Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Ineficacia de los paliativos. - Blanqui, Chevalier, Dunoyer, Rossi, Passy

Todos los remedios propuestos contra los tristes resultados de la división del trabajo se reducen a dos, que en rigor no son más que uno, pues el primero es el inverso del otro: moralizar al obrero aumentando su bienestar y su dignidad, o bien ir preparando su emancipación y su lejana dicha por medio de la enseñanza.

Examinaremos sucesivamente estos dos sistemas, que tienen por representantes el uno al Sr. Blanqui, y el otro al Sr. Chevalier.

El Sr. Blanqui es el hombre de la asociación y del progreso, el escritor de tendencias democráticas, el profesor acogido por las simpatías del proletariado. En su discurso de apertura del año 1845, ha proclamado el Sr. Blanqui, como medio de salvación, la asociación del capital y del trabajo, la participación del jornalero en los beneficios del patrón, o sea un principio de solidaridad industrial. En nuestro siglo, ha exclamado, ha de nacer el productor colectivo. Olvida el Sr. Blanqui que el productor colectivo ha nacido hace ya mucho tiempo, como también el consumidor colectivo, y que la cuestión no es ya genética, sino de medicina. Se trata de hacer que la sangre procedente de la digestión colectiva, en vez de agolparse en la cabeza, en el vientre y en el pecho, baje a los brazos y a las piernas. Ignoro por lo demás qué medios se propone emplear el Sr. Blanqui para realizar su generoso pensamiento: si la creación de talleres nacionales, o la comandita del Estado, o la expropiación de los capitalistas y su reemplazo por compañías de trabajadores, o si, por fin, se contentará con recomendar a los obreros la caja de ahorros, en cuyo caso podrá aplazarse esa participación para las calendas griegas.

Como quiera que sea, la idea del Sr. Blanqui está reducida a esos aumentos de salario procedentes del título de consocios, o a lo menos de copartícipes, que da a los jornaleros. Veamos, pues, qué le valdría al obrero esa participación en los beneficios.

Una fábrica de hilados de 15.000 husos, que ocupa a 300 obrero, no da con mucho al año 20.000 francos de beneficios. Sé por un industrial de Mulhouse que las fábricas de tejidos de Alsacia están generalmente a menos de la par, y que ya esta industria no es una manera de ganar dinero por medio del trabajo, sino por medio del agio. Vender, vender oportunamente, vender caro, es toda la cuestión: fabricar no es más que un medio de preparar una operación de venta. Cuando, pues, supongo, por término medio, un beneficio de 20.000 francos por taller de 300 personas, como mi argumento es general, falta mucho, faltan 20.000 francos para que yo esté en lo cierto. Admitamos, sin embargo, esta cifra. Dividiendo 20.000 francos, supuesto beneficio de la fábrica, entre 300 personas y entre 300 jornales, encuentro para cada una un aumento de sueldo de 22 céntimos y 2 milésimas, o sea para el gasto diario un suplemento de 18 céntimos, exactamente lo que se llama un pedazo de pan. ¿Vale esto la pena de expropiar a los asentistas y jugar la fortuna pública, para venir al fin y al cabo a crear establecimientos tanto más frágiles, cuanto que, estando desmenuzada la propiedad en partes infinitesimales de acción, y no sosteniéndola ya los beneficios, carecerían de lastre las empresas y no estarían al abrigo de las tempestades? Y si no se trata de expropiación, ¡triste perspectiva para la clase jornalera la de un aumento de 18 céntimos, por premio de algunos siglos de economías, porque siglos necesitará para formar sus capitales, suponiendo que las faltas periódicas de trabajo no la obliguen a comerse periódicamente sus ahorros! De muchas maneras ha sido presentado el hecho que acabo de referir. El mismo Sr. Passy (1), por los libros de una fábrica de hilados de Normandía, en que los obreros estaban asociados con el capitalista, ha buscado cuál había sido el salario de muchas familias durante diez años, y ha encontrado salarios medios de 1.200 a 1.400 francos por año. Ha querido luego comparar la situación de los jornaleros de fábricas de hilados, a quienes se paga con arreglo a los beneficios obtenidos por los amos, con la de los obreros pura y simplemente asalariados, y ha reconocido que son casi insensibles las diferencias. Fácil de prever era este resultado. Los fenómenos económicos obedecen a leyes abstractas e impasibles como los números; no turban su inmortal armonía sino el privilegio, la arbitrariedad y el fraude.

El Sr. Blanqui, arrepentido, a lo que parece, de haber hecho esta primera concesión a las ideas socialistas, se ha apresurado a retirarla. En la misma sesión en que el Sr. Passy demostraba la insuficiencia de la sociedad en participación, dijo: ¿No parece verdaderamente que el trabajo sea cosa susceptible de organización, y dependa del Estado arreglar la suerte de la humanidad como la marcha de un ejército, y esto con una precisión enteramente matemática? Es ésta una mala tendencia, una ilusión que la Academia no combatirá nunca bastante, porque es no sólo una quimera, sino también un peligroso sofisma. Respetemos las buenas y leales intenciones; pero no temamos decir que publicar un libro sobre la organización del trabajo, es hacer por la quincuagésima vez un trabajo sobre la piedra filosofal o la cuadratura del círculo.

Llevado luego de su celo, el Sr. Blanqui acaba de echar abajo la teoría de la participación, ya tan fuertemente atacada por el Sr. Passy, con el siguiente ejemplo: El Sr. DailIy, uno de los más ilustrados agricultores, ha abierto una cuenta corriente para cada una de sus tierras, y otra para cada producto; y ha comprobado que en un período de treinta años, no ha obtenido jamás el mismo hombre sobre el mismo terreno cosechas iguales. Han variado los productos de 26.000 a 9 o 7.000 francos, habiendo bajado algunas veces hasta 300. Hasta hay productos, las patatas, por ejemplo, que le arruinan de cada nueve veces una. ¿Cómo, pues, dadas esas variaciones, y sobre rentas tan inciertas, ha de ser posible establecer distribuciones exactas ni salarios uniformes para los trabajadores?

Se podría responder a esto que las variaciones de productos en cada trozo de tierra indican simplemente que es preciso asociar entre sí a los propietarios, después de haberlos asociado con los jornaleros, hecho que establecería una solidaridad más profunda; pero esto sería prejuzgar lo que está precisamente en cuestión, o sea la organización del trabajo, lo que el Sr. Blanqui, después de un maduro examen, declara en definitiva imposible de encontrar. Es, por otra parte, evidente que la solidaridad no aumentaría en un óbolo la común riqueza, y que por lo tanto no afecta siquiera el problema de la división del trabajo.

Resulta de todo que el beneficio tan codiciado, y muchas veces problemático de los amos, está lejos de cubrir la diferencia entre los salarios efectivos y los que se piden, y que el antiguo proyecto del Sr. Blanqui, mezquino en sus resultados, y repudiado por su propio autor, sería para la industria fabril un verdadero azote. Ahora bien, hallándose ya establecida en todas partes la división del trabajo, es posible generalizar el raciocinio, y decir en conclusión que la miseria es un efecto del trabajo tanto como de la pereza.

Dícese a esto, y este argumento goza de gran boga en el pueblo: auméntese el precio de los servicios, duplíquese, triplíquese el salario.

Confieso que, a ser posible el aumento, se obtendría un completo éxito, diga lo que quiera el señor Chevalier, a quien sobre este punto debo corregir algún tanto (2).

Según el Sr. Chevalier, si se aumentase el precio de una mercancía cualquiera, aumentaría en la misma proporción el de los demás artículos, y no resultaría ventaja alguna para nadie.

Este raciocinio, que los economistas se pasan unos a otros hace un siglo, es tan falso como antiguo; y correspondía al Sr. Chevalier, en su calidad de ingeniero, enmendar la tradición económica. Siendo el sueldo de un jefe de negociado de 10 francos diarios, y el salario de un jornalero de 4: si se aumentase en 5 francos la renta de cada uno, la relación de sus fortunas, que en el primer caso es como 100 a 40, sería sólo en el segundo como 100 a 60. Efectuándose necesariamente el aumento de los salarios por adición y no por cociente, sería por lo tanto un excelente medio de nivelación, y merecerían los economistas que los socialistas les devolviesen el cargo de ignorantes, que tan gratuitamente y tan a diestro y siniestro se les hace.

Digo, empero, que es imposible semejante aumento, y hasta absurdo suponerlo: porque, como por otra parte lo ha visto muy bien el Sr. Chevalier, la cifra que indica el precio del jornal no es más que un exponente algebraico sin influencia alguna en la realidad, y lo que conviene ante todo aumentar, no sin dejar de rectificar las desigualdades de la distribución, es, no la expresión monetaria, sino la cantidad de los productos. Hasta aquí todo movimiento de alza en los salarios no puede tener otro efecto que el de un alza análoga en el trigo, el vino, la carne, el azúcar, el jabón, el carbón de piedra, etcétera, es decir, el efecto de una carestía. Porque ¿qué es el salario? Es el valor líquido del trigo, del vino, de la carne, del carbón de piedra; es el precio integrante de todas las cosas. Vamos más allá: el salario es la proporción de los elementos que componen la riqueza y son consumidos todos los días reproductivamente por las masas de los trabajadores. Ahora bien, doblar el salario, en el sentido en que lo entiende el pueblo, es atribuir a cada uno de los productores una parte mayor que su producto, lo cual es contradictorio; y si el alza no afecta sino un pequeño número de industrias, es provocar una perturbación general en los cambios, en una palabra, una carestía. ¡Líbreme Dios de echarme a profeta! Mas a pesar de toda mi simpatía porque se mejore la suerte de las clases jornaleras, lo declaro así, es imposible que las huelgas por coalición, cuando van seguidas de un aumento en los salarios, no conduzcan a un encarecimiento general: es esto tan cierto como dos y dos son cuatro. Por semejantes medios no llegarán los obreros a enriquecerse, ni lo que es mil veces más precioso, a ser libres. Apoyados los obreros por una prensa imprudente, con exigir un aumento de salario han fomentado el monopolio más bien que sus intereses: ¡ojalá reconozcan el amargo fruto de su inexperiencia cuando llegue a reproducirse de un modo más acerbo su malestar! Convencido de la inutilidad, o mejor dicho, de los funestos efectos del aumento de los salarios, y comprendiendo perfectamente que la cuestión es del todo orgánica y de ninguna manera comercial, el señor Chevalier toma al revés el problema. Pide para la clase jornalera, ante todo, instrucción, y propone en este sentido vastas reformas.

¡La instrucción! Esta es también la palabra del Sr. Arago para los obreros, éste el principio de todo progreso. ¡La instrucción! ... es preciso saber una vez por todas lo que de ella podemos esperar para la resolución del problema que nos ocupa: es preciso saber, digo, no si es de desear que todos la reciban, cosa que nadie pone en duda, sino si esa instrucción es posible.

Para apreciar bien todo el alcance de las miras del Sr. Chevalier, es indispensable conocer su táctica.

El Sr. Chevalier, amoldado de antiguo a la disciplina, primero por sus estudios politécnicos, luego por sus relaciones saintsimonianas, y finalmente por su posición universitaria, no parece admitir que un alumno pueda tener otra voluntad que la del reglamento, ni un sectario otro pensamiento que el de su jefe, ni un funcionario público otra opinión que la del Gobierno. Puede ser ésta una manera de concebir el orden tan respetable como cualquiera otra, y no trato por ello de aprobarla ni de censurarla. ¿Tiene el Sr. Chevalier que emitir algún juicio que le sea propio? En virtud del principio de que es lícito todo lo que no está prohibido por la ley, se apresura a tomar la delantera y a dar su parecer, sin perjuicio de adherirse luego, si es preciso, a la opinión de la autoridad. El Sr. Chevalier, antes de colocarse en las filas constitucionales, se había entregado al Sr. Enfantin; así se había explicado también sobre los canales, los ferrocarriles, la Hacienda y la propiedad, mucho antes de que el ministerio hubiese adoptado sistema alguno sobre la construcción de los caminos de hierro, la conversión de las rentas, los privilegios de invención, la propiedad literaria, etc.

El Sr. Chevalier, por lo tanto, no es, ni con mucho, admirador ciego de la enseñanza universitaria, y mientras no varíen las cosas, no repara en decir lo que piensa. Sus opiniones son de las más radicales.

El Sr. Villemain había dicho en su dictamen: El objeto de la segunda enseñanza es preparar de lejos un núcleo de hombres escogidos para todos los puestos que hay que ocupar y servir en la administración, la magistratura, el foro y las diversas profesiones liberales, inclusos los grados superiores y las especialidades científicas del ejército y armada.

La segunda enseñanza, dice sobre este punto el Sr. Chevalier (3) , está destinada a preparar hombres que han de ser unos labradores, otros fabricantes, ésos comerciantes, aquéllos ingenieros libres. Ahora bien, en el programa todas esas gentes están completamente olvidadas. La omisión es un poco grave, porque al fin el trabajo industrial en sus diversas formas, la agricultura, el comercio, no es en el Estado un accesorio ni un accidente, sino lo principal ... Si la Universidad quiere justificar su nombre, preciso es que marche en este sentido; de lo contrario, verá levantarse frente a ella una universidad industrial ... Será esto altar contra altar, etc. ...

Y como es propio de una idea luminosa ilustrar todas las cuestiones que con ella se rozan, proporciona la enseñanza profesional al Sr. Chevalier un medio muy expedito de cortar de paso la querella entre el clero y la Universidad sobre la libertad de enseñanza.

Preciso es convenir en que se hace el caldo gordo al clero con dejar que la latinidad sirva de base a la enseñanza. El clero sabe el latín tan bien como la Universidad, como que el latín es su lengua. Su enseñanza, por otra parte, es barata: y es por lo tanto imposible que no atraiga una gran parte de la juventud a sus pequeños seminarios y a sus colegios de segunda enseñanza superior y completa ...

La conclusión viene de suyo: cámbiense las materias de la segunda enseñanza, y se descatoliza el reino; y como el clero no sabe más que el latín y la Biblia, y no cuenta en su seno ni maestros industriales, ni agricultores, ni tenedores de libros; como que entre sus cuarenta mil sacerdotes no hay quizá veinte que sepan levantar un plano ni forjar un clavo, no tardará en verse a quien darán la preferencia los padres de familia, a la industria o al breviario, ni en saberse si creen o no que el trabajo es la más bella de las lenguas para venerar a Dios.

Así acabaría esa ridícula oposición entre la educación religiosa y la ciencia profana, lo espiritual y lo temporal, la razón y la fe, el altar y el trono, rúbricas viejas ya faltas de sentido, con que se divierte el público bonachón, ínterin llega el momento de que se enfade.

El Sr. Chevalier no insiste, por lo demás, en esta solución: sabe que religión y monarquía son dos compadres que, aunque siempre en riña, no pueden existir el uno sin el otro; y por no despertar sospechas, se lanza a través de una idea revolucionaria, la igualdad.

Francia podría dar a la escuela politécnica veinte veces más alumnos de los que hoy da (el término medio, hoy de 176, sería entonces de 3.520). La Universidad no tiene más que consentido ... Si mi opinión fuera de algún peso, sostendría que la aptitud para las matemáticas es mucho menos especial de lo que comúnmente se cree. Recordaré el éxito con que niños, tomados por decirlo así al azar en las calles de París, siguieron la enseñanza de la Martiniere, por el método del capitán Tabareau.

Si la segunda enseñanza, reformada con arreglo a las miras del Sr. Chevalier, fuese seguida por todos los jóvenes franceses, en lugar de serlo como lo es ordinariamente por sólo 90.000, no habría exageración alguna al elevar la cifra de las especialidades matemáticas de 3.520 a 10.000; pero tendríamos por la misma razón 10.000 artistas, filólogos y filósofos; 10.000 médicos, físicos, químicos y naturalistas; 10.000 economistas, jurisconsultos y administradores; 20.000 industriales, contramaestres, negociantes y tenedores de libros; 40.000 agricultores, viñateros, mineros, etc.; total, 100.000 capacidades por año, o sea cerca del tercio de la juventud. El resto, como que en vez de ser talentos especiales, no sería más que mezclas de diversas facultades, podría clasificarse indiferentemente en las demás categorías.

Es indudable que si se diese tan poderoso vuelo a las inteligencias se aceleraría la marcha de la igualdad, y tengo para mí que tal es el deseo secreto del Sr. Chevalier. Mas lo que me trae precisamente inquieto, es que no hay jamás falta de capacidades, como no la hay de población, y que la cuestión está en encontrar empleo para las unas y pan para la otra. En vano dice el Sr. Chevalier: La segunda enseñanza daría menos lugar a que se la acuse de que arroja a la sociedad olas de ambiciosos faltos de los medios de satisfacer sus aspiraciones, y con interés de trastornar el Estado; personas desaplicadas e inaplicables que no sirven para nada, y se creen, sin embargo, aptas para todo, particularmente para dirigir los negocios públicos. Los estudios científicos exaltan menos los ánimos. Los ilustran y los regulan a la vez, y adaptan al hombre a la vida práctica ... Este lenguaje, le replicaré, es bueno para tenerlo con patriarcas: un profesor de economía política debe respetar más su cátedra y su auditorio. El Gobierno no dispone todos los años sino de ciento veinte plazas para los ciento setenta y seis alumnos que admite en la escuela politécnica; ¿en qué atolladero se vería si los admitidos fuesen diez mil, o, admitiendo la cifra del Sr. Chevalier, tres mil quinientos? Y generalícese: el total de destinos civiles es sesenta mil, o sea tres mil vacantes por año; ¡qué horror para el Gobierno si, adoptando de pronto las ideas reformistas del Sr. Chevalier, se viese asediado por cincuenta mil pretendientes! Se ha hecho repetidas veces la siguiente objeción a los republicanos, sin que la hayan jamás contestado: Cuando tenga todo el mundo su privilegio de elector, ¿valdrán más los diputados, estarán más adelantados los proletarios? Hago la misma pregunta al Sr. Chevalier: Cuando tenga usted por año cien mil capacidades, ¿qué hará usted de ellas?

Para colocar esa interesante juventud, será preciso bajar hasta el último escalón de la jerarquía. Deberán los jóvenes empezar, después de quince años de sublimes estudios, no como hoy, por los grados de ingeniero aspirante, de subteniente de artillería, de alférez de navío, de sustituto, de interventor, de guarda general, etc., sino por los innobles empleos de trabajador de pala y azadón, de artillero, de dragador, de grumete, de pinche, de bodegonero. Allí será preciso que esperen que la muerte aclare las filas para adelantar un paso. Será muy posible que un hombre que haya salído de la escuela politécnica capaz de ser un Vauban, muera de caminero en una carretera de segunda clase, o de cabo de un regimiento.

¡Oh! ¡cuánto más prudente se ha mostrado el catolicismo, y cuán atrás no os ha dejado en el conocimiento del hombre y la sociedad a vosotros todos, saintsimonianos, demócratas, universitarios, economistas! El sacerdote sabe que nuestra vida no es más que un viaje, y que nuestra perfección es irrealizable aquí abajo; y se contenta con bosquejar en la tierra una educación que se ha de completar en el cielo. El hombre formado por la religión, contento con saber hacer y obtener lo que basta para llenar su tarea terrenal, no puede jamás llegar a ser un estorbo para el Gobierno, de quien es mucho más fácil que sea mártir. ¡Oh, religión querida! ¡es posible que te desconozca una clase media que tanto te necesita! ...

¡A qué espantosos combates entre el orgullo y la miseria no nos precipita esa manía de enseñanza para todos! ¿De qué ha de servir la educación profesional, de qué las escuelas de agricultura y de comercio si vuestros estudiantes no poseen establecimientos agrarios ni capitales? ¿Qué necesidad tienen de henchirse hasta los veinte años de toda clase de ciencias, si han de ir después a atar hilos en la máquina de tejer (mula-jenny), o a arrancar carbón en el fondo de una mina? ¡Cómo! ¡confesáis vosotros mismos que no tenéis anualmente sino tres mil destinos para cincuenta mil hombres capaces de ejercerlos, y habláis aún de crear escuelas! Preferible es que permanezcáis en vuestro sistema de exclusión y de privilegio, sistema antiguo como el mundo, apoyo de las dinastías y de los patriciados, verdadera máquina de castrar hombres para asegurar los placeres de una casta de sultanes. Haced pagar caras vuestras lecciones, multiplicad las trabas, alejad, con interminables pruebas, al hijo del proletario, a quien el hambre no permite esperar, y proteged con todo vuestro poder las escuelas eclesiásticas, donde se aprende a trabajar para la otra vida, a resignarse, a ayunar, a respetar a los grandes, amar al rey, y orar a Dios. Porque todo estudio inútil, tarde o temprano, se le abandona: la ciencia es un veneno para los esclavos.

Sin duda alguna, el Sr. Chevalier tiene harta sagacidad para no ver las consecuencias de su idea. Pero se habrá dicho en el fondo de su alma, y hay que aplaudirle su buena intención: hagamos ante todo que los hombres sean hombres; luego, el que viva verá.

Así caminamos a la ventura, guiados por la Providencia, que no nos advierte nada sino azotándonos: tal es el principio y el fin de la economía política.

Al revés del Sr. Chevalier, profesor de economía política en el Colegio de Francia, el Sr. Dunoyer, economista del Instituto, no quiere que se organice la enseñanza. La organización de la enseñanza es una variedad de la organización del trabajo; luego nada de organización. La enseñanza, hace observar el Sr. Dunoyer, es una profesión, no una magistratura: como todas las profesiones, debe ser y permanecer libre. No nos han traído a las funestas ideas de centralización y absorción de toda actividad en el Estado, sino el comunismo, el socialismo, la tendencia revolucionaria, cuyos principales agentes han sido Robespierre, Napoleón, Luis XVIII y el Sr. Guizot. Libre es la prensa, y la pluma de los periodistas una mercancía; libre también la religión, y todo el que lleve sotana, corta o larga, y sepa excitar oportunamente la curiosidad pública, puede hacerse un auditorio. El padre Lacordaire tiene sus devotos, Leroux (4) sus apóstoles, Buchez su convento. ¿Por qué no había de ser también libre la enseñanza? Si es indudable el derecho del enseñado como el del comprador, el del maestro, que no es sino una variedad del vendedor, es su correlativo: imposible de todo punto tocar a la libertad de enseñanza, sin violar la más preciosa de las libertades, la de conciencia. Y luego, añade el Sr. Dunoyer, que si el Estado debe enseñar a todo el mundo, no tardará en pretenderse que debe dar trabajo, después habitación, por fin mesa ... ¿A dónde vamos a parar?

El argumento del Sr. Dunoyer es irrefutable: organizar la enseñanza, es prometer a cada ciudadano una ocupación liberal y un salario decente: son dos términos tan íntimamente enlazados como la circulación arterial y la circulación venosa. Pero resulta de la teoría del Sr. Dunoyer, que el progreso no es cierto sino respecto a un corto número de escogidos, y por lo tanto, que para las nueve décimas partes de la humanidad, la barbarie es la condición perpetua. Esto mismo constituye, según el Sr. Dunoyer, la ciencia de las sociedades, que se manifiesta en tres tiempos, religión, jerarquía y mendicidad. De suerte que, en este sistema, que es el de Destutt de Tracy, Montesquieu y Platón, la antinomia de la división, como la del valor, es irresoluble.

Es para mí, lo confieso, un inefable placer ver al Sr. Chevalier, partidario de la centralización de la enseñanza, combatido por el señor Dunoyer, partidario de la libertad; al Sr. Dunoyer a su vez en oposición con el Sr. Guizot; al Sr. Guizot, que representa a los centralizadores, en contradicción con la ley constitucional, que erige la libertad en principio; la Constitución pisoteada por los universitarios, que reclaman para ellos solos el privilegio de la enseñanza, a pesar del mandato expreso del Evangelio, que dice a los sacerdotes: Id y enseñad; y por encima de todo ese fárrago de economistas, legisladores, ministros, académicos, profesores y clérigos, oír a la Providencia económica desmintiendo el Evangelio, y exclamando: ¿Qué queréis que haga de vuestra enseñanza, pedagogos?

¿Quién nos sacará de este conflicto? El Sr. Rossi se inclina a una especie de eclecticismo. Poco dividido el trabajo, dice, permanece improductivo; demasiado dividido, embrutece al hombre. La sabiduría está entre los dos extremos: in medio virtus. Desgraciadamente esa mediana sabiduría no es más que una mediana miseria añadida a una mediana riqueza, de suerte que nada resulta modificado. La proporción entre el bien y el mal, en vez de ser como 100 es a 100, sólo es ya como 50 a 50; y digo esto, para dar una vez por todas la medida del eclecticismo: Por lo demás, el justo medio del Sr. Rossi está en oposición directa con la gran ley económica: producir con el menor gasto posible la mayor suma posible de valores ... Ahora bien, ¿cómo puede el trabajo llenar su objeto sin que esté extremadamente dividido? Investiguemos más, si os place.

Todos los sistemas, dice el Sr. Rossi, todas las hipótesis económicas son del dominio del economista; pero el hombre inteligente, libre y responsable, está bajo el imperio de la ley moral ... La economía política no es más que una ciencia que examina las relaciones de las cosas, y deduce de ellas consecuencias. Examina cuáles son los efectos del trabajo: en la práctica es preciso aplicarle siempre, según la importancia del objeto. Cuando la aplicación que se hace del trabajo es contraria a un objeto más elevado que la producción de la riqueza, es preciso abandonarla ... Supongamos que fuese un medio de aumentar la riqueza nacional hacer trabajar a los niños quince horas diarias: la moral diría que esto no es lícito. ¿Probaría esto que la economía política es falsa? No: esto prueba que se confunde lo que debe estar separado.

Si el Sr. Rossi hubiese tenido un poco más de esa naturalidad, gala tan difícil de adquirir para los extranjeros, habría simplemente echado su lengua a los perros, como decía la Sra. de Sévigné; es decir, habría renunciado a meterse en tales honduras. Pero es indispensable que un profesor hable, y hable, y hable, no para decir algo, sino para no estar mudo. El señor Rossi da tres vueltas alrededor de la cuestión, y luego se acuesta; y esto basta para que ciertas gentes crean que la ha resuelto.

Es en verdad un mal síntoma para una ciencia, que, al desarrollarse según los principios que le son propios, llegue en un punto dado a ser desmentida por otra; como sucede, por ejemplo, cuando los postulados de la economía política se encuentran en contradicción con los de la moral, suponiendo que la moral, como la economía política, sea una ciencia. ¿Qué viene a ser el conocimiento humano, si sus afirmaciones se destruyen entre sí, y de qué podremos fiarnos? El trabajo parcelario es una ocupación de esclavo, pero es el único verdaderamente fecundo; el trabajo no dividido sólo pertenece al hombre libre, pero no cubre sus gastos. Por un lado la economía política nos dice: sed ricos; por otro la moral: sed libres; y el Sr. Rossi, que habla en nombre de las dos, nos dice al mismo tiempo que no podemos ser libres ni ricos, puesto que serlo a medias, es no serlo. La doctrina del Sr. Rossi, lejos, pues, de satisfacer esa doble tendencia de la humanidad, tiene el inconveniente, para no ser exclusiva, de quitárnoslo todo: es bajo otra forma la historia del sistema representativo.

Pero el ántagonismo es mucho más profundo aún de lo que ha creído el Sr. Rossi. Porque, puesto que, según la experiencia universal, en este punto de acuerdo con la teoría, el salario mengua cuanto más dividido está el trabajo, es obvio que, sometiéndonos a la esclavitud del trabajo dividido, no por esto obtendremos la riqueza; no habremos hecho más que convertir hombres en máquinas, como nos lo demuestran las clases jornaleras de ambos mundos. Y puesto que, por otra parte, sin la división del trabajo la sociedad cae de nuevo en la barbarie, es aún evidente que con sacrificar la riqueza no hemos de llegar a la libertad, como nos lo prueban todas las razas nómadas de Asia y de Africa. Luego hay necesidad, y requerimiento absoluto de parte de la economía como de la moral, de resolver el problema de la división del trabajo. Ahora bien, ¿a cuánto están de esto los economistas? ¿Qué se le ha respondido a Lemontey, que hace más de treinta años, desarrollando una observación de Smith, ha hecho resaltar la influencia desmoralizadora y homicida de la división del trabajo? ¿qué investigaciones se han hecho? ¿qué combinaciones se han propuesto? ¿Ha sido la cuestión siquiera comprendida?

Todos los años los economistas, con una exactitud que alabaría yo mucho más si no la viese quedar siempre estéril, dan cuenta del movimiento comercial de los Estados de Europa. Saben cuántos metros de paño, cuántas piezas de seda, cuántos kilogramos de hierro han sido fabricados; cuál ha sido por cabeza el consumo del trigo, del vino, del azúcar, de la carne: no se diría sino que para ellos el nec plus ultra de la ciencia es publicar inventarios, y el último término de su combinación, llegar a ser los interventores generales de las naciones. Jamás tantos materiales reunidos han ofrecido más ancho campo a las investigaciones; y ¿qué se ha encontrado? ¿qué principio nuevo ha brotado de esa masa de datos? ¿qué solución se ha obtenido para tantos y tan antiguos problemas? ¿qué dirección nueva se ha dado a los estudios?

Entre otras cuestiones hay una, la del pauperismo, que parece ya preparada para un juicio definitivo. El pauperismo es hoy el más conocido de todos los fenómenos del mundo civilizado: se sabe sobrepoco más o menos de dónde procede, cuándo y cómo sobreviene, y cuánto cuesta; se ha calculado en qué proporción está con los demás grados de civilización, y se está convencido al mismo tiempo de la ineficacia de los específicos con que hasta aquí se le ha combatido. Dividido el pauperismo en géneros, especies y familias, es una historia natural completa, una de las más importantes ramas de la antropología. Pues bien, lo que resulta irrefragablemente de todos los hechos, recogidos, pero que no se ha visto ni se ha querido ver, y los economistas se obstinan en ocultar con su silencio, es que el pauperismo es constitucional y crónico en las sociedades, mientras subsista el antagonismo entre el capital y el trabajo, y que este antagonismo no puede concluir sino con una negación absoluta de la economía política. ¿Qué salida de ese laberinto han descubierto los economistas?

Este último punto merece que nos detengamos un momento.

En la sociedad primitiva, como hice observar en el párrafo anterior, la miseria es la condición universal.

El trabajo es la guerra declarada a esa miseria.

Este se organiza, primero dividiéndose, luego por medio de las máquinas, después por la concurrencia, etcétera.

Trátase ahora de saber si no es de la esencia de esa organización, tal como nos la da la economía política, que al paso que haga cesar la miseria de los unos, agrave la de los otros de una manera fatal e inevitable. En estos términos hay que proponer la cuestión del pauperismo, y así es como hemos acometido la empresa de resolverla.

¿Qué significan por lo tanto esas eternas habladurías de los economistas sobre la imprevisión de los jornaleros, sobre su pereza, su falta de dignidad, su ignorancia, su libertinaje, sus matrimonios prematuros, etc.? Todos esos vicios, toda esa crápula no es más que el manto del pauperismo; mas ¿dónde está la causa, esa primera causa que mantiene fatalmente en el oprobio a las cuatro quintas partes del género humano? La naturaleza, ¿no ha hecho a todos los hombres igualmente groseros, rebeldes al trabajo, lúbricos y salvajes? El patricio y el proletario, ¿no están acaso formados del mismo barro? ¿De qué procede, pues, que después de tantos siglos, y a pesar de tantos prodigios de la industria, de las ciencias y de las artes, no sean aún ni el bienestar ni la buena educación patrimonio de todos los hombres? ¿Cómo se explica que en los grandes cuadros de la riqueza social de París y de Londres sea tan repugnante la miseria como en los tiempos de César y de Agrícola? ¿Cómo han podido permanecer las masas tan incultas al lado de una aristocracia tan refinada? Se denuncian los vicios del pueblo; pero los de la clase alta no parecen ser menores, y quizá, quizá sean mayores. El pecado original es en todos el mismo: ¿de qué procede, repito, que el bautismo de la civilización no haya tenido para todos la misma eficacia? ¿Constituirá acaso el mismo progreso un privilegio, y habrá de andar eternamente en el fango todo el que no posea carro ni caballería? Mas ¿qué digo? El hombre totalmente desnudo, ni a mejorar aspira: ha sido tan honda su caída, que hasta se ha apagado la ambición de su alma.

De todas las virtudes privadas, observa con infinita razón el señor Dunoyer, la más necesaria, la que nos procura sucesivamente todas las demás, es el amor al bienestar, es un violento deseo de salir de la abyección y la miseria, es esa emulación y esa dignidad que no permiten que nos contentemos con una situación inferior a la de nuestros semejantes. Pero ese sentimiento, que tan natural parece, es desgraciadamente mucho menos común de lo que se piensa. Pocos cargos hay menos merecidos por la mayor parte de los hombres, que el que les dirigen los moralistas ascéticos de ser demasiado amigos de sus comodidades; se les podría dirigir el cargo contrario con muchísima más justicia ... En la naturaleza humana hay hasta esto de muy notable, que cuantas menos luces y recursos se tienen, menos se experimenta el deseo de adquirirlos. Los más miserables salvajes y los menos ilustrados de los hombres, son precisamente aquellos en quienes con más dificultad se suscitan necesidades, y a quienes con más trabajo se inspira el deseo de salir de su estado; de suerte que es preciso que el hombre se haya procurado cierto bienestar por el trabajo, antes que sienta con alguna intensidad esa necesidad de mejorar su condición y perfeccionar su existencia, a que doy el nombre de amor al bienestar (De la libertad del trabajo, tomo II, pág. 80).

Así la miseria de las clases trabajadoras procede, generalmente hablando, de su falta de corazón e inteligencia, o como ha dicho en alguna parte el señor Passy, de la debilidad, de la inercia de sus facultades morales e intelectuales. Esta inercia nace de que dichas clases, aun medio salvajes, no experimentan con suficiente viveza el deseo de mejorar su condición: y esto es lo que hace observar el señor Dunoyer. Mas como esa carencia de deseo es a su vez efecto de la miseria, síguese de ahí que la miseria y la apatía son una y otra efecto y causa, y el proletario gira por lo tanto dentro de un círculo.

Para salir de este abismo sería preciso un bienestar, esto es, un aumento progresivo de salario; o inteligencia y valor, esto es, un desarrollo progresivo de facultades; cosas ambas diametralmente opuestas a la degradación del alma y del cuerpo, que es el efecto natural de la división del trabajo. La desgraciada suerte del proletariado es, pues, toda providencial, y tratar de cambiarla, al punto a que ha venido la economía política, sería provocar la borrasca revolucionaria.

Porque no sin una razón profunda, tomada de las más altas consideraciones de la moral, la conciencia humana, manifestándose sucesivamente por el egoísmo de los ricos y la apatía de los pobres, niega la retribución previa del hombre al que no llena más que el oficio de palanca y de resorte. Si, por algún imposible, viniese el bienestar a caer en suerte al trabajador parcelario, se vería surgir algo monstruoso: los trabajadores empleados en los trabajos repugnantes vendrían a ser como esos romanos saciados de las riquezas del mundo, cuya embrutecida inteligencia se había vuelto incapaz hasta de inventar placeres. El bienestar sin la educación embrutece al pueblo y le hace insolente, como se ha observado desde la antigüedad más remota. lncrassatus est, et recalcitravit, dice el Deuteronomio. Por lo demás, el trabajador parcelario se ha juzgado a sí mismo: está contento con tener pan, una mala cama en que dormir, y una borrachera por domingo. Otra condición cualquiera le sería perjudicial y comprometería el orden público.

En Lyon hay una clase de hombres que, gracias al monopolio de que les deja gozar la municipalidad, cobran un salario superior al de los profesores de facultad y al de los jefes de negociado de los ministerios: hablo de los mozos de cordel. Los precios de embarque y desembarque en ciertos puertos de Lyon, son por las tarifas de las Rigas, o compañías de mozos de cordel, de 30 céntimos de franco por cada 100 kilogramos. A ese precio, no es nada raro que un hombre gane por día 12, 15 y hasta 20 francos; basta para eso transportar cuarenta o cincuenta sacos desde un buque a un almacén cualquiera. Es cosa de pocas horas. ¿Qué condición tan favorable para el desarrollo de la inteligencia, así para los niños como para sus padres, si por sí misma, y las horas de ocio que procura, fuese la riqueza un principio moralizador! Pero no sucede nada de esto: los mozos de cordel de Lyon son hoy lo que siempre fueron, borrachos, crapulosos, brutales, insolentes, egoístas y cobardes. Es penoso decirlo; pero considero esta declaración como un deber, porque es verdadera: una de las primeras reformas que hay que hacer entre las clases trabajadoras, es la de reducir los salarios de algunas, al paso que subir el de otras. No porque recaiga en las últimas clases del pueblo es más respetable el monopolio, mucho menos si no sirve más que para mantener el más grosero individualismo. La insurrección de los tejedores de velas encontró a esos mozos de cuerda, y en general a toda la gente de ribera, indiferentes, y más que indiferentes, hostiles. Nada de lo que pasa fuera de los puertos logra interesarles. Bestias de carga formadas de antemano para el despotismo con tal que ése les conserve su privilegio, no se meten jamás en política. Debo, con todo, decir en su descargo, que hace algún tiempo, como las necesidades de la concurrencia ha abierto brecha en sus aranceles, han empezado a despertarse sentimientos más sociales en esas macizas e impenetrables naturalezas: algunas rebajas más, sazonadas de un poco de miseria, y pronto las Rigas lyonesas formarán el cuerpo de preferencia para cuando haya que tomar castillos por asalto.

En resumen, es imposible, contradictorio, que en el actual sistema de las sociedades, llegue el proletariado al bienestar por medio de la educación, ni a la educación por medio del bienestar. Porque, sin contar que el proletario, el hombre-máquina, es tan incapaz de bienestar como de instrucción, está demostrado, por una parte, que su salario tiende cada vez menos a subir que a bajar; y por otra, que la cultura de su inteligencia, aun pudiendo recibirla, le sería inútil; de suerte que está constantemente arrastrado hacia la barbarie y la miseria. Cuanto se ha ensayado en esos últimos años en Francia e Inglaterra para mejorar la suerte de las clases pobres, ya sobre el trabajo de las mujeres y los niños, ya sobre la primera enseñanza, a menos que no sea fruto de una secreta idea de radicalismo, se ha hecho contra las afirmaciones de la economía, y en perjuicio del orden establecido. El progreso, para la masa de los trabajadores, es siempre el libro cerrado de los siete sellos; y no se descifrará, a buen seguro, el implacable enigma por medio de contrasentidos legislativos.

Por lo demás, si los economistas, a fuerza de repasar sus viejas rutinas, han perdido hasta la inteligencia de las cosas sociales, no cabe decir que los socialistas hayan resuelto mejor la antinomia de la división del trabajo. Se han detenido, por lo contrario, en la negación, en la antítesis; porque no es más que esto oponer, por ejemplo, a la uniformidad del trabajo parcial, una pretendida variedad donde pueda cada cual cambiar de ocupación diez, quince o veinte veces por día.

Como si cambiar diez, quince o veinte veces por día el objeto de un ejercicio parcial, fuese hacer sintético el trabajo; como si, por consiguiente, veinte fracciones de jornal de un peón, pudiesen dar una cosa equivalente al jornal de un artista. Suponiendo que fuese esa danza industrial practicable, y cabe desde luego asegurar que desaparecería ante la necesidad de hacer responsable de su obra a los trabajadores, y por consiguiente las funciones personales, no cambiaría en nada la condición física, moral e intelectual del jornalero; podría cuando más, por la disipación, consolidar su incapacidad, y por consiguiente su dependencia. Así lo confiesan los organizadores, los comunistas y otros. Aspiran tan poco a resolver la antinomia de la división, que admiten todos, como condición esencial de la organización, la jerarquía del trabajo, es decir, la clasificación de los trabajadores en parcelarios y en generalizadores o sintéticos, y que en todas las utopías, es considerada como eje la distinción de las capacidades, fundamento o pretexto eterno de la desigualdad de bienes. Reformadores que sólo se hacían ya recomendables por la lógica de sus planes, y que después de haber declamado contra el simplismo, la monotonía, la uniformidad y el particularismo del trabajo, vienen luego proponiendo una pluralidad como una síntesis; inventores tales, digo, están juzgados y deben ser mandados a la escuela.

¿Pero cuál es la solución de usted, señor crítico?, me preguntará tal vez alguno de mis lectores. Muéstrenos usted esa síntesis que, conservando la responsabilidad, la personalidad, en una palabra, la especialidad del trabajo, ha de reunir la extrema división y la mayor variedad en un todo complejo y armónico.

Tengo la contestación a mano: Interroguemos los hechos, consultemos a la humanidad; no podemos tomar guía más seguro. Después de las oscilaciones del valor, la división del trabajo es el hecho económico que influye de la manera más sensible en los beneficios y los salarios. Este es el primer piquete plantado por la Providencia en el terreno de la industria; éste el punto de partida de esa inmensa triangulación que debe al fin determinar el derecho y el deber para todos y cada uno de los hombres. Sigamos, pues, nuestros indicios, fuera de los cuales no podríamos sino extraviarnos y perdernos:

Tu longe sequere, et vestigia semper valora.


Notas

(1) Sesión de la Academia de Ciencias morales y políticas, setiembre de 1845. Hippolyte Passy (1793-1880), autor de la obra De l'aristocratie considerée dans ses rapports avec les progres de la civilisation (1826).

(2) Michel Chevalier, 1806-1879. saintsimoniano militante, director del Globe, perseguido con el Pere Enfantin a causa de su propaganda. Es autor de varias obras.

(3) Journal des Economistes, abril de 1843.

(4) Pierre Leroux, 1737-1871; después de haberse separado del saintsimonismo en 1831, se hizo cargo de la dirección de la Revue Encyclopédique, donde expuso sus teorías, mezcla de saintsimonismo, de hegelianismo y de catolicismo.

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