Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph Proudhon | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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I
Efectos antagonistas del principio de división
En la comunidad primitiva, todos los hombres son iguales; iguales por su desnudez y su ignorancia; iguales por la potencia indefinida de sus facultades. Los economistas sólo consideran de ordinario el primero de estos aspectos: descuidan o desconocen totalmente el segundo. Sin embargo, según los más profundos filósofos de los tiempos modernos, La Rochefoucauld, Helvetius, Kant, Fichte, Hegel, Jacotot (1), la inteligencia no difiere esencialmente en los individuos sino por su determinación cualitativa, y ésta constituye la especialidad o aptitud propia de cada uno; al paso que, en lo que tiene de esencial, es a saber, en el juicio, es cuantitativamente la misma en todos los hombres. Resulta de aquí que, más tarde o más temprano, según hayan sido favorables las circunstancias, el progreso general ha de conducir a todos los hombres de la igualdad original y negativa a la positiva equivalencia de los talentos y de los conocimientos.
Insisto en este precioso dato de la psicología, cuya consecuencia obligada es que no puede ya en adelante ser admitida como principio y ley de organización la jerarquía de las capacidades: sólo la igualdad es nuestra regla, como también nuestro ideal (2). Así pues, según hemos demostrado con la teoría del valor, del mismo modo que la igualdad de miseria se ha de convertir progresivamente en igualdad de bienestar, así también la igualdad de las almas, negativas en su punto de partida, puesto que no representa más que el vacío, se ha de reproducir positivamente en el último término de la educación de la humanidad. El movimiento intelectual se verifica paralelamente al económico: son, el uno la expresión, la traducción del otro. La psicología y la economía social están de acuerdo, o, por mejor decir, no hacen más que desarrollar, cada una, desde un punto de vista diferente, la misma historia. Esto se ve, sobre todo, en la gran ley de Smith, la división del trabajo.
Considerada en su esencia, la división del trabajo es el modo como se realiza la igualdad de las condiciones y de las inteligencias. Por medio de la diversidad de las funciones da lugar a la proporcionalidad de los productos y al equilibrio en los cambios, y, por consecuencia, nos abre el camino de la riqueza; así como también, revelando lo infinito en todas partes, en el arte y en la naturaleza, nos lleva a idealizar todas nuestras operaciones, y hace al espíritu creador, es decir, a la divinidad misma, mentem diviniorem, inmanente y sensible en todos los trabajadores.
La división del trabajo es, pues, la primera fase de la evolución económica, y también del progreso intelectual: nuestro punto de partida es verdadero lo mismo relativamente al hombre que a las cosas, y la marcha de nuestra exposición no tiene nada de arbitraria.
Pero, en esta solemne hora de la división del trabajo, empieza a soplar sobre la humanidad el viento de las tempestades. No se realiza el progreso para todos de una manera igual y uniforme, por más que al fin y al cabo haya de alcanzar y transfigurar a toda criatura inteligente y trabajadora. Empieza por apoderarse de un pequeño número> de privilegiados, que vienen por lo mismo a componer la flor de las naciones; y en tanto, la masa persiste o se sumerge más en la barbarie. A causa de esa distinción de personas de parte del progreso, se ha creído por tanto tiempo en la desigualdad natural y providencial de las condiciones, han nacido las castas, y se han constituído jerárquicamente todas las sociedades. No se comprendía que, no siendo toda desigualdad más que una negación, llevase en sí misma el signo de su ilegitimidad y el anuncio de su caída; cabía, pues, mucho menos imaginar que esa misma desigualdad procediese accidentalmente de una causa cuyo ulterior efecto había de ser la de hacerla desaparecer del todo.
Así, reproduciéndose la antinomia del valor en la ley de la división del trabajo, ha resultado que el primero y más poderoso instrumento de saber y de riqueza puesto en nuestras manos por la Providencia, ha llegado a ser para nosotros un instrumento de imbecilidad y de miseria. He aquí la fórmula de esa nueva ley de antagonismo, a la que debemos las dos más antiguas enfermedades de la civilización, la aristocracia y el proletariado: El trabajo, con dividirse según la ley que le es propia, y que constituye la primera condición de su fecundidad, termina por negar sus propios fines y se destruye a sí mismo; en otros términos: La división, sin la cual no hay progreso, ni riqueza, ni igualdad, subalterniza al obrero y hace imposible la igualdad, nociva la riqueza, e inútil la inteligencia.
Todos los economistas, desde A. Smith, han señalado las ventajas y los inconvenientes de la ley de división, pero insistiendo mucho más en las primeras que en los segundos, porque esto favorecía más su optimismo, y sobre todo sin que ninguno de ellos se haya jamás preguntado cuáles podían ser los inconvenientes de una ley (3). Así ha resumido la cuestión J. B. Say:
Un hombre que hace durante toda su vida una misma operación, llega de seguro a ejecutarla mejor y más rápidatnente que otro alguno; pero se hace al mismo tiempo menos capaz de otra ocupación cmdquiera, ya física, ya moral: se extinguen sus demás facultades, y de esto resulta una degeneración en el hombre considerado individualmente. ¡Triste confesión la de no haber hecho nunca más que la décimaoctava parte de un alfiler! Y no vaya a creerse que sólo degenera de la dignidad de su naturaleza el obrero que dirige toda su vida una lima o un martillo, porque otro tanto sucede con el hombre que por su profesión ejerce las más sutiles facultades del alma. Se puede decir, en resumen, que la separación de los trabajos es un hábil empleo de las fuerzas del hombre, y aumenta prodigiosamente los productos de la sociedad; pero también que quita algo a la capacidad de cada hombre individualmente considerado (Tratado de Economía Política).
Así, ¿cuál es, después del trabajo, la primera causa de la multiplicación de las riquezas y de la habilidad de los trabajadores? La división.
¿Cuál es la primera causa de la decadencia intelectual, y, cómo vamos a probar en seguida, de la miseria civilizada? La división.
¿Cómo el mismo principio, seguido rigurosamente en sus consecuencias, conduce a efectos diametralmente opuestos? Ninguno de los economistas anteriores ni posteriores a A. Smith ha advertido siquiera que había aquí un problema que sondear. Say llega hasta reconocer que, en la división del trabajo, la misma causa que produce el bien engendra el mal; luego, después de algunas palabras de conmiseración sobre las víctimas de la separación de las industrias, abandona el asunto, contento con haberIo expuesto imparcial y lealmente. Sabréis, parece decirnos, que cuanto más se divide la mano de obra, más aumenta la fuerza productora del trabajo; pero también que cuanto más se la divide más embrutece el trabajo la inteligencia, por irse reduciendo progresivamente a un mero mecanismo.
En vano se indignan algunos contra una teoría que, creando por medio del trabajo mismo una aristocracia de capacidades, conduce fatalmente a la desigualdad política; en vano se protesta en nombre de la democracia y del progreso que no habrá ya en lo futuro ni nobleza, ni clase media, ni parias. El economista responde con la impasibilidad del destino: estáis condenados a producir mucho, y a producir barato; sin esto vuestra industria será siempre mezquina, vuestro comercio nulo, y andaréis a la cola de la civilización, en vez de dirigirIa. -¡Cómo! ¡Entre nosotros, hombres generosos, los habría predestinados al embrutecimiento, y cuanto más se perfeccionase la industria, más habría de crecer entre nuestros hermanos el número de los réprobos! ...- ¡Ay! ... tal es la última palabra del economista.
No es posible desconocer en la división del trabajo, como hecho general y como causa, todos los caracteres de una ley; pero como esa ley rige dos órdenes de fenómenos radicalmente inversos que se destruyen unos a otros, preciso es confesar que esta ley es de una especie desconocida en las ciencias exactas; que es ¡cosa extraña! una ley contradictoria, una contra-ley, una antinomia. Añadamos, por vía de juicio previo, que tal parece ser el rasgo distintivo de toda la economía de las sociedades, y por lo tanto de la filosofía.
Ahora bien, a menos de una recompensación del trabajo, que destruya los inconvenientes de la división sin dejar de conservar sus efectos útiles, es irremediable la contradicción inherente al principio. Es necesario, repitiendo las palabras de los sacerdotes judíos que conspiraban contra la vida de Cristo, es necesario que el pobre perezca para asegurar la fortuna del propietario, expedit unum hominem pro populo mori. Voy a demostrar la necesidad de este fallo; después de lo cual, si le queda aún al trabajador parcelario un rayo de inteligencia, podrá consolarse con el pensamiento de que muere según las reglas de la economía política.
El trabajo, que debía dar vuelo a la conciencia y hacernos cada vez más dignos de ventura, produciendo por medio de la división parcelaria el apocamiento del espíritu, amengua al hombre en la más noble parte de sí mismo, minorat capitis, y le relega a la especie de los seres irracionales. Desde ese instante, decaído el hombre, trabaja como un bruto, y como bruto debe ser tratado. No tardará la sociedad en ejecutar ese juicio de la necesidad y de la naturaleza.
El primer efecto del trabajo parcelario, después del de la depravación del alma, es la prolongación de las horas de labor, que aumentan en razón inversa de la suma de inteligencia que se emplea. Estimándose a la vez los productos desde el punto de vista de la cantidad y de la calidad, si, por una evolución industrial cualquiera, el trabajo disminuye en un sentido, es necesario que haya compensación en otro. Mas como la jornada no puede pasar de dieciséis a dieciocho horas, desde el momento en que no quepa buscar la compensación en el tiempo, se le buscará en el precio, y disminuirá el salario. Y esta baja se verificará, no como se ha imaginado ridículamente, por ser el valor esencialmente arbitrario, sino por ser esencialmente determinable. Importa poco que la lucha de la oferta y la demanda termine, ya en ventaja del amo, ya en provecho del jornalero: oscilaciones tales pueden muy bien variar de amplitud, según circunstancias accesorias muy conocidas, que han sido apreciadas en lo que valen millares de veces. Lo cierto, y lo que tratamos únicamente de observar, es que la conciencia universal no tasa del mismo modo el trabajo de un aparejador que el de un peón de albañil. Hay, por lo tanto, necesidad de reducir el precio del jornal; de suerte que el trabajador, después de haber sido lastimado en su alma por una función degradante, no puede menos de serlo en su cuerpo por lo módico de su recompensa. Hay aquí la aplicación literal de ese dicho del Evangelio: Al que tiene poco, aun este poco se le quitará.
Hay en los incidentes económicos una razón implacable que se ríe de la religión y de la equidad, como de los aforismos de la política, y hace al hombre feliz o infeliz, según obedece o se sustrae a las prescripciones del destino. Lejos estamos ya, ciertamente, de esa caridad cristiana en que se inspiran hoy tantos recomendables escritores, caridad que al penetrar en el corazón de la clase media, se esfuerza en templar, por una multitud de fundaciones piadosas, los rigores de la ley. La economía política no conoce más que la justicia, justicia inflexible y prieta como la bolsa del avaro; y porque la economía política es el efecto de la espontaneidad social y la expresión de la voluntad divina, he podido decir: Dios es el eterno contradictor del hombre, y la Providencia misántropa. Dios nos hace pagar al peso de nuestra sangre, y a la medida de nuestras lágrimas, cada una de nuestras lecciones y para colmo del mal, obramos todos como él en nuestras relaciones con nuestros semejantes. ¿Dónde está, pues, el amor del padre celestial por sus criaturas? ¿dónde la fraternidad humana?
¿Puede suceder otra cosa?, dicen los teístas. Caído el hombre, queda el animal. ¿Cómo el Criador ha de reconocer en él su imagen? ¿Qué más natural que le trate entonces como una bestia de carga? Pero el tiempo de prueba no durará siempre, y tarde o temprano el trabajo, después de haberse particularizado, se sintetizará.
Tal es el argumento ordinario de todos los que tratan de justificar la Providencia, sin que alcancen las más de las veces sino a prestar nuevas armas al ateísmo. De modo que Dios nos habría ocultado envidiosamente durante seis mil años una idea que podría haber ahorrado millones de víctimas, la distribución a la vez especial y sintética del trabajo. En cambio nos habría dado por intermedio de sus servidores Moisés, Buda, Zoroastro, Mahoma, etc., esos insípidos rituales, oprobio de nuestra razón, que han hecho degollar más hombres que letras contienen. Hay más: si debemos creer la revelación primitiva, la economía social vendría a ser esa ciencia maldita, ese fruto del árbol que Dios se reservó y prohibió al hombre que tocara. ¿Por qué esa religiosa reprobación del trabajo, si es verdad, como patentiza ya la ciencia económica, que el trabajo es el padre del amor y el órgano de la felicidad? ¿A qué esos celos por nuestros progresos? Mas si, como ahora parece, nuestros progresos dependen de nosotros mismos, ¿de qué sirve adorar ese fantasma de divinidad, ni qué quiere de nosotros por medio de esa turba de inspirados que nos persiguen con sus sermones? Vosotros todos, cristianos, protestantes y ortodoxos, neo-reveladores, charlatanes y engañados, oíd el primer versículo del himno humanitario sobre la misericordia de Dios: A medida que el principio de la división del trabajo recibe una aplicación más completa, el obrero es más débil, más limitado, más dependiente. El arte progresa, el artesano retrocede (Tocqueville, De la Democracia en América).
No anticipemos, pues, nuestras conclusiones, ni prejuzguemos la última revelación de la experiencia. Dios se nos presenta por de pronto menos favorable que adverso: limitémonos a consignar el hecho.
Del mismo modo que la economía política, en su punto de partida, nos ha dejado oír esas palabras misteriosas y sombrías: A medida que la producción de utilidad aumenta, la venalidad disminuye; del mismo modo, al llegar a su primera estación, nos advierte con voz terrible que a medida que el arte progresa, el artesano retrocede.
Para fijar mejor las ideas, citemos algunos ejemplos.
¿Cuáles son, en la industria metalúrgica, los jornaleros menos industriosos? Precisamente los llamados mecánicos. Después de haber sido perfeccionadas de una manera tan admirable las herramientas, un mecánico no es sino un hombre que sabe pasar la lima sobre ciertos objetos o ponerlos bajo la acción del cepillo: la mecánica compete a los ingenieros y a los contramaestres. Un herrador del campo, por la sola necesidad de su posición, reúne en sí las diversas aptitudes y oficios de cerrajero, herrero de corte, armero, mecánico, carretero y veterinario: maravilla causaría, en el mundo de los ingenios, la ciencia que hay debajo del martillo de aquel hombre, a quien el pueblo, siempre burlón, da el apodo de tuesta-hierro. Un obrero de Creuzot, que ha visto durante diez años todo lo que puede ofrecer su profesión de más grandioso y delicado, al salir de su taller es incapaz de prestar el menor servicio y de ganar su vida. La incapacidad del individuo está en razón directa de la perfección del arte: y esto es tan verdad de las demás industrias como de la metalurgia.
El salario de los mecánicos se ha sostenido hasta aquí a un nivel elevado: es inevitable que baje algún día, pues no cabe que lo sostenga lo mediano de la calidad del trabajo.
Acabo de citar un arte mecánica; citemos una industria liberal.
Gutenberg, y sus industriosos camaradas, Fust y Schöffer, ¿habrían podido creer jamás que su sublime invento hubiese de venir a caer, gracias a la división del trabajo, bajo el dominio de los ignorantes, estuve por decir de los idiotas? Hay pocos hombres tan débiles de inteligencia, tan poco letrados, como la masa de los jornaleros afiliados a los diversos ramos de la industria tipográfica, cajistas, prensistas, fundidores, encuadernadores y fabricantes de papel. Es ya casi una abstracción el tipógrafo que se encontraba en tiempo de los Estienne. El empleo de mujeres para las cajas, ha herido de muerte esta noble industria, y consumado su envilecimiento. He visto a una cajista, y era de las mejores, que no sabía leer ni conocía más que la figura de las letras. El arte reside hoy en especialidades como los regentes y correctores, sabios modestos a quienes humilla aún la impertinencia de los autores y amos, y en algunos obreros verdaderamente artistas. La prensa, en una palabra, convertida en puro mecanismo, no está ya, por su personal, al nivel de la civilización: no quedarán pronto de ella sino monumentos.
He oído decir que los oficiales impresores de París tratan de levantarse de su abatimiento por medio de la asociación: ¡¡ojalá no se consuman sus fuerzas en un vano empirismo ni se pierdan en estériles utopías!
Después de la industria privada, veamos la administración.
En los servicios públicos no son menos espantosos ni menos intensos los efectos del trabajo dividido: por todas partes, en la administración, a medida que se desarrolla el arte, se reduce el sueldo de la generalidad de los empleados. Un cartero recibe anualmente de 400 a 600 francos, de los cuales la administración retiene todavía el décimo para su montepío. Después de treinta años de servicio, la pensión que se le da, o mejor dicho, la restitución que se le hace, es de 300 francos por año, los cuales, cedidos por el propietario a un hospicio, le dan derecho a cama, sopa y ropa limpia. Sangre me brota del corazón al decirlo; pero encuentro que la administración es todavía generosa: ¿qué retribución queréis que se dé a un hombre cuya función está reducida a andar? La leyenda no da sino cinco sueldos al Judío Errante; el cartero recibe veinte o treinta: verdad es que los más tienen familia. La parte del servicio que exige el uso de las facultades intelectuales está reservada a los directores o a los oficiales: éstos están ya mejor retribuídos: hacen trabajo de hombres.
Por todas partes, pues, en los servicios públicos como en la industria privada, están dispuestas las cosas de tal suerte que las nueve décimas partes de los trabajadores sirven de bestias de carga para la décima restante: tal es el inevitable efecto del progreso industrial, y la indispensable condición de toda riqueza. Conviene hacerse bien cargo de esa verdad elemental, antes de hablar al pueblo de igualdad, de libertad, de instituciones democráticas, y de otras utopías cuya realización supone previamente una revolución completa en las relaciones de los trabajadores.
El más notable efecto de la división del trabajo es la decadencia de la literatura.
En la Edad Media y en la antigüedad, el literato, especie de doctor enciclopédico, sucesor del trovador y del poeta, como que todo lo sabía, lo podía todo. La literatura, despóticamente, dirigía la sociedad: los reyes procuraban granjearse el favor de los escritores, o se vengaban de su desprecio quemándolos a ellos y a sus libros. Era esto aún una manera de reconocer la soberanía literaria.
Hoy los hombres son industriales, abogados, médicos, banqueros, comerciantes, profesores, ingenieros, bibliotecarios, etc.; pero ninguno es literato: o, mejor dicho, todo el que se ha elevado en su profesión a una altura algo notable, por este sólo hecho, es necesariamente literato: la literatura como el bachillerato ha venido a formar parte elemental de toda profesión. El literato reducido a su verdadera expresión es hoy el escritor público, especie de agente fabricante de frases puesto a sueldo de todo el mundo, cuya variedad más conocida es el periodista ...
Extraña idea tuvieron por cierto las Cámaras, hace cuatro años, al hacer una ley sobre la propiedad literaria (4), como si la idea no tendiese ya cada vez más a serlo todo, el estilo nada. Gracias a Dios, se acabó ya la elocuencia parlamentaria como la poesía épica y la mitología; el teatro no atrae sino raras veces a los hombres de negocios y a los de ciencia; y al paso que los inteligentes se espantan de la decadencia del arte, el observador filósofo no ve en esto sino el progreso de la razón viril, a la que más bien importunan que divierten esas difíciles bagatelas. No conserva su interés la novela sino en cuanto se aproxima a la realidad; está reducida la historia a una exégesis antropológica; y en todas partes, por fin, se presenta el arte de bien hablar como el auxiliar subalterno de la idea, del hecho. El culto de la palabra, demasiado confusa y lenta para los espíritus impacientes, es desatendido, y sus artificios pierden cada vez más sus encantos. La lengua del siglo XIX se compone de hechos y de cifras, y el más elocuente entre nosotros es el que con menos palabras sabe decir más cosas. El que no sabe hablar esta lengua está hoy relegado sin misericordia entre los retóricos: se dice de él que no tiene ideas.
En una sociedad naciente, el progreso de las letras se adelanta necesariamente al progreso filosófico e industrial, y durante mucho tiempo sirve de medio de expresión a entrambos. Pero llega el día en que el pensamiento no cabe dentro de la lengua, en que por consiguiente llega a ser para la sociedad un síntoma seguro de decadencia el que la literatura conserve su antiguo predominio. El lenguaje, en efecto, es para cada pueblo la colección de sus ideas nativas, la enciclopedia que le revela por de pronto la Providencia; es el campo que debe cultivar su razón antes de abordar directamente la naturaleza valiéndose de la observación y la experiencia. Ahora bien, se puede decir sin temor que una sociedad está perdida cuando, después de haber agotado la ciencia contenida en su vocabulario, en vez de continuar su instrucción por medio de la filosofía superior, se envuelve en su manto poético, y juega con sus períodos y sus hemistiquios. Todo en ella será sutil, mezquino y falso; no tendrá siquiera la ventaja de conservar en su esplendor esa lengua de que está locamente enamorada; en vez de marchar por la senda de los genios de transición, de los Tácito, de los Tucídides, de los Maquiavelo y de los Montesquieu, caerá irresistiblemente, de la majestad de Cicerón, a las sutilezas de Séneca, a las antítesis de San Agustín, y a los retruécanos de San Bernardo.
No nos hagamos por lo tanto ilusiones: desde el momento en que el espíritu, que por de pronto está todo en el verbo, pasa al terreno de la experiencia y del trabajo, el literato propiamente dicho no es ya más que la personificación mezquina de la menor de nuestras facultades; y la literatura, desecho de la industria intelectual, no encuentra despacho sino entre los ociosos a quienes divierte y los proletarios a quienes fascina, entre los juglares que asedian el poder y los charlatanes que en él se defienden, los hierofantes del derecho divino que embocan el portavoz del monte Sinaí, y los fanáticos de la soberanía del pueblo, cuyos ya raros órganos, reducidos a ensayar sobre sepulcros su facundia tribunicia en tanto que puedan derramarla desde lo alto de la tribuna, no saben ya dar al público sino parodias de Graco y de Demóstenes.
La sociedad está, pues, de acuerdo en reducir en todo, indefinidamente, la condición del trabajador parcelario; y la experiencia, confirmando en todas partes la teoría, prueba que ese obrero está condenado al infortunio desde el vientre de su madre, sin que puedan aliviar su suerte ninguna reforma política, ninguna asociación de intereses, ningún esfuerzo de la caridad pública ni de la enseñanza. Los diversos específicos imaginados en estos últimos tiempos, lejos de poder curar la llaga, no servirían sino para exacerbarla irritándola; y cuanto sobre este punto se ha escrito, no ha hecho más que poner en evidencia el círculo vicioso de la economía política.
Vamos a demostrarlo en pocas palabras.
Notas
(1) Joseph Jacotot (1770-1840), matemático, físico y químico, conocido por sus teorías pedagógicas y por el ardor con que supo sostenerlas.
(2) Este es el substratum de toda la filosofía económica y social proudhoniana; a causa de la idea de igualdad se opone al saintsimonismo, como se opone al fourierismo.
(3) Marx reprocha a Proudhon el no haberse remontado más allá de Smith para encontrar los orígenes de las teorías de la división del trabajo y añade que no hace más que parafrasear las ideas de sus antecesores. En las notas marginales al panfleto de Marx, Proudhon sostiene la oríginalidad de su pensamiento. No se ha referido sólo a la división en el sentido de A. Smith, sino a la gran división natural de los oficios ... la división para mí se remonta más allá de A. Smith; es tomada también en un sentido más amplio. El maquinismo ha seguido a la división del trabajo y ha producido efectos distintos sobre la existencia del obrero. La degradación del obrero es más avanzada en lo que llamáis sistema automático (Marx) que en lo que A. Smith llama división; en cuanto a mí, he marcado estos dos grados por la división y las mdquinas.
(4) Alusión a la ley del 5 de julio de 1844.
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