Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I

Idea sintética de la contribución. - Punto de partida y desarrollo de esta idea

A fin de hacer más inteligible lo que voy a decir, empezaré, invirtiendo en cierto modo el método que hasta aquí hemos seguido, por exponer la teoría superior de la contribución; daré luego su génesis; manifestaré la contradicción que encierra y los resultados que produce. La idea sintética de la contribución, así como su concepción primitiva, daría materia a explicaciones vastísimas. Me limitaré a enunciar proposiciones e indicar sumariamente sus pruebas.

La contribución en su esencia y en su positivo destino es la forma de reparto de esa especie de funcionarios que Adam Smith clasificó bajo el nombre de improductivos, bien que conviniendo tanto como cualquier otro en la utilidad y hasta en la necesidad social de su trabajo. Por esta palabra improductivos, Adam Smith, cuyo genio lo entrevió todo y lo dejó todo por hacer, quería decir que el producto de esos trabajadores era no nulo, sino negativo, lo cual es muy distinto; y por consecuencia, que el reparto no se verifica, respecto de ellos, en la misma forma que el cambio.

Veamos, efectivamente, lo que sucede desde el punto de vista de la distribución en las cuatro grandes divisiones del trabajo colectivo: extracción, industria, comercio, agricultura. Cada productor lleva al mercado un producto real, cuya cantidad púede medirse, cuya calidad apreciarse, cuyo precio discutirse, y cuyo valor, por fin, descontarse en otros servicios o mercancías, o bien en numerario. Para todas estas industrias, la distribución no es otra cosa que el cambio mutuo de los productos, según la ley de proporcionalidad de los valores.

Nada parecido ocurre con los funcionarios llamados públicos. Obtienen éstos su derecho a la subsistencia, no por la producción de cosas realmente útiles, sino por la improductividad en que sin culpa suya se les retiene. Para ellos, la ley de proporcionalidad es inversa: mientras se forma y crece la riqueza social en razón directa de la cantidad, variedad y proporción de los productos efectivos dados por las cuatro grandes categorías industriales, el desarrollo de esta misma riqueza y el perfeccionamiento del orden social suponen, por lo contrario, respecto del personal administrativo, una reducción progresiva e indefinida. Los funcionarios del Estado son, pues, verdaderamente improductivos. En esto, J. B. Say pensaba como A. Smith, y todo lo que ha escrito acerca de esto para corregir a su maestro y se ha cometido la torpeza de contar entre sus titulos de gloria, procede únicamente, como es fácil de ver, de una mala inteligencia. El salario de los empleados del gobierno constituye, en una palabra, para la socieda4 un déficit, y debe hallar su asiento en la cuenta de las pérdidas que la organización industrial debe tener por objeto ir disminuyendo incesantemente: ¿qué otra calificación merecen, después de esto, los hombres del poder, sino la de Adam Smith?

Tenemos aquí, pues, una categoría de servicios, que, no dando productos reales, no pueden saldarse de ningún modo en la forma ordinaria, servicios que no caen bajo la ley del cambio ni pueden llegar a ser el objeto de una especulación particular, ni de concurrencia, ni de comandita alguna, ni de ninguna clase de comercio; servicios que se consideran en el fondo como prestados gratuitamente por todo el mundo, pero que, como han sido confiados en virtud de la ley de la división del trabajo a un pequeño número de hombres especiales que están a ellos exclusivamente consagrados, no pueden menos de ser, por consiguiente, retribuídos. La historia nos suministra este dato general. El ingenio humano, que ensaya para cada uno de sus problemas todas las soluciones posibles, ha tratado de someter a la ley del cambio las funciones públicas: durante mucho tiempo los magistrados en Francia, del mismo modo que los notarios, etc., vivían de lo que hacían. Pero la experiencia ha demostrado que esa forma de distribución empleada con los improductivos era demasiado costosa y estaba sujeta a demasiados inconvenientes, razón por la cual se la ha debido abandonar.

La organización de los servicios improductivos contribuye al bienestar general de muchas maneras: primero, librando a los productores del cuidado de la cosa pública, de la cual deberían todos participar y ser por consecuencia más o menos esclavos; en segundo lugar, creando en la sociedad una centralización artificial, imagen y preludio de la futura solidaridad de las industrias; y por fin, dando el primer ensayo de equilibrio y de disciplina.

Así reconocemos, con J. B. Say, la utilidad de los magistrados y demás agentes de la autoridad pública; pero sosteniendo que esta utilidad es toda negativa, y manteniendo, por consecuencia, el título de improductivos que ha dado A. Smith a sus autores, no con ánimo de zaherirlos, sino porque no pueden ser efectivamente clasificados en el rango de los productores. La contribución, dice muy bien un economista de la escuela de Say, el Sr. D. J. Garnier (1), es una privación que conviene tratar de disminuir lo más posible hasta el nivel de las necesidades de la sociedad. Si el escritor que cito ha reflexionado sobre el sentido de sus palabras, habrá visto que la palabra privación de que se sirve es sinónima de no producción, y son por consecuencia verdaderamente improductivas las personas en cuyo beneficio se recauda la contribución.

Insisto en esta definición, que me parece tanto menos atacable, cuanto que si hay aún disputas sobre la palabra, está todo el mundo de acuerdo sobre la cosa, porque contiene el germen de la más grande revolución que se ha de verificar en el mundo: hablo de la subordinación de las funciones improductivas a las funciones productivas; en una palabra, de la sumisión real y verdadera, siempre pedida y jamás alcanzada, de la autoridad a los ciudadanos.

Es una consecuencia del desarrollo de las contradicciones económicas, que el orden en la sociedad empiece por manifestarse como al revés, y lo que debería estar arriba esté abajo, lo que debería estar de relieve parezca grabado en hueco, y lo que debería estar en plena luz esté en la sombra. Así el poder, que por esencia es, como el capital, el auxiliar y el subalterno del trabajo, es, merced al antagonismo de la sociedad, el espía, el juez y el tirano de las funciones productivas. Es príncipe y soberano, cuando su inferioridad originaria le impone la obediencia.

En todos tiempos las clases trabajadoras han buscado contra la casta oficial la solución de esa antinomia cuya clave podía dar tan sólo la economía política. Las oscilaciones, es decir, las agitaciones políticas que resultan de la lucha del trabajo contra el poder, producen, ya una depresión de la fuerza central, que compromete hasta la existencia de la sociedad, ya una exageración fuera de toda medida de esa misma fuerza, que engendra el despotismo. Luego los privilegios del mando y los infinitos goces que procura a la ambición y al orgullo hacen las funciones improductivas objeto de la codicia general y son causa de que penetre una nueva levadura de discordia en la sociedad, que, dividida ya por una parte en capitalistas y asalariados, y por otra en productores e improductivos, se divide de nuevo respecto al poder en monárquicos y demócratas. Los conflictos entre la monarquía y la República podrían darnos materia para el más maravilloso e interesante de los episodios. No nos permiten excursión tan larga los límites de esta obra; así que, después de haber señalado esa nueva ramificación de la vasta red de las aberraciones humanas, nos concretaremos exclusivamente a hablar del impuesto dentro del terreno económico.

Tal es en su más sucinta exposición la teoría sintética del impuesto, o sea, si me es lícito usar de esta comparación familiar, de esa quinta rueda de la humanidad que tanto ruido mete, y se llama en estilo gubernativo el Estado. El Estado, la policía o su medio de existencia, la contribución, es, lo repito, el nombre oficial de la clase designada en economía política por el nombre de improductivos, o en una palabra, el de la domesticidad social.

Pero la razón pública no llega de un salto a esa sencilla idea que ha de permanecer durante siglos en el estado de una concepción de las más trascendentales. Para que la civilización salve una cumbre tal, es indispensable que pase por espantosas borrascas y revoluciones sin número, en cada una de las cuales no se diría sino que renueva sus fuerzas en un baño de sangre. Y cuando, por fin, representada la producción por el capital, parece haber llegado el momento de que subalterne del todo el órgano improductivo, el Estado, la sociedad se levanta indignada, el trabajo llora de verse libre, la democracia se estremece asustada del rebajamiento del poder; la justicia califica el hecho de escándalo, y los oráculos todos de los dioses que se van, exclaman con terror que ha penetrado en el sancta sanctorum la abominación de la desolación y ha venido el fin de los tiempos. ¡Tan cierto es que la humanidad no quiere nunca lo que busca, ni se puede realizar el menor progreso sin que se apodere de los pueblos el terror pánico!

¿Cuál es, pues, en esta evolución, el punto de partida de la sociedad, y por qué rodeos llega a la reforma política, es decir, a la economía en los gastos, a la igualdad de reparto en las contribuciones, y a la subordinación del poder a la industria? Vamos a decirlo en pocas palabras, reservándonos para después más amplias explicaciones.

La idea originaria de la contribución es la de un rescate.

Así como por la ley de Moisés todo recién nacido se consideraba que pertenecía a Jehovah, y debía ser rescatado por una ofrenda, así la contribución se presenta en todas partes bajo la forma de un diezmo o de un derecho fiscal, por el que el propietario rescata todos los años del soberano el beneficio de explotación que de él y sólo de él se supone haber recibido. Esta teoría de la contribución no es por lo demás sino uno de los artículos particulares de lo que se llama contrato social.

Los antiguos y los modernos están todos de acuerdo, en términos más o menos explícitos, en presentar el estado jurídico de las socieodades como una reacción de la debilidad contra la fuerza. Domina esta idea en todas las obras de Platón, principalmente en el Gorgias, donde sostiene con más sutileza que lógica la causa de las leyes contra la violencia, es decir, la arbitrariedad legislativa contra la arbitrariedad aristocrática y guerrera. En esta escabrosa disputa, donde se dan por ambas partes razones de igual evidencia, Platón no hace más que formular la opinión de toda la antigüedad. Mucho tiempo antes que él, Moisés había levantado una valla contra las invenciones de la fuerza, haciendo un reparto de tierras, declarando inenajenables los patrimonios, y ordenando para cada cincuenta años una liberación general y sin reembolso de todas las hipotecas. Toda la Biblia es un himno a la justicia, es decir, según el estilo hebreo, a la caridad, a la mansedumbre del poderoso para con el débil, a la voluntaria renuncia al privilegio de la fuerza. Solón, empezando su tarea legislativa por una abolición general de deudas, y creando derechos y reservas, es decir, barreras que impidiesen crearlas de nuevo, no fue menos reaccionario. Licurgo fue más lejos: prohibió la propiedad individual y se esforzó en absorber al hombre en el Estado, anonadando la libertad para mejor conservar el equilibrio. Hobbes, haciendo, y con razón, derivar las leyes del estado de guerra, llegó por otro camino a constituir la igualdad sobre una excepción, el despotismo. Su libro (2), tan calumniado, no es más que un desarrollo de esta famosa antítesis. La Constitución de 1830, al consagrar la insurrección hecha en 1789 por los pecheras contra los nobles, y decretando la igualdad abstracta de las personas ante la ley, a pesar de la desigualdad real de las fuerzas y de los talentos, que constituye el verdadero fondo del sistema social hoy en vigor, no es aún más que una protesta de la sociedad en favor del pobre contra el rico, del pequeño contra el grande. Todas las leyes del género humano sobre la venta, la compra, el arrendamiento, la propiedad, el préstamo, la hipoteca, la prescripción, las sucesiones, las donaciones, los testamentos, el dote de la mujer, la menor edad, la tutela, etcétera, son verdaderas vallas levantadas por la arbitrariedad jurídica contra la de la fuerza. El respeto a los contratos, el cumplimiento de la palabra dada, la religión del juramento son las ficciones, las trabas, como decía excelentemente el famoso Lisandro, con que la sociedad engaña a los fuertes y los unce bajo el yugo.

La contribución pertenece a esa familia de instituciones preventivas, coercitivas, represivas y vindicativas, que A. Smith designaba bajo el nombre genérico de policía, y no es, como he dicho, en su concepción primitiva sino la reacción de la debilidad contra la fuerza. Independientemente de las pruebas históricas que abundan y dejaremos a un lado para atenernos exclusivamente a la prueba económica, esto es lo que resulta de la división natural que de las contribuciones se ha hecho.

Todas las contribuciones se dividen en dos grandes categorías: contribuciones de reparto previo o de privilegio, que son las establecidas desde más antiguo; contribuciones de consumo o de parte alícuota, que, asimilándose a las primeras, tienden a igualar entre todos las cargas públicas.

La primera especie de contribuciones, que comprende en Francia la contribución territorial, la de puertas y ventanas, la personal, la de los bienes muebles y la de inquilinatos, las patentes y licencias, los derechos de hipoteca, las aIcabalas, las prestaciones en especie y los privilegios, es la renta que el soberano se reserva sobre todos los monopolios que concede o tolera; es, como hemos dicho, la indemnización del pobre, el pase otorgado a la propiedad. Tal ha sido la forma y el espíritu de la contribución en todas las antiguas monarquías: el feudalismo ha sido, por decirlo así, el bello ideal del género. Bajo este régimen, la contribución no es más que un tributo pagado por el poseedor al propietario o comanditario universal, el rey.

Cuando más tarde, por el desarrollo natural del derecho público, la monarquía, forma patriarcal de la soberanía, se empieza a impregnar de espíritu democrático, el impuesto pasa a ser una cotización que todo censatario debe a la cosa pública, y en vez de caer en las manos del príncipe, pasa al Tesoro del Estado. En esta evolución, queda intacto el principio del impuesto: no se trasforma aún la institución, no hay más que una sustitución del soberano figurado por soberano real. Entre la contribución en el peculio del príncipe, o sirva para el pago de una deuda común, no es nunca más que una reivindicación de la sociedad contra el privilegio: sin esto sería imposible explicar por qué está establecida la contribución en razón proporcional de las fortunas.

Que contribuya todo el mundo a los gastos públicos, nada más justo; mas ¿por qué había de pagar el rico más que el pobre? Es justo, se contesta, puesto que posee más; a la verdad confieso que no comprendo esta justicia. Una de dos: o la contribución proporcional garantiza un privilegio en favor de los fuertes contribuyentes, o es una iniquidad. Porque si la propiedad es de derecho natural, como dice la Declaración de 1793, todo lo que me pertenece en virtud de este derecho, es tan sagrado como mi persona: es mi sangre, es mi vida, soy yo mismo; cualquiera que ponga en ello la mano, toca la pupila de mis ojos. Mis 100.000 francos de renta son tan inviolables como el salario de 75 céntimos de la costurera; mi rica estancia, como su buhardilla. La contribución no está repartida en razón de la fuerza física, de la talla ni del talento: no puede serlo tampoco en razón de la propiedad (¿Qué es la propiedad? Cap. II).

Estas observaciones son tanto más justas, cuanto que ha pasado ya por su período de aplicación el principio que tienen por objeto oponer al del reparto proporcional. La contribución proporcional es posterior con mucho al pleito-homenaje, que consistía, no en una renta real, sino en una demostración oficiosa.

La segunda clase de contribuciones comprende en general todas las que, por una especie de antífrasis, son designadas con el nombre de contribuciones indirectas, bebidas, sales, tabacos, aduanas; en una palabra, todos los tributos que afectan directamente la única cosa que debe ser impuesta, el producto. El principio de esta clase de contribuciones, cuyo nombre es un verdadero contrasentido, está indisputablemente más fundado en teoría, y es de una tendencia más equitativa que la anterior; así, a pesar de la opinión de la multitud, que se engaña siempre tanto sobre lo que le es útil como sobre lo que le es perjudicial, no vacilo en decir que estas contribuciones son las únicas normales, dejadas aparte su distribución y su recaudación, de las que no tengo para qué ocuparme.

Porque si es cierto, como hemos explicado hace poco, que la verdadera naturaleza de la contribución está en pagar, bajo una forma particular de salario, ciertos servicios que se sustraen a la forma habitual del cambio, se sigue de ahí que todos los productores, en cuanto a su uso personal, gozando igualmente de esos servicios, deben contribuir al pago del sueldo por partes iguales. La cuota para cada uno será, pues, una fracción de su producto cambiable, o en otros términos, una retención sobre los valores entregados por él al consumo. Pero el régimen del monopolio y con la contribución territorial, el fisco ataca el producto antes de haber entrado en la circulación, y hasta antes de ser producto; circunstancia que hace entrar el importe del tributo en los gastos de producción, y lo hace pesar sobre el consumidor, dejando libre del pago al monopolio.

Sea lo que quiera de la significación del impuesto de reparto previo y del de parte alícuota, lo positivo y lo que nos importa principalmente saber es que, con establecer la regla de proporción en el pago de las contribuciones, se ha propuesto el Poder que contribuyan los ciudadanos a las cargas públicas, no según el viejo principio feudal, por medio de la capitación, cosa que implicaría la idea de una cotización calculada en razón del número de los contribuyentes y no del de sus bienes, sino a prorrata de los capitales; lo cual supone que los capitales dependen de una autoridad superior a los capitalistas. Todo el mundo, espontáneamente y de común acuerdo, encuentra justo semejante reparto; todo el mundo cree, por lo tanto, espontáneamente y de común acuerdo, que el impuesto es una recuperación hecha por la sociedad, una especie de redención del monopolio. Es esto ostensible, sobre todo en Inglaterra, donde por una ley especial los propietarios de la tierra y los fabricantes pagan a prorrata de sus rentas una contribución de 200 millones, bajo el nombre de contribución de los pobres.

El objeto práctico y reconocido de la contribución es, en dos palabras, ejercer sobre el rico, en provecho del pobre, el recobro de una suma proporcionada al capital.

Ahora bien, el análisis y los hechos demuestran:

Que la contribución distributiva, la contribución del monopolio, en lugar de ser pagada por los que poseen, lo es casi íntegramente por los que no poseen;

Que la contribución de parte alícuota, separando al productor del consumidor, gravita únicamente sobre el último, y no exige del capitalista sino la parte que tendría que pagar si las fortunas fuesen absolutamente iguales;

Por fin, que el ejército, los tribunales, la policía, las escuelas, los hospitales, los hospicios, las casas de corrección y de refugio, los empleos públicos, la religión misma, todo lo que crea la sociedad para la defensa, emancipación y consuelo del proletario, que por de pronto está pagado y sostenido por el proletario mismo, se vuelve en seguida contra el proletario, o es cuando menos para él cosa perdida; de suerte que el proletariado, que en un principio no trabajaba sino para la casta que le devora, la de los capitalistas, ha de trabajar además para la que le azota, la de los improductivos.

Estos hechos son ya tan conocidos, y los economistas, debo hacerles esta justicia, los han expuesto con tanta evidencia, que me abstendré de repetir ni de completar sus demostraciones, que no hay por otra parte quien contradiga. Lo que yo me propongo poner en claro, y no han comprendido a mi parecer suficientemente los economistas, es que las condiciones que crea para el trabajador esa nueva fase de la economía política, no es susceptible de mejora alguna; que, exceptuando el caso en que la organización industrial, y por consecuencia la reforma política, trajese consigo la igualdad de fortunas, es inherente el mal a las instituciones de policía como la idea de caridad que les dió origen; por fin, que el Estado, cualquiera que sea la forma que tome, aristocrática o teocrática, monárquica o republicana, mientras no sea el órgano obediente y sumiso de una sociedad de iguales, será para el pueblo un inevitable infierno, estaba casi por decir que una condenación legítima.


Notas

(1) Joseph Garnier (1813-1882), fundador de la Sociedad de Economía Política de París, en 1842 y autor de Eléments d'Economie politique (1845) y de un Traité des Finances (1862).

(2) Se refiere al Leviathan, publicado en 1651.

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