Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph Proudhon | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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II
Desastres en el trabajo y perversión de las ideas, producidos por el monopolio
Del mismo modo que la concurrencia, el monopolio es contradictorio en el término y en la definición. En efecto, puesto que consumo y producción son en la sociedad cosas idénticas, y vender es sinónimo de comprar, quien dice privilegio de venta o de explotación, dice necesariamente privilegio de consumo y de compra: lo cual conduce a la negación del uno y del otro. De aquí, prohibición tanto de consumir como de producir impuesta por el monopolio contra las clases asalariadas. La concurrencia era la guerra civil: el monopolio es el degüello de los prisioneros.
Estas diversas proposiciones reúnen todas las especies de evidencia posibles: la física, la algebraica y la metafísica. Podré hacer de ellas una exposición amplificada, pero no más, porque con sólo enunciarlas quedan demostradas. Toda sociedad, considerada en sus relaciones económicas, se divide naturalmente en capitalistas y trabajadores, patrones y asalariados, distribuídos en una escala cuyos grados marcan los rendimientos de cada uno, ya se compongan esos rendimientos de salarios, ya de beneficios, ya de intereses, ya de alquileres o de rentas.
De esa distribución jerárquica de las personas y de los rendimientos, resulta que el principio de Say, citado hace poco, de que en una nación el producto neto es igual al producta bruto, no es ya verdadero, puesto que, por efecto del monopolio, la cifra de los precios de venta es con mucho superior a la de los precios de coste. Ahora bien, como el precio de coste es, sin embargo, el que debe pagar el precio de venta, puesto que una nación no tiene en realidad otro mercado que la nación misma, se sigue de ahí que el cambio, y por lo tanto la circulación y la vida, son imposibles.
En Francia 20 millones de trabajadores, esparcidos por todas las ramas de la ciencia, del arte y de la industria, producen todo lo que es útil para la vida del hombre. La suma de sus salarios reunidos es, hablo por vía de hipótesis, de 20.000 millones; mas a causa del beneficio, es decir, del producto neto y del interés que corresponde a los monopolizadores, hay que pagar 25.000 millones por la suma de sus productos. Ahora bien, como la nación no tiene otros compradores que sus asalariados y sus asalariantes, y éstos no pagan por aquéllos, y el precio de venta de las mercancías no deja de ser el mismo para todos, es claro que para hacer posible la circulación, el trabajador debería pagar cinco por lo que no ha recibido más que cuatro (¿Qué es la Propiedad?, capítulo IV).
Esto es lo que hace que riqueza y pobreza sean correlativas e inseparables, no solamente en la idea, sino también en el hecho; esto es lo que las hace existir en concurrencia la una con la otra, y da derecho al hombre asalariado para sostener que el pobre se ve desposeído de todo lo que posee de más el rico. Después de haber hecho el monopolio su cuenta de gastos, de beneficios y de intereses, el consumidor asalariado hace la suya, y encuentra que a pesar de habérsele prometido un salario representado por ciento en el contrato de trabajo, no se le ha dado en realidad sino setenta y cinco. El monopolio engaña por lo tanto al obrero, y es rigurosamente cierto que vive de sus despojos.
Hace seis años que he hecho patente esta espantosa contradicción; ¿por qué no ha tenido eco en la prensa? ¿por qué no han advertido al público los árbitros de la fama? ¿por qué los que reclaman los derechos políticos para los jornaleros, no les han dicho que se les robaba? ¿por qué se han callado los economistas? ¿por qué?
Nuestra democracia revolucionaria no mete ruido sino porque tiene miedo a las revoluciones; pero con disimularse el peligro, que no se atreve a mirar frente a frente, no consigue más que aumentarlo. Nos parecemos, dice el señor Blanqui, a fogoneros que aumentan la dosis de vapor al mismo tiempo que cargan las válvulas. ¡Víctimas del monopolio, consolaos! Si vuestros verdugos no quieren oír, es porque la Providencia ha resuelto descargar sobre ellos su mano. Non audierunt, dice la Biblia, quia Deus volebat occidere cos.
No pudiendo la venta llenar las condiciones del monopolio, hay hacinamiento de mercancías: el trabajo ha producido en un año lo que el salario no le permite consumir sino en quince meses: deberá, por lo tanto, holgar una cuarta parte del año. Pero si huelga, no gana nada: ¿cómo ha de comprar? Y si el monopolizador no se puede deshacer de sus productos, ¿cómo ha de subsistir su empresa? Multiplícanse alrededor del taller las imposibilidades lógicas, y los hechos que las revelan están en todas partes.
Los jornaleros de Inglaterra, dedicados a la industria de guantes, gorros y medias, dice el señor Eugenio Buret, habían llegado al extremo de no comer sino cada dos días. Duró ese estado dieciocho meses. Y cita luego una multitud de casos semejantes.
Pero lo que más lastima en el espectáculo de los efectos del monopolio, es ver a los desgraciados obreros acusándose recíprocamente de su miseria, e imaginarse que con coaligarse y apoyarse los unos a los otros, han de impedir la reducción de sus salarios. Los irlandeses, dice un observador, han dado una lección funesta a las clases trabajadoras de la Gran Bretaña ... Les han revelado el fatal secreto de limitar sus necesidades al solo sustento de la vida animal, y a contentarse como los salvajes con el mínimum de medios de subsistencia que basta para prolongar la vida ... Instruídas por este fatal ejemplo y cediendo en parte a la necesidad, las clases trabajadoras han perdido ese laudable orgullo que las llevaba a amueblar cuidadosamente sus casas y a multiplicar a su alrededor las decentes comodidades que contribuyen a nuestra dicha.
No he leído jamás nada más desconsolador ni más estúpido. Pues ¿qué queríais que hicieran esos obreros? Han venido los irlandeses a dar el mal ejemplo: y ¡qué! ¿se debía pasarlos a cuchillo? Si ven reducidos los salarios: ¿habían de renunciar a ellos y morir? Imperaba la necesidad, lo está Ud. mismo diciendo, y han venido luego el aumento de las horas de trabajo, las enfermedades, la degeneración, el embrutecimiento, los signos todos de la esclavitud industrial; calamidades todas que han nacido del monopolio y de sus tristes antecedentes, la concurrencia, las máquinas y la división de! trabajo; ¡y acusa usted a los irlandeses!
Otras veces los obreros se quejan de su mala estrella, y se exhortan mutuamente a la paciencia: es éste el reverso de las gracias que dan a la Providencia cuando el trabajo abunda y son suficientes los salarios.
En un artículo que publicó el señor León Faucher en el Journal des Economistes (septiembre de 1845), ha demostrado que los jornaleros ingleses han perdido hace algún tiempo la costumbre de las coaliciones, lo que es realmente un progreso de que no puede menos de felicitarles; pero que esta mejora en la moralidad de los obreros es sobre todo debida a su instrucción económica. No depende el salario de los fabricantes, ha dicho un oficial hilandero en el meeting de Bohon. En las épocas de depreciación, los amos no son, por decirlo así, más que el látigo de que se arma la necesidad, y han de dar, quieran o no quieran. El principio regulador es la relación de la oferta con la demanda, y los amos no tienen poder para serlo ... Obremos, pues, prudentemente; sepamos resignarnos a la mala fortuna y sacar partido de la buena: secundando los progresos de nuestra industria, seremos útiles, no sólo para nosotros mismos, sino también para el país entero: (Aplausos).
En hora buena. He aquí obreros bien educados, obreros modelos. ¡Qué hombres esos hilanderos que sufren sin quejarse el látigo de la necesidad, porque el principio regulador del salario es la oferta y la demanda! El señor León Faucher añade con encantadora candidez: Los obreros ingleses son razonadores intrépidos. Dadles un principio falso, y le llevarán matemáticamente hasta el absurdo, sin pararse ni espantarse, como si marchasen al triunfo de la verdad. Yo espero que, a pesar de todos los esfuerzos de la propaganda economista, los obreros franceses no llegarán jamás a ser razonadores de este calibre. La oferta y la demanda, como el látigo de la necesidad, no logra hacer mella en sus entendimientos. Faltábale esta miseria a Inglaterra: no pasará el estrecho.
Por el efecto combinado de la división, las máquinas, el producto neto y el interés, extiende el monopolio sus conquistas en progresión creciente, y abraza ya la agricultura lo mismo que el comercio, la industria y todas las especies de productos. Todo el mundo conoce el dicho de Plinio sobre el monopolio territorial, que determinó la caída de Italia, latifundia perdidere Italiam. Este mismo monopolio es el que empobrece y hace inhabitable la campiña de Roma, y forma el círculo vicioso en que se agita convulsivamente Inglaterra; es el que, establecido violentamente después de una guerra de raza, produce todos los males de Irlanda, y causa tantas tribulaciones a O'Connel, impotente, con toda su facundia, para conducir a su pueblo al través de ese laberinto. Los grandes sentimientos y la retórica son el peor remedio para los males de las sociedades: más fácil sería a O'Conne! transportar Irlanda y los irlandeses del mar del Norte al océano de Australia, que hacer caer al soplo de sus arengas el monopolio que los ahoga. Las comuniones generales y las predicaciones no podrán tampoco más: si sólo el sentimiento religioso sostiene aún la moralidad del pueblo irlandés, es hora ya de que un poco de esa ciencia profana, que tanto desdeña la Iglesia, venga en socorro de las ovejas que no puede defender ya con su cayado.
La invasión del comercio y la industria por el monopolio es demasiado conocida para que yo me detenga a reunir los documentos justificativos: ¿a qué por otra parte argumentar, cuando hablan tan alto los resultados? La descripción de la miseria de las clases jornaleras, por E. Buret, tiene algo de fantástico que oprime el corazón y espanta. Son escenas que la imaginación se resiste a creer, a pesar de los certificados y de los expedientes gubernativos. Esposos desnudos, ocultándose en el fondo de una alcoba sin amueblar, con sus hijos también desnudos; poblaciones enteras que no van el domingo a la iglesia por no tener ni harapos con que cubrirse; cadáveres insepultos durante ocho días por no haberle quedado al difunto un sudario en que amortajarle, ni dinero con que pagar el ataúd y al sepulturero, en tanto que el obispo goza de cuatrocientos o quinientos mil francos de renta; familias enteras amontonadas en miserables pocilgas, haciendo vida común con los cerdos, y ya en vida ganadas por la podredumbre, o habitando en agujeros como los albinos; octogenarios que duermen desnudos sobre desnudas tablas; la virgen y la prostituta expirando en medio de la misma desnudez e indigencia; en todas partes la desesperación, la consunción, el hambre, ¡el hambre! ... ¡Y ese pueblo, que expía los crímenes de sus amos, no se subleva! No, ¡por las llamas de Némesis! Cuando un pueblo no siente ya sed de venganza, no hay ya Providencia.
Los exterminios en masa del monopolio, no han encontrado aún poetas que los canten. Nuestros versificadores, ajenos a los negocios de este mundo, sin entrañas para el proletario, continúan suspirando a la luna sus melancólicos deleites. ¡Qué materia para meditaciones, sin embargo, las miserias engendradas por el monopolio!
Habla Walter Scott:
En otro tiempo, hace ya muchos años, cada aldeano tenía su vaca y su cerdo, y su huerta alrededor de su casa. Donde no trabaja hoy sino un colono, vivían antes treinta; de suerte que para un individuo por sí solo más rico, es verdad, que los treinta pequeños colonos de los antiguos tiempos, hay ahora veintinueve jornaleros miserables sin ocupación para su inteligencia ni para sus brazos, cuya mitad sobra. La única función útil que desempeñan, es la de pagar, cuando pueden, 60 chelines anuales de renta por las chozas que habitan.
Una balada moderna citada por E. Buret, canta la soledad del monopolio:
Silencioso está en el valle
el torno: los sentimientos
de familia se acabaron.
Sobre el humo el viejo abuelo
extiende sus manos pálidas;
y ¡ay! éstá el hogar desierto
desolado como su alma.
Los dictámenes presentados en el Parlamento rivalizan con las palabras del novelista y del poeta:
Los habitantes de Glensheil, en los alrededores del valle de Dundee, se distinguían en otro tiempo de sus vecinos por la superioridad de sus cualidades físicas. Los hombres eran de buena estatura, robustos, activos y animosos; las mujeres agradables y graciosas. Poseían los dos sexos un gusto extraordinario por la poesía y la música. Ahora, ¡ay, un largo período de pobreza, la prolongada privación del necesario sustento y de los vestidos convenientes, han deteriorado de una manera profunda esta raza que era notablemente bella!
He aquí la degradación fatal que hemos señalado en los dos capítulos de la división del trabajo y las máquinas. ¡Y nuestros literatos se ocupan en sutilezas retrospectivas, como si la actualidad no diera para alimentar su genio! El primero que se ha aventurado entre ellos a entrar por esas sendas infernales, ha llenado de escándalo el corrillo. ¡Bajos y cobardes parásitos, viles traficantes en prosa y verso, dignos todos del salario de Marsias! ¡Oh! si vuestro suplicio hubiese de durar tanto como mi desprecio, deberíais creer en la eternidad del infierno.
El monopolio, que hace poco nos había parecido tan justo, es tanto más injusto cuanto que no sólo hace ilusorio el salario, sino que también engaña respecto de su mismo avalúo al obrero, tomando una falsa calidad y un falso título.
Observa el señor Sismondi, en sus Estudios de economía social, que, cuando un banquero entrega a un comerciante billetes de banco a cambio de sus valores, lejos de hacerle crédito, le recibe. Este crédito, añade el señor de Sismondi, es a la verdad tan corto que el comerciante apenas se toma el tiempo de examinar si el banquero lo merece, tanto menos, cuanto que él es el primero en pedir crédito en lugar de otorgarlo.
Así, según el señor de Sismondi, están invertidos los papeles del negociante y del banquero en la emisión del papel de Banco: el primero es el acreedor, y el segundo el que recibe el crédito.
Algo de análogo ocurre entre el monopolizador y el hombre asalariado.
De hecho los obreros, del mismo modo que el negociante al Banco, piden que se les descuente su trabajo; de derecho, debería ser el patrón el que diese seguridad y fianza. Me explicaré.
En toda su explotación, cualquiera que sea su naturaleza, el patrón, el empresario, no puede legítimamente reivindicar, además de su trabajo personal, otra cosa que la idea; en cuanto a la ejecución, resultado del concurso de numerosos trabajadores, es éste un efecto de fuerza colectiva, cuyos autores, tan libres en su acción como su jefe, no pueden producir nada que gratuitamente le corresponda. Trátase ahora de saber si la suma de los salarios individuales pagados por el amo, equivale al efecto colectivo de que estoy hablando; porque si así no fuese, quedaría infringido el axioma de Say: Todo producto vale lo que cuesta.
El capitalista, se decía, ha pagado los jornales de los obreros a precios convenidos, y por consiguiente no les debe nada. Para ser exacto, sería preciso decir que ha pagado tantas veces un jornal como jornaleros ha ocupado, lo que no es lo mismo. Porque esa fuerza inmensa que resulta de la unión de los trabajadores y de la convergencia y armonía de sus esfuerzos, esa economía de gastos obtenida por su organización en el taller, esa multiplicación del producto prevista, es verdad, por el patrón, pero realizada por fuerzas libres, no es verdad que las haya pagado. Doscientos granaderos, trabajando bajo la dirección de un ingeniero, han levantado en horas un obelisco sobre su base: ¿se cree acaso que un solo hombre hubiera podido hacer otro tanto en doscientos días? En la cuenta del empresario, la suma de los jornales es, sin embargo, la misma en ambos casos, porque se adjudica el beneficio de la fuerza colectiva. Ahora bien, una de dos: o hay de su parte usurpación, o hay error (¿Qué es la propiedad? Cap. III).
Para beneficiar conveniente la mule-jenny, se han necesitado mecánicos, constructores, dependientes, brigadas de obreros y obreras de todas clases. En nombre de su libertad, de su seguridad, de su porvenir, y del porvenir de sus hijos, esos obreros, al entrar en la filatura, habían de hacer sus reservas: ¿dónde están las cartas de crédito que han entregado a los patrones? ¿Dónde las garantías que de ellos han recibido? ¡Cómo! millones de hombres han vendido sus brazos y enajenado su libertad sin conocer el alcance del contrato; se han comprometido en la seguridad de que tendrían un trabajo constante y una retribución suficiente; han ejecutado con sus manos lo que sus patrones habían concebido; se han hecho con esta colaboración socios de la empresa; y cuando el monopolio, no pudiendo o no queriendo seguir cambiando, suspende su fabricación y deja sin pan esos millones de trabajadores, se les dice que se resignen. Gracias a los nuevos procedimientos, han perdido de cada diez jornales nueve, y por recompensa se les enseña el látigo de la necesidad suspendido sobre sus cabezas. Si se niegan entonces a trabajar por un salario menor, se les prueba que se convierten en azote de sí mismos; si aceptan el precio que se les ofrece, pierden ese noble orgullo, esas decentes comodidades que hacen la dignidad y la ventura del obrero, y le dan derecho a las simpatías del rico; si se ponen de acuerdo para hacer subir sus salarios, se les envía a la cárcel. Cuando deberían ellos perseguir ante los tribunales a sus explotadores, en ellos vengan los tribunales los atentados a la libertad de comercio. ¡Víctimas del monopolio, sufren la pena debida a los monopolizadores! ¡Oh justicia de los hombres, cortesana estúpida! ¿Hasta cuándo beberás, bajo tus oropeles de diosa, la sangre del degollado proletario?
El monopolio lo ha invadido todo: la tierra, el trabajo y los instrumentos de trabajo, los productos y la distribución de los productos. La misma economía política no ha podido menos de reconocerlo. En vuestro camino, dice el señor Rossi, encontráis casi siempre un monopolio. Apenas hay producto que pueda ser considerado como resultado puro y simple del trabajo; así la ley económica que proporciona el precio a los gastos de producción, no se realiza jamás por completo. Es una fórmula que viene siempre profundamente modificada por la intervención de uno u otros de los monopolios a que los instrumentos de producción están sujetos (Curso de Economía política, tomo 1, página 143).
El señor Rossi se ha colocado a demasiada altura para dar a su lenguaje toda la precisión y la exactitud que exige la ciencia cuando se trata del monopolio. Lo que con tanta benevolencia llama una modificación de las fórmulas económicas, no es más que una larga y odiosa violación de las leyes fundamentales del trabajo y del cambio. Por efecto del monopolio, tomándose el producto neto fuera del producto bruto, se ve obligado el trabajador colectivo a rescatar en la sociedad su propio producto por un precio superior al de su costo, cosa contradictoria e imposible; por efecto del monopolio, está destruído el natural equilibrio de la producción y del consumo; por efecto del monopolio, el trabajador es víctima de un engaño, tanto sobre el importe de su salario como sobre sus reglamentos; por efecto del monopolio, el progreso del bienestar se convierte para él en el progreso de la miseria; por efecto del monopolio, finalmente, están pervertidas las nociones todas de la justicia conmutativa, y la economía social deja de ser ciencia práctica y pasa al estado de verdadera utopía.
Esa trasfiguración de la economía política bajo la influencia del monopolio es un hecho tan notable en la historia de las ideas sociales, que no podemos dispensamos de aducir aquí algunos ejemplos.
Así, desde el punto de vista del monopolio, el valor no es ya esa concepción sintética que sirve para expresar la relación de un objeto particular de utilidad con la totalidad de la riqueza; estimando el monopolio las cosas, no con relación a la sociedad, sino con relación a sí mismo, pierde el valor su carácter social, y no es ya más que una relación vaga, arbitraria, egoísta, esencialmente movediza. Partiendo de este principio, el monopolizador extiende la calificación de producto a todas las especies de servidumbre, y aplica la idea de capital a todas las industrias frívolas y vergonzosas que le hacen explotar sus pasiones y sus vicios. Los encantos de una cortesana, dice Say, son un patrimonio cuyo producto sigue la ley general de los valores, es a saber, la oferta y la demanda. Llenas de aplicaciones parecidas están la mayor parte de las obras de economía política. Mas como la prostitución y la domesticidad de que dimana están reprobadas por la moral, el señor Rossi nos hará observar aún que la economía política, después de haber modificado su fórmula a consecuencia de la intervención del monopolio, deberá hacerle sufrir un nuevo correctivo, por más que sus conclusiones sean en sí mismas intachables. La economía política, dice él, nada tiene de común con la moral; y a nosotros nos toca aceptar, modificar o corregir sus fórmulas según lo reclamen nuestro bien, el de la sociedad y el cuidado que hemos de tener de la moral misma. ¡Qué de cosas entre la economía política y la verdad! La teoría del producto neto, tan eminentemente social, progresiva y conservadora, ha sido también, si puedo expresarme así, individualizada a su vez por el monopolio, y el principio que debía proporcionar el bienestar de la sociedad es causa de su ruina. El monopolizador, buscando en todo el mayor producto neto posible, no obra ya como individuo de la sociedad ni en interés de la misma; obra exclusivamente en pro de sus intereses, sean éstos contrarios o no a los intereses sociales. Este cambio de perspectiva es la causa a que atribuye el señor de Sismondi lo despoblada que está la campiña de Roma. Por los estudios comparativos que ha hecho sobre el producto agro romano, según se le dejase reducido a pastos o se le redujese a cultivo, ha encontrado que el producto bruto sería doce veces mayor en el primer caso que en el segundo; pero como el cultivo exige relativamente mayor número de brazos, ha visto también que en este mismo caso, es decir, en el de cultivar los campos, sería menor el producto neto. Este cálculo, que no se había escapado a los propietarios, ha bastado para confirmarles en la costumbre de dejar incultas sus tierras, y la campiña de Roma sigue despoblada.
Todas las comarcas de los Estados romanos, añade el señor de Sismondi, presentan el mismo contraste entre los recuerdos de su prosperidad durante la Edad Media y su actual estado de desolación. La ciudad de Ceres, hecha célebre por Renzo da Ceri, que defendió sucesivamente Marsella contra Carlos V y Ginebra contra el Duque de Saboya, no es ya más que un desierto. En los feudos de los Orsini y de los Colonna no hay nadie. En los bosques que rodean el hermoso lago de Vico, la raza humana ha desaparecido; y los soldados con que el terrible gobernador de Vico hizo tantas veces temblar a Roma en el siglo XiV, no han dejado descendientes. Castro y Ronciglione están asoladas ... (Estudios sobre la Economía política).
La sociedad busca, en efecto, el mayor producto bruto posible, y por consiguiente la mayor población, porque para ella producto bruto y producto neto son idénticos. El monopolio, por lo contrario, aspira constantemente al mayor producto neto que puede, aun cuando no haya de obtenerlo sino a costa del exterminio del género humano. Bajo esa misma influencia del monopolio, el interés del capital, pervertido en su noción, ha venido a ser a su vez para la sociedad un principio de muerte. Así, como lo hemos ya explicado, el interés del capital es por una parte la forma bajo la que el trabajador goza de su producto neto, sin dejar de hacerle servir para nuevas creaciones; por otra, es el lazo material de solidaridad entre los productores, desde el punto de vista del aumento de las riquezas. En el primer aspecto, la suma de los intereses no puede exceder jamás del importe mismo del capital; en el segundo, permite el interés, además del reembolso, el cobro de una prima como recompensa del servicio prestado. En ninguno de los dos casos implica perpetuidad.
Pero el monopolio, confundiendo la noción del capital, que no abraza sino las creaciones de la industria humana, con la materia beneficiable que la naturaleza nos ha dado y a todos pertenece, y estando por otro lado favorecido en sus usurpaciones por el estado anárquico de una sociedad en que no puede existir la posesión sino bajo la condición de ser exclusiva, soberana y perpetua; el monopolio, digo, se ha imaginado, y ha erigido en principio que el capital, del mismo modo que la tierra, los animales y las plantas, tiene por sí mismo una actividad propia que dispensa al capitalista de traer otra cosa al cambio y de tomar parte alguna en los trabajos del taller. De esa idea falsa del monopolio ha venido el nombre griego de la usura, tokos, como si dijéramos el hijuelo o el retoño del capital; cosa que ha dado lugar a que Aristóteles dijera que los escudos no crían o no tienen hijuelos. Mas la metáfora de los usureros ha prevalecido contra el chiste del Estagirita; la usura como la renta, de que es imitación, ha sido declarada de derecho perpetua, y sólo mucho más tarde, por una especie de retroceso al principio, ha reproducido la idea de amortización ...
Tal es el sentido de este enigma que ha promovido tanto escándalo entre los teólogos y los jurisconsultos, y sobre el cual ha caído la Iglesia en error por dos veces: la primera, cuando ha condenado toda especie de interés; y la segunda, cuando ha suscrito la opinión de los economistas desmintiendo así sus antiguas máximas. La usura, asimilable al derecho que el fisco tenía a los bienes del extranjero que moría en Francia, es a la vez la expresión y la condenación del monopolio; es la expoliación del trabajo organizada y legalizada por el capital; es, entre todas las subversiones económicas, la que habla más alto contra la antigua sociedad, y la que por su escandalosa pertinacia justificaría una expropiación brusca y sin indemnización previa de toda la clase capitalista.
Finalmente, el monopolio, por una especie de instinto de conservación, ha pervertido hasta la idea de asociación que podía contrariarle, o por mejor decir, ha impedido que nazca.
¿Quién podría hoy lisonjearse de definir lo que debe ser la sociedad entre los hombres? La ley distingue dos especies y cuatro variedades de compañías civiles y otras tantas de comercio, desde la de cuentas en participación hasta la anónima. He leído los más respetables comentarios que se han escrito sobre todas esas formas de asociación, y declaro no haber encontrado en ellos más que una aplicación de las rutinas del monopolio entre dos o más coaligados que juntan sus capitales y sus esfuerzos contra todo lo que produce y consume, inventa y cambia, vive y muere. La condición sine qua non de todas esas sociedades es el capital, que por sí sólo las constituye esencialmente y les da una base: su objeto es el monopolio, es decir, la exclusión de todos los demás trabajadores y capitales, y por consecuencia, la negación de la universalidad social en cuanto a las personas.
Así, según la definición del Código, una sociedad de comercio que erigiese en principio la facultad para todo extraño de ser socio con sólo pedirlo, y de gozar desde luego de los derechos y las prerrogativas de los socios, inclusos los de gerentes, no sería ya una sociedad; tanto que los tribunales no dejarían de declararla de oficio disuelta y como no existente. Asimismo, una escritura de sociedad en la que los contrayentes, no estipulando aporte de ninguna clase, sin dejar de reservar para cada uno la facultad expresa de hacer concurrencia a todos, se limitase a garantirse mutuamente el trabajo y el salario, sin hablar de la especialidad de su industria, ni de los capitales, ni de los intereses, ni de las ganancias y pérdidas; una escritura tal, digo, parecería contradictoria en su tenor, carecería tanto de objeto como de razón de ser, y sería anulada por el juez a la primera demanda de cualquier socio refractario. Contratos redactados de esta suerte no podrían dar lugar a acción alguna judicial: gentes que se dijesen asociadas con todo el mundo, serían consideradas como no siéndolo con nadie; documentos donde se hablase a la vez de garantía y de concurrencia entre asociados, sin mención alguna de fondo social y sin indicación de objeto, pasarían por obra de un charlatanismo trascendental, cuyo autor podría muy bien ser enviado a Bicetre, suponiendo que los magistrados pudiesen consentir en considerarle sólo como un loco.
Y está con todo justificado, por lo que hay de más auténtico en la historia y la economía social, que la humanidad ha venido desnuda y sin capital a la tierra que está explotando; que ella es por lo tanto la que ha creado y crea constantemente toda clase de riquezas; que el monopolio no es en ella sino un punto de vista relativo que le sirve para designar la categoría del trabajador con ciertas condiciones de goce; y que el progreso todo consiste en determinar, multiplicar indefinidamente los productos, la proporcionalidad, es decir, organizar el trabajo y el bienestar por medio de la separación de funciones, las máquinas, el taller, la educación y la concurrencia. No alcanza más allá el más profundo estudio de los fenómenos. Por otra parte, es evidente que todas las tendencias de la humanidad, ya en su política, ya en sus leyes civiles, son a la universalización, es decir, a una trasformación completa de la idea de sociedad, tal como la determinan nuestros códigos.
De donde concluyo que una escritura de sociedad que arreglase, no ya el aporte de los socios, puesto que cada socio, según la teoría económica, se reputa que a su entrada en la sociedad no posee absolutamente nada, sino las condiciones del trabajo y del cambio, dando acceso a todos los que se presentasen, no sería sino muy racional y científica, puesto que sería la expresión misma del progreso y la fórmula orgánica del trabajo, y revelaría, por decirlo así, la humanidad a sí misma dándole los rudimentos de su constitución.
Ahora bien, ¿qué jurisconsulto ni qué economista se ha acercado jamás ni de mil leguas a esa idea magnífica y sin embargo tan sencilla? No creo, dice el señor Troplong (1), que el espíritu de asociación esté llamado a más altos destinos de los que ha realizado y está realizando ... y confieso que nada he intentado para satisfacer tales esperanzas, que creo exageradas ... Existen límites justos que la asociación no debe traspasar. No; la asociación no está llamada en Francia a gobernarlo todo. El vuelo espontáneo del espíritu individual es también una fuerza viva de nuestra nación y una causa de su originalidad ...
La idea de asociación no es nueva ... Entre los romanos vemos aparecer ya la sociedad de comercio con todo su aparato de monopolios, de acaparamientos, de colusiones, de coaliciones, de venalidad y de piratería ... La comandita llena el derecho civil, comercial y marítimo de la Edad Media, y es en esta época el más activo instrumento del trabajo organizado en sociedad ... Desde mediados del siglo XIV se ve ya formarse sociedades por acciones; y hasta el desconcierto de Law, se las ve multiplicándose de continuo ... ¡Cómo! ¡Nos maravillamos de lo que se invierte en acciones de minas, fábricas, privilegios, periódicos! Hace dos siglos se convertían en acciones nada menos que islas, reinos, casi todo un hemisferio. Atribuimos a milagro que vengan a agruparse alrededor de una empresa centenares de comanditarios. En el siglo XIV la ciudad de Florencia entera era comanditaria de algunos negociantes que llevaron lo más lejos posible el genio de la especulación. Y luego, si son malas nuestras empresas, si hemos sido temerarios, imprevisores o crédulos, atormentamos al legislador con nuestras enojosas reclamaciones; le pedimos prohibiciones, nulidades. Llevados de nuestra manía de reglamentarlo todo, aun lo que está ya codificado, de encadenarlo todo con textos revisados, aumentados y corregidos, de administrarlo todo, hasta las vicisitudes y los reveses del comercio, ¡algo hay que hacer! exclamamos en medio de tanta ley como ya existe ...
Cree el señor Troplong en la Providencia; pero no es de seguro el designado por ella para encontrar la fórmula de asociación que reclaman hoy los espíritus, harto disgustados ya de todos los protocolos de coalición y de rapiña cuyo cuadro desarrolla el señor Troplong en su comentario. Irritado este señor, y con fundado motivo, contra los que quieren encadenarlo todo a textos de leyes, pretende a su vez encadenar el porvenir a una cincuentena de artículos en que la razón más perspicaz no puede descubrir una chispa de ciencia económica ni una sombra de filosofía. Llevados, dice, de nuestra manía de reglamentarlo todo, ¡hasta lo ya codificado! ... ¡No conozco nada más delicioso que ese rasgo que pinta a la vez al jurisconsulto y al economista. Después del Código Napoleón, todo es excusado ...
Afortunadamente, prosigue el señor Troplong, están ya hoy olvidados todos los proyectos de reforma publicados con tanto estruendo en 1837 y 1838. El conflicto entre las diversas proposiciones reformistas y la anarquía de las opiniones, ha producido resultados negativos. Al mismo tiempo que se verificaba una reacción contra los agiotistas, el buen sentido público juzgaba como merecían tantos planes oficiales de organización, mucho menos acertados que la ley vigente, mucho menos en armonía con las prácticas del comercio, y mucho menos liberales, después de 1830, que las concepciones del Consejo de Estado del Imperio. Ahora todo ha vuelto a entrar en caja, y el Código de Comercio ha conservado toda su integridad, su excelente integridad. Cuando el comercio lo necesita, encuentra en él al lado de la sociedad colectiva, de la anónima y de la de cuentas en participación, la en comandita libre, templada sólo por la prudencia de los comanditarios y los artículos del Código Penal sobre la estafa (Troplong, De las Sociedades civiles y mercantiles. Prólogo).
¡Qué filosofía la que se regocija de ver abortar los ensayos de reforma, y cuenta sus triunfos por los resultados negativos del espíritu de investigación! No podemos en este momento entrar más a fondo en la crítica de las sociedades civiles y de comercio que han dado materia al señor Troplong para dos volúmenes. Dejaremos este asunto para el tiempo en que, concluída la teoría de las contradicciones económicas, hayamos encontrado en su ecuación general el programa de la asociación, que publicaremos entonces teniendo en cuenta la práctica y las creaciones de nuestros antepasados.
Una palabra tan sólo sobre la comandita.
Creeríase a la primera ojeada que la comandita, por su fuerza expansiva y lo fácil de trasformar que se presenta, se puede generalizar de modo que abrace una nación entera en todas sus relaciones mercantiles e industriales. Pero el más superficial examen de la constitución de esa sociedad demuestra bien pronto que la especie de ensanche de que es susceptible en cuanto al número de accionistas, no tiene nada de común con la extensión del vínculo social.
La comandita, por de pronto, como todas las demás sociedades de comercio, está necesariamente limitada a una sola explotación: desde este punto de vista excluye todas las industrias extrañas a la suya propia. Si así no fuese, la comandita habría cambiado de naturaleza; sería una nueva forma de sociedad cuyos estatutos versarían, no ya especialmente sobre los beneficios, sino sobre la distribución del trabajo y las condiciones del cambio; sería precisamente la asociación tal como no quiere que sea el señor Troplong y la rechaza la jurisprudencia del monopolio.
En cuanto al personal de la comandita, se divide naturalmente en dos categorías: gerentes y accionistas. Elígese a los gerentes, siempre en pequeño número, entre los promovedores, organizadores y patronos de la empresa; y son, a decir verdad, los únicos socios. Los accionistas, comparados con ese pequeño gobierno, que administra con plenos poderes la sociedad, son todo ese pueblo de contribuyentes extraños unos para otros, y sin responsabilidad ni influencia, que no tienen con el negocio otro enlace que el de sus aportes. Son prestamistas con prima, no socios.
Después de esto, es fácil concebir que todas las industrias del reino podrían ser explotadas por sociedades comanditarias, y que gracias a la facilidad de multiplicar las acciones, cabría interesar a cada ciudadano en la totalidad o en la mayor parte de esas compañías sin que por esto mejorase su situación, la cual, por lo contrario, podría suceder que fuese cada día más comprometida. Porque el accionista, lo repito, es la bestia de carga, la materia explotable de la sociedad comanditaria: que no para él ha sido constituída. Para que la asociación sea real, es preciso que el que entre en ella lo haga, no en calidad de jugador, sino de empresario; que tenga voto en el Consejo, y su nombre expreso o sobreentendido en la razón social; que esté todo, por fin, arreglado sobre el pie de la más perfecta igualdad. Pero esas condiciones son precisamente las de la organización del trabajo, que no ha entrado en las previsiones del Código; forman el objeto ulterior de la economía política, y por consecuencia no hay que suponerlas, sino crearlas, y son como tales radicalmente incompatibles con el monopolio.
El socialismo, a pesar de lo fastuoso de su nombre, no ha sido hasta aquí más feliz que el monopolio en la definición de la sociedad: puede hasta decirse que en todos sus planes de organización se ha mostrado constantemente desde ese punto de vista plagiario de la economía política. El señor Blanc, a quien he citado ya con motivo de la concurrencia, y hemos visto siendo sucesivamente partidario del principio jerárquico, defensor oficioso de la desigualdad y apóstol del comunismo, negando luego de una plumada la ley de la contradicción, porque no la concibe, y presentando por encima de todo el poder como última razón de su sistema; el señor Blanc, digo, nos ofrece de nuevo el curioso ejemplo de un socialista que copia sin pensarlo la economía política, y gira continuamente en el círculo vicioso de las rutinas propietarias. En el fondo niega el señor Blanc la preponderancia del capital, y niega hasta que el capital sea en la producción igual al trabajo, en lo que está de acuerdo con las sanas teorías económicas. Más como luego no pueda o no sepa prescindir del capital, lo toma por punto de partida y apela a la comandita del Estado, es decir, se pone de rodillas ante los capitalistas y reconoce la soberanía del monopolio. De aquí las singulares contorsiones de su dialéctica. Suplico al lector que me perdone esas eternas personalidades: no puedo menos de citar autores, puesto que, tanto el socialismo como la economía política, están personificados en cierto número de escritores.
El capital, decía La Phalange (2), como fuerza que concurre a la producción, ¿tiene o no la legitimidad de las demás fuerzas productivas? Si es ilegítimo, aspira ilegítimamente a participar de la producción, y es preciso excluirle sin pagarle interés de ninguna clase; si por el contrario es legítimo, no puede estar legítimamente excluído de la participación en los beneficios a cuyo aumento ha concurrido.
La cuestión no podía haber sido más claramente propuesta. El señor Blanc, sin embargo, encuentra que está sentada de una manera muy confusa, lo cual significa que le pone en gran confusión, y se atormenta mucho por encontrar su verdadero sentido.
Empieza por suponer que se le pregunta si es equitativo que se conceda al capitalista en los beneficios de la producción una parte igual a la del trabajador; y contesta sin vacilar que esto sería injusto. Sigue luego un gran movimiento oratorio para demostrar esta injusticia.
Pero el falansteriano no pregunta si la parte del capitalista debe o no ser igual a la del trabajador; quiere sólo saber si tendrá una parte; y esto es lo que el señor Blanc deja sin contestación.
¿Se me quiere decir, continúa el señor Blanc, que el capital es indispensable para la producción como el trabajo mismo? Aquí nuestro autor distingue: conviene en que el capital es indispensable como el trabajo; pero no en que lo sea tanto.
Una vez más, lo repito, el falansteriano no disputa sobre la cantidad, sino sobre el derecho.
¿Se me quiere dar a entender con esto, prosigue el señor Blanc, que no todos los capitalistas son gente ociosa? Generoso el señor Blanc para con los capitalistas que trabajan, pregunta por qué se habría de dar tanto como a ellos a los que no trabajan. Rasgo de elocuencia sobre los servicios impersonales del capitalista y los personales del trabajador, terminado por un llamamiento a la Providencia.
Por tercera vez insisto en preguntarIe si considera legítima la participación del capital en los beneficios, ya que admite ser indispensable para la producción.
Por fin el señor Blanc, que no había dejado de comprender la cuestión, se decide a contestar que si concede un interés al capital, es sólo por vía de transición y como para suavizar la pendiente que tienen que ir bajando los capitalistas. Por lo demás, haciendo su proyecto inevitable la absorción de los capitales particulares en la asociación, habría locura y hasta abandono de los principios en hacer otra cosa. Si el señor Blanc hubiese estudiado el asunto, habría limitado su contestación a estas dos palabras: niego el capital.
Así el señor Blanc, y comprendo bajo este nombre a todo el socialismo, después de haber declarado, por una primera contradicción con el título de su obra la Organización del trabajo, que el capital era indispensable para la producción, y por consecuencia que debía ser organizado y participar de los beneficios como el trabajo, rechaza el capital, y se niega a reconocerle por una segunda contradicción de su sistema organizador; luego por una tercera contradicción, él, que se burla de las condecoraciones y de los títulos de nobleza, distribuye coronas cívicas, recompensas y distinciones a los literatos, inventores y artistas que hayan merecido bien de la patria, y les señala sueldos, según sus grados y sus dignidades, cosas todas que son la restauración del capital, con tanta realidad aunque no con tanta precisión matemática como el interés y el producto neto; por una cuarta contradicción constituye además esa nueva aristocracia sobre el principio de igualdad, puesto que pretende hacer votar plazas de patrones a socios iguales y libres, privilegios de ociosidad a trabajadores, y el despojo por fin a los despojados; por una quinta contradicción hace descansar esta aristocracia igualitaria sobre la base de un poder dotado de una gran fuerza, es decir, sobre el despotismo, otra forma de monopolio; por otra contradicción más, la sexta, después de haber intentado con sus premios a las artes y al trabajo, proporcionar la retribución al servicio, como el monopolio, el salario a la capacidad, como el monopolio, entra a hacer el elogio de la vida en común, y del trabajo y del consumo comunes, cosa que no obsta para que quiera sustraer a los efectos de la indiferencia común, por medio de recompensas nacionales sacadas del producto común, a los escritores serios y graves, de que maldito lo que se ocupa el común de los lectores; por una séptima contradicción ... Pero detengámonos en la séptima, porque no acabaríamos ni en la setenta y siete.
Dícese que el señor Blanc, que prepara en este momento una historia de la Revolución francesa, se ha puesto a estudiar seriamente la economía política. El primer fruto de este estudio será, a no dudarlo hacerle retractar de su folleto sobre la Organización del trabajo, y reformar todas sus ideas sobre la autoridad y el gobierno. Desde este punto de vista, la Historia de la Revolución francesa, por Blanc, será un trabajo verdaderamente original y útil (3).
Todas, absolutamente todas las sectas socialistas, participan de la misma preocupación: inspiradas todas sin saberIo por la contradicción económica, vienen a confesar su impotencia ante la necesidad del capital, y esperan todas para realizar sus ideas a que tengan en sus manos el poder y el dinero. Las utopías del socialismo en lo que a la asociación se refiere, hacen resaltar más que nunca la verdad de lo que al principio dijimos: Nada hay en el socialismo que no se encuentre en la economía política; y ese perpetuo plagio es la irrevocable condenación de entrambos. En ninguna parte se ve asomar esa idea madre que resalta con tanto brillo de la generación de las categorías económicas: la de que la fórmula superior de la asociación no tiene que ocuparse para nada del capital, objeto de las cuentas de los particulares, y sí versar tan sólo sobre el equilibrio de la producción, las condiciones del camino y la reducción progresiva de los precios de costo, sola y única fuente del progreso de la riqueza. En vez de determinar las relaciones de industria a industria, de trabajador a trabajador, de provincia a provincia y de pueblo a pueblo, los socialistas no piensan sino en proveerse de capitales, concibiendo siempre el problema de la solidaridad de los trabajadores como si se tratara de fundar una nueva casa de monopolio. El mundo, la humanidad, los capitales, la industria, la práctica de los negocios, existen: no se trata ya sino de hacer su filosofía, o en otros términos, de organizarlos; ¡y los socialistas buscan capitales! Estando siempre fuera de la realidad, ¿qué extraño es que la realidad les falte?
Así el señor Blanc pide la comandita del Estado y la creación de talleres nacionales; así Fourier pedía seis millones, y su escuela trabaja aún hoy por reunir esta suma; así los comunistas esperan una revolución que les dé la autoridad y el tesoro, y agotan entre tanto sus fuerzas en suscripciones inútiles. El capital y el poder, órganos secundarios en la sociedad, son siempre los dioses que el socialismo adora: si el capital y el poder no existieran, él los inventaría. Gracias a sus preocupaciones de poder y de capital, el socialismo ha desconocido completamente el sentido de sus propias protestas: es más, no ha advertido que, metiéndose como se metía en la rutina económica, se privaba hasta del derecho de protestar. Acusa de antagonismo a la sociedad, y por ese antagonismo se propone llegar a la reforma. Pide capitales para los pobres trabajadores, como si la miseria de los trabajadores no proviniese de la concurrencia de los capitales entre sí, y también de la oposición ficticia entre el capital y el trabajo; como si la cuestión no fuese hoy precisamente lo que era antes de la creación de los capitales, es decir, ahora y siempre una cuestión de equilibrio; como si, por fin, repitámoslo incesantemente repitámoslo hasta la saciedad, se tratase ya de otra cosa que de una síntesis de todos los principios emitidos por la civilización, y en el caso de que fuese conocida esa síntesis a esa idea que dirige el mundo, hubiera necesidad de la intervención del capital ni del Estado para evidenciarla.
El socialismo, abandonando la crítica para entregarse a la declamación y a la utopía, y mezclándose en las intrigas políticas y religiosas, ha faltado a su misión y desconocido el carácter del siglo. La revolución de 1830 nos había desmoralizado; el socialismo nos afemina. Como la economía política, cuyas contradicciones no hace más que repetir fastidiosamente, no puede satisfacer el movimiento de las inteligencias: no es ya entre los que subyuga, sino una nueva preocupación por destruir, ni entre los que lo propagan, sino, un charlatanismo por desenmascarar, charlatanismo tanto más peligroso, cuanto que es casi siempre de buena fe.
Notas
(1) Jurisconsulto y político bonapartista (1795-1869), autor de numerosos estudios jurídicos: consideraba a Napoleón III como la encarnación de la democracia organizada.
(2) La Phalange, journal de la science sociale, órgano bimensual de los fourieristas; apareció desde 1834.
(3) Apareció en doce volúmenes, desde 1847 a 1862.
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