Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph Proudhon | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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II
Antinomia de la contribución
Oigo algunas veces a los partidarios del statu quo decir que hoy por hoy gozamos de bastante libertad, y que a despecho de las declamaciones contra el actual orden de cosas, estamos muy por debajo de nuestras instituciones. Por lo menos, en lo que a la contribución se refiere, soy del parecer de esos optimistas.
Según la teoría que acabamos de presentar, el impuesto es la reacción de la sociedad contra el monopolio. Sobre este punto hay unanimidad de opiniones: pueblo y legislador, economistas, periodistas y zarzuelistas, traduciendo cada cual en su lenguaje el pensamiento social, dicen a porfía que la contribución debe pesar sobre los ricos, incidir sobre lo superfluo y los objetos de lujo, y dejar libres y francos los de primera necesidad. Se ha hecho, en breves palabras, del impuesto una especie de privilegio para los privilegiados; idea mala, puesto que es reconocer de hecho la legitimidad del privilegio, el cual no vale nunca nada, cualquiera que sea la forma bajo la cual se le presente. El pueblo no podía menos de llevar su castigo por tan egoísta inconsecuencia: la Providencia llenó su misión.
Desde el punto en que se consideró el impuesto como una reivindicación, se le hubo de establecer en proporción a las facultades decada uno, ya recayese sobre el capital, ya afectase más especialmente la renta. No puedo ahora menos de hacer observar que, siendo el reparto del impuesto a prorrata precisamente el que se debería adoptar en un país donde fuesen iguales todas las fortunas, salvo las diferencias de reparto y cobro, el fisco es de lo más liberal de nuestras sociedades, y nuestras costumbres están efectivamente en este punto muy por debajo de nuestras instituciones. Pero como con los malos no pueden menos de ser detestables las mejores cosas, vamos a ver la contribución igualitaria aplastando al pueblo, precisamente porque el pueblo no está a su altura.
Supongo que la renta bruta de Francia sea, para cada familia, compuesta de cuatro personas, de 1.000 francos, cifra todavía un poco más alta que la del Sr. Chevalier, que no ha encontrado sino 63 céntimos por día y por cabeza, o sea 919 francos 80 céntimos por familia. Siendo hoy la contribución de más de 1.000 millones, cerca del octavo de ia renta total, a razón de 1.000 francos por familia, debería cada una pagar 125 francos.
Según esto, una renta de 2.000 francos debería pagar 250; una de 3.000 francos 375; una de 4.000 francos 500, etcétera. La proporción es rigurosa y matemáticamente intachable; el fisco está seguro por medio de la aritmética de no perder un céntimo.
Respecto, sin embargo, de los contribuyentes, el negocio cambia, totalmente de aspecto. La contribución que, según la idea del legislador, debería ser proporcional a la fortuna, es por lo contrario progresiva en el sentido de la miseria; de suerte que cuanto más pobre es el ciudadano, más paga. Voy a procurar hacer esto palpable con algunas cifras.
Por la contribución proporcional debe al fisco:
una renta de 1.000 2.000 3.000 4.000 5.000 6.000 frs. etc.
una contribución de 125, 250, 375, 500, 625, 750.
La contribución parece por lo tanto crecer, según esta serie, en proporción a la renta.
Pero si se considera que cada suma de renta se compone de 365 unidades, cada una de las cuales representa la renta diaria del contribuyente, no se encontrará ya que sea proporcional el impuesto, sólo sí que es igual. En efecto, si sobre una renta de 1.000 francos impone el Estado 125, es como si quitase a la familia correspondiente 45 jornales o días de subsistencia; y 45 días de renta o de sueldo, representan también para cada contribuyente las cuotas de 250, 375, 500, 625 Y 750 francos, correspondientes a rentas de 2.000, 3.000, 4.000, 5.000 Y 6.000 francos.
Diré ahora que esta igualdad de la contribución resulta ser una desigualdad monstruosa, y que es una extraña ilusión creer que, por ser más considerable la renta diaria, la contribución a que sirve de base es más fuerte. Traslademos ahora nuestro punto de vista de la renta personal a la renta colectiva.
Abandonando la riqueza social, por efecto del monopolio, a la clase trabajadora, para concentrarse en los capitalistas, la contribución ha tenido por objeto moderar ese cambio de manos y resistir a la usurpación, recobrando de cada privilegiado una cantidad proporcional. Pero ¿proporcional a qué? A lo que ha recibido cada cual de exceso, y no a la fracción del capital social que sus rendimientos representan. Ahora bien, ha faltado la contribución a su objeto y se ha hecho escarnio de la ley, cuando el fisco en vez de tomar su octavo donde el octavo existe, lo toma precisamente de aquellos a quienes debería restituirlo. Haré esto palpable con otra operación aritmética.
Supongamos que la renta de Francia sea de 68 céntimos por día y por persona; el padre de familia que ya por razón de salario, ya como renta de sus capitales, perciba 1.000 francos por año, recibe cuatro partes de la renta nacional; el que recibe 2.000, ocho; el de 4.000, dieciséis, etc. Síguese de ahí, que el obrero que sobre una renta de 1.000 paga al fisco 125, da al orden público un octavo de su renta y de la subsistencia de su familia; al paso que el rentista que sobre una renta de 6.000 francos, no paga sino 750, realiza un beneficio de diecisiete partes sobre la renta colectiva; o en otros términos, gana con el impuesto 425 por 100.
Reproduzcamos la misma verdad bajo otra forma.
Cuéntanse hoy en Francia cerca de 200.000 electores. Ignoro cuál es la suma de contribuciones que esos 200.000 electores pagan; pero no creo estar lejos de la verdad, suponiendo que paga cada uno, por término medio, 300 francos, y por lo tanto, entre todos 60 millones, a los cuales añadiremos una cuarta parte de más por su parte de contribuciones indirectas, o sea para todos 75 millones, y para cada uno 75 francos (suponiendo la familia de cada elector compuesta de cinco personas), que es lo que paga la clase electoral al Estado. Siendo el presupuesto, según el Annuaire économique de 1845, de 1.106 millones, quedan 1.031 millones, o lo que es lo mismo, para cada ciudadano no elector 31 francos 30 céntimos, dos quintas partes de la contribución pagada por la clase rica. Ahora bien, para que esta proporción fuese equitativa, sería preciso que el término medio del bienestar de la clase no electoral fuese los dos quintos del término medio del bienestar de la clase de los electores, lo cual no es cierto ni con mucho, pues faltan para ello más de las tres cuartas partes.
Parecerá, empero, aún más chocante esta falta de proporción, si se reflexiona que el cálculo que acabamos de hacer sobre la clase electoral es del todo erróneo, y hecho todo en favor de los censatarios.
En efecto, no se toman en cuenta para el goce del derecho electoral más contribuciones que: 1° la territorial; 2° la personal y la de bienes muebles; 3° la de puertas y ventanas; 4° la de patentes. Ahora bien, a excepción de la personal y mobiliaria, que varía poco, pagan los consumidores las demás contribuciones, y otro tanto sucede con todos los impuestos indirectos, de los que los poseedores de capitales se hacen reembolsar por los consumidores, salvo los derechos de hipoteca que afectan directamente al propietario, y ascienden a 150 millones. Suponiendo ahora que la propiedad electoral figure en esta última suma por una sexta parte, que es mucho suponer; como los 409 millones de los impuestos indirectos dan 12 francos por cabeza, y los 547 millones de impuestos directos 16; el término medio de la contribución pagada por cada elector que tenga una familia compuesta de cinco personas, será de 265 francos, mientras que el de la pagada por el obrero, que no tiene más que sus brazos para su subsistencia y la de su mujer y sus hijos, será de 112. En términos más generales, el término medio de contribución por cabeza será, en la clase superior, de 53 francos, y en la inferior de 28. Sobre lo cual repito mi pregunta: el bienestar ¿es del censo electoral abajo la mitad acaso de lo que es del censo electoral arriba?
Sucede con la contribución lo que con las publicaciones periódicas, que cuestan en realidad tanto más, cuanto menos frecuentemente se publican. Un periódico diario cuesta 40 francos, uno semanal 10, otro mensual 4. Suponiendo iguales sus demás condiciones, los precios de suscripción de esos periódicos son entre sí como los números 40, 70 Y 120, creciendo como crece el precio a medida que son más raras las publicaciones. Tal es precisamente la marcha del impuesto: es una suscripción que paga cada ciudadano en cambio del derecho de trabajar y de vivir. El que usa de este derecho lo menos posible, paga más; el que usa de él un poco más, paga menos; el que usa de él mucho, paga poco.
Los economistas, sobre este punto, están generalmente de acuerdo. Han atacado el impuesto proporcional, no sólo en su principio, sino también en su aplicación; han puesto de relieve sus anomalías, procedentes casi todas de que no está nunca fija la relación del capital con el interés, o de la superficie cultivada con la renta.
Supongamos una contribución de un décimo sobre la renta de las tierras; y supongamos también tierras de diferentes calidades que produzcan, la primera 8 francos de trigo; la segunda 6; la tercera 5: la contribución será de la octava parte de la renta para la tierra más fecunda; de la sexta para la que lo es menos; de la quinta, finalmente, para la más pobre. ¿No estará así establecida la contribución al revés de lo que debería estar? En lugar de tierras, podemos suponer otros instrumentos de producción, y comparar capitales del mismo valor o cantidades de trabajo del mismo orden aplicadas a ramos de industria de productividad diferente: la conclusión será siempre la misma. Hay injusticia en pedir 10 francos lo mismo al obrero que gana 1.000 francos que al artista o al médico que logran 60.000 francos de renta (J. Garnier, Principios de Economía Política).
Estas reflexiones son muy justas, aunque, si bien se mira, no recaen sino sobre la manera de recaudar o repartir las contribuciones, y no afectan el principio mismo del impuesto. Porque suponiendo hecho el reparto sobre la renta, en vez de serio sobre el capital, tenemos siempre que el impuesto, que debería ser proporcional a las fortunas, pasa sobre los consumidores.
Los economistas no se han parado en barras: han reconocido en alta voz que la contribución proporcional es inicua.
No debe nunca, dice Say, imponerse contribución sobre lo necesario. Es verdad que este autor no define lo que debe entenderse por lo necesario; pero podemos suplir esta omisión. Lo necesario es lo que corresponde a cada individuo del producto total del país, hecha deducción de lo que deba pagarse por contribuciones. Así, para contar en números redondos, siendo la producción en Francia de 8.000 millones y la contribución de 1.000 millones, lo diariamente necesario para el individuo son 56 céntimos y medio. No es imponible, según J. B. Say, sino lo que excede de este rendimiento; todo lo que esté por debajo de él debe ser sagrado para el fisco.
Esto dice el mismo autor en otros términos cuando escribe: La contribución proporcional no es equitativa. Adam Smith había ya dicho antes que él: No es nada irracional que el rico contribuya a las cargas públicas, no sólo en proporción de su renta, sino también por algo más. Diré más, añade Say; no vacilaré en afirmar que no hay equidad sino en la contribución progresiva. Y el Sr. Garnier, último compendiador de los economistas, ha dicho: Las reformas deben tender al establecimiento de una igualdad, si puedo decirIo así, progresional, mucho más justa y mucho más equitativa que la pretendida igualdad del impuesto, que no es más que una desigualdad monstruosa.
Así, según la opinión general y el testimonio de los economistas, dos cosas están demostradas: primera, que en su principio el impuesto es una reacción contra el monopolio y va dirigido contra el rico; y luego, que en la práctica es infiel a su objeto, y cayendo de preferencia sobre el pobre, comete una verdadera injusticia; de tal suerte que el legislador debe tender constantemente a repartirlo de una manera más equitativa.
Tenía necesidad de establecer sólidamente este doble hecho antes de pasar a otras consideraciones: empiezo ahora mi crítica.
Los economistas, con ese carácter bondadoso de hombres honrados que heredaron de sus mayores, y que constituye aún hoy todo su elogio, no han advertido que la teoría progresional del impuesto que presentan a los gobiernos como el non plus ultra de una sabia y liberal administración, es contradictoria en sus términos y está preñada de imposibilidades. Han acusado sucesivamente de la opresión del fisco a la barbarie de los tiempos, a la ignorancia de los príncipes, a las preocupaciones de casta y la codicia de los tratantes; todo lo que en una palabra, según ellos, impedía la progresión de las contribuciones y era un obstáculo para la práctica sincera de la igualdad ante el presupuesto: no les ha pasado ni un solo instante por el pensamiento, que lo que pedían bajo el nombre de contribución progresiva, era la inversión de todas las nociones económicas.
Así no han visto, por ejemplo, que la contribución es progresiva por el mero hecho de ser proporcional, con la sola diferencia de estar aquí tomada la progresión al revés, pues va dirigida, como hemos dicho, no en el sentido de la mayor, sino en el de la menor fortuna. Si los economistas hubiesen tenido una idea clara de esa inversión, invariable en todos los países de impuestos, no habría dejado de atraer su atención tan singular fenómeno: habrían indagado sus causas, y habrían terminado por descubrir que lo que tomaban por un accidente de la civilización, por un efecto de las inextricables dificultades del gobierno humano, era el producto de la contradicción, inherente a toda la economía política.
1° La contribución progresiva aplicada, ya al capital, ya a la renta, es la negación misma del monopolio, del que, como ha dicho el Sr. Rossi, está sembrado el camino de la economía social; de ese monopolio, que es el verdadero estímulo de la industria, la esperanza del ahorro, el conservador y el padre de toda riqueza; de ese monopolio, del cual hemos podido decir al fin que la sociedad no puede existir con él, ni sin él existiría. Si mañana el impuesto pasara a ser de golpe lo que es indudable que debe ser, a saber, la contribución proporcional (o progresional, es lo mismo) de cada productor a las cargas públicas, estarían al punto confiscados en provecho del Estado rentas y beneficios, se vería despojado el trabajo del fruto de sus obras, reducido el individuo a la porción congrua de 56 céntimos y medio, sería general la miseria, se disolvería el pacto entre el capital y el trabajo, y privada la sociedad de timón, retrocedería a los primeros tiempos.
Se dirá tal vez que es fácil impedir la aniquilación absoluta de los beneficios del capital, deteniendo en un momento cualquiera el efecto de la progresión.
Eclecticismo, justo medio, acomodamiento con el cielo o con la moral: ¿se tendrá, pues, siempre la misma filosofía? Transacciones semejantes repugnan a la verdadera ciencia. Todo capital en juego debe volver a manos del productor bajo forma de intereses; todo trabajo debe dejar un sobrante; todo salario debe ser igual al producto. Bajo la égida de esas leyes, la sociedad realiza incesantemente con la mayor variedad de producciones la mayor suma de bienestar posible. Estas leyes son absolutas: violarlas, es magullar, es mutilar la sociedad. Así el capital que, después de todo, no es más que trabajo acumulado, es inviolable. Pero por otra parte, no es menos imperiosa la tendencia a la igualdad: manifiéstase a cada fase económica con invencible autoridad y con creciente energía. Hay, por lo tanto, que satisfacer a la vez al trabajo y a la justicia: dar al primero garantías cada vez más reales, y procurar la segunda sin concesiones ni ambigüedades.
En vez de esto, señores economistas, no saben ustedes más que sustituir sin cesar la voluntad del príncipe por sus teorías, detener el curso de las leyes económicas por medio de un poder arbitrario, y so pretexto de equidad, burlar igualmente al salario y al monopolio. Su libertad de ustedes no es más que una semilibertad; su justicia no más que una semijusticia; y su sabiduría toda consiste en esos medios términos, cuya iniquidad es siempre doble, puesto que no hacen justicia a las pretensiones de la una ni de la otra parte. No, no puede ser tal la ciencia que nos han prometido ustedes: descubriendo los secretos de la producción y la distribución de las riquezas, ha de resolver sin equívoco de ninguna clase las antinomias sociales. La doctrina semiliberal de ustedes es el código del despotismo, y manifiesta en ustedes tanta impotencia para avanzar, como vergüenza para retroceder.
Si, ligada la sociedad por sus antecedentes económicos, no puede nunca volver el pie atrás; si hasta que llegue el día de la ecuación universal debe ser mantenido en su posesión el monopolio, no hay cambio alguno posible en la repartición del impuesto: sólo hay aquí una contradicción, que, como otra cualquiera, debe ser llevada hasta sus últimos límites. Tengan, pues, ustedes el valor de sus opiniones: tengan ustedes respeto a la opulencia, y nada de misericordia para el pobre, que ha condenado el Dios del monopolio. Cuanto menos tenga de qué vivir el mercenario, más es preciso que pague: qui minus habet, etiam quod habet auferetur ab eo. Esto es necesario, es fatal: va en ello la salvación de la sociedad.
Probemos, con todo, de volver al revés la progresión del impuesto, haciendo que en lugar de ser el trabajador, sea el capitalista el que más pague.
Observo, por de pronto, que con el sistema habitual de recaudación, es un cambio tal de todo punto impracticable.
Si la contribución carga, en efecto, sobre el capital explotable, figura por todo su importe entre los gastos de producción; y entonces, una de dos: o el producto, a pesar del aumento del valor venal, será comprado por el consumidor, y el productor quedará, por consiguiente, libre de la contribución, o bien ese producto parecerá demasiado caro; y en este caso el impuesto, como ha observado muy bien J. B. Say, obra a la manera de un diezmo impuesto sobre las semillas, e impide la producción. Así, el derecho de hipotecas, si es muy subido, detiene la circulación de los inmuebles, y hace menos productivos los fundos, oponiéndose a que cambien de manos.
Si, por lo contrario, carga la contribución sobre el producto, no es ya más que un impuesto de cuota que paga cada uno según la importancia de su consumo, dejando libre al capitalista, que era precisamente a quien se proponía gravar.
Por otra parte, la suposición de un impuesto progresivo es perfectamente absurda, bien esté basado sobre el capital, bien sobre el producto. ¿Cómo concebir que el mismo producto pague 10 por 100 en un comercio, y sólo 5 en otro? Cómo fundos ya gravados de hipotecas que todos los días cambian de dueño; cómo un capital formado por comandita o por la sola fortuna de un individuo, ¿han de ser discernidos por el catastro, e impuestos, no en razón de su valor ni de su renta, sino en razón de la fortuna o de los beneficios presuntos del propietario? ...
Queda un último recurso, y es imponer el producto neto, cualquiera que sea la manera como se forme, de cada contribuyente. Una renta de 1.000 francos pagaría, por ejemplo, 10 por 100; una de 2.000, 20 por 100; una de 3.000, 30 por 100, etc. Dejemos a un lado las mil y una dificultades y vejámenes que traería la formación del empadronamiento, y supongamos la operación tan fácil como se quiera. ¡Pues bien! éste es precisamente el sistema que acuso de hipocresía, de contradicción y de injusticia.
Digo, en primer lugar, que este sistema es hipócrita, porque a menos de tomar del rico toda la renta que exceda del término medio del producto nacional por familia, lo que es inadmisible, no se logra como se piensa llevar la progresión del impuesto por el lado de la riqueza; se cambia, cuando más, en razón proporcional. Así, la progresión actual del impuesto, siendo para las fortunas de 1.000 francos de renta abajo, como la de las cifras lO, 11, 12, 13, etc., y para las fortunas de 1.000 arriba, como la de los números 10,9,8, 7, etc., puesto que aumenta siempre el impuesto con la miseria, y mengua con la riqueza; si nos limitásemos a disminuir la contribución indirecta que pesa principalmente sobre la clase pobre, y se impusiera en otro tanto la renta de la clase rica, la progresión no sería ya, es verdad, para la primera sino como la de los números 10, 10'25, 10'50, 10'75, 11, 11'25, etcétera, y para la segunda sino como 10,9'75,9'50,9'25,9,8'75, etc. Pero esta progresión, aunque menos rápida por ambos lados, no por esto dejaría de ir siempre en sentido inverso de la justicia. Esto es lo que hace que la contribución llamada progresiva, capaz cuando más de alimentar el charlatanismo de los filántropos, no sea de ningún valor científico. Nada cambia por él en jurisprudencia fiscal: como dice el proverbio, para el pobre son siempre las cargas, y el rico es siempre el objeto de los cuidados del poder.
Añado que este sistema es contradictorio.
En efecto, dar y retener no vale, dicen los jurisconsultos. ¿Por qué, pues, en vez de consagrar monopolios, cuyo único beneficio para los titulares sería perder al punto con la renta su disfrute, no decretar desde luego la ley agraria? ¿Por qué poner en la Constitución que cada cual goza libremente del fruto de su trabajo y de su industria, cuando de hecho o por la tendencia de la contribución no sería esto lícito sino hasta un dividendo de 56 céntimos y medio por día, cosa, es verdad, que no habría previsto la ley, pero que resultaría necesariamente del carácter progresivo del impuesto? El legislador, manteniéndonos en nuestros monopolios, ha querido favorecer la producción, mantener el fuego sagrado de la industria: ¿qué interés habríamos de tener luego en producir, si aún no estando asociados no produciríamos para nosotros mismos? ¿Cómo después de habernos declarado libres, se nos han de imponer condiciones de venta, de arriendo y de cambió que anulen nuestra libertad?
Posee uno en títulos de la deuda pública 20.000 francos de renta. La contribución, por su carácter progresivo, le tomará el 50 por 100. A este tipo le tiene más cuenta retirar su capital e írselo comiendo. Pide, pues, que se le reembolse. Pero ¿qué es reembolsar? El Estado no puede verse obligado al reintegro; y si consiente en hacerlo, será siempre a prorrata de la renta líquida. Luego una inscripción de renta de 20.000 francos no valdría más para el rentista que 10.000 a causa del impuesto, si quiere que el Estado le reembolse; a menos que no la divida en veinte lotes, caso en que le valdrá el doble. Una finca que produzca 50.000 francos de arriendo, perderá asimismo las dos terceras partes de su precio, por tomarle la contribución los dos tercios de la renta. Mas si el propietario divide esa finca en cien lotes y la saca a subasta, como el fisco no aterrará ni detendrá ya a los compradores, retirará ya su capital íntegro. De suerte que con la contribución progresiva no siguen los inmuebles la ley de la oferta y la demanda, ni se estiman por su renta real, y sólo sí por la calidad de su dueño. La consecuencia será que caerán en menosprecio los grandes capitales; estará en boga la medianía; realizarán de prisa y corriendo los propietarios, porque les valdrá más comer sus propiedades que sacar de ellas una renta insuficiente; retirarán los capitalistas sus fondos o no los prestarán sino con grandes usuras; no será posible ninguna grande explotación, y será por fin perseguida toda fortuna ostensible, proscrito todo capital que exceda de lo necesario. Rechazada la riqueza, se replegará en sí misma y no saldrá ya más que de contrabando; y el trabajo, como un hombre atado a un cadáver, abrazará a la miseria en eterno consorcio. ¿No es verdad que los economistas, autores de tales reformas, hacen muy bien en burlarse de los reformistas?
Después de haber demostrado la contradicción y la mentira del impuesto progresivo, ¿tengo ya necesidad de probar que es inicuo? La contribución progresiva, tal como la entienden los economistas y con ellos ciertos radicales, es impracticable, decía yo hace poco, si pesa sobre los capitales y los productos: he supuesto, en consecuencia, que pesaría sobre las rentas. Mas ¿quién no ve que cae ante el fisco esa distinción puramente teórica de capitales, productos y rentas, y reaparecen aquí con su carácter fatal los mismos imposibles que he señalado antes?
Un industrial descubre un procedimiento por cuyo medio, economizando 20 por ciento en sus gastos de producción, se hace 25.000 francos de renta. El fisco le exige 15. El industrial se ve entonces obligado a subir sus precios, puesto que, a causa de la contribución. su procedimiento, en vez de economizar 20 por ciento, no economiza más que 8. ¿No es esto como si el fisco impidiese la baratura? Así, creyendo dar contra el rico, el impuesto progresivo no da sino contra el consumidor, siendo de todo punto imposible que deje de afectarle como no suprima del todo la producción. ¡Qué error de cálculo! Es ley de economía social que todo capital en juego debe incesantemente volver a su dueño en forma de intereses. Con la contribución progresiva queda esta ley radicalmente violada, puesto que, por efecto de la progresión, el interés del capital disminuye hasta el punto de constituir la industria en pérdida de una parte cuando no del todo del capital mismo. Para que otra cosa sucediera, sería necesario que el interés de los capitales aumentase progresivamente como la contribución misma, lo cual es absurdo. Luego el impuesto progresivo detiene la formación de los capitales, y además impide que circulen. Cualquiera que desee, en efecto, adquirir un material de explotación o una finca, deberá, bajo el régimen de la contribución progresiva, considerar, no ya el valor real de la fábrica o de la finca, sino el impuesto que le haya de ocasionar la renta; de modo que si la renta real es de 4 por ciento, y por efecto del impuesto o de la condición del comprador queda reducida la renta a 3, no podrá verificarse la compra. Después de haber lastimado todos los intereses e introducido con sus categorías la perturbación en el mercado, la contribución progresiva impide el desarrollo de la riqueza, pone el valor en venta por debajo del valor real, y empequeñece y petrifica las sociedades. ¡Qué tiranía! ¡qué escarnio!
La contribución progresiva es, pues, en último término una denegación de justicia, una prohibición de producir, una confiscación. Es la arbitrariedad sin límites y sin freno otorgada al poder sobre cuanto contribuye a la riqueza pública, ya por el trabajo, ya por el ahorro, ya por la sucesiva perfección de los medios industriales.
Pero ¿a qué perdemos en hipótesis quiméricas, cuando estamos tocando la realidad? No es culpa del principio proporcional que el impuesto cargue con tan chocante desigualdad sobre las diversas clases sociales; lo es sí de nuestras preocupaciones y de nuestras costumbres. El impuesto procede con tanta equidad, con tanta precisión como permiten las operaciones humanas. La economía social le manda que se dirija al producto, y se dirige al producto. Si el producto se le escapa, da contra el capital. ¿Hay cosa más natural? El impuesto, adelantándose a la civilizaciórt, supone establecida la igualdad entre los trabajadores y los capitalistas: expresión inflexible de la necesidad, parece invitamos a que nos hagamos iguales por la educación y el trabajo, y nos pongamos de acuerdo con él por medio del equilibrio de nuestras funciones y la asociación de nuestros intereses. El impuesto se niega a distinguir al hombre del hombre, y ¡nosotros acusamos de la desigualdad de nuestras fortunas su rigor matemático! ¡nosotros exigimos de la misma igualdad que se doblegue a nuestra injusticia! ... ¿No tenía yo razón cuando, al empezar, decía que relativamente al impuesto estábamos muy por detrás de nuestras instituciones?
Así, vemos siempre al legislador deteniéndose en las leyes fiscales ante las subversivas consecuencias del impuesto progresivo, y consagrar la necesidad, la inmutabilidad del impuesto proporcional. Porque la igualdad de bienestar no es posible que surja de la violación de los capitales: la antinomia debe ser metódicamente resuelta, so pena para la sociedad de volver a caer en el caos. La eterna justicia no se acomoda a todos los caprichos de los hombres: como una mujer que cabe ultrajar pero no tomar por esposa sin una solemne enajenación de sí mismo, exige de nuestra parte, con el abandono de nuestro egoísmo, el reconocimiento de todos sus derechos, que son los de la ciencia.
El impuesto, cuyo objeto final, como hemos demostrado ya, es la retribución de los improductivos, pero cuyo pensamiento primitivo fue una restauración del trabajador, bajo el régimen del monopolio, se reduce, por lo tanto, a una pura y simple protesta, a una especie de acto extrajudicial, cuyo efecto es agravar la posición de los asalariados, turbando en su posesión a los monopolizadores. En cuanto a la idea de cambiar el impuesto proporcional en impuesto progresivo, o por mejor decir, de volver del revés la progresión del impuesto, es un yerro cuya responsabilidad incumbe por completo a los economistas.
Pero está, en lo sucesivo, más amenazado el privilegio. Con la facultad de modificar la proporcionalidad de la contribución, el gobierno tiene en su mano un medio expedito y seguro de desposeer, cuando quiera, a los tenedores de capitales; y es cosa para espantar, ver en todas partes esa grande institución, base de toda la sociedad, objeto de tantas controversias, de tantas leyes, de tantas lisonjas y de tantos crímenes, la Propiedad, suspendida de un hilo sobre las abiertas fauces del proletariado.
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