es el hombre; el creador de la materia económica, es el hombre, y que el arquitecto del sistema económico, es todavía el hombre. Después de haber producido la razón y la experiencia social, la humanidad procede a la construcción de la ciencia social, del mismo modo que a la construcción de las ciencias naturales; armoniza la razón y la experiencia que ella misma se dió, y por medio del más inconcebible de los prodigios, cuando todo en ella participa de la utopía, así los principios como los actos, sólo llega a conocerse excluyendo la utopía.

El socialismo tiene razón para protestar contra la economía política y para decirle: Tú no eres más que una rutina, y ni a ti misma te entiendes. Y la economía política tiene razón para decir al socialismo: Tú no eres más que una utopía sin realidad ni aplicación posible. Pero como el socialismo niega la experiencia, y la economía política niega la razón de la humanidad, los dos faltan a las condiciones esenciales de la verdad humana.

La ciencia social es la armonía de la razón y de la práctica sociales. Pues bien: esta ciencia, de la cual nuestros maestros sólo percibieron algunos raros destellos, la contemplará nuestro siglo en su esplendor y en su armonía sublimes ...

Pero ... ¿qué estoy haciendo? En estos momentos en que el charlatanismo y la preocupación se dividen el mundo, ¡no es necesario alimentar nuestras esperanzas! No es la incredulidad lo que debemos combatir, no; es la presunción. Empecemos, pues, por consignar que la ciencia social no está hecha, y que permanece todavía en estado de vago presentimiento.

Malthus, dice su excelente biógrafo, el señor Carlos Comte, tenía la convicción profunda de que existen en economía política principios que no son verdaderos, sino dentro de ciertos límites; veía las principales dificultades de la ciencia en la combinación frecuente de causas complicadas, en la acción y reacción de los efectos y de las causas unos sobre otros, y en la necesidad de poner límites a hacer excepciones a un gran número de proposiciones importantes.

He ahí lo que pensaba Malthus de la economía política; y la obra que nosotros publicamos hoy, no es más que la demostración de la idea. Pero a este testimonio importante, añadimos otro, no menos digno de fe. En una de las últimas sesiones de la Academia de Ciencias morales, el señor Dunoyer, como hombre verdaderamente superior que no se deja seducir por el interés de bandería ni por el desdén que inspiran los adversarios ignorantes, hacía la misma confesión con tanto candor y elevación como Malthus.

La economía política, que tiene cierto número de principios seguros, que descansa en una masa considerable de hechos exactos y de observaciones bien hechas, parece, sin embargo, que está lejos todavía de ser una ciencia fija. No hay un acuerdo completo, ni sobre la extensión del campo en donde deben girar sus investigaciones, ni sobre el objeto fundamental que deben proponerse: no se conviene, ni sobre el conjunto de los trabajos que abraza, ni sobre el de los medios a que está ligada la potencia de estos trabajos, ni sobre el sentido preciso que es necesario dar a la mayor parte de las palabras que forman su vocabulario. La ciencia, rica en verdades de detalle, deja muchísimo que desear en cuanto a su conjunto; y como ciencia, parece que está muy lejos todavía de hallarse constituída.

El señor Rossi va más lejos que el señor Dunoyer, y formula su juicio bajo la forma de una censura dirigida a los representantes modernos de la ciencia.

Parece que todo pensamiento de método está hoy abandonado en la ciencia económica, exclama; y sin embargo, no hay ciencia sin método (Informe del señor Rossi sobre el curso del señor Whateley).

Los señores Blanqui, Wolowski, Chevalier y todos los que han dirigido una mirada a la economía de las sociedades, dicen lo mismo; y el escritor que mejor apreció el valor de las utopías modernas, Pedro Leroux, escribe en todas las páginas de la Revue sociale: Busquemos la solución del problema del proletariado; busquémosla sin cesar hasta que la hayamos encontrado. Esta es toda la misión de nuestra época. Ahora bien: el problema del proletariado es la constitución de la ciencia social; y sólo los economistas cortos de vista y los socialistas. fanáticos, para quienes la ciencia se resume en una fórmula: Dejar hacer, dejad pasar; o bien: A cada uno según sus necesidades, teniendo en cuenta los recursos de la sociedad, pueden preciarse de poseer la ciencia económica.

¿En qué consiste, pues, este retraso de la verdad social que sostiene la ilusión, el engaño de los economistas y da crédito a las explotaciones de los pretendidos reformadores? En nuestro concepto, la causa está en la separación, muy antigua por cierto, de la filosofía y de la economía política.

La filosofía, o la metafísica, o si se quiere, la lógica, es el álgebra de la sociedad, y la economía política es la realización de esta álgebra. Esto es lo que no comprendieron J. B. Say, ni Bentham, ni ninguno de los que, bajo el nombre de economistas y utilitarios, hicieron escisión en la moral, y se sublevaron casi al mismo tiempo contra la política y la filosofía. Y sin embargo ... ¿qué contrapeso más seguro podía desear la filosofía, que es la teoría de la razón, que el trabajo, es decir, la práctica de la razón? Y recíprocamente, ¿qué contrapeso más seguro podía desear la economía, que las fórmulas de la filosofía? No está lejos el tiempo en que los maestros de las ciencias morales y políticas estén en los talleres y en los escritorios, como hoy, nuestros más hábiles constructores, son todos hombres que se formaron por un largo y penoso aprendizaje ...

Pero ... ¿bajo qué condiciones puede existir una ciencia?

Reconociendo su campo de observación y sus límites, determinando su objeto y organizando su método. Sobre este punto, el economista se expresa como el filósofo: las palabras del señor Dunoyer que he citado, parecen literalmente extraídas del prefacio de Jouffroy a la traducción de Reid.

El campo de observación de la filosofía, es el yo; el campo de observación de la ciencia económica, es la sociedad, es decir, el yo todavía. ¿Queréis conocer al hombre? pues estudiad la sociedad: ¿queréis conocer la sociedad? pues estudiad al hombre. El hombre y la sociedad se sirven recíprocamente de sujeto y de objeto; el paralelismo y la sinonimia de ambas ciencias es completa.

Pero ... ¿qué es esté yo colectivo e individual? ¿Cuál es ése campo de observación en donde pasan fenómenos tan extraños? Para descubrirlo, es necesario examinar sus análogos.

Todas las cosas que pensamos, nos parece que existen, se suceden o se agrupan en tres capacidades trascendentales, fuera de las cuales no imaginamos ni concebimos absolutamente nada; éstas son, el espacio, el tiempo y la inteligencia.

Así como todo objeto material se concibe necesariamente en el espacio; así como los fenómenos, ligados unos a otros por una relación de causalidad, parece que se siguen en el tiempo, así también referimos nuestras representaciones puramente abstractas a un receptáculo particular que llamamos intelecto o inteligencia.

La inteligencia es, en su especie, una capacidad infinita como el espacio y la eternidad. En ella se agitan mundos, innumerables organismos de leyes complicadas y efectos variados e imprevistos, iguales, por la magnificencia y la armonía, a los mundos que el Creador sembró en el espacio, y a los organismos que brillan y se extinguen en la duración. Política y economía política, jurisprudencia, filosofía, teología, poesía, idiomas, costumbres, literatura y bellas artes: el campo de observación del yo, es más vasto, más fecundo, más rico por sí solo, que el doble campo de observación de la naturaleza; el espacio y el tiempo.

El yo, pues, como el tiempo y el espacio, es infinito. El hombre y sus productos, con los seres arrojados en el espacio y los fenómenos que se suceden en el tiempo, constituyen la triple manifestación de Dios. Estos tres infinitos, expresiones infinitas del infinito, se penetran y se sostienen inseparables e irreductibles: el espacio o la extensión no se concibe sin el movimiento, el cual implica la idea de fuerza, es decir, una espontaneidad, un yo.

Las ideas de las cosas que se presentan a nuestra vista en el espacio, forman cuadros para nuestra imaginación; las ideas cuyos objetos colocamos en el tiempo, se desenvuelven en historias; y por último, las ideas o relaciones que no caen bajo la categoría del tiempo ni del espacio, y que pertenecen al intelecto, se coordinan en sistemas.

Cuadro, historia, sistema, son, pues, tres expresiones análogas, o mejor dicho, homólogas, por las cuales hacemos comprender que cierto número de ideas se presenta a nuestro espíritu como un todo simétrico y perfecto. Por esta razón, esas expresiones pueden tomarse unas por otras en ciertos casos, como nosotros mismos lo hemos hecho al principio de esta obra, al presentarla como una historia de la economía política, no siguiendo la fecha de los descubrimientos, sino con arreglo al orden de las teorías.

Nosotros concebimos, pues, y no podemos menos de concebir una capacidad para las cosas del pensamiento puro, o como dice Kant, para los nóumenos, del mismo modo que concebimos otras dos para las cosas sensibles o para los fenómenos.

Pero el espacio y el tiempo no son nada real; son dos formas impresas al yo por la percepción exterior: de igual modo la inteligencia tampoco es nada real; es una forma que el yo se impone a sí mismo, por analogía, con motivo de las ideas que la experiencia le sugiere.

En cuanto al orden de adquisición de las ideas, intuiciones o imágenes, nos parece que empezamos por aquellas cuyos tipos o realidades están comprendidos en el espacio; que continuamos luego deteniendo al vuelo, si así puedo decirlo, las ideas que el tiempo lleva; y que, por último, de repente, y con el auxilio de las percepciones sensibles, descubrimos las ideas o conceptos sin modelo exterior que se nos presentan en ese fantasma de capacidad que llamamos nuestra inteligencia. Tal es el progreso de nuestro saber: partimos de lo sensible para elevarnos a lo abstracto; la escala de nuestra razón tiene el pie sobre la tierra, atraviesa el cielo y se pierde en las profundidades del espíritu.

Cambiemos ahora esta serie y figurémonos la creación como un descenso de las ideas de la esfera superior de la inteligencia, a las esferas inferiores del tiempo y del espacio; descenso durante el cual las ideas, originariamente puras, tomaron un cuerpo o substratum que las realiza y las expresa. Desde este punto de vista, todas las cosas creadas, los fenómenos de la naturaleza y las manifestaciones de la humanidad, se nos presentarán como una proyección del espíritu, inmaterial e inmutable, en un plan, ya fijo y recto como el espacio, ya inclinado y móvil como el tiempo.

Se sigue de aquí que las ideas, iguales entre sí, contemporáneas y coordinadas en el espíritu, parecen arrojadas, esparcidas, localizadas, subordinadas y consecutivas en la humanidad y en la naturaleza, formando cuadros e historias sin parecido con el designio primitivo; y toda la ciencia humana consiste en encontrar en esta confusión, el sistema abstracto del pensamiento eterno. Por una restauración de este género, los naturalistas descubrieron el sistema de los seres organizados; y por el mismo procedimiento, hemos procurado nosotros restablecer la serie de las fases de la economía que la sociedad nos presenta aisladas, incoherentes y anárquicas. El objeto que nos hemos propuesto, es verdadamente hacer la historia natural del trabajo, según los fragmentos recogidos por los economistas; y el sistema que resultó de nuestro análisis, es tan verdadero como los sistemas de las plantas descubiertos por Linneo y Jussieu, y el de los animales por Cuvier.

El yo humano manifestado por el trabajo: tal es el campo de exploración de la economía política, forma concreta de la filosofía. La identidad de estas dos ciencias, o por mejor decir, de estos dos escepticismo, se nos reveló en todo el curso de este libro. Así la formación de las ideas se nos presentó en la división del trabajo como una división de las categorías elementales; después hemos visto nacer la libertad de la acción del hombre sobre la naturaleza, y en seguida de la libertad producirse todas las relaciones del hombre con la sociedad y consigo mismo. Por último, la ciencia económica fue para nosotros una ontología, una lógica, una psicología, una teología, una política, una estética, un simbolismo y una moral ...

Reconocido el campo de la ciencia y verificada su determinación, sólo nos falta reconocer el método. Pues bien, el método de la ciencia económica es el mismo de la filosofía: la organización del trabajo, en nuestro concepto, no es más que la organización del sentido común.

Entre las leyes que constituyen esta organización, hemos notado la antinomia.

Todo pensamiento verdadero, hemos dicho, se pone en un tiempo y dos momentos. Siendo cada uno de estos momentos la negación del otro, y debiendo desaparecer los dos en una idea superior, se sigue de aquí que la antinomia es la ley misma de la vida y del progreso, el principio del movimiento perpetuo. Y en efecto: si en virtud de su potencia evolutiva, una cosa se separa precisamente de todo cuanto pierde, es evidente que esta cosa es indestructible y el movimiento que la sostiene, eterno. En la economía social, lo que la competencia hace constantemente, lo deshace el monopolio; lo que el trabajo produce, el consumo lo devora; lo que la propiedad se atribuye, la sociedad se apodera de ello, y de ahí resulta el movimiento continuo, la vida indefectible de la humanidad. Si una de las dos fuerzas antagonistas está embarazada, si la actividad individual, por ejemplo, sucumbe bajo la autoridad social, el organismo degenera en comunismo y se resuelve en la nada. Si, por el contrario, la iniciativa individual carece de contrapeso, el organismo colectivo se corrompe y la civilización se arrastra bajo un régimen de castas, de iniquidad y de miseria.

La antinomia es el principio de la atracción y la razón del equilibrio: ella es la que produce la descompone toda armonía y todo acuerdo.

Viene después la ley de progresión y de serie, la melodía de los seres, ley de lo bello y de lo sublime. Suprimid la antinomia, y el progreso de los seres es inexplicable; porque ... ¿en dónde está la fuerza que lo engendra? Suprimid la serie, y el mundo no es más que una mezcla de oposiciones estériles, una ebullición universal, sin objeto y sin idea ...

Aun cuando estas especulaciones, verdades puras para nosotros, pareciesen dudosas a los demás, la aplicación que de ellas hemos hecho sería de una utilidad inmensa. Dígnese el lector reflexionar un momento: no hay un solo instante de la vida en el cual el hombre no afirme y niegue a la vez los mismos principios y las mismas teorías, con más o menos buena fe, sin duda, pero siempre con razones plausibles que, sin tranquilizar por completo la conciencia, bastan para que la pasión triunfe y la duda se apodere del espíritu. Dejemos, pues, la lógica, si se quiere; pero ... ¿no importa nada el haber arrojado luz sobre la doble faz de las cosas, haber aprendido a desconfiar del razonamiento, y saber por qué cuanto mayor es la exactitud de las ideas y la rectitud del corazón de un hombre, tanto mayor es el riesgo que corre de caer en el absurdo? Todos nuestros errores políticos, religiosos, económicos, etc., vienen de la contradicción inherente a las cosas, y tal es todavía la fuente de donde emana la corrupción de los principios, la venalidad de las conciencias, el charlatanismo de las profesiones de fe y la hipocresía de las opiniones ...

¿Cuál es ahora el objeto de la ciencia económica?

El método mismo nos lo indica. La antinomia es el principio de la atracción y del equilibrio en la naturaleza; la antinomia es, pues, el principio del progreso y del equilibrio en la humanidad, y el objeto de la ciencia económica es la justicia.

Considerada en sus relaciones puramente objetivas, únicas de que se ocupa la economía social, la justicia tiene por expresión el valor. Y ¿qué es el valor? El trabajo realizado.

El precio real de cada cosa, dice A. Smith, lo que cada cosa cuesta realmente al que quiere adquirirla, es el trabajo y la tarea que es necesario imponerse para obtenerla ... Lo que se compra con dinero o mercancías se compra con trabajo, lo mismo que lo que adquirimos con el sudor de nuestra frente. Este dinero y estas mercancías contienen el valor de cierta cantidad de trabajo, que cambiamos por lo que se supone que contiene el valor de una cantidad igual de trabajo. Este fue el primer precio, la moneda con que se pagaron en un principio todas las cosas. No fue con oro ni con plata, sino con el trabajo, con lo que se compraron originariamente todas las riquezas del mundo; y su valor, para los que las poseen y procuran cambiarlas por otras producciones, es precisamente, igual a la cantidad de trabajo que puede comprar con ellos.

Pero si el valor es la realización del trabajo, es al mismo tiempo el principio de comparación de los productos entre sí: de aquí la teoría de proporcionalidad que domina toda la ciencia económica, y a la cual se habría elevado A. Smith si hubiese estado en el espíritu de su tiempo seguir con el auxilio de la lógica un sistema de experiencias.

Pero ... ¿cómo se manifiesta la justicia en la sociedad?; o en otros términos, ¿cómo se establece la proporcionalidad de los valores? J. B. Say lo dijo: por un movimiento oscilatorio entre el valor útil y el valor en cambio.

Aquí aparece en la economía política, frente al trabajo, su señor, y con frecuencia su verdugo, el principio arbitral.

Al empezar la ciencia, el trabajo, desprovisto de método, sin inteligencia del valor, y tarmudeando apenas sus primeros ensayos, hace un llamamiento al libre arbitrio para constituir la riqueza y fijar el precio de las cosas. Desde este momento, las dos potencias entran en lucha y la grande obra de la organización social queda inaugurada. Trabajo y libre arbitrio, son lo que llamaremos más tarde trabajo y capital, salariado y privilegio, competencia y monopolio, comunidad y propiedad, plebe y nobleza, Estado y ciudadano, asociación e individualismo. Para todo el que haya recibido las primeras nociones de la lógica, es evidente que todas estas oposiciones, que renacen eternamente, eternamente se deben resolver: pues bien; he ahí precisamente lo que no quieren comprender los economistas, a quienes el principio arbitral inherente al valor, les parece refractario a toda determinación; y esto, con el horror que tienen a la filosofía, es lo que causa el retraso de la ciencia económica, tan funesto para la sociedad.

Sería tan absurdo, dice Mac-Culloch, hablar de una altura y de una profundidad absoluta, como de un valor absoluto.

Todos los economistas dicen lo mismo; y por este ejemplo, puede juzgarse hasta qué punto están lejos de entenderse, lo mismo sobre la naturaleza del valor, como sobre el sentido de las palabras que emplean. La palabra absoluto implica la idea de integralidad, perfección o plenitud, y por lo tanto, la de precisión y exactitud. Una mayoría absoluta es una mayoría exacta (mitad más uno), no una mayoria indefinida: así también el valor absoluto es el valor preciso, deducido de la comparación exacta de los productos entre sí: no hay nada en el mundo tan sencillo como esto. Pero de aquí resulta esta consecuencia; que los valores se miden los unos por los otros, y que no deben oscilar al acaso: tal es el deseo supremo de la sociedad, tal es la significación de la economía política misma, que no es, en su conjunto, más que el cuadro de las contradicciones, cuya síntesis produce infaliblemente, el valor verdadero.

La sociedad, pues, se establece poco a poco por una especie de balanceo entre la necesidad y la arbitrariedad, y la justicia se constituye por el robo. La igualdad no se produce en la sociedad como un nivel inflexible; esto es, como todas las grandes leyes de la naturaleza, un punto abstracto, entre cuyos extremos el hecho oscila constantemente, describiendo arcos más o menos grandes y más o menos regulares. La igualdad es la ley suprema de la sociedad; pero no es una forma fija, sino el término medio de una infinidad de ecuaciones. Así hemos visto que la igualdad se nos presentó desde la primera época de la evolución económica, que es la división del trabajo, y tal se manifestó constantemente después la legislación de la Providencia.

Adam Smith, que sobre casi todos los grandes problemas de la economía social tuvo una especie de intuición, después de reconocer el trabajo como principio del valor y describir los efectos mágicos de la ley de división, observa que, a pesar del aumento de producto que resulta de esta misma división, el salario del trabajador no aumenta; que con frecuencia disminuye, porque el beneficio de la fuerza colectiva no pasa al trabajador, sino al amo.

Los beneficios, se dirá tal vez, no son más que un nombre diferente que se da a los salarios de una especie particular de trabajo, el de la inspección y dirección ... Pero estos beneficios son de naturaleza diferente del salario, se rigen por principios distintos, y no están en relación con la cantidad y la naturaleza de este pretendido trabajo de inspección y dirección. Lejos de eso, se rigen completamente por el valor del capital empleado, y son mayores o menores, en proporción a la extensión de este capital ... Vemos que el producto del trabajo no pertenece íntegro al obrero, porque es preciso que lo reparta con el propietario.

He ahí, nos dice fríamente A. Smith, cómo pasan las cosas: todo para el amo, nada para el obrero. Que se llame a esto injusticia, expoliación, robo; la economía política no se inquieta; el propietario expoliador le parece en todo esto tan autómata como el trabajador expoliado. Y la prueba de que ni el uno ni el otro merecen envidia ni piedad, la tenemos en que los trabajadores sólo reclaman cuando se mueren de hambre, y que ningún capitalista, empresario o propietario, durante su vida ni en el instante de la muerte, sintió el menor remordimiento. Que se acuse a la conciencia pública ignorante y falseada, y acaso haya razón para ello. A. Smith se limita a dar cuenta de los hechos, y esto vale más para nosotros que todas las declamaciones.

Al designar un privilegio entre los trabajadores, nazaraeum inter fratres tuos, la razón social personificó la fuerza colectiva. La sociedad procede por mitos y alegorías: la historia de la civilización es un vasto simbolismo. Homero resume la Grecia heroica; Jesucristo es la humanidad doliente aspirando, en una larga y dolorosa agonía, a la libertad, a la justicia y a la virtud. Carlomagno es el tipo feudal; Rolando, la caballería; Pedro el Ermitaño, las Cruzadas; Gregorio VII, el papado; Napoleón, la revolución francesa. Así también el empresario de una industria que explota un capital por medio de un grupo de trabajadores, es la personificación de la fuerza colectiva, cuyo beneficio absorbe, como el volante de una máquina almacena la fuerza. Él es, en realidad, el hombre heroico, el rey del trabajo. La economía política es un simbolismo, y la propiedad una religión.

Sigamos a A. Smith, cuyas ideas luminosas, esparcidas en un obscuro fárrago, parece una deuterosis de la revelación primitiva.

A medida que el suelo de un país se convierte en propiedad privada, los propietarios, como todos los demás hombres, quieren recoger allí en donde no sembraron, y exigen un alquiler hasta por el producto natural de la tierra. Entonces se establece un precio adicional sobre los árboles de los bosques, la hierba de los campos, y sobre todos los frutos naturales del suelo que, cuando era común, sólo costaban al obrero el trabajo de cogerlos. Es preciso que pague por obtener el permiso de recogerlos; es decir, que dé al propietario una porción de lo que recoge o produce sin él, y con sólo su trabajo.

¡He ahí el monópolio, he ahí el interés de los capitales, he ahí la renta! ... A. Smith, como todos los iluminados, ve y no comprende, refiere y no entiende; habla bajo la inspiración de Dios, sin sorpresa y sin piedad, y el sentido de sus palabras es para él letra muerta. ¡Con qué sangre fría refiere la usurpación propietaria! Interin la tierra no parece buena para nada; ínterin el trabajo no la amuebló, fecundó, utilizó y dió valor, el propietario no hace caso. El abejorro no se posa sobre las flores, sino que se arroja sobre las colmenas. Lo que el trabajador produce, le es inmediatamente arrebatado; el obrero es como un perro de caza sujeto por la mano del amo.

Un esclavo abrumado de trabajo inventa el arado. Con un pedazo de madera arrastrado por un caballo, abre el suelo y le hace capaz de producir diez o cien veces más. El amo, al primer vistazo, comprende la importancia del descubrimiento, y se apodera de la tierra, se apropia el producto, se atribuye hasta la idea, y se hace adorar de los mortales por su magnífico presente. Este hombre se coloca al nivel de los dioses; su mujer es una ninfa, es Ceres, y él es Triptolemo. La miseria inventa y la propiedad recoge; es preciso que el genio permanezca pobre, porque la abundancia lo ahogaría. El mayor servicio que la propiedad hizo al mundo, es esta aflicción perpetua del trabajo y del genio.

Pero ... ¿qué hacer de estas montañas de grano? ¡Qué riqueza tan pobre la que el jefe comparte con sus caballos, con sus bueyes y sus esclavos! ¡No vale la pena de ser rico, si toda la ventaja consiste en poder roer algunos puñados más de arroz y de cebada! A una vieja se le ocurre la idea de moler el grano para su boca desdentada, y se apercibe de que la pasta fermenta, y que cocida bajo ceniza, da un alimento incomparablemente mejor que trigo crudo o tostado. ¡Milagro; el pan de cada día está descubierto! Otra vieja apretó en una cuba una masa de uvas abandonada, y oyó hervir el mosto como si estuviese al fuego; el licor arroja sus inmundicias, brilla y se enrojece. ¡Evoé! es el joven Baco, el hijo querido del propietario, un niño amado de los dioses el que lo encontró. Lo que el amo no había podido devorar en algunas semanas, le bastará un año para beberlo. La viña, como la mies y la tierra, es apropiada.

¿Qué hacer de estos innumerables vellones que todos los años aumentan? Aun cuando el propietario elevase su lecho a la altura de su pabellón; aun cuando doblase treinta veces su tienda suntuosa, este lujo inútil no haría más que descubrir su impotencia; le sobran bienes y no puede gozar: ¡qué escarnio! Una pastora, a quien la avaricia del amo hace andar desnuda, recoge en los zarzales algunas vedijas de lana que tuerce y prolonga en hilos iguales y finos; los reúne después, los entrelaza y se hace un hábito flexible y ligero, mil veces más elegante que las pieles remendadas que cubren a su desdeñosa señora. ¡Es Aracne la tejedora quien creó esta maravilla! Al momento el amo empieza a torcer la lana de sus ovejas, el pelo de sus camellos y de sus cabras, y da a su mujer una tropa de esclavos para que hilen y tejan bajo sus órdenes: ya no es Aracne la humilde criada; es Palas, la hija del propietario, a quien los dioses inspiraron, y cuya envidia se venga de Aracne haciéndola morir de hambre.

¡Qué espectáculo el que nos ofrece esta lucha incesante del trabajo y del privilegio; el primero creándolo todo de nada, y el segundo llegando siempre para devorar lo que no produjo! El destino del hombre es una marcha continua. Es preciso que trabaje, cree, multiplique y perfeccione siempre. Dejad al trabajador que goce de su descubrimiento; se dormirá sobre su idea, y su inteligencia no avanzará más. He ahí el secreto de esta iniquidad que llamaba la atención de A. Smith, y para la cual, sin embargo, el flemático historiador no encontró una sola palabra de reprobación; aunque no podía darse cuenta de ello, adivinaba que el dedo de Dios estaba allí; que hasta el día en que el trabajo llene la tierra, la civilización tendrá por motor el consumo improductivo, y que por medio de la rapiña se establece insensiblemente entre los hombres la fraternidad.

¡Es preciso que el hombre trabaje! ¡Por eso en los consejos de la Providencia se instituyó, se organizó y se santificó el robo! Si el propietario se hubiese cansado de robar, el proletario se habría cansado bien pronto de producir, y el salvajismo y la repugnante miseria llamarían a nuestras puertas. El polinesio, en quien la propiedad aborta y que goza de una completa comunidad de bienes y de amores, ¿por qué trabajará? La tierra y la belleza son de todos, los hijos de nadie: ¿a qué le habláis de moral, de dignidad, de personalidad, de filosofía y de progreso? Y sin ir tan lejos; el corso que bajo sus castaños encuentra durante seis meses la vida y el domicilio, ¿por qué ha de trabajar? ¿Qué le importan vuestras conscripción, vuestros caminos de hierro, vuestra tribuna y vuestra prensa? ¿Qué otra necesidad siente más que la de dormir cuando ya comió sus castañas? Un gobernador de Córcega decía que, para civilizar esta isla, era preciso cortar los castañares; pero el medio más seguro es apropiarlo.

Pero ya el propietario no es bastante fuerte para devorar la sustancia del trabajador, y llama a sus favoritos, a sus bufones, a sus lugartenientes y a sus cómplices. El mismo Smith nos revela esta formidable conjuración.

A cada nueva trasformación de un producto, no sólo aumenta el número de los beneficios, sino que cada beneficio subsiguiente es mayor que el que le precede, porque el capital de que procede es necesariamente mayor. Y en efecto: mientras que el alza de los salarios obra sobre el precio de una mercancía como el interés simple en la acumulación de una deuda, el alza de los beneficios obra como el interés compuesto. Si en la fábrica de telas, por ejemplo, los salarios de los obreros, rastrilladores de lino, hilanderas, tejedores, etc., aumentasen dos dineros por día, sería necesario elevar el precio de la pieza de tela tantas veces dos dineros, como obreros se hubiesen empleado en su confección, multiplicando el número de obreros por el de los días. En cada uno de los diferentes grados de mano de obra que siguiese la mercancía, esta parte de su precio que se resuelve en salarios, se elevaría en la proporción aritmética de esta elevación de los jornales; pero si los beneficios de todos los diferentes amos que emplean a estos obreros se elevasen en un 5 por 100, esta parte del precio que se resuelve en beneficios, se elevaría en cada uno de los diferentes grados de la mano de obra, en razón progresiva de esta alza o en progresión geométrica. El amo de los rastrilladores de lino exigiría al vender su lino un aumento de 5 por 100 sobre el valor total de la materia y de los salarios adelantados por él a los obreros: el amo de las hilanderas pediría un beneficio adicional de 5 por 100, tanto sobre el precio del lino rastrillado que había satisfecho, como sobre el total de los salarios pagados a las hilanderas. Por último, el amo de los tejedores exigiría también 5 por 100 sobre el precio satisfecho por el lino. hilado y sobre el importe de los salarios pagados a los tejedores.

He ahí la descripción a lo vivo de la jerarquía económica, empezando en júpiter-propietario y acabando en el esclavo. Del trabajo, de su división, de la distinción del amo y del asalariado, y del monopolio de los capitales, sale una casta de señores hacendados, financieros, empresarios, patrones, maestros y contramaestres que consumen rentas, recogen usuras, estrujan al trabajador, y sobre todo, ejercen una policía insoportable, que es la forma más terrible de la explotación y de la miseria. La invención de la política y de las leyes se debe exclusivamente a la propiedad: Numa y Egeria, Tarquino y Tanaquildo, como Napoleón y Carlomagno, eran nobles. Regum timendorum in proprios greges reges in ipsos imperium est Jovis, dice Horacio. Cualquiera diría que ésta era una legión de espíritus infernales que acudían de todos los rincones del infierno para atormentar una pobre alma. ¡Arrastradlo por su cadena, quitadle el sueño y el alimento, heridle, quemadle, atenazadle, no le déis descanso ni tengáis piedad! Si tenéis compasión del trabajador, si le hacéis justicia, no quedará nada para nosotros, y pereceremos.

¡Oh Dios! ¿Qué crimen ha cometido este infortunado para que lo abandones a estos guardianes que le distribuyen los palos con mano tan liberal y la subsistencia con mano tan avara? ... Y vosotros, propietarios, varas escogidas por la Providencia, no hagáis rebosar la medida prescrita, porque la rabia se apoderó del corazón de vuestro servidor, y sus ojos están inyectados de sangre.

Una sublevación de los trabajadores arranca a los implacables amos una concesión: ¡día feliz, viva alegría! El trabajo es libre; pero ... ¡qué libertad, justo cielo! La libertad para el proletariado es la facultad de trabajar; es decir, el derecho de hacerse expoliar o de no trabajar, que equivale a decir, ¡la facultad de morir de hambre! La libertad sólo es beneficiosa para la fuerza; gracias a la competencia, el capital ahoga por todas partes al trabajo y convierte la industria en una vasta coalición de monopolios. Por segunda vez la plebe trabajadora cae de rodillas a los pies de la aristocracia; no tiene posibilidad, ni siquiera el derecho de discutir su salario.

Los amos, dice el oráculo, están siempre y por todas partes en una liga tácita, constante y uniforme para no elevar los salarios más allá del precio existente. Violar esta regla es un acto de compañero desleal; y gracias a una legislación abominable, se tolera esta liga mientras que las coaliciones de los obreros se castigan severamente.

Y ¿por qué esta nueva iniquidad que la inalterable serenidad de Smith no pudo menos de llamar abominable? ¿Sería acaso necesaria esta injusticia manifiesta, y sin esa excepci6n de personas se habría equivocado la fatalidad, y la Providencia sufriría un desclabro? ¿Encontraremos medio de justificar por el monopolio esta policía parcial del género humano?

¿Por qué no, si queremos elevarnos por encima del sentimentalismo societario y considerar los hechos, la fuerza de las cosas, la ley íntima de la civilización?

¿Qué es el trabajo? ¿Qué es el privilegio?

El trabajo, análogo a la actividad creadora, sin conciencia de sí mismo, indeterminado, infecundo mientras la idea, la ley no lo penetra, el trabajo es el crisol en donde se elabora el valor, la gran matriz de la civilización, principio pasivo o hembra de la sociedad. El privilegio, que emana del libre arbitrio, es la chispa eléctrica que decide la individualizaci6n, la libertad que realiza, la autoridad que manda, el cerebro que delibera, el yo que gobierna.

La relación del trabajo y del privilegio es, pues, una relación de hembra a macho, de esposa a esposo. En todos los pueblos el adulterio de la mujer pareció siempre más reprensible que el del hombre, y se le sometió, por consiguiente, a penas más rigurosas. Los que se detienen ante la atrocidad de las formas, y olvidando el principio sólo ven la barbarie ejercida con el sexo femenino, son politiqueros de novela, dignos de figurar en las narraciones del autor de Lelia. Toda indisciplina de los obreros es asimilable al adulterio cometido por la mujer. ¿No es, pues, evidente que si los tribunales oyesen con el mismo pavor la queja del obrero y la del amo, el lazo jerárquico, fuera del cual la humanidad no puede vivir, quedaría roto, y toda la economía de la sociedad arruinada?

Juzgad por los hechos. Comparad la fisonomía de una huelga de obreros con la marcha de una coalición de empresarios. En la primera, desconfianza del derecho, agitación, turbulencia; al exterior, gritos y temblores; en el interior, terror, espíritu de sumisión y deseo de la paz. En la segunda, por el contrario, resolución calculada, sentimiento de la fuerza, certidumbre del resultado, sangre fría en la ejecución. ¿En dónde está la potencia, el principio orgánico, la vida? Indudablemente, la sociedad debe a todos asistencia y protección: yo no defiendo la causa de los opresores de la humanidad; ¡qué la venganza del cielo los aplaste! pero es preciso que la educación del proletario se cumpla. El proletario es Hércules que llega a la inmortalidad por medio del trabajo y la virtud: pero ¿qué haría Hércules sin la persecución de Euristea?

¿Quién eres tú?, preguntaba el Papa San León a Atila, cuando este destructor de naciones fue a plantar su campamento delante de Roma. -Yo soy la cólera de Dios, respondió el bárbaro. -Nosotros recibimos con gratitud todo lo que Dios nos envía, replicó el Papa; ¡pero ten cuidado de no hacer nada que Dios no te haya ordenado!

Propietario, ¿quién eres?

¡Cosa extraña! La propiedad, atacada por todas partes en nombre de la caridad, de la justicia y de la economía social, nunca supo responder más que estas palabras para justificarse: Yo existo porque existo. Yo soy la negación de la sociedad, la expoliación del trabajador, el derecho del improductivo, la razón del más fuerte, y ninguno puede vivir si yo no lo devoro.

Este espantoso enigma causó la desesperación de las inteligencias más sagaces.

Antes de la apropiación de las tierras y la acumulación de los capitales, el producto completo del trabajo pertenecía al obrero: entonces no había propietario ni amo con quien repartirlo. Si este estado de cosas hubiese continuado, el salario del trabajo habría aumentado con todo este acrecentamiento de la potencia productiva a que da lugar la división. Producidas con una cantidad menor de trabajo, se habrían adquirido con cantidades cada vez menores.

Esto dice A. Smith, y añade su comentador: Yo comprendo fácilmente cómo el derecho de apropiarse, bajo el nombre de interés, beneficio o alquiler, el producto de otros individuos, se convierte en estímulo de la avaricia; pero no puedo creer que disminuyendo la recompensa del trabajador para aumentar la opulencia del hombre ocioso, se pueda desarrollar la industria o acelerar los progresos de la sociedad en riqueza.

La razón de este descuento, que ni Smith ni su comentador percibieron, vamos a decirla nosotros, a fin de que la ley inexorable que gobierna la sociedad humana, quede de nuevo, y por última vez, puesta en evidencia.

Dividir el trabajo, no es más que hacer una producción de piezas: para que haya valor, es necesaria una composición. Antes de instituirse la propiedad, cada cual es dueño de coger en el océano el agua de donde extrae la sal que emplea en sus alimentos, coger la oliva de donde extraerá el aceite, reunir el mineral que contiene el hierro y el oro. Cada cual es libre de cambiar una parte de lo que recogió por una cantidad equivalente de las provisiones hechas por otro: hasta aquí, no salimos del derecho sagrado del trabajo y de la comunidad de la tierra. Pues bien: si tengo el derecho de usar (sea por mi trabajo personal, sea por el cambio) de todos los productos de la naturaleza, y si la posesión obtenida de este modo es legítima, tengo también el derecho de componer, con los diversos elementos que con el trabajo o el cambio me he procurado, un nuevo producto que es mi propiedad, y del cual puedo gozar exclusivamente. Yo puedo, por ejemplo, por medio de la sal, de la cual extraeré la sosa, y del aceite que saco de la oliva y del sésamo, hacer una composición propia para limpiar las telas, que será para mí, considerada desde el punto de vista de la limpieza y de la higiene, de una utilidad inmensa. Hasta puedo reservarme el secreto de esta composición, y por consiguiente, retirar, por medio del cambio, un beneficio legítimo.

Ahora bien: ¿qué diferencia hay, en cuanto al derecho, entre la fabricación de una onza de jabón y la de un millón de kilogramos? La cantidad mayor o menor, ¿hace cambiar en algo la moralidad de la operación? No: luego la propiedad, como el comercio y el trabajo, es un derecho natural, cuyo ejercicio no puede prohibirme nadie en el mundo.

Mas por lo mismo que yo compongo un producto que es mi propiedad exclusiva, como lo son las materias que lo constituyen, se sigue de aquí que un taller, una explotación de hombres queda organizada por mí; que en mis manos se acumulan beneficios con detrimento de todos los que entran en relaciones conmigo, y que si deseáis sustituirme en la empresa, naturalmente os exigiré una renta. Vos poseeréis mi secreto, fabricaréis en mi lugar, haréis girar mi molino, recogeréis los frutos de mi campo, vendimiaréis mi viña, pero me daréis la cuarta o la tercera parte del producto.

Toda esta cadena es necesaria e indisoluble, y no hay en ello serpiente ni diablo; es la ley misma de las cosas, el dictamen del sentido común. En el comercio, la expoliación es idéntica al cambio; y lo que verdaderamente sorprende, es que un régimen como éste no sólo se disculpa por la buena fe de los partidos, sino que lo ordena la justicia.

Un hombre compra a su vecino el carbonero una saca de carbón, y al tendero una cantidad de azufre traído del Etna: con estos artículos hace una mezcla a la cual añade una cantidad de salitre que le vende el droguista. De aquí resulta una pólvora explosiva, de la cual cien libras bastante para destruir una ciudadela: pues bien; yo pregunto si el leñador que carbonizó la madera, el pastor siciliano que recogió el azufre, el marino que efectuó el trasporte, el comisionado que desde Marsella hizo la expedición y el comerciante que lo vendió, son cómplices de la catástrofe. ¿Existe la menor solidaridad entre ellos, no digo ya en el empleo, sino en la fabricación de esta pólvora? Si no es posible descubrir la menor conexión de acción entre los individuos que han cooperado a la producción de la pólvora, es claro que tampoco hay solidaridad entre ellos relativamente a los beneficios de la venta, y que la ganancia que puede resultar de su uso, pertenece también exclusivamente al inventor, como el castigo a que podría hacerse acreedor a consecuencia de crimen o imprudencia, le es personal. La propiedad es idéntica a la responsabilidad, y no se puede afirmar ésta sin reconocer aquélla.

Pero ... admirad la sinrazón de la razón. Esta misma propiedad legítima, irreprochable en su origen, constituye una iniquidad flagrante en su ejercicio; y esto, sin que se le agregue ningún elemento que la modifique, sino por el desarrollo mismo del principio.

Consideramos en su conjunto los productos que la industria y la agricultura presentan en el mercado. Estos productos, como la pólvora y el jabón, son todos, en un grado cualquiera, resultado de una cOmbinación cuyos materiales salieron del almacén general. El precio de estos productos se compone invariablemente; primero, de los salarios satisfechos a las diferentes categorías de trabajadores; y segundo, de los beneficios que exigen los capitalistas y empresarios: de modo que la sociedad se encuentra dividida en dos clases de personas: primera, los empresarios, capitalistas y propietarios, que tienen el monopolio de todos los objetos de consumo; segundo, los asalariados o trabajadores, que sólo pueden dar por estas cosas la mitad de lo que valen, lo cual les hace el consumo, la circulación y la reproducción imposibles.

En vano nos dice Adam Smith:

La simple equidad exige que los que visten, alimentan y proporcionan habitaciones a todo el cuerpo de la nación, tengan en el producto de su propio trabajo una parte suficiente para verse ellos mismos medianamente alimentados, vestidos y albergados.

Pero ... ¿cómo podrá hacerse esto sin desposeer a los monopolistas? ¿Y cómo se impedirá el monopolio si es un efecto necesario del libre ejercicio de la facultad industrial? La justicia que desearía establecer A. Smith es impracticable en el régimen de la propiedad. Y si la justicia es impracticable, si hasta se convierte en injusticia, y si esta contradicción es inherente a la naturaleza, de las cosas, ¿a qué viene el hablar de equidad y de humanidad? ¿Acaso la Providencia conoce la equidad, o la fatalidad es filántropa? Nosotros no debemos tender a destruir el monopolio ni el trabajo, no: por una síntesis que la contradicción del monopolio hace inevitable, debemos hacerle producir, en interés de todos, los bienes que reserva para algunos. Fuera de esta solución, la Providencia permanece insensible a nuestras lágrimas; la fatalidad sigue inflexiblemente su camino, y mientras que nosotros disputamos gravemente sobre lo justo y lo injusto, el Dios que nos hizo contradictorios como él en nuestros pensamientos, en nuestros discursos, en nuestras acciones, nos responde con una carcajada.

Esta contradicción esencial a nuestras ideas, es la que, realizándose por el trabajo y expresándpse en la sociedad con un poder gigantesco, hace que sucedan todas las cosas en sentido inverso de lo que debían ser, y da a la sociedad el aspecto de un tapiz visto del revés, o de un animal puesto boca arriba. Por la división del trabajo y por las máquinas, el hombre debía elevarse gradualmente a la ciencia y a la libertad, y por la división y por las máquinas, se embrutece y se hace esclavo. El impuesto, dice la teoría, debe estar en razón de la fortuna; y al contrario, el impuesto está en razón de la miseria. El improductivo debe obedecer; y por una amarga irrisión, el improductivo manda. El crédito, según la etimología de la palabra y su definición teórica, es el proveedor del trabajo; pero en la práctica, lo estruja y lo mata. La propiedad, en el espíritu de su más bella prerrogativa, es la extensión de la tierra, y en el ejercicio de esta misma prerrogativa, la propiedad es la prohibición de la tierra. En todas sus categorías, la economía política reproduce la contradicción de la idea religiosa. La vida del hombre, afirma la filosofía, es una emancipación perpetua de la animalidad y de la naturaleza, una lucha contra Dios: en la práctica religiosa, la vida es la lucha del hombre consigo mismo, la sumisión absoluta de la sociedad a un Ser superior. Amad a Dios con todo vuestro corazón, nos dice el Evangelio, y aborreced vuestra alma por toda la vida; precisamente, lo contrario de lo que nos ordena la razón ...

No prolongaré más este resumen. Habiendo llegado ya al término de mi carrera, las ideas se me presentan con tal abundancia y vehemencia, que necesitaría un nuevo libro para referir lo que descubro; y a pesar de la conveniencia oratoria, no veo más medio de acabar que el de detenerme bruscamente.

Si no me equivoco, cuando menos, el lector debe estar convencido de una cosa, y es que la verdad social no puede encontrarse en la utopía ni en la rutina; que la economía política no es la ciencia de la sociedad, aunque contiene los materiales de esta ciencia; del mismo modo que el caos antes de la creación, contenía los elementos del universo. Para llegar a la organización definitiva que parece ser el destino de nuestra especie sobre el globo, sólo falta hacer la ecuación general de todas nuestras contradicciones.

Pero ... ¿cuál será la fórmula de esta ecuación?

Después de todo lo dicho, ya podemos entreverla: debe ser una ley de cambio, una teoría de mutualidad, un sistema de garantías que resuelva las formas antiguas de nuestras sociedades civiles y comerciales, y que satisfaga a todas las condiciones de eficacia, de progreso y de justicia que ha señalado la crítica: una sociedad no sólo convencional, sino real; que cambie la división parcelaria en instrumento de ciencia; que suprima la servidumbre de las máquinas y prevenga las crisis de su aparición; que haga de la competencia un beneficio, y del monopolio una garantía de seguridad para todos; que, por la fuerza de su principio, en vez de pedir crédito al capital y protección al Estado, someta al trabajo el capital y el Estado; que, por la sinceridad del cambio, cree una verdadera solidaridad entre los pueblos; que, sin prohibir la iniciativa individual ni el ahorro doméstico, devuelva constantemente a la sociedad las riquezas que la apropiación retira; que por este movimiento de entrada y salida de los capitales, asegure la igualdad política e industrial de los ciudadanos, y por un vasto sistema de educación pública, elevando siempre su nivel, favorezca la igualdad de las funciones y la equivalencia de las aptitudes; que, por la justicia, el bienestar y la virtud, renovando la conciencia humana, asegure la armonía y el equilibrio de las generaciones; una sociedad, en fin, que, siendo organización y transición a la vez, se salve de lo provisional, garantice todo y no comprometa nada ...

La teoría de la mutualidad o del mutuum, es decir, del cambio en productos, cuya forma más sencilla es el préstamo de consumo, desde el punto de vista del ser colectivo, es la síntesis de las dos ideas de propiedad y comunidad; síntesis tan antigua como los elementos que la constituyen, supuesto que no es más que la vuelta de la sociedad a su práctica primitiva a través de un dédalo de invenciones y de sistemas; el resultado de una meditación de seis mil años sobre esta proposición fundamental: A igual A.

Todo se prepara hoy para esta restauración solemne; todo anuncia que el reinado de la ficción pasó, y que la sociedad va a entrar en la sinceridad de su naturaleza. El monopolio se hinchó hasta igualarse al mundo; y un monopolio que abarca el mundo, no puede permanecer exclusivo; es preciso que se republicanice o que reviente. La hipocresía, la venalidad, la prostitución y el robo forman el fondo de la conciencia pública; y a no ser que la humanidad aprenda a vivir de lo que la mata, es preciso creer que la justicia y la expiación se acercan ...

Ya el socialismo, sintiendo morir sus utopías, se acoge a las realidades y a los hechos; se ríe de sí mismo en París; discute en Berlín en Colonia, en Leipzig y en Breslau; se estremece en Inglaterra; truena al otro lado del Océano; se hace matar en Polonia, y se ensaya en el gobierno de Berna y de Lausanna. Penetrando en las masas, el socialismo se ha trasformado; el pueblo se cuida muy poco del honor de las escuelas; pide trabajo, ciencia, bienestar, igualdad: poco le importa el sistema, si la cosa se encuentra. Pues bien: cuando el pueblo quiere alguna cosa y sólo se trata de saber cómo podrá obtenerla, el descubrimiento no se hace esperar mucho tiempo; ¡preparaos, pues, a ver descender la gran mascarada! ...

Que el sacerdote se convenza al fin de que el pecado es la miseria, y que la verdadera virtud, lo que nos hace dignos de la vida eterna, es luchar contra la religión y contra Dios; que el filósofo, deponiendo su orgullo, supercilium philosophicum, sepa, por su parte, que la razón es la sociedad, y que filosofar es hacer obra con sus manos; que el artista recuerde que descendió del Olimpo al establo de Cristo, y que de este estado se elevó de repente a esplendores desconocidos; que el trabajo, como Cristo, debe regenerarle; que el capitalista piense que la plata y el oro no son valores verídicos; que por la sinceridad del cambio, todos los productos se elevan a la misma dignidad, y cada productor tendrá en su casa una fábrica de monedas; que así como la ficción del capital productivo realizó la expoliación del obrero, el trabajo organizado reabsorberá el capital; que el propietario sepa que no es más que el recaudador de las rentas de la sociedad, y que si, gracias a la guerra, pudo en otro tiempo poner entredicho sobre el suelo, el proletariado puede a su vez, por medio de la asociación, ponerlo sobre las cosechas y hacer que la propiedad expire en el vacío; que el príncipe y su orgulloso cortejo, sus militares, sus jueces, sus consejeros, sus pares y todo el ejército de los improductivos, se apresuren a gritar ¡Gracias! al labrador y al industrial, porque la organización del trabajo es sinónimo de subordinación del poder; que depende del trabajador abandonar el improductivo a su indigencia, y hacer morir al poder de vergüenza y de hambre ...

Todo esto sucederá, no como otras tantas novedades imprevistas, inesperadas, efecto súbito de las pasiones del pueblo o de la habilidad de algunos hombres, sino por la vuelta espontánea de la sociedad a una práctica inmemorial, momentáneamente abandonada, y por causa ...

La humanidad, en su marcha oscilatoria, gira incesantemente sobre sí misma; sus progresos no son más que el rejuvenecimiento de sus tradiciones; sus sistemas, tan opuestos al parecer, presentan siempre el mismo fondo visto desde lados diferentes. La verdad, en el movimiento de la civilización, permanece siempre idéntica, siempre antigua y siempre nueva: la religión, la filosofía y la ciencia, no hacen más que traducirse, y esto es precisamente lo que constituye la Providencia y la infalibilidad de la razón humana; lo que asegura, en el seno mismo del progreso, la inmutabilidad de nuestro ser; lo que hace a la sociedad inalterable en su esencia e irresistible en sus revoluciones, y lo que, extendiendo continuamente la perspectiva, presentando siempre a lo lejos la última solución, funda la autoridad de nuestros misteriosos presentimientos.

Reflexionando sobre estos combates de la humanidad, recuerdo involuntariamente que, en el simbolismo cristiano, a la Iglesia militante debe suceder en el último día, una Iglesia triunfante, y el sistema de las contradicciones sociales se me presenta como un puente mágico que se levanta sobre el río del olvido.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorBiblioteca Virtual Antorcha