Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Contradicción de las máquinas: - Origen del capital y del salario

Por lo mismo que las máquinas disminuyen la fatiga del jornalero, abrevian y disminuyen el trabajo, que de esta suerte va siendo cada día más ofrecido y menos solicitado. Es verdad que poco a poco, como la baja de precios aumenta el consumo, se restablece el equilibrio y son de nuevo llamados los trabajadores; mas como, por otra parte, los adelantos industriales se suceden sin tregua, y hay constantes tendencias a sustituir el trabajo de las máquinas al del hombre, se sigue de aquí que la hay también a suprimir una parte del servicio, y, por lo tanto, a eliminar de la producción a los obreros. Ahora bien, sucede en el orden económico lo que en el espiritual: no hay salvación fuera de la Iglesia, ni forma de vivir fuera del trabajo. La sociedad y la naturaleza, igualmente implacables, están de acuerdo para ejecutar este nuevo decreto.

Cuando una nueva máquina, o en general un procedimiento expeditivo cualquiera, dice J. B. Say, reemplaza un trabajo del hombre ya en marcha, queda sin él una parte de los brazos industriosos por haber sido útilmente suplido su servicio. Desempeña, pues, una nueva máquina el trabajo de una parte de los jornaleros, pero no disminuye la cantidad de las cosas producidas, porque todo el mundo se guardaría entonces de adoptarla: no hace sino cambiar de lugar la renta. No obstante, los efectos ulteriores hablan todos en favor de las máquinas; porque es obvio que si baja el valor en la venta, por la abundancia del producto y lo módico del precio útil, gozará de este beneficio el consumidor, es decir, todo el mundo.

El optimismo de Say es una infidelidad a la lógica y a los hechos. No se trata aquí tan sólo de un pequeño número de accidentes desgraciados, ocurridos en un lapso de treinta siglos por la introducción de una, dos o tres máquinas: trátase de un fenómeno regular, general y constante. Después de haber cambiado de lugar la renta por una máquina, como dice Say, lo ha de cambiar por otra, luego por otra, y siempre por otra, mientras queda trabajo por hacer y cambios que efectuar. Así debe ser presentado y considerado el fenómeno; y habremos de convenir entonces en que cambia singularmente de aspecto. El cambio de lugar de la renta, la supresión del trabajo y del salario es un azote económico, permanente, indeleble, una especie de cólera que ya se presenta bajo la figura de Gutenberg, ya reviste la de Arkwright, ya toma el nombre de Jacquard, ya el de James Watt o el del marqués de Jouffroy. Después de haberse cebado por más o menos tiempo en el mundo industrial bajo una forma, toma el monstruo otra; y los economistas, que le creen ya fuera, exclaman: si no era nada. Tranquilos y satisfechos, mientras presentan con todo el peso de su dialéctica el lado positivo de la cuestión, cierran los ojos sobre el lado subversivo, salvo siempre el recurso, en cuanto vuelva a hablarse de miseria, de empezar de nuevo sus sermones sobre lo imprevisores y borrachos que son los trabajadores.

En 1750 -esta observación del señor Dunoyer da la medida de todas las elucubraciones de la misma especie-, la población del ducado de Lancaster era de almas 300.000

En 1801, gracias al desarrollo de las máquinas de hilados, esta población era ya de 672.000

En 1831 era de 1.336.000

Ocupaba antiguamente la industria algodonera sólo 40.000 obreros, y ocupa hoy, después de la invención de las máquinas, 1.500.000.

Añade el señor Dunoyer que en el período en que tomó tan singular extensión el número de los jornaleros empleados en esta industria, el precio del trabajo llegó a ser una vez y media mayor de lo que antes era. Luego, no habiendo hecho la población sino seguir el movimiento industrial, su aumento ha constituído un hecho normal y bajo ningún punto de vista vituperable, antes un hecho fausto, puesto que se le cita en honra y gloria del desarrollo mecánico. El señor Dunoyer, sin embargo, hace de improviso un cambio de frente: habiendo faltado trabajo para tantas máquinas de hilados, hubieron necesariamente de disminuir los salarios, así que la población llamada por las máquinas, se vió por las máquinas abandonada y sin trabajo. El abuso del matrimonio, dice entonces el señor Dunoyer, es la causa de la miseria.

Estimulado el comercio inglés por su inmensa clientela, llama jornaleros de todas partes y provoca el matrimonio: mientras el trabajo abunda, el matrimonio es cosa excelente, y se citan con gusto sus efectos en interés de las máquinas; pero como la clientela es inconstante, en cuanto falta el trabajo y el salario, se dice a voz en grito que se abusa del matrimonio y se acusa de imprevisores a los jornaleros. La economía política, es decir, el despotismo propietario, jamás puede dejar de tener razón: la culpa es siempre de los proletarios.

Se ha citado muchas veces, y siempre con una idea optimista, el ejemplo de la imprenta. El número de personas que hoy mantiene la imprenta, es quizá mil veces mayor de lo que lo era, antes de Gutenberg, el de los copistas e iluminadores: luego, se dice con aire de satisfacción, la imprenta no ha perjudicado a nadie. Podrían citarse infinitos hechos análogos, sin que se pudiese rechazar siquiera uno, pero sin que adelantase tampoco la cuestión ni un paso. Nadie niega, repito, que las máquinas hayan contribuído al bienestar general; pero sostengo en vista de este hecho irrefragable, que los economistas faltan a la verdad cuando dicen de una manera absoluta que la simplificación de los procedimientos no ha dado en ninguna parte por resultado la disminución del número de los brazos empleados en una industria cualquiera. Lo que deberían decir los economistas, es que las máquinas, del mismo modo que la división del trabajo, en el actual sistema de economía social, son a la vez una fuente de riqueza y una causa fatal y permanente de miseria.

En 1836, en un taller de Manchester, nueve telares, cada uno de trescientos veinticuatro husos, estaban dirigidos por cuatro hilanderos. Doblóse luego la longitud de las cajas de los talleres, y habiéndose puesto en cada uno seiscientos ochenta husos, bastaron dos hombres para dirigirlos.

He aquí en bruto el hecho de la eliminación del jornalero por la máquina. Por una simple combinación quedaron descartados tres de cada cuatro jornaleros: ¿qué importa que a los cincuenta años, doblada la población del globo, cuadruplicada la clientela de los ingleses, y construídas nuevas máquinas, volviesen a tomar los fabricantes otros tantos trabajadores? ¿Pensarán los economistas poderse prevaler del aumento de la población en favor de las máquinas? Renuncien entonces a la teoría de Malthus, y dejen de declamar contra la excesiva fecundidad de los matrimonios.

No pararon aquí las cosas: pronto una nueva mejora mecánica permitió que un solo obrero hiciese el trabajo que hacían antes cuatro. Nueva reducción de tres cuartas partes sobre la mano de obra, en suma, reducción de quince dieciseisavos sobre el trabajo del hombre.

Un fabricante de Boston escribe por otra parte: la prolongación de las cajas de nuestros talleres nos permite que empleemos sólo veintiséis hilanderos donde en 1787 necesitábamos treinta y cinco. Otra poda de trabajadores: de cada cuatro, una víctima.

Están sacados estos hechos de la Revista Económica de 1842, y no hay nadie que no pueda indicarlos análogos. He presenciado la introducción de las prensas mecánicas en la imprenta, y puedo decir que he visto por mis propios ojos los males que han ocasionado a los prensistas. Hace quince o veinte años que se las introdujo, y desde entonces acá, unos han ido a la caja, otros han abandonado la profesión, muchos han muerto de miseria: así se verifica la pretendida refundición de los trabajadores a consecuencia de las innovaciones industriales. Hace veinte años, ochenta barcos de diferentes clases hacían el servicio de navegación de Beaucaire a Lyon: todo ha desaparecido ante una veintena de buques de vapor. A no dudarlo, ha ganado en ello el comercio; ¿pero qué ha sido de la marinería? ¿Ha pasado de los buques a los vapores? No; ha ido a donde van todas las industrias vacantes: ha desaparecido.

Por lo demás, los datos que siguen, sacados de la misma fuente, darán una idea más positiva de la influencia que ejercen sobre la suerte de los jornaleros las mejoras industriales.

El término medio por semana de los salarios en Manchester, es de 12 francos 50 céntimos, o sean 10 chelines. De 450 obreros, no hay 40 que ganen 25 francos. El autor del artículo tiene buen cuidado de hacer observar que un inglés consume cinco veces más que un francés; y es esto, por lo tanto, como si un obrero en Francia debiese vivir con 2 francos 50 céntimos por semana.

Revue d'Edimbourg de 1835: A una coalición de obreros, que no querían dejar reducir sus salarios, se debe la caja de Sharpe y Roberto de Manchester; y esta invención ha sido un rudo castigo para los imprudentes coaligados. Esta palabra castigo, merecería ser castigada. La invención de Sharpe y Roberto de Manchester, debía naturalmente surgir de la situación: el hecho de haberse negado los obreros a sufrir la rebaja que se les pedía no ha sido más que su causa determinante. Al ver el aire de venganza que se da la Revue d'Edimbourg, ¿no se diría, a la verdad, que las máquinas tienen un efecto retroactivo?

Un fabricante inglés decía por otro lado: La insubordinación de nuestros obreros, nos ha hecho pensar en la manera de pasarnos sin ellos. Hemos hecho y estimulado todos los esfuerzos de inteligencia imaginables para reemplazar el servicio de los hombres con instrumentos más dóciles, y lo hemos conseguido. La mecánica ha librado el capital de la opresión del trabajo. Donde ahora empleamos un hombre, no es más que provisionalmente, es decir, sólo mientras se inventa para nosotros el medio de hacer sin él su tarea.

¡Qué sistema el que lleva a un negociante a pensar con fruición que la sociedad podrá pronto pasar sin hombres! ¡La mecánica ha librado el capital de la opresión del trabajo! Esto es como si el ministerio intentase librar el presupuesto de la opresión de los contribuyentes. ¡Insensato! Si los obreros os cuestan, son también vuestros compradores: ¿qué haríais de vuestros productos si, rechazados los jornaleros por vosotros, no los consumiesen? Así las máquinas, después de haber aplastado a los trabajadores, no tardan en herir de rechazo a los patrones; porque si la producción excluye el consumo, se ve pronto obligada a pararse (1).

Durante el cuarto semestre de 1841, cuatro grandes quiebras, ocurridas en una ciudad fabril de Inglaterra, han puesto en la calle a 1.720 personas. Esas quiebras eran debidas a exceso de producción, o lo que es lo mismo, a la insuficiencia de los mercados, o sea a la miseria de los pueblos. ¡Qué lástima que la mecánica no haya podido también librar el capital de la opresión de los consumidores! ¡Qué desgracia que las máquinas no compren los tejidos que fabrican! Habría llegado la sociedad a su ideal, si el comercio, la agricultura y la industria, pudiesen marchar sin que hubiese un hombre en la tierra.

En una parroquia del Yorkshire, hace nueve meses que los obreros no trabajan sino dos días por semana. Máquinas.

En Geston, dos fábricas tasadas en 60.000 libras esterlinas, han sido vendidas por 26.000. Producían mucho más de lo que podían vender. Máquinas.

En 1841, el número de los niños de menos de trece años disminuye en las fábricas, porque los de mds de trece ocupan sus puestos. Máquinas. El obrero adulto se hace de nuevo aprendiz, se hace de nuevo niño: este resultado venía previsto desde la fase de la división del trabajo, durante la cual hemos visto bajar la calidad del obrero a medida que se perfecciona la industria.

Al terminar, el periodista hace esta reflexión: desde 1836, la industria algodonera está en retroceso, es decir, no guarda ya relación con las demás industrias: resultado previsto también por la teoría de la proporcionalidad de los valores.

Hoy, parecen haber cesado en todos los puntos de Inglaterra las coaliciones y las huelgas de jornaleros, y los economistas se regocijan con razón de esa vuelta al orden, mejor diremos, al sentido común (2). Mas, de que los trabajadores no agraven en adelante, así cuando menos lo espero, con sus voluntarias vacaciones, la miseria que les crean las máquinas, ¿se sigue que la situación haya cambiado? Y si en nada ha cambiado la situación, ¿dejará de ser lo futuro más que la triste copia de lo pasado?

Los economistas se complacen en dar reposo a su espíritu contemplando el cuadro de la felicidad pública: por este signo se les reconoce y se reconocen entre sí. No faltan, sin embargo, entre ellos, imaginaciones tristes y enfermizas, siempre dispuestas a oponer a los relatos de una prosperidad creciente, las pruebas de una obstinada miseria.

Así resumía Théodore Fix (3), la situación general en diciembre de 1844:

La subsistencia de los pueblos no está ya expuesta a esas terribles perturbaciones causadas por las carestías y los casos de hambre, tan frecuentes hasta el comienzo del siglo XIX. Lo variado del cultivo y los adelantos agrícolas han conjurado este doble azote de una manera casi absoluta. En 1791, la producción total del trigo en Francia estaba valuada en cerca de 47 millones de hectolitros: lo que daba, deducidas las siembras, 1 hectolitro 65 centilitros por habitante. En 1840, está valuada la misma producción en 70 millones de hectolitros, o sean 1 hectolitro 82 centilitros por individuo, no estando, sin embargo, cultivada más superficie de tierra que antes de la revolución ... Las materias elaboradas han crecido en proporciones, por lo menos, tan fuertes como las substancias alimenticias, y puede decirse que la masa de los tejidos se ha más que doblado y quizá triplicado en cincuenta años. Ha conducido a este resultado el sucesivo adelanto de los procedimientos técnicos.

Desde principios del siglo, la vida media ha aumentado de dos o tres años, indicio irrecusable de un mayor bienestar, o si se quiere, de una atenuación de la miseria.

En el espacio de veinte años, la cifra de las contribuciones indirectas, sin que se las haya agravado en nada, han subido de 540 millones a 720, síntoma de progreso económico más bien que de progreso fiscal.

En 19 de enero de 1844, la Caja de Depósitos y Consignaciones, debía a las de Ahorros 351 millones y medio, y París figuraba en la suma por 105 millones. La institución no ha tomado, sin embargo, algún desarrollo, sino desde hace doce años, y es preciso observar que los 351 millones y medio debidos actualmente a las Cajas de ahorros, no constituyen la masa entera de las economías realizadas, puesto que, en determinados momentos, se da otro destino a los capitales acumulados ... En 1843, de 320.000 jornaleros y 80.000 sirvientes que contenía la capital, 90.000 jornaleros habían depositado en la Caja de ahorros 2.547.000 francos, y 34.000 sirvientes 1.268.000.

Todos estos hechos son completamente ciertos, y la consecuencia que de ellos se deduce en favor de las máquinas, no puede tampoco ser más exacta: han dado en efecto al bienestar general un poderoso impulso. Pero los hechos que vamos a citar no son menos auténticos, y la consecuencia que de ellos se deducirá contra las máquinas no será tampoco menos justa, es a saber, que son una incesante causa de pauperismo. Apelo a las cifras del mismo señor Fix.

De 320.000 jornaleros y 80.000 sirvientes que residen en París, hay 230.000 de los primeros, y 46.000 de los segundos, total 276.000, que nada ponen en las Cajas de ahorros. No creo que nadie se atreva a sostener que sean 276.000 haraganes y pródigos que se exponen voluntariamente a la miseria. Ahora bien, como entre los mismos que hacen economías los hay pobres y de mediana conducta, para quienes el ahorro no es más que una tregua en el camino del libertinaje y la miseria, decimos que de todos los individuos que viven de su trabajo, cerca de las tres cuartas partes, o son imprevisores, perezosos y libertinos, puesto que nada ponen en la Caja de ahorros, o son demasiado pobres para realizar economías. No hay otra alternativa. Pero, a falta de caridad, no permite el sentido común que se acuse en masa a los trabajadores; forzoso es, por lo tanto, atribuir la falta a nuestro régimen económico. ¿Cómo no ha visto el señor Fix que sus cifras se volvían contra sí mismas?

Se espera que con el tiempo, todos o casi todos los trabajadores estén inscriptos en las Cajas de ahorros. Sin esperar al testimonio del tiempo, podemos ver desde luego si es fundada la esperanza.

Según el señor Vée, alcalde del 59 distrito de París, el número de las familias pobres inscriptas en los registros de las oficinas de beneficencia, es de 30.000; lo cual nos da 65.000 individuos. El padrón hecho a principios de 1846, ha dado hasta 88.474. Y las familias pobres, pero no inscriptas, ¿cuántas son? Otras tantas. Pongamos, pues, 180.000 pobres, no dudosos, aunque no oficiales. Y los que viven en la penuria con apariencias de comodidad, ¿cuántos son aún? Dos veces tanto: total en París, 300.000 personas que viven con escasez.

Se habla del trigo, dice otro economista, el señor Leclerc; pero ¿no hay acaso poblaciones inmensas que no prueban el pan? Sin salir de nuestra misma patria, ¿no hay poblaciones que viven exclusivamente de maíz, de alforfón, de castañas? ...

El señor Leclerc denuncia el hecho: interpretémosle. Si, como no es dudoso, se deja sentir el aumento de población, principalmente en las grandes ciudades, es decir, en los puntos en que se consume más trigo, es obvio que ha podido aumentar el término medio por cabeza sin que haya mejorado la condición general. Nada hay tan engañoso como un término medio.

Háblase, continúa diciendo el mismo, del aumento del consumo indirecto. Se intentaría en vano legitimar la falsificación parisiense: existe, tiene sus maestros, sus hombres hábiles, su literatura, sus tratados didácticos y clásicos. Poseía Francia vinos exquisitos: ¿qué se ha hecho de ellos? ¿qué se ha hecho de esa brillante riqueza? ¿Dónde están los tesoros creados desde Probo, por el genio nacional? Y sin embargo, cuando se consideran los excesos a que da lugar el vino, donde quiera que esté caro, donde quiera que no entre en el régimen regular; cuando en París, capital del reino de los buenos vinos, se ve al pueblo saciándose de un yo no sé qué falsificado, adulterado, nauseabundo, execrable a veces, y aun a las personas acomodadas bebiendo en sus casas, o aceptando sin chistar en las fondas de fama, vinos llamados tales, de sabor indefinible, de color violáceo, de una insipidez, de una pobreza, de una miseria, capaces de hacer estremecer al más pobre campesino de Borgoña o de Turena, ¿cabe dudar de buena fe de que los líquidos alcohólicos no sean una de las más imperiosas necesidades de nuestra naturaleza? ...

He citado entero este pasaje, porque resume para un caso particular lo que habría que decir sobre los inconvenientes de las máquinas. Sucede, relativamente al pueblo, con el vino lo que con los tejidos, y en general con todos los artículos y mercancías creadas para el consumo de las clases pobres. El pensamiento es siempre el mismo: reducir, por cualesquiera que sean los procedimientos, los gastos de fabricación, para sostener con ventaja la concurrencia contra los compañeros más afortunados o más ricos, y también para servir a esa innumerable clientela de desheredados que no pueden poner precio a nada desde el momento en que su cualidad es buena. Producido por las vías ordinarias, el vino cuesta demasiado caro para la mesa de los consumidores; corre peligro de quedar en las bodegas de los vendedores. El fabricante de vinos, ya que no puede hacer mecánico el cultivo, elude la dificultad buscando medio de poner el precioso líquido al alcance de todo el mundo, con ayuda de ciertas mezclas. Ciertos salvajes, en tiempo de carestía, comen tierra; el obrero civilizado bebe agua. Malthus fue un gran genio.

En lo que toca al aumento de la vida media, reconozco la sinceridad del hecho; pero declaro al mismo tiempo defectuosa la observación. Expliquémonos. Supongamos una población de diez millones de almas: si, por la causa que se quiera, la vida media viniese a aumentar en cinco años a un millón de individuos, continuando en cebarse la mortalidad, del mismo modo que antes, sobre los otros nueve millones, resultaría, distribuyendo este aumento sobre la totalidad, que la vida media habría aumentado para cada uno en seis meses. Sucede con la vida media, pretendido indicio del bienestar medio, lo que con la instrucción media: no cesa de subir el nivel de los conocimientos, sin que por esto deje de haber hoy en Francia tantos bárbaros como en tiempo de Francisco I. Los charlatanes que se proponían explotar los ferrocarriles metieron gran ruido con la importancia que, según ellos, tenía la locomotora para la circulación de las ideas; y los economistas que andan siempre al acecho de esas bagatelas de la civilización, no dejaron de repetir esta insigne tontería. ¡Como si las ideas para propagarse tuviesen necesidad de locomotoras! ¿Quién impide que las ideas circulen desde el Instituto a los arrabales de Saint-Antoine y Saint-Marceau, ni a las estrechas y miserables calles de la Cité y del Marais, ni a ninguno de los puntos donde habita todavía esa multitud aun más desprovista de ideas que de pan? ¿De qué procede que entre un parisiense y un parisiense, a pesar de los ómnibus y del correo interior, haya una distancia tres veces mayor que en el siglo XIV?

La influencia subversiva de las máquinas sobre la economía social y la condición de los trabajadores se ejerce de mil maneras, que se encadenan y se atraen recíprocamente: a ella son debidos en gran parte la falta de trabajo, la reducción de los salarios, la producción excesiva, el hacinamiento, la alteración y la falsificación de los productos, las quiebras, la privación para los obreros de la industria que ejercieron, la degeneración de la especie, y finalmente, las enfermedades y la muerte.

Ha observado el mismo Théodore Fix, que de cincuenta años acá había disminuido en algunos milímetros la estatura del hombre en Francia. Esta observación vale la de hace poco: veamos sobre quién recae esa disminución.

En dictamen leido en la Academia de Ciencias morales sobre los resultados de la ley de 22 de marzo de 1841, León Faucher se expresaba en estos términos: Los jornaleros jóvenes están pálidos, son débiles y de pequeña estatura, y tan tardos en sus pensamientos como en sus movimientos. A los catorce o quince años no están más desarrollados que los niños de nueve a diez años en el estado normal. En cuanto al desarrollo de su entendimiento y su conciencia, los hay que a los trece años no tienen siquiera idea de Dios, ni han oido hablar jamás de sus deberes, habiendo tenido por primera escuela de moral la negra cárcel.

Esto vió León Faucher con gran disgusto de Carlos Dupin, y esto declaró irremediable por la ley de 22 de marzo. Y no hay, por cierto, que enojarnos de la impotencia del legislador: el mal procede de una causa tan necesaria para nosotros como el sol; y en el lodazal en que estamos sumergidos, no harían más que empeorar la situación así nuestras iras como nuestros paliativos. Sí, mientras hacen la ciencia y la industria tan maravillosos progresos, a menos que cambie de repente el centro de gravedad de la civilización, es indispensable que vaya menguando la inteligencia y el bienestar del proletario. Mientras se alarga y mejora la vida para las clases acomodadas, es fatal que empeore y se acorte para los menesterosos. Esto es lo que resulta de los escritos de los hombres que mejor piensan, quiero decir, de los más optimistas.

Según el señor de Morogues (4), hay en Francia 7.500.000 hombres que no disponen sino de 91 francos por año, o sea 25 céntimos por día. ¡Cinco sueldos! ¡Cinco sueldos! ¿Hay, pues, algo de profético en ese odioso estribillo?

En Inglaterra (excluídas Escocia e Irlanda), la contribución para los pobres era:

1804 - 4.078.894 libras esterlinas para una población de 8.872.980

1818 - 7.870.804 libras esterlinas para una población de 11.978.875

1833 - 8.000.000 libras esterlinas para una población de 14.000.000

El progreso de la miseria ha sido, por lo tanto, más rápido que el de la población: ¿qué son ya en presencia de este hecho las hipótesis de Malthus? Y es con todo indudable que en la misma época había aumentado el término medio del bienestar: ¿qué significan, por lo tanto, las estadísticas?

La relación de mortalidad para el primer distrito de París es de un habitante por cincuenta y dos, y para el duodécimo, de uno por veintiséis. Cuenta, pues, este último, un pobre por cada siete habitantes, al paso que el otro no cuenta más que uno por veintiocho. Esto no obsta para que la vida media haya aumentado en París, como Fix ha observado perfectamente.

En Mulhouse, las probabilidades de la vida media son de veintinueve años para los hijos de las clases acomodadas y sólo de dos para los hijos de las clases jornaleras: en 1812, era la vida media en la misma localidad de veinticinco años, nueves meses y doce días, mientras que en 1827 no era ya más que de veintiún años y nueve meses. Y, sin embargo, la vida media aumenta para toda la Francia. ¿Qué quiere decir esto?

El señor Blanqui, no pudiendo explicarse a la vez tanta prosperidad y tanta miseria, exclama en alguna parte: El aumento de producción no es aumento de riqueza ... Por lo contrario, se difunde más la miseria a medida que se concentra la industria. Preciso es que haya algún vicio radical en un sistema que no da seguridad alguna ni para el capital ni para el trabajo, y parece multiplicar las dificultades de los productores, al mismo tiempo que les obliga a multiplicar sus productos.

No hay aquí vicio radical alguno. Lo que pasma al señor Blanqui es pura y simplemente lo que la Academia de que forma parte pide que se determine: son las oscilaciones del péndulo económico, del valor, que dan alternativa y uniformemente sobre el mal y el bien, mientras no haya dado la hora de la ecuación universal. Si se me permite otra comparación, la humanidad en su marcha es como una columna de soldados, que, habiendo empezado a marchar al mismo paso, y en un mismo instante, a los acompasados redobles del tambor, pierden poco a poco sus distancias. Todo adelanta: pero se prolonga sin cesar la distancia de la cabeza a la cola, siendo un efecto necesario del movimiento que haya rezagados y extraviados.

Pero conviene penetrar aún más en la antinomia. Las máquinas nos prometían un aumento de riqueza y han cumplido su palabra, pero dándonos de un mismo golpe un aumento de miseria. Nos prometían también la libertad, y voy a probar que nos han traído la esclavitud.

He dicho que la determinación del valor, y con ella las tribulaciones de la sociedad, empezaban en la división de las industrias, sin la cual no podía existir ni cambio, ni riqueza, ni progreso. El período que en estos momentos recorremos, el de las máquinas, se distingue por un carácter particular: el salariado.

El salariado desciende en línea recta del empleo de las máquinas, es decir, para dar a mi pensamiento toda la generalidad de expresión que reclama, de la ficción económica por la que el capital se hace agente de producción. El salariado, por fin, posterior a la división del trabajo y al cambio, es el correlativo obligado de la teoría de la reducción de los gastos, cualquiera que sea el modo como esta reducción se obtenga. Esta genealogía es demasiado interesante para no detenernos a decir sobre ella algunas palabras.

La primera, la más sencilla, la más poderosa de las máquinas es el taller.

La división no hacía más que separar las diversas partes del trabajo, dejando que cada uno se entregara a la especialidad que más le gustase: el taller agrupa a los trabajadores según la relación de cada parte con el todo. Esta es, en su forma más elemental, el equilibrio de los valores, que los economistas han declarado de imposible hallazgo. Ahora bien, por medio del taller va a aumentarse la producción y al mismo tiempo el déficit.

Ha observado uno, que dividiendo la producción y sus diversas partes, y haciendo ejecutar cada una de ellas por un obrero solo, podía obtener una multiplicación de fuerza, cuyo producto fuese con mucho superior a la suma de trabajo que da el mismo número de obreros, cuando no está dividido el trabajo.

Cogiendo el hilo de esa idea dijo, para sus adentros, que, formando un grupo permanente de trabajadores acomodados al objeto especial que se proponía, había de obtener una producción más sostenida, más abundante y menos costosa. No es, por lo demás, indispensable que los obreros estén reunidos en el mismo local: no depende esencialmente la existencia del taller de este contacto; resulta sí de la relación y de la proporción de las diferentes partes del trabajo y del pensamiento común que les dirige. La reunión en un mismo lugar puede, en una palabra, ofrecer ventajas que no son para despreciar; pero no constituye el taller.

He aquí, pues, la proposición que hace el especulador a los que desea por colaboradores: os garantizaré para siempre lá colocación de vuestros productos si queréis tomarme por comprador o por intermediario. El trato es tan evidentemente ventajoso, que la proposición no puede dejar de ser aceptada. El jornalero encuentra en ella trabajo continuo, precio fijo y seguridad, y el empresario, por su parte, mayor facilidad para la venta, puesto, que produce con menos gastos y puede bajar algún tanto los precios, obteniendo al fin beneficios más considerables a causa de la mayor extensión de sus negocios. No podrá haber nadie, incluso el público y los magistrados, que no felicite al autor de la proposición, por haber aumentado la riqueza social con sus combinaciones, ni nadie tampoco que no le vote una recompensa.

Mas, desde luego, quien dice reducción de gastos, dice reducción de servicios, no a la verdad dentro del nuevo taller, pero sí para los trabajadores que han quedado fuera, y también para muchos otros cuyos servicios accesorios serán, andando el tiempo, menos solicitados. Así toda formación de taller corresponde a una disminución de trabajadores, afirmación que, por contradictoria que parezca, es tan verdadera respecto del taller como de la máquina.

Convienen en ello los economistas; pero repiten aquí su cantinela de siempre, que después de trascurrido cierto tiempo, habiendo aumentado la demanda del producto en proporción con la rebaja del precio, concluirá el trabajo por ser a su vez más solicitado que antes. Con el tiempo se restablecerá, a no dudarlo, el equilibrio; pero, lo repito, no se restablecerá el equilibrio en un punto que no esté roto en otro; porque el trabajo, del mismo modo que el espíritu inventiva, no se detiene nunca. Y ¿qué teoría podría justificar esas perpetuas hecatombes? Cuando se haya reducido, decía el señor Sismondi, a la cuarta o a la quinta parte de lo que hoy es el número de los braceros, no habrá tampoco necesidad sino de la cuarta o quinta parte de sacerdotes, médicos, etc. Cuando se les haya eliminado del todo, cabrá también pasar sin el género humano. Esto sucedería efectivamente, si para poner el trabajo de cada máquina en relación con las necesidades del consumo, es decir, para restablecer la proporción continuamente destruída de los valores, no se hiciese necesario crear incesantemente nuevas máquinas, abrir nuevos mercados, y, por consiguiente, multiplicar los servicios y desalojar otros brazos. De suerte que por un lado la industria y la riqueza, y por otro la población y la miseria, marchan, por decirlo así, en dos hileras y tirando siempre la una de la otra.

He presentado al empresario, en los albores de la industria, tratando de igual a igual con sus camaradas, que han venido más tarde a ser sus jornaleros. Es a la verdad sensible que esa igualdad primitiva haya desaparecido rápidamente, debido a la ventajosa posición del amo y a la dependencia de los asalariados. En vano la ley concede a todos y a cada uno el derecho de hacerse empresario a su vez, así como también la facultad de trabajar solo y vender directamente sus productos. La hipótesis hace impracticable este último recurso, puesto que el taller ha tenido por objeto destruir el trabajo aislado. En cuanto al derecho de tener taller propio y establecerse, sucede con la industria lo que con la agricultura: lo de saber trabajar es lo de menos; lo que importa es llegar a tiempo, porque la lonja como la tierra es del primero que la ocupa. Cuando un establecimiento ha conseguido desarrollarse, ensanchar sus bases, lastrarse con capitales, y asegurarse una buena parroquia, ¿qué ha de poder contra una fuerza tan superior un jornalero que no tiene más que sus brazos? Así, no por un acto arbitrario del soberano poder, ni por una usurpación fortuita y brutal, se habían establecido en la Edad Media los gremios y las veedurías: la fuerza de las cosas las había creado mucho tiempo antes de haberles dado una consagración legal los edictos de los reyes, no siendo extraño que después de la reforma de 1789 las veamos reconstituídas a nuestra vista con una energía cien veces más espantosa. Abandónese el trabajo a sus propias tendencias, y se tendrá de seguro reducidas a servidumbre las tres cuartas partes del género humano.

Pero no está aquí todo. La máquina o el taller, después de haber degradado al trabajador dándole un amo, acaba por envilecerle, haciéndole bajar del rango de artesano al de peón.

En otro tiempo, la población de las orillas del Saona y del Ródano se componía en gran parte de marineros dedicados todos a conducir barcas a fuerza ya de caballos, ya de remos. Hoy, establecidos en toda la línea los remolcadores de vapor, como los marineros no pueden vivir de su profesión, o pasan holgando las tres cuartas partes de la vida, o se hacen fogoneros.

Cuando no la miseria, la degradación; tal es la triste suerte a que conducen las máquinas al obrero. Porque sucede con una máquina lo que con una pieza de artillería: todos los que ésta ocupa, si se exceptúa el capitán, son meros sirvientes, esclavos.

Desde el establecimiento de las grandes fábricas han desaparecido del hogar doméstico una multitud de pequeñas industrias: ¿se cree acaso que los obreros a 50 y 75 céntimos sean tan inteligentes como sus abuelos?

Después de hecho el ferrocarril de París a Saint Germain, dice el señor Dunoyer, se ha establecido entre el Pecq y una multitud de localidades más o menos próximas un número tal de ómnibus y de coches, que, contra toda previsión, la línea férrea ha aumentado en una proporción considerable el empleo de los caballos.

¡Contra toda previsión! No hay más que un economista que pueda dejar de prever estos casos. Multiplicad las máquinas, y aumentáis el trabajo penoso y repugnante: este apotegma es tan seguro como el más seguro entre los que datan del diluvio acá. Acúseseme, si se quiere, de malevolencia para con la más bella invención de nuestro siglo: nada obstará para que diga que el principal resultado de los ferrocarriles, después de la servidumbre de la pequeña industria, será crear una población de trabajadores degradados, camineros, barrenderos, cargadores, descargadores, carretoneros, guardas, porteros, pesadores, engrasadores, limpiadores, fogoneros, bomberos, etc. Cuatro mil kilómetros de ferrocarriles darán a Francia otros 50.000 siervos: no serán sin duda gentes para las que pide el señor Chevalier escuelas profesionales.

Se dirá tal vez que, habiéndose aumentado a proporción la masa de los trasportes mucho antes que el número de los jornaleros, la diferencia redunda toda en pro del ferrocarril, y en suma hay progreso. Cabe hasta generalizar la observación y aplicar el mismo raciocinio a todas las industrias.

Mas precisamente, lo generál del fenómeno es lo que hace resaltar el esclavizamiento de los obreros. En la industria el primer papel es para las máquinas, el segundo para el hombre: todo el ingenio desplegado por el trabajo embrutece al fin al jornalero. ¡Qué gloriosa nación la nuestra, cuando de 40 millones de habitantes cuente hasta 35 de gañanes, covachuelistas y criados! Con la máquina y el taller, el derecho divino, es decir, el principio de autoridad, penetra en la economía política. Capital, Patronato, Privilegio, Monopolio, Comandita, Crédito, Propiedad, etc., tales son en el lenguaje económico los diversos nombres de ese no sé qué que en otra parte se llama Poder, Autoridad, Soberanía, Ley escrita, Revelación, Religión, por fin, Dios, causa y principio de todas nuestras miserias y de todos nuestros crímenes, que cuanto más tratamos de definir, tanto más se nos escapa.

¿Será, pues, imposible que en el actual estado de la sociedad, el taller con su organización jerárquica y las máquinas, en vez de favorecer exclusivamente los intereses de la clase menos numerosa, menos trabajadora y más rica, sean empleados de manera que redunden en bien de todos?

Esto vamos a examinar.


Notas

(1) Aunque esta explicación de la crisis se encuentra ya en R. Owen, Proudhon la esbozó aquí mucho antes que Marx, que la desarrolló ampliamente.

(2) Proudhon ha mantenido siempre su hostilidad a las huelgas obreras, incluso en su obra póstuma, De la capacidad política de la clase obrera.

(3) Theodore Fix, 1800-1846, director de la Revue mensuelle d'économie politique y colaborador del Journal des Economistes. Es autor de la obra Observations sur l'état des classes ouvrieres.

(4) Barón Bigot de Morogues, 1776-1840; ingeniero agrónomo que ha escrito varias obras de economia social.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha