Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph Proudhon | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
III
Aplicación de la ley de proporcionalidad de los valores
Todo producto es un signo representativo del trabajo.
Todo producto puede, por consecuencia, ser cambiado por otro, y ahí está la práctica universal que lo acredita.
Pero suprímase el trabajo, y no quedan sino cosas más o menos útiles, que, no estando revestidas de ningún carácter económico, de ningún signo humano, son inconmensurables entre sí; es decir, lógicamente incapaces de cambio.
El dinero es como cualquiera otra mercancía, un signo representativo del trabajo: por esto ha podido servir de evaluador común y de intermedio para los tratos. Mas la función particular que el uso ha dado a los metales preciosos, de servir de agente para el comercio, es meramente convencional; y cualquiera otra mercancía, menos cómodamente quizás, pero de una manera tan auténtica, podría desempeñar el mismo papel: los economistas lo reconocen, y se cita acerca de esto más de un ejemplo. ¿Cuál es, por lo tanto, la razón de esa preferencia generalmente dada a los metales para que sirvan de moneda? ¿Cómo se explica esa especialidad de función del dinero, que no tiene análogo en la economía política? Porque toda cosa única y sin comparación en su especie, es por lo mismo de más difícil inteligencia, y muchas veces del todo ininteligible. ¿Será posible reconstruir la serie de que parece haber sido sacada la moneda, y por consecuencia restituirla a su verdadero principio?
Sobre este punto los economistas, según costumbre, se han salido del terreno de su ciencia, han hablado de física, de mecánica, de historia, etc.; han hablado de todo, pero no han respondido a la cuestión. Los metales preciosos, han dicho, por su escasez, su densidad y su incorruptibilidad, ofrecían para la moneda comodidades que se estaba lejos de encontrar en igual grado en las demás mercancías. Los economistas, en una palabra, en vez de responder a la cuestión de economía que se les había propuesto, se han metido a tratar la cuestión de arte. Han hecho ver perfectamente la conveniencia mecánica del oro y de la plata para servir de moneda; pero ninguno de ellos ha visto ni comprendido la razón económica que ha hecho dar a los metales preciosos el privilegio de que gozan.
Ahora bien, lo que nadie ha observado es que entre todas las mercancías, el oro y la plata son las primeras cuyo valor haya llegado a constituirse. En el período patriarcal, el oro y la plata se cambian aún en pastas, y son objeto de regateo, aunque ya con una tendencia visible a dominar, y con una marcada preferencia. Poco a poco los soberanos se apoderan de ellos y les imprimen su sello; y de esa soberana consagración nace la moneda, es decir, la mercancía por excelencia, la que a pesar de todas las violentas vicisitudes del comercio, conserva un valor proporcional determinado, y se hace aceptable en toda clase de pagos.
Lo que distingue, en efecto, la moneda, no es la dureza del metal, menor que la del acero, ni su utilidad, muy inferior a la del trigo, el hierro, el carbón de piedra, y otras muchas sustancias, tenidas casi por viles al lado del oro, ni la escasez, ni la densidad, que podrían muy bien ser suplidas, ya por el trabajo que se invirtiese en otras materias, ya por el papel de Banco, como hoy sucede, que representa vastos montones de hierro y cobre. El carácter distintivo del oro y de la plata procede, repito, de que gracias a sus propiedades metálicas, a las dificultades de su producción, y sobre todo a la intervención de la autoridad pública, han adquirido temprano, como mercancías, la fijeza y la autenticidad (1).
Digo, pues, que el valor del oro y de la plata, especialmente de la parte que entra en la fabricación de las monedas, por más que este valor no esté quizá todavía calculado de una manera rigorosa, no tiene ya nada de arbitrario; y añado que no es tampoco susceptible de menosprecio, a la manera de los demás valores, por más que pueda variar continuamente. Todo el raciocinio y erudición que se han gastado para probar, con el ejemplo del dinero, que el valor es cosa esencialmente interminable, son otros tantos paralogismos, qua proceden de tener una falsa idea de la cuestión, ab ignorantia elenchi.
Felipe I, rey de Francia, pone un tercio de liga en la libra tornesa de Carlomagno, imaginándose que, teniendo él solo el monopolio de la fabricación de la moneda, puede hacer lo que todo comerciante que tiene el monopolio de un producto. ¿Qué venía a ser, en efecto, esa alteración de la moneda, tan censurada en Felipe y sus sucesores? Un raciocinio muy justo desde el punto de vista de la rutina comercial, pero muy falso en buena ciencia económica, es a saber, que siendo la oferta y la demanda la regla de los valores, cabe, ya produciendo una escasez ficticia, ya acaparando la fabricación de las cosas, hacer subir su estimación, y por lo tanto su valor, y que esto es tanta verdad tratándose del oro y de la plata, como del trigo, del vino, del aceite y del tabaco. No bien se sospechó, sin embargo, que Felipe había cometido este fraude, cuando su moneda quedó reducida a su justo valor, y perdió el mismo rey lo que había creído poder ganar a costa de sus súbditos. Tuvieron el mismo resultado todas las tentativas análogas. ¿De dónde procedía su error?
Dependía, según los economistas, de que, con falsear la moneda, no habiendo realmente disminuído ni aumentado la cantidad de oro y de plata, no había cambiado la proporción de esos metales con las demás mercancías, y por consecuencia no estaba en poder del soberano hacer que valiese 4 lo que sólo valía 2 en el Estado. Hay hasta que considerar que si, en vez de alterar las monedas, hubiese estado en manos del rey doblar la suma de las mismas, el valor en cambio del oro y de la plata habría bajado al punto de una mitad, siempre por esa misma razón de proporcionalidad y de equilibrio. La alteración de las monedas era, pues, de parte del rey un empréstito forzoso, o por mejor decir una bancarrota, una estafa.
Perfectamente. Los economistas explican muy bien, cuando quieren, la teoría de la medida de los valores: basta para esto traerles al capítulo de la moneda. ¿Cómo no ven, pues, que la moneda es la ley escrita del comercio, el tipo del cambio, el primer anillo de esa larga cadena de creaciones que, bajo el nombre de mercancías, han de recibir todas la sanción social, y llegar a ser, si no de hecho, a lo menos de derecho, aceptables como la moneda en toda especie de tratos?
La moneda, dice muy bien el señor Augier, no puede servir de escala de apreciación para los tratos concluídos, ni de buen instrumento de cambio, sino en cuanto su valor se acerca más al ideal de la permanencia; porque nunca cambia ni compra sino el valor que posee (Historia del Crédito público) (2).
Convirtamos en fórmula general esta observación eminentemente juiciosa.
El trabajo no llega a ser una garantía de bienestar y de igualdad, sino en cuanto el producto de cada individuo está en proporción con la masa; porque nunca cambia ni compra sino un valor igual al que representa.
¿No es verdaderamente de extrañar que se tome abiertamente la defensa del comercio agiotista e infiel, y se ponga al mismo tiempo el grito en el cielo al hablar de un monarca monedero falso que, después de todo, no hacía más que aplicar al dinero, el principio fundamental de la economía política, la inestabilidad arbitraria de los valores? Había de dar mañana la Hacienda 750 gramos de tabaco por un kilogramo, y los economistas todos habían de gritar que esto era un robo; pero si, usando de su privilegio, aumentase mañana la misma Hacienda en 2 francos el precio del kilogramo, lo encontrarían caro, pero nada verían en esto contrario a sus principios. ¡Qué imbroglio el de la economía política!
Hay, pues, en la monetización del oro y de la plata algo más de lo que dicen los economistas: hay la consagración de la ley de proporcionalidad, el primer acto de constitución de los valores. La humanidad obra en todo por gradaciones infinitas: después de haber comprendido que hay que sujetar todos los productos del trabajo a una regla de proporción que los haga todos igualmente permutables, empieza por dar este carácter de permutabilidad absoluta a un producto especial, que llegará a ser para ella el tipo y el patrón de todos los demás valores. Así, para elevar a sus hijos a la libertad y a la igualdad, empieza por crear reyes. El pueblo siente de una manera confusa esa marcha providencial, cuando, en sus sueños de fortuna y en sus leyendas, habla siempre de oro y de reyes; y los filósofos no han hecho más que tributar homenaje a la razón universal, cuando en sus pretendidas homilías morales y en sus utopías socialistas, truenan con igual estrépito contra el oro y la tiranía. Auri sacra fames! ¡Maldito oral, exclama ridículamente un comunista. Tanto valdría decir: maldito trigo, malditas viñas, malditos carneros; porque, del mismo modo que el oro y la plata, todo valor comercial ha de llegar a ser exacta y rigurosamente determinado. La obra está empezada hace mucho tiempo: adelanta hoy a ojos vistos.
Pasemos a otras consideraciones.
Es un axioma generalmente admitido por los economistas que todo trabajo debe dejar un sobrante.
Esta proposición es para mí una verdad universal y absoluta; es el corolario de la ley de proporcionalidad, que podemos considerar como el resumen de toda la ciencia económica. Pero, perdónenme los economistas, el principio de que todo trabajo debe dejar un sobrante carece de sentido en su teoría, y no es susceptible de demostración alguna. Si la oferta y la demanda es la única regla de los valores, ¿cómo se ha de reconocer lo que sobra y lo que basta? No pudiendo ser matemáticamente determinados el precio de coste, ni el precio de venta, ni el salario, ¿cómo se ha de concebir un sobrante, un beneficio? La rutina comercial nos ha dado de ese beneficio, tanto la palabra como la idea; y de que todos somos políticamente iguales, se ha reducido que todos debemos tener igual derecho a realizar beneficios en nuestra industria personal, en nuestro trabajo. Pero las operaciones del comercio son esencialmente irregulares; y se ha probado sin réplica que los beneficios del comercio no son más que un tributo arbitrario y forzoso del productor sobre el consumidor, en una palabra, un trasiego, por no usar de mejor término. Advertiríase esto pronto si fuese posible comparar la cifra total de los déficits de cada año con el importe de los beneficios. En el sentido de la economía política, el principio de que todo trabajo debe dejar un sobrante, no es más que la consagración del derecho constitucional de robar al prójimo, que por la revolución hemos adquirido todos.
Sólo la ley de proporcionalidad de los valores puede explicar este problema. Tomaré la cuestión desde algo lejos: es bastante grave para que la trate con la extensión que merece.
La mayor parte de los filósofos, como de los filólogos, no ven en la sociedad sino un ente de razón, o por mejor decir, un nombre abstracto que sirve para designar una colección de hombres. Hemos adquirido todos en la infancia, con nuestras primeras lecciones de gramática, la preocupación de que los nombres colectivos, los de género y especie, no designan realidades. Mucho tendría que decir sobre esta materia; más no quiero salirme de mi asunto. Para el verdadero economista, la sociedad es un ser viviente, dotado de una inteligencia y de una actividad propias, regido por leyes especiales que sólo la observación descubre, y cuya existencia se manifiesta, no bajo una forma física, pero sí por el concierto y la íntima solidaridad de todos sus miembros. Así, cuando hace poco, bajo el emblema de un dios de la fábula, hacíamos la alegoría de la sociedad, nuestro lenguaje no tenía en el fondo nada de metafórico: era aquél el ser social, unidad orgánica y sintética a que acabábamos de dar un nombre. A los ojos de cualquiera que haya reflexionado sobre las leyes del trabajo y del cambio (dejo a un lado toda otra consideración), la realidad, por poco he dicho la personalidad del hombre colectivo, es tan cierta como la realidad y la personalidad del hombre individual. Toda la diferencia consiste en que éste se presenta a nuestros sentidos bajo el aspecto de un organismo cuyas partes están en cohesión material, circunstancia que no existe en la sociedad. Pero la inteligencia, la espontaneidad, el desarrollo, la vida, todo lo que constituye en más alto grado la realidad del ser, es tan esencial para la sociedad como para el hombre. De aquí procede que el gobierno de las sociedades sea ciencia, es decir, estudio de relaciones naturales; y no arte, es decir, arbitrarieda1, capricho. De aquí nace por fin que toda sociedad decaiga en cuanto pasa a manos de los ideólogos.
El principio de que todo trabajo debe dejar un sobrante, indemostrable para la economía política, es decir, para la rutina propietaria, es uno de los que más acreditan la realidad de la persona colectiva; porque, como se va a ver, no es verdadero tratándose de los individuos sino porque dimana de la sociedad, que les confiere así el beneficio de sus propias leyes.
Vengamos a los hechos. Se ha observado que las empresas de ferrocarriles son una fuente de riqueza no tanto para los empresarios como para el Estado. La observación es justa; falta sólo añadir que es aplicable no sólo a los ferrocarriles, sino también a todas las industrias. Pero este fenómeno, que deriva esencialmente de la ley de proporcionalidad de los valores, y de la absoluta identidad de la producción y el consumo, es inexplicable con la noción ordinaria de valor útil y valor en cambio.
El precio medio del trasporte por ruedas de las mercancías es de 18 céntimos por tonelada y kilómetro, tratándose de mercancías recibidas y entregadas en almacén. Se ha calculado que, a este precio, una empresa ordinaria de ferrocarriles no llegaría a obtener el 10 por 100 de beneficio neto, resultando poco más o menos igual al de una empresa de trasportes por carros. Pero admitamos que la celeridad del trasporte por ferrocarriles sea a la del trasporte por carros, hechas todas las comparaciones debidas, como 4 es a 1: como en la sociedad el tiempo es el valor mismo, a igualdad de precios el ferrocarril presentará sobre el trasporte por carros una ventaja de 400 por 100. Esta enorme ventaja, sin embargo, realísima para la sociedad, dista de serlo en la misma proporción para el carruajero, que, al paso que hace gozar a la sociedad de un aumento de valor de 400 por 100, no cobra para sí un 10, como llevamos dicho. Supongamos, en efecto, para hacer la cosa aún más palpable, que el ferrocarril eleva su tarifa a 25 céntimos, quedando la de los trasportes por carros a 18: perderá al instante todas sus consignaciones; cargadores, consignatarios, todo el mundo, en fin, volverá a la galera acelerada, y si es necesario, al mismo carromato. Se abandonará la locomotora; se sacrificará una ventaja social de 400 por 100 a una pérdida privada de 33 por 100.
La razón de esto es fácil de comprender: la ventaja que resulta de la celeridad del ferrocarril es toda social, y cada individuo participa de ella sólo en una proporción mínima (no olvidemos que no se trata aquí sino del trasporte de mercaderías), mientras que la pérdida afecta directa y personalmente a los consumidores. Un beneficio social de 400 representa para el individuo, si la sociedad está compuesta sólo de un millón de hombres, cuatro diezmilésimas, mientras que una pérdida de 33 por 100 para el consumidor supondría un déficit social de treinta y tres millones. El interés particular y el interés colectivo, tan divergentes al primer golpe de vista, son, pues, perfectamente idénticos y adecuados; y este ejemplo puede ya servir para hacer comprender cómo todos los intereses se concilian en la ciencia económica.
Así, pues, para que la sociedad realice el beneficio arriba supuesto, es preciso y de toda necesidad que las tarifas de los ferrocarriles no pasen, o pasen muy poco, de las de los trasportes por ruedas.
Pero para que se cumpla esta condición, en otros términos, para que el ferrocarril sea comercialmente posible, necesario es que la materia trasportable abunde lo bastante para cubrir cuando menos el interés del capital en juego, y los gastos de conservación de la vía. Luego la primera condición de existencia de un ferrocarril es una numerosa circulación, lo cual supone una producción más crecida aún, y abundantes operaciones de cambios.
Pero producción, circulación, cambios, no son cosas que se improvisan; ni las diversas formas del trabajo se desarrollan aislada ni independientemente una de otra: sus progresos están necesariamente trabados, son solidarios, proporcionales. Puede existir antagonismo entre los industriales: a pesar suyo, la acción social es una, convergente, armónica, en una palabra, personal. Hay, pues, su día marcado para la creación de los grandes instrumentos de trabajo; y es el día en que el consumo general los pueda sostener, esto es, el día en que todas esas proposiciones son equivalentes, el trabajo ambiente pueda alimentar las nuevas máquinas. Anticipar la hora marcada por el progreso del trabajo, sería imitar a ese loco que, para trasladarse de Lyon a Marsella, hizo aparejar un buque de vapor para él solo.
Aclarados estos puntos, nada más fácil que explicar cómo el trabajo ha de dejar para cada productor un sobrante.
Por de pronto, en lo que a la sociedad concierne, saliendo Prometeo del seno de la naturaleza, despierta a la vida en medio de una inercia llena de encantos, que no tardaría, con todo, en ser para él miseria y tortura si no se apresurase a salir de ella por el trabajo. En esta ociosidad virginal, siendo nulo su producto, el bienestar de Prometeo es idéntico al del bruto, y puede ser representado por cero.
Prometeo se pone a trabajar: y desde el primer día, el primero de la segunda creación, su producto, es decir, su riqueza, su bienestar, es igual a 10.
El segundo día, Prometeo divide su trabajo, y su producto llega a ser igual a 100.
El tercer día, y cada uno de los siguientes, Prometeo inventa máquinas, descubre nuevas utilidades en los cuerpos, nuevas fuerzas en la naturaleza; extiende el campo de su existencia del terreno sensitivo a la esfera de lo moral y de lo inteligible, y, a cada paso que da en su industria, la cifra de su producción crece y le indica un aumento de felicidad. Y puesto que al fin para él consumir es producir, es claro que cada día de consumo, no gastando sino el producto de la víspera, deja un sobrante de productos para el día de mañana.
Pero observemos también, observemos sobre todo este hecho capital, que el bienestar del hombre está en razón directa de la intensidad del trabajo y de la multiplicidad de las industrias, de suerte que el aumento de la riqueza y del trabajo son correlativos y paralelos.
Decir ahora que cada individuo participa de esas condiciones generales del desarrollo colectivo, sería afirmar una verdad que, a fuerza de evidente, podría parecer tontería. Consagrémonos más bien a señalar las dos formas generales del consumo en la sociedad.
La sociedad, del mismo modo que el individuo, tiene por de pronto sus artículos de consumo personal, artículos cuya necesidad le hace sentir poco a poco el tiempo, y cuya creación le ordenan sus misteriosos instintos. Así, en la Edad Media hubo, para un gran número de ciudades, un momento decisivo en que la construcción de casas consistoriales y de catedrales llegó a ser una pasión violenta, que fue preciso satisfacer a toda costa, por depender de ella la existencia de la comunidad. Seguridad y fuerza, orden público, centralización, nacionalidad, patria, independencia, esto es lo que compone la vida de la sociedad y el conjunto de sus facultades mentales; éstos los sentimientos que debían tener su forma de expresión y su símbolo. Tal había sido en otro tiempo el destino del templo de Jerusalén, verdadero Palladium de la nación judía; tal era en Roma el templo de Júpiter Capitolino. Más tarde, tras el palacio municipal y el templo, órganos por decirlo así de la centralización y del progreso, vinieron las demás obras de utilidad pública, puentes, teatros, escuelas, hospitales, caminos, etc.
Siendo los monumentos de utilidad pública, de uso esencialmente común, y por consecuencia gratuitos, la sociedad se reintegra de sus anticipos por las ventajas políticas y morales que resultan de esas grandes obras, y dando una prenda de seguridad al trabajo y un ideal a los espíritus, imprimen un nuevo vuelo a la industria y a las artes.
Sin embargo, no sucede así con los artículos de consumo doméstico, que son los únicos que entran en la categoría del cambio: no son éstos para producirlos sino según las condiciones de mutualidad que permiten su consumo, es decir, el reembolso inmediato y beneficioso para los productores. Hemos desarrollado suficientemente estas condiciones en la teoría de la proporcionalidad de los valores, que se podría llamar también teoría de la progresiva reducción del precio de coste.
He demostrado por la teoría y por los hechos el principio que todo trabajo debe dejar un sobrante; pero este principio, tan cierto como una proposición aritmética, dista de ser una realidad para todo el mundo. Mientras que, por los progresos de la industria colectiva, cada día de trabajo individual da un producto cada vez mayor, y, mientras que, por una consecuencia necesaria, el trabajador, con el mismo salario, debería ser cada día más rico, hay en la sociedad clases que obtienen un beneficio, y otras que van decayendo; trabajadores de doble, triple y céntuplo salario, y trabajadores con déficit; por todas partes, al fin, gentes que gozan y gentes que sufren, y, por una monstruosa división de las facultades industriales, individuos que consumen y no producen. El reparto del bienestar sigue todos los movimientos del valor, y los reproduce, en miseria y lujo, con energía y con dimensiones espantosas. Pero por todas partes también el progreso de la riqueza, es decir, la proporcionalidad de los valores, es la ley dominante; y cuando los economistas oponen a las quejas del partido social el aumento progresivo de la fortuna pública y las mejoras introducídas en la condición de las clases más desgraciadas, proclaman sin saberlo una verdad que es la condenación de sus teorías.
Ruego a los economistas que, en el silencio de su corazón, desprendiéndose de las preocupaciones que tanto les turban, y sin consideración a los destinos que ocupan o esperan, ni a los intereses a que sirven, ni a los votos que ambicionan, ni a las distinciones que tanto halagan su vanidad, se pregunten un momento, y digan si hasta hoy se les ha presentado el principio de que todo trabajo debe dejar un sobrante con la cadena de preliminares y de consecuencias que hemos reunido; y si por esas palabras han concebido jamás otra cosa que el derecho de hacer de los valores un agiotaje, violentando con sus torpes manejos la oferta y la demanda; si no es, además, verdad que admiten a la vez, por un lado el progreso de la riqueza y del bienestar, y por consecuencia la medida de los valores; y por otro, la arbitrariedad de los tratos mercantiles y la inconmensurabilidad de los valores, es decir, todo lo que hay de más contradictorio. ¿No es, acaso, en virtud de esa contradicción que se oye repetir sin cesar en los cursos y en las obras de economía política, la absurda hipótesis: Si se doblase el precio de todas las cosas? ... ¡Como si el precio de todas las cosas no fuese la proporción de las cosas mismas, y cupiese doblar una proporción, una relación, una ley! ¿No es, por fin, en virtud de la rutina propietaria y anormal, defendida por la economía política, que en el comercio, en la industria, en las artes, en el Estado, invocando servicios prestados a la sociedad, tiende cada cual incesantemente a exagerar su importancia, solicita recompensas, subvenciones, grandes sueldos, altos honorarios? ¡Como si la retribución de todo servicio no estuviese necesariamente determinada por el importe de sus gastos! ¿Por qué los economistas no propagan con todas sus fuerzas esta verdad tan sencilla como luminosa: el trabajo de cada hombre no puede sino adquirir el valor que entraña, y este valor es proporcional a los servicios de todos los demás trabajadores, si, como parecen creer, el trabajo de cada cual debe dejar un sobrante?
Pero aquí se presenta una consideración final que expondré en pocas palabras.
J. B. Say, el economista que más ha insistido en la absoluta indeterminabilidad del valor, es también el que se ha tomado más trabajo para destruir esta proposición. Él es, si no me engaño, el autor de la fórmula: Todo producto vale lo que cuesta; o, lo que viene a ser lo mismo, los productos se cambian con productos. Este aforismo, lleno de consecuencias igualitarias, ha sido después contradicho por otros economistas: examinemos sucesivamente la afirmativa y la negativa.
Cuando digo: Todo producto vale los productos que ha costado, digo que todo producto es una unidad colectiva que, bajo una nueva forma, agrupa cierto número de otros productos, consumidos en cantidades diversas. De donde se sigue que los productos de la industria humana son, unos con relación a otros, géneros y especies, y forman una serie de lo simple a lo compuesto, según el número y la proporción de los elementos, todos equivalentes entre sí, que constituyen cada producto. Poco importa, en cuanto a lo presente, que esta serie, así como la equivalencia de sus elementos, venga más o menos exactamente expresada en la práctica por el equilibrio de los salarios y de las fortunas: se trata ante todo de la relación en las cosas, de la ley económica (3). Porque aquí, como siempre, la idea empieza por engendrar espontáneamente el hecho, y éste, reconocido por el pensamiento que le ha dado el ser, se va rectificando poco a poco y definiendo conforme con su principio. El comercio, libre y concurrente, no es más que una larga rectificación que tiene por objeto hacer resaltar la proporcionalidad de los valores, en tanto que el derecho civil la consagra y la toma por regla de la condición de las personas. Digo, pues, que el principio de Say: Todo producto vale lo que cuesta, indica una serie en la producción humana, análoga a las series animal, y vegetal, en la que se reputan iguales las unidades constitutivas, o sean los jornales del trabajo. De suerte que la economía política afirma desde un principio, pero por medio de una contradicción, lo que no han creído posible Platón, ni Rousseau, ni ningún publicista antiguo ni moderno, la igualdad de las condiciones y de las fortunas.
Prometeo es sucesivamente labrador, viñero, tahonero, tejedor. Sea cual fuere el oficio que ejerza, como que no trabaja más que para sí mismo, compra lo que consume (sus productos) con una sola y misma moneda (sus productos), cuya unidad métrica es necesariamente un jornal, un día de trabajo. Es verdad que el trabajo mismo es susceptible de variación: Prometeo no está siempre igualmente dispuesto: de un momento a otro su ardor, su fecundidad, suben y bajan. Más, como todo lo que está sujeto a variaciones, el trabajo tiene su término medio, y esto nos autoriza para decir que, en suma, el jornal paga el jornal, ni más ni menos. Es mucha verdad, si se comparan los productos de cierta época de la vida social con los de otra, que el cienmillonésimo jornal del género humano no podrá menos de dar un resultado infinitamente superior al del primero; pero aquí llega también el caso de decir que no cabe dividir la vida del ser colectivo, como no cabe dividir la del individuo; que si los días no se parecen unos a otros, están por lo menos indisolublemente unidos; y que en la totalidad de la existencia, les son comunes el placer y el dolor. Si, pues, el jornal del sastre absorbe diez veces el del tejedor, es como si el tejedor diese diez días de su vida por un día de la vida del sastre. Esto es precisamente lo que sucede cuando un labrador paga doce francos a un notario por un documento cuya redacción cuesta una hora; y esa desigualdad, esa iniquidad en los cambios, es la más poderosa causa de miseria que hayan revelado los socialistas y confiesen los economistas por lo bajo, esperando que les permita reconocerlo en alta voz una señal del maestro.
Todo error en la justicia conmutativa es una inmolación del trabajador, una transfusión de la sangre de un hombre en el cuerpo de otro hombre ... Pero no se asuste nadie: no intento ni por lo más remoto fulminar una irritante filípica contra la propiedad; lo pienso tanto menos cuanto que, según mis principios, la humanidad no se equivoca nunca; y cuando empezó por constituirse sobre el derecho de propiedad, no hizo más que sentar uno de los principios de su organización futura; faltando ya tan sólo, después de destruída la preponderancia de la propiedad, reducir a la unidad esta famosa antítesis. Conozco todo lo que en favor de la propiedad se nos podría objetar tan bien como cualquiera de mis censores, a quienes pido por todo favor que muestren corazón cuando les falte el apoyo de la dialéctica. ¿Cómo habrían de ser valederas riquezas cuyo módulo no es el trabajo? Y si es el trabajo el que crea la riqueza y legitima la propiedad, ¿cómo explicar el consumo del ocioso? ¿Cómo ha de ser leal un sistema de distribución en que el producto vale, según las personas, ya más, ya menos de lo que cuesta?
Las ideas de Say conducían a una ley agraria: así el partido conservador se ha apresurado a protestar contra ellas. La primera fuente de la riqueza, había dicho el señor Rossi, es el trabajo. Proclamando este gran principio, la escuela industrial ha hecho evidente no sólo un principio económico, sino también el hecho social que, en manos de un historiador hábil, puede ser la más segura guía para seguir a la especie humana en su marcha y en sus establecimientos sobre la superficie del globo.
¿Por qué, después de haber consignado en sus obras estas profundas palabras, ha creído luego el señor Rossi deber retractarse de ellas en una revista, comprometiendo sin ser necesario su dignidad de filósofo y de economista?
Decís que la riqueza no es más que el resultado del trabajo; afirmáis que en todos los casos el trabajo es la medida del valor, el regulador de los precios; y para salir bien que mal de las objeciones que suscitan por todas partes estas doctrinas, unas incompletas, otras absolutas, os veis de grado o por fuerza llevados a generalizar la noción del trabajo, y a sustituir el análisis por una síntesis completamente errónea.
Siento que un hombre de la talla del señor Rossi me sugiera tan triste pensamiento; pero al leer el pasaje que acaba de reproducir, no he podido menos de decirme: La ciencia y la verdad no son ya nada; lo que hoy se adora es la tienda, la lonja, y después de ella, el desesperado constitucionalismo que la representa. ¿Con quién piensa, pues, estar hablando el señor Rossi? ¿Está por el trabajo, o por alguna otra cosa? ¿Por el análisis, o por la síntesis? ¿O está por ambas cosas a la vez? Escoja, porque deduciremos una conclusión inevitable contra él.
Si el trabajo es la fuente de toda riqueza, si es la más segura guía para seguir la industria de los establecimientos humanos sobre la faz de la tierra, ¿cómo no ha de ser una ley la igualdad en la distribución, la igualdad según la medida del trabajo?
Si, por lo contrario, hay riquezas que no proceden del trabajo, ¿cómo constituye un privilegio la posesión de esas riquezas? ¿Qué es lo que legitima el monopolio? ¡Expóngaseme de una vez esa teoría del derecho de consumo improductivo, esa jurisprudencia arbitraria, esa religión de la ociosidad, sagrada prerrogativa de una casta de elegidos!
¿Qué significa ahora esa apelación al análisis de los falsos juicios de la síntesis? Esos términos de metafísica no sirven sino para alucinar a los necios, que ni siquiera imaginan que una misma proposición puede ser convertida indiferentemente, y según se quiera, en analítica o sintética. El trabajo es el principio del valor y la fuente de la riqueza: proposición analítica, tal como la quiere el señor Rossi, puesto que es el resumen de un análisis, en que se demuestra que hay identidad entre la noción primitiva de trabajo y las subsiguientes nociones de producto, valor, capital, riqueza, etc. Vemos, sin embargo, que el señor Rossi rechaza la doctrina que resulta de este análisis. El trabajo, el capital y la tierra, son las fuentes de la riqueza: proposición sintética, tal precisamente como no la quiere el señor Rossi; en efecto, la riqueza está considerada aquí como una noción general, que se presenta bajo tres especies distintas, más no idénticas. Y con todo, la doctrina así formulada, es la que merece la preferencia del señor Rossi. ¿Quiere ahora el señor Rossi que convirtamos su teoría del monopolio en analítica, y la nuestra del trabajo en sintética? Puedo darle este gusto ... Pero me avergonzaría de seguir con hombre tan grave en frivolidades de este género. El señor Rossi sabe mejor que nadie que el análisis y la síntesis no prueban por sí solas absolutamente nada, y que lo que importa, como decía Bacon, es hacer comparaciones exactas y enumeraciones completas.
Puesto que el señor Rossi estaba en vena de abstracciones, ¿por qué no decía a esa falange de economistas que acogen con tanto respeto las palabras que salen de su boca:
El capital es la materia de la riqueza, como la plata es la materia de la moneda, como el trigo es la materia del pan; y, elevándose hasta lo más alto de la serie, como la tierra, el agua, el fuego, la atmósfera, son la materia de todos nuestros productos. Pero el trabajo, sólo el trabajo, crea sucesivamente cada una de las utilidades concernientes a estas materias, y las trasforma por consiguiente en capitales y riquezas. El capital es trabajo, es decir, inteligencia y vida realizadas, como los animales y las plantas son realizaciones del alma universal, como las obras de Hornero, de Rafael y de Rossini son la expresión de sus ideas y de sus sentimientos. El valor es la proporción, según la cual deben equilibrarse todas las realizaciones del alma humana para producir una totalidad armónica, que, siendo riqueza, engendre nuestro bienestar, o por mejor decir, sea el signo, no el objeto, de nuestra ventura.
La proposición, no hay medida del valor, es ilógica y contradictoria, como resulta de las mismas razones en que se ha pretendido fundarla.
La proposición, el trabajo es el principio de proporcionalidad de los valores, no sólo es verdadera, porque resulta de un irrefragable análisis, sino que también es el objeto del progreso, la condición y la forma del bienestar social, el principio y el fin de la economía política. De esta proposición y de sus corolarios, todo producto vale lo que cuesta de trabajo, y los productos se compran con productos, se deduce el dogma de la igualdad de las condiciones.
La idea de valor socialmente constituído o de proporcionalidad de los productos, sirve además para explicar: a) cómo un invento mecánico, a pesar del privilegio que temporalmente crea, y de las perturbaciones que ocasiona, produce siempre al fin una mejora general; b) cómo el acto de descubrir un procedimiento económico no puede jamás proporcionar al inventor un beneficio igual al que proporciona a la sociedad; c) cómo por una serie de oscilaciones entre la oferta y la demanda, el valor de cada producto tiende constantemente a nivelarse con el precio de coste y las necesidades del consumo, y por consiguiente a establecerse de una manera fija y positiva; d) cómo aumentando incesantemente la producción colectiva la masa de cosas consumibles, y siendo, por consecuencia, mejor retribuído de día en día el jornal, el trabajo debe dejar a cada productor un sobrante; e) cómo el trabajo, lejos de disminuir por el progreso industrial, aumenta sin cesar en cantidad y en calidad, es decir, en intensidad y dificultad para todas las industrias; f) cómo el valor social elimina continuamente los valores ficticios, en otros términos, cómo la industria socializa el capital y la propiedad; g) por fin cómo regularizándose la distribución de los productos a medida que se establece la garantía mutua, producida por la constitución de los valores, impele las sociedades hacia la igualdad de las condiciones y de las fortunas.
Finalmente, dado que la sucesiva constitución de todos los valores comerciales implica un progreso hasta lo infinito del trabajo, de la riqueza y del bienestar, conocemos ya nuestro destino social desde el punto de vista económico: Producir incesantemente, con la menor suma posible de trabajo para cada producto, la mayor cantidad y la mayor variedad posibles de valores, de manera que resulte para cada individuo la mayor suma de bienestar físico, moral e intelectual, y para la especie la más alta perfección, y una gloria infinita.
Ahora que hemos ya determinado, no sin trabajo, el sentido de la cuestión propuesta por la Academia de Ciencias morales, relativamente a las oscilaciones del beneficio y del salario, es tiempo ya de que abordemos la parte esencial de nuestra tarea. Donde no esté socializado el trabajo, es decir, donde no esté determinado sintéticamente el valor, hay perturbación y deslealtad en los cambios, guerra de astucias y de emboscadas, impedimento para la producción, la circulación y el consumo, trabajo improductivo, falta de garantías, despojo, insolidaridad, indigencia y lujo, pero al mismo tiempo esfuerzo del genio social por conquistar la justicia, y tendencia constante a la asociación y al orden. La economía política no es otra cosa que la historia de esa gran lucha. Por una parte, en efecto, la economía política, en cuanto consagra y pretende eternizar las anomalías del valor y las prerrogativas del egoísmo, es verdaderamente la teoría de la desgracia y la organización de la miseria; pero en cuanto expone los medios inventados por la civilización para vencer el pauperismo, por más que esos medios hayan redundado constantemente en exclusivo provecho del monopolio, la economía política es el preámbulo de la organización de la riqueza.
Importa, pues, volver a emprender el estudio de los hechos y de las rutinas económicas, extraer su esencia y formular su filosofía. Sin esto no es posible adquirir el menor conocimiento de la marcha de las sociedades, ni ensayar ninguna reforma. El error del socialismo ha estado aquí en perpetuar el ensueño religioso, lanzándose a un porvenir fantástico, en vez de procurar comprender la realidad que le aplasta; así como el mal de los economistas está en ver en cada hecho realizado un auto de proscripción contra toda hipótesis de reforma.
No es así como yo concibo la ciencia económica, la verdadera ciencia social. En vez de dar respuestas a priori a los formidables problemas de la organización del trabajo y de la distribución de las riquezas, interrogaré a la economía política como depositaria que es de los pensamientos secretos de la humanidad, haré hablar a los hechos según el orden de su generación, y diré lo que acrediten, sin poner en ello nada mío. Será esto a la vez una triunfante y lamentable historia, y las fechas fórmulas.
Notas
(1) Marx observa que esa fijeza y esa autenticidad no se aplican más que al título de la moneda y no a su valor, pero Proudhon sostiene un poco más abajo la teoría que hace depender el valor de la moneda de su abundancia o su escasez.
(2) Marie Augier, Du crédit public et son histoire depuis les temps anciens jusq'a nos jours (París, 1842).
(3) Marx se opone a esta teoría de la equivalencia de las jornadas de los trabajadores, independientemente de su oficio, pero lo que pretende Proudhon es rehabilitar el trabajo manual y la igualdad de todas las funciones en el esfuerzo colectivo necesario para el mantenimiento de la vida social.
Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph Proudhon | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|