Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

Consecuencias desastrosas e inevitables de la contribución. (Subsistencias, leyes suntuarias, policía rural e industrial, privilegios de invención, marcas de fábrica, etc.)

Segunda parte

Sépalo, pues, el pueblo de una vez: todas las esperanzas de reducción y de equidad en los impuestos con que le mecen sucesivamente las arengas del poder y las diatribas de los hombres de partido, son otras tantas mistificaciones: ni los impuestos son susceptibles de reducción, ni su reparto puede ser equitativo bajo el régimen del monopolio. Por lo contrario, cuanto más baje la condición del ciudadano, tanto más pesadas irán siendo las contribuciones: esto es fatal, irresistible, a pesar de los propósitos declarados del legislador y de los reiterados esfuerzos del fisco. Todo el que no pueda hacerse o conservarse rico, todo el que haya entrado en la caverna del infortunio, debe resignarse a pagar a proporción de su miseria. Lasciate ogni speranza, voi ch' entrate.

La contribución, por lo tanto, la policía -en adelante no separaremos ya estas dos ideas-, es una nueva fuente de pauperismo. La contribución agrava los efectos subversivos de las antinomias anteriores, la división del trabajo, las máquinas, la concurrencia, el monopolio. Ataca al trabajador en su libertad y en su conciencia, en su cuerpo y en su alma, por medio del parasitismo, de los vejámenes, de los fraudes a que da origen, de la penalidad, que es su consecuencia.

Bajo el reinado de Luis XIV, el solo contrabando de la sal daba por año 3.700 aprehensiones domiciliarias; 2.000 hombres, 1.800 mujeres y 6.000 niños presos; 1.100 caballos cogidos, 50 carros confiscados, 300 condenas a galeras. Y esto, hace observar el historiador, no era más que el resultado de una sola contribución, la de la sal. ¿Cuál sería, por lo tanto, el número total de los desgraciados que, por causa de los impuestos, sufrirían prisión, expropiación, tormento?

En Inglaterra, de cada cuatro familias hay una improductiva, y ésta es la que vive en la abundancia. ¡Qué beneficio, se pensará, para la clase jornalera si se le arrancase esa lepra de parasitismo! En teoría se tiene, sin duda, razón; pero en la práctica, la supresión del parasitismo sería una verdadera calamidad. Si una cuarta parte de la población de Inglaterra es improductiva, otra cuarta parte trabaja por ella: ¿qué haría esa fracción si perdiese de repente ese mercado? Suposición, se dirá, absurda. Sí, absurda; pero muy real, y de admisión forzosa, precisamente porque es absurda. En Francia constituyen un inmenso mercado para nuestra agricultura y nuestras fábricas, un ejército permanente de 500.000 hombres, 40.000 curas, 20.000 médicos, 80.000 curiales, 26.000 aduaneros, y no sé cuántos otros centenares de miles de improductivos de todos géneros. Ciérrese de golpe ese mercado, y la industria se paraliza, el comercio se declara en quiebra, y la agricultura muere ahogada por sus productos.

Pero ¿cómo concebir que una nación se encuentre trabada en su marcha por librársela de sus bocas inútiles. Pregúntese más bien por qué una máquina, cuyo consumo ha sido calculado en 700 kilogramos de carbón por hora, pierde su fuerza cuando se la alimenta sólo con 150. Pero ¿no se podría, se replicará, hacer productores esos improductivos, ya que no quepa librarse de ellos? Si esto no es una niñería, decidme entonces ¿cómo os arreglaríais sin policía, sin monopolio, sin concurrencia, sin las contradicciones, por fin, de que se compone nuestro orden de cosas? Escuchad.

En 1844, con motivo de los desórdenes de Rive-de-Gier, el señor Anselmo Petetin publicó en la Revue independante dos artículos llenos de razón y de franqueza sobre la anarquía de las explotaciones mineras de la cuenca carbonífera del Loira. El señor Petetin indicaba la necesidad de reunir las minas y descentralizar su explotación. Los hechos que puso en conocimiento del público no eran ignorados del poder ¿se ha ocupado por esto de la reunión de las minas ni de la organización de esa industria? De ningún modo. El poder ha seguido el principio de la libre concurrencia: ha dejado hacer, ha dejado pasar.

Después los explotadores de aquellas minas se han asociado, no sin inspirar cierta inquietud a los consumidores, que han visto en esta asociación el secreto proyecto de elevar el precio del combustible. ¿Intervendrá el poder, que ha recibido sobre esto inmensas quejas, para restablecer la concurrencia e impedir el monopolio? No puede: el derecho de coalición es idéntico en la ley al de asociación: el monopolio es la base de nuestra sociedad, como la concurrencia es su conquista; y mientras no haya motivo, el poder dejará hacer y verá pasar. ¿Podría acaso seguir otra conducta? ¿Podría prohibir una sociedad de comercio legalmente constituída? ¿Podría obligar a esas sociedades a destruirse recíprocamente? ¿Podría impedirles la reducción de sus gastos? ¿Podría establecer un máximo? Con una de estas dos cosas que hiciese el poder, vendría abajo el orden establecido. El poder no podría, pues, tomar medida alguna: está instituído para defender y proteger a la vez el monopolio y la concurrencia por medio de las patentes, las licencias, las contribuciones territoriales y las demás servidumbres que sobre la propiedad tiene establecidas. Fuera de estos recursos no tiene el poder especie alguna de derecho que alegar en nombre de la sociedad. El derecho social no está aún definido; y si lo estuviera, sería, por otra parte, la negación misma del monopolio y de la concurrencia. ¿Cómo, pues, habría de tomar el poder la defensa de lo que la ley no ha previsto ni define, de lo que es lo contrario de los derechos reconocidos por el legislador?

Así cuando el minero, que debemos considerar en los acontecimientos de Rive-de-Gier como el verdadero representante de la sociedad respecto de los explotadores de carbón de piedra, trató de impedir el alza de los monopolizadores defendiendo su salario, y de oponer coalición a coalición, el poder hizo fusilar al minero. Y vióse al punto a los vocingleros políticos acusando a la autoridad, según ellos parcial, feroz, vendida al monopolio, etc. En lo que a mí toca, declaro que esta manera de juzgar los actos de la autoridad me parece poco filosófica, y la rechazo con todas mis fuerzas. Es posible que se hubiese podido matar menos gente, posible también que se hubiese muerto más: el hecho aquí notable no es el número de los muertos y de los heridos, sino la represión de los jornaleros. Los que han criticado la autoridad habrían hecho como ella, salvo la impaciencia de sus bayonetas y la precisión de sus tiros: habrían reprimido, digo, y no habrían podido hacer otra cosa. Y la razón, que se querría desconocer en vano, es que la concurrencia es cosa legal; la sociedad en comandita, cosa legal; la oferta y la demanda, cosa legal; y todas las consecuencias que resulten directamente de la concurrencia, de la comandita y del libre comercio, cosas legales; mientras que la huelga de los obreros es ilegal. Y no nos lo dice solamente el Código; nos lo dice el sistema económico y la necesidad del orden establecido. En tanto que el trabajo no es soberano, debe ser esclavo: la sociedad no subsiste sino a este precio. Puede tolerarse que cada obrero tenga individualmente la libre disposición de su persona y de sus bienes, no que los obreros empleen por medio de coaliciones la fuerza contra el monopolio: esto no puede la sociedad permitido (1). Aplastar el monopolio es abolir la concurrencia, desorganizar el taller y sembrar la disolución por todas partes. La autoridad, al fusilar a los mineros, se ha encontrado, como Bruto, entre su amor de padre y sus deberes de cónsul: era preciso perder los hijos o dejar perder la República. Horrible era la alternativa, convenido; pero tal es el espíritu y la letra del pacto social, tal es el tenor del contrato, tal la orden de la Providencia.

Así la policía, establecida para la defensa del proletariado, va toda dirigida contra el proletariado. Se echa al proletario de los bosques, de los ríos, de las montañas; se le cierran hasta los atajos, y pronto no conocerá otro camino que el de la cárcel.

Los progresos de la agricultura han hecho sentir generalmente las ventajas de los prados artificiales y la necesidad de abolir los pastos de común aprovechamiento. En todas partes se descuajan las tierras antes comunes, se las da a parcería, se las acota: nuevos progresos, nuevas riquezas. Pero el pobre jornalero, que no tenía otro patrimonio que el comunal, y apacentaba los veranos una vaca y algunos carneros a la vera de los caminos, al través de los zarzales y en los campos segados, perderá ahora su único y último recurso. El propietario territorial, el comprador o el colono de los bienes comunes, venderán en adelante solos, con el trigo y las legumbres, la leche y el queso. En lugar de disminuir un antiguo monopolio, se creó otro nuevo. Hasta los peones camineros se reservan ya las márgenes de los caminos como un prado de su pertenencia, y expulsan de ellos al ganado no administrativo. ¿Qué se sigue de ahí?, que el jornalero, antes de renunciar a su vaca, apacienta su ganado contraviniendo a la ley, se entrega al merodeo, hace mil destrozos, y se hace condenar a la multa y a la cárcel: ¿de qué le sirven la policía y los progresos agrícolas? El año pasado el alcalde de Mulhouse, para impedir el merodeo de la uva, prohibió a todo individuo que no fuese propietario de viñas, la circulación de día y de noche por los caminos que costeasen o cortasen tierra de viñedo: precaución caritativa, puesto que impide hasta que nazcan deseos y el sentimiento de no poder satisfacerlos. Mas si la vía pública no es más que un accesorio de la propiedad, si los bienes comunales están convertidos en propiedades particulares, si el dominio público, por fin, asimilado a una propiedad, está guardado, explotado, arrendado, vendido como una propiedad, ¿qué le queda al proletario? ¿De qué sirve que la sociedad haya salido del estado de guerra, para entrar en el régimen administrativo?

Como la tierra, tiene la industria sus privilegios: privilegios consagrados como siempre por la ley, bajo condición y con reserva; pero como siempre, también, en grave daño de los consumidores. La cuestión es interesante; digamos sobre ella algunas palabras.

Cito al señor Renouard (2).

Los privilegios, dice el señor Renouard, fueron un correctivo a la reglamentación ...

Permítame el señor Renouard que traduzca su pensamiento, invirtiendo su frase: la reglamentación fue un correctivo del privilegio. Porque quien dice reglamentación, dice limitación; y ¿cómo imaginar que se haya limitado el privilegio antes que existiera? Concibo que el soberano haya sometido los privilegios a reglamentos; pero no comprendo así que, expresamente, para castigar el efecto de los reglamentos, hubiese creado privilegios. Una concesión semejante no habría sido motivada por cosa alguna; habría sido un efecto sin causa. En la lógica como en la historia, todo está ya apropiado y monopolizado cuando vienen las leyes y los reglamentos: sobre esto, pasa lo mismo respecto de la legislación civil que de la legislación penal. Provocan la primera la posesión y la apropiación: la segunda los crímenes y los delitos. Preocupado el señor Renouard por la idea de servidumbre inherente a toda reglamentación, ha considerado el privilegio como una indemnización de esta servidumbre; y esto es lo que le ha hecho decir que los privilegios son un correctivo de la reglamentación. Pero lo que añade el señor Renouard, prueba que quiso decir lo contrario. Ha prevalecido siempre, dice, el principio fundamental de nuestra legislación, el de una concesión de un monopolio temporal como precio del contrato entre la sociedad y el trabajador. ¿Qué es en el fondo esta concesión de monopolio? Una declaración, un simple reconocimiento. La sociedad, queriendo favorecer una industria nueva y gozar de las ventajas que promete, transige con el inventor como ha transigido con el colono: sale garante del monopolio de su industria por un tiempo dado, pero no crea el monopolio. El monopolio existe por el hecho mismo de la invención, y es el reconocimiento del monopolio el que constituye la sociedad.

Desvanecido este equívoco, paso a las contradicciones de la ley.

Todas las naciones industriales han adoptado el establecimiento de un monopolio temporal como precio de un contrato entre la sociedad y el inventor ... No puedo acostumbrarme a creer que los legisladores de todos los países hayan cometido este despojo.

El señor Renouard, si llega algún día a leer esta obra, me hará la justicia de reconocer que, al citarle, no critico su pensamiento, puesto que ha conocido él mismo las contradicciones de la ley sobre los privilegios. Mi pretensión se reduce a hacer entrar estas contradicciones bajo el sistema general que expongo.

¿Por qué, ante todo, un monopolio temporal en la industria, cuando el monopolio territorial es perpetuo? Los egipcios habían sido más consecuentes: entre ellos, esos dos monopolios eran igualmente hereditarios, perpetuos, inviolables. Sé las consideraciones que se han hecho valer contra la perpetuidad de la propiedad literaria, y las admito todas; pero estas consideraciones son perfectamente aplicables a la propiedad de la tierra, que dejan además subsistentes en toda su fuerza los argumentos que se les opone. ¿Cuál es, pues, el secreto de todas esas variaciones del legislador? No tengo, por lo demás, necesidad de decir que, al hacer notar esta incoherencia, no quiero calumniar ni satirizar a nadie: reconozco que el legislador ha obrado, no voluntaria, sino necesariamente.

Pero la contradicción más flagrante es la que resulta de las disposiciones de la ley. En el título IV, articulo 30, § 3°, se lee: Es nulo el privilegio si versa sobre principios, métodos, sistemas, descubrimientos, concepciones teóricas o puramente científicas de que no se hayan indicado aplicaciones a la industria.

¿Qué es un principio, un método, una concepción teórica, un sistema? Es el fruto del genio, la invención en toda su pureza, la idea, el todo. La aplicación es el hecho bruto, nada. Así la ley excluye del beneficio del privilegio lo que lo ha merecido, es a saber, la idea; y concede por lo contrario el privilegio al hecho material, a un ejemplar de la idea, como Platón diría. Sin motivo se le llama, por lo tanto, privilegio de invención: privilegio de primera ocupación debería ser llamado.

Un hombre que hubiese inventado en nuestros días la aritmética, el álgebra, el sistema decimal, no habría obtenido privilegio; pero Bareme, por sus Cuentas Hechas, habría adquirido derecho de propiedad. Pascal, por su teoría de la pesadez del aire, no habría sido privilegiado: un vidriero en su lugar habría obtenido el privilegio del barómetro. Después de 2.000 años, es el señor Arago quien habla, se le ha ocurrido a uno de nuestros compatriotas que podría emplearse para hacer bajar gases la rosca de Arquímedes, que sirve para elevar el agua: sin cambiar en ella nada, basta hacerla girar de derecha a izquierda, así como para subir el agua se le hace girar de izquierda a derecha. Hácense bajar por este medio al fondo de una profunda capa de agua, grandes volúmenes de gas cargados de sustancias extrañas: el gas al subir, se purifica. Sostengo que hay aquí invención; que la persona que ha visto el medio de hacer de la rosca de Arquímedes una máquina-fuelle, tenía derecho a un privilegio. Lo que hay aquí de más extraordinario, es que el mismo Arquímedes se vería obligado a rescatar el derecho de servirse de su rosca, y el señor Arago lo encuentra justo.

Es inútil multiplicar los ejemplos. Lo que la ley ha querido hacer objeto de monopolio, como decía hace poco, no es la idea, sino el hecho; no la invención, sino la ocupación. ¡Como si la idea, no fuese la categoría que abraza todos los hechos que la traducen; como si un método, un sistema, no fuese una generalización de experimentos, y por lo tanto, lo que constituye propiamente el fruto del genio, la invención! Aquí la legislación es más que antieconómica; raya en lo necio. Tengo, pues, derecho a preguntar al legislador ¿por qué a pesar de la libre concurrencia, que no es más que el derecho de aplicar una teoría, un principio, un método, un sistema que no es susceptible de apropiación, prohibe en ciertos casos esta misma concurrencia, ese derecho de aplicar un principio? No se puede ya, dice con mucha razón el señor Renouard, ahogar a esos concurrentes coaligándose en forma de gremios: se llena este vacío con los privilegios. ¿Por qué ha dado el legislador la mano a esa conjuración de monopolios, a esa prohibición de teorías que a todos nos pertenecen?

¿Pero de qué sirve interpelar siempre al que nada puede contestamos? El legislador no ha sabido en qué sentido obraba cuando hacía esa extraña aplicación del derecho de propiedad, que convendría llamar, para más exactitud, derecho de prioridad. Pero explíquese por lo menos sobre las cláusulas del contrato celebrado por él en nuestro nombre con los monopolizadores.

Paso en silencio la parte relativa a las fechas y demás formalidades administrativas y fiscales, y llego a este artículo.

El privilegio no garantiza la invención.

Es indudable que la sociedad, o el príncipe que la representa, no puede ni debe garantizar la invención, puesto que, concediendo un monopolio de catorce años, la sociedad se hace dueña del privilegio, y es por consecuencia el privilegiado el que debe dar la garantía. Mas ¿cómo puede el legislador entonces venir a decir con vanagloria a sus comitentes: He tratado en vuestro nombre con un inventor, y se obliga a haceros gozar de su descubrimiento bajo la condición de tener la exclusiva por catorce años? Pero yo no salgo garantía de la invención. ¿Con qué habéis contado, pues, legisladores? ¿Cómo no habéis visto que sin una garantía de invención concedíais un privilegio, no por un descubrimiento real, sino por un descubrimiento posible, y enajenabais así el campo de la industria antes de haberse descubierto el arado?

Así, el privilegio de invención no es siquiera una toma de fecha, sino una enajenación anticipada. Es esto como si la ley dijera: aseguro la tierra al primer ocupante, pero sin garantizar su calidad, su lugar ni su existencia; sin que sepa si debo enajenarla, ni si es susceptible de apropiación. ¡Donoso uso del poder legislativo!

Sé que la ley tenía excelentes razones para abstenerse de garantizar la invención; pero sostengo que las había tan buenas como aquellas para decidirse a garantirla. Prueba:

No puede uno ocultárselo, dice el Sr. Renouard, ni cabe impedirlo: los privilegios son y serán un instrumento de charlatanismo, al mismo tiempo que una recompensa legítima para el trabajo y el genio. Al buen sentido público corresponde hacer justicia de los saltimbanquis.

Tanto valdría decir: al buen sentido público corresponde distinguir los verdaderos remedios de los falsos, el vino natural del vino falsificado; al buen sentido público, distinguir en el ojal de un frac la decoración dada al mérito, de la prostituída en manos de la medianía y de la intriga. ¿A qué, pues, llamarse Estado, Poder, Autoridad, Policía, si la policía la constituye el buen sentido público?

Como se dice: A quien Dios da tierra, no falta guerra; puede decirse, que a quien da privilegio, no falta pleito.

¿Y cómo juzgar de la falsificación, si no hay garantía? En vano se alegará en el terreno del derecho la primera ocupación; en el del hecho, la semejanza. Donde la calidad constituye la realidad misma de la cosa, no exigir garantía, es no conceder derecho sobre nada; es privarse del medio de comparar los procedimientos y justificar la falsificación. ¡En materia de procedimientos industriales depende el éxito de tan poca cosa! Pero esta poca cosa es el todo.

Concluyo de todo esto que la ley sobre los privilegios de invención, indispensable en sus motivos, es imposible, es decir, ilógica, arbitraria, funesta en su economía (3). Bajo el imperio de ciertas necesidades, ha creído el legislador de interés general conceder un privilegio para una cosa determinada, y se encuentra luego con que ha dado una firma en blanco al monopolio, con que ha abandonado las probabilidades que tenía el público de hacer el descubrimiento u otra cosa análoga, con que ha sacrificado sin compensación alguna los derechos de los concurrentes, y entregado sin defensa a la codicia de los charlatanes la buena fe de los consumidores. Luego a fin de que nada faltase a tan absurdo contrato, ha dicho a los que debía garantizar: ¡Garantíos vosotros mismos!

Como el señor Renouard, no creo que los legisladores de todos los tiempos y de todos los países hayan cometido a sabiendas un despojo consagrando los diversos monopolios sobre los cuales gira la economía política. Pero el señor Renouard podría también convenir conmigo en que los legisladores de todos los tiempos y de todos los países no han comprendido jamás nada de sus propios decretos. Un hombre sordo y ciego había aprendido a tocar las campanas y a dar cuerda al reloj de su parroquia. Lo cómodo para él en sus funciones de campanero, era que no le daban vértigos ni el ruido de las campanas, ni la altura del campanario. Los legisladores de todos los tiempos y de todos los países, para los cuales tengo, con el señor Renouard, un profundo respeto, se parecen a ese ciego sordo: son la estatua que da las horas en el reloj de todas las locuras humanas.

¡Qué gloria para mí si llegase a hacer reflexionar a esos autómatas! ¡si pudiese hacer comprender que su obra es una tela de Penélope, que están condenados a destejer por un cabo, mientras la continúan por el otro!

Así, mientras se aplaude la creación de los privilegios, se pide sobre otras cosas la abolición de otros privilegios, y siempre con el mismo orgullo y el mismísimo contento. El señor Horace Say (4), quiere libre el comercio de la carne. Entre otras razones, alega este argumento, que es del todo matemático:

El tablajero que quiere retirarse, busca uno que le compre su establecimiento, y pone, naturalmente, en cuenta sus utensilios, sus mercancías, su reputación y su clientela; pero bajo el actual régimen, añade a todo esto el valor de su título, es decir, el del derecho de tomar parte en un monopolio. Ahora bien, ese capital suplementario que paga el tablajero comprador por el título, produce intereses, cosa que no es nueva, y debe por lo tanto cargarlos en el precio de la carne. Luego la limitación en el número de las tablas, sirve para aumentar el precio de la carne, más bien que para bajarlo.

No vacilo en afirmar de paso que lo que digo sobre la venta de la tabla de un carnicero, es aplicable a todo cargo cualquiera que tenga un título vendible.

Las razones del señor Horace Say para la abolición del privilegio de los carniceros no tienen réplica: son además aplicables a los impresores, notarios, procuradores, alguaciles, escribanos, tasadores judiciales, corredores, agentes de cambio, farmacéuticos y otros, tanto como a los tablajeros. Pero no destruyen las que han hecho adoptar esos monopolios, y se deducen generalmente de la necesidad de seguridad, de autenticidad y de regularidad que hay para las transacciones, así como de los intereses del comercio y de la salud pública. El objeto, se me dice, no se ha llenado. ¡Harto lo sé, Dios mío! dejad el ramo de la carnicería a la concurrencia, y comeréis carroña; le hacéis un monopolio, y carroña comeréis. Este es el único fruto que podéis esperar de vuestra legislación de monopolios y de privilegios.

¡Abuso!, exclaman los economistas reglamentarios. Cread para el comercio una policía de vigilancia, haced obligatorias las marcas de fábrica, castigad la falsificación de los productos, etc.

En la vía en que ha entrado la civilización, por cualquier lado que uno tuerza, va a parar siempre al despotismo del monopolio y por consecuencia a la opresión de los consumidores, o a la aniquilación del privilegio por la acción administrativa, cosa que es ir hacia atrás en economía y disolver las sociedades destruyendo la libertad. ¡Cosa maravillosa! en ese sistema de industria libre, renaciendo los abusos de sus propios remedios, como la piojera, si quisiese el legislador reprimir todos los delitos, vigilar todos los fraudes, asegurar contra todo ataque las personas, las propiedades y la cosa pública; de reforma en reforma llegaría a multiplicar hasta tal punto las funciones improductivas, que ocuparían la nación entera y no habría quien produjese. Todo el mundo pertenecería a la administración, la clase industrial sería un mito. Entonces tal vez reinaría el orden en el monopolio.

El principio de la ley que hay que hacer sobre las marcas de fábrica, dice el señor Renouard, es que esas marcas no puedan ni deban ser transformadas en garantía de calidad. Esta es una consecuencia de la ley sobre privilegios, la cual, como hemos visto, no garantiza la invención. Adoptado el principio del señor Renouard, ¿de qué sirven las marcas? ¿Qué me importa leer sobre el corcho de una botella, en lugar de vino de a doce o vino de a quince, sociedad enófila o el nombre de la fábrica que se quiera? Yo no me cuido de saber el nombre del mercader, sino de la calidad y el justo precio de la mercancía.

Se supone, es verdad, que el nombre del fabricante será como un signo abreviado de la buena o mala fabricación del artículo, de su superior o mediana calidad. ¿Por qué, pues, no abrazar francamente la opinión de los que piden con la marca de producción una significativa? Una tal reserva no se comprende. Las dos especies de marcas tienen el mismo objeto: la segunda no es más que una exposición o paráfrasis de la primera, un compendio del prospecto del negociante: ¿por qué, pregunto, si su procedencia significa algo, no había dedeterminar la marca esta significación?

El señor Wolowski (5) ha desarrollado muy bien esta tesis en su discurso de apertura de 1843 a 1844, cuya sustancia está toda en la siguiente analogía: Del mismo modo, dice el señor Wolowski, que el gobierno ha podido determinar un criterio de cantidad, puede y debe fijar un criterio de calidad: uno de esos sistemas no puede menos de ser el complemento del otro. La unidad monetaria, el sistema de pesas y medidas, no ha mermado en nada la libertad industrial: el régimen de las marcas no le mermaría tampoco. Apóyase en seguida el señor Wolowski en la autoridad de los príncipes de la ciencia, A. Smith y J. B. Say: precaución siempre útil para oyentes mucho más sumisos a la autoridad que a la razón.

Declaro, por lo que a mí toca, que estoy del todo por la idea del señor Wolowski, y esto porque la encuentro profundamente revolucionaria. No siendo otra cosa la marca, según la expresión del señor Wolowski, que un criterio de calidad, equivale para mí a una tarificación general. Porque, bien sea una oficina particular del Estado la que marque el nombre de éste y garantice la calidad de las mercancías, como sucede con los objetos de oro y plata, bien se deje la marca al cuidado del fabricante mismo, dado el momento en que la marca ha de dar la composición intrínseca de la mercancía (son las propias palabras del señor Wolowski) y garantizar al consumidor contra toda sorpresa, se convierte forzosamente en determinación de precio, en precio fijo. No es la misma cosa que el precio, puesto que dos productos similares, pero de origen y calidad diferentes, pueden ser de valor igual. Una pieza de Borgoña, por ejemplo, puede muy bien valer otra de Burdeos; pero siendo significativa la marca, conduce al conocimiento exacto del precio, puesto que nos da su análisis. Calcular el precio de una mercancía, es descomponerla en sus partes constituyentes; y esto precisamente ha de hacer la marca de fábrica si se quiere que signifique algo. Marchamos, por lo tanto, como he dicho, a una tarificación general.

Pero una tarificación general no es otra cosa que una determinación de todos los valores; y he aquí de nuevo la economía política en contradicción con sus principios y con sus tendencias. Desgraciadamente, para realizar la reforma del señor Wolowski, es preciso empezar por resolver todas las contradicciones anteriores y colocarse en una esfera de asociación más elevada; y gracias a esta falta de solución, el sistema del señor Wolowski ha sido rechazado por la mayor parte de los economistas.

El régimen de las marcas es efectivamente inaplicable dentro del orden actual, porque siendo contrario a los intereses de los fabricantes, a cuyos hábitos además repugna, no podría subsistir sino por la enérgica y firme voluntad del poder público. Supongamos por un momento que sea la administración la encargada de poner las marcas: deberán sus agentes intervenir a cada momento en el trabajo como intervienen en el comercio de las bebidas y en la fabricación de la cerveza; y aun éstos, cuya intervención parece ya tan importuna y vejatoria, miran sólo las cantidades imponibles, no las calidades objeto de cambio. Esos interventores y peritos fiscales deberán extender su investigación a todos los detalles para reprimir y prevenir el fraude; y ¿qué fraude? El legislador o no lo habrá definido o lo habrá mal definido; y aquí empieza lo espantoso de la tarea.

No hay fraude en vender vino de la última calidad; pero sí le hay en hacer pasar una calidad por otra: estará por lo tanto obligada la administración a diferenciar las calidades de los vinos, y por consecuencia, a garantizarlos. ¿Es un fraude hacer mezclas? Chaptal, en su tratado del arte de fabricar el vino, las aconseja como eminentemente útiles; y la experiencia prueba por otra parte que ciertos vinos de propiedades repulsivas hasta cierto punto el uno para el otro, que se resisten a formar un solo cuerpo, producen, si se los mezcla, una bebida ingrata y nociva. He aquí ya la administración obligada a decir qué vinos podrán y cuáles no ser útilmente mezclados. ¿Es un fraude aromatizar, alcoholizar, mojar los vinos? Chaptal lo recomienda también; y todo el mundo sabe que estos procedimientos dan ya ventajosos resultados, ya perniciosos y detestables efectos. ¿Qué substancia se va, pues, a proscribir? ¿en qué casos? ¿en qué proporciones? ¿Se prohibirá el uso de la achicoria para el café, el del azucar para la cerveza, el del agua, la sidra y el alcohol de 36 grados para el vino?

La Cámara de los Diputados, en el informe ensayo de ley que le ha ha parecido bien hacer este año sobre la falsificación de los vinos, se ha parado en la mitad de su obra, viéndose vencida por las inextricables dificultades de la cuestión. Ha podido, sin obstáculo, declarar fraudulenta la introducción del agua en el vino y la del alcohol que exceda de un 18 por 100, y luego poner este fraude en la categoría de los delitos. Estaba en el terreno de la ideología, donde no se encuentran jamás tropiezos de ningún género. Pero todo el mundo ha visto en este recrudecimiento de severidad más bien el interés del fisco que el de los consumidores. La Cámara, para vigilar y comprobar el fraude, no se ha atrevido a crear todo un ejército de catadores, ensayadores, etc., y recargar el presupuesto con algunos nuevos millones; y por otro lado, con prohibir aguar y alcoholizar el vino, único medio que tienen los mercaderes fabricantes para poner el vino al alcance de todo el mundo y obtener beneficios, no ha podido ensanchar el mercado disminuyendo los gastos de producción. La Cámara, en una palabra, con perseguir la falsificación de los vinos, no ha hecho sino llevar más allá los límites del fraude. Para que su obra llenase el objeto, sería preciso decir antes cómo es posible el comercio de vinos sin falsificarlos, y cómo puede el pueblo comprar vino no falsificado; lo que no es ya de la competencia de la Cámara ni está al alcance de su capacidad.

Si se quiere que el consumidor esté garantizado, ya sobre el valor, ya sobre la salubridad de las mercancías, es indispensable conocer y determinar todo lo que constituye una buena y sincera producción, estar siempre sobre el fabricante y guiarle en cada uno de sus pasos. El verdadero fabricante entonces no es él, sino vosotros, el Estado.

Habéis, pues, caído en la trampa. O trabáis la libertad de comercio mezclándoos de mil maneras en la producción, u os declaráis único productor y único comerciante.

En el primer caso, vejando a todo el mundo, acabáis por sublevar a todo el mundo; y tarde o temprano, haciendoos espulsar del terreno económico, quedan abolidas las marcas de fábrica. En el segundo, sustituís en todas partes por la acción del poder la iniciativa del individuo, y obráis contra los principios de la economía política y la constitución de la sociedad. ¿Os decidís por un justo medio? Caéis entonces en el favor, en el nepotismo, en la hipocresía, en el peor de los sistemas.

Supongamos ahora que se deje al fabricante el cuidado de marcar. Entonces, aun haciendo obligatorias las marcas, perderán poco a poco su significación y no serán al fin sino pruebas de origen, de procedencia. Se necesita conocer muy poco el comercio para hacerse la ilusión de que un negociante o un fabricante que usen de procedimientos no susceptibles de privilegio vayan a vender el secreto de su industria, de sus beneficios, de su existencia. Mentirá, por lo tanto, la marca, y no está en poder de la administración que suceda de otra manera. Los emperadores romanos, para descubrir a los cristianos que ocultaban su religión, obligaron a todo el mundo a hacer sacrificios a los ídolos. Hicieron apóstatas y mártires, y los cristianos aumentaron en número. Así sucederá con las marcas significativas, útiles para algunas casas. Engendrarán fraudes y represiones sin número, y no hay que esperar otra cosa. Para que el fabricante indique lealmente la composición intrínseca, es decir, el valor industrial y comercial de su mercancía, es preciso quitarle los peligros de la concurrencia y satisfacer sus instintos de monopolio: ¿podéis? Es preciso además interesar al consumidor en la represión del fraude, lo que es imposible y contradictorio, ínterin el productor no haya perdido todo su interés en hacerla. Imposible, digo; porque, poned de una parte a un consumidor de gusto depravado, China, y de otra a un vendedor apasionado, Inglaterra; entre los dos una droga venenosa que exalte y embriague; y a pesar de todas las policías del mundo, tendréis el comercio del opio. Contradictorio digo, además, porque en la sociedad el productor y el consumidor no constituyen más que una persona, lo cual quiere decir que ambos están interesados en producir lo que les es nocivo; y como para cada uno el consumo viene inmediatamente después de la producción y la venta, pactarán todos para poner a salvo el primer interés, procurando ponerse respectivamente en guardia contra el segundo.

El pensamiento que ha sugerido las marcas de fábrica, es del mismo origen que el que dictó en otro tiempo las leyes de máximum. Es ésta aún una de las innumerables encrucijadas de la economía política.

Es sabido que las leyes de máximum, hechas todas y motivadas por sus autores con el objeto de remediar la carestía, han tenido por resultado invariable agravarla. Así, los economistas acusan a esas aborrecidas leyes, no de injustas ni de hechas con mala intención, sino de torpes, de impolíticas. Pero ¡qué contradictoria es la teoría que les oponen!

Para remediar la carestía, es preciso llamar los productos, o por mejor decir, hacerlos salir al mercado y hasta aquí están en lo justo. Para que los productos aparezcan, hay que atraer con beneficios a los que los poseen, suscitar su concurrencia y asegurarles una completa libertad en el mercado: este procedimiento, ¿no parece ya ser de la más absurda homeopatía? ¿Cómo concebir que cuanto más se me desuelle, más pronto estaré surtido? Dejad hacer, se dice, dejad pasar, dejad obrar la concurrencia y el monopolio, sobre todo en los tiempos de carestía, aún cuando ésta proceda de la concurrencia y del monopolio. ¡Qué lógica!, y sobre todo, ¡qué moral!

Mas ¿por qué no se había de hacer entonces un arancel para los colonos, como le hay para los tahoneros? ¿Por qué no inspeccionar la siembra, la siega, la vendimia, los forrajes, el ganado, como hay un timbre para los periódicos, las circulares y los efectos de comercio, como hay una policía para los fabricantes de cerveza y los taberneros? ... En el sistema del monopolio sería esto, lo confieso, un aumento de tortura; pero con nuestra tendencia al comercio desleal y la disposición del poder a aumentar incesantemente su personal y su presupuesto, se hace cada día más indispensable una ley investigadora para las cosechas.

Por lo demás, sería difícil decir cuál de los dos engendra más males en los tiempos de carestía, si el libre comercio o el máximum.

Pero cualquiera que sea el partido que se escoja, y no es posible salir de esta alternativa, la decepción es segura y el desastre inmenso. Con el máximum, se ocultan los artículos para la subsistencia; creciendo el terror por efecto de la misma ley, suben de precio, y pronto la circulación se para y sobreviene la catástrofe, rápida e implacable como una razzia. Con la concurrencia, la marcha del azote es más lenta, pero no menos funesta: ¡qué de gentes extenuadas o muertas de hambre antes que haya atraído el alza los comestibles! ¡Cuántas más, desolladas después de venidos! Es esto la historia de ese rey a quien Dios, en castigo de su orgullo, presentó la alternativa de tres días de peste, tres meses de hambre, o tres años de guerra. David escogió lo más corto; los economistas prefieren lo más largo. El hombre es tan miserable que quiere más morir tísico que apoplético: le parece que no muere tanto. Esta es la razón que ha hecho exagerar tanto los inconvenientes del máximum y los beneficios del comercio libre.

Por lo demás, si Francia desde hace veinticinco años no ha padecido una carestía general, no es debido a la libertad de comercio, que sabe muy bien, cuando quiere, producir en lo lleno el vacío, y en el seno de la abundancia hacer reinar el hambre, sino al hecho de haberse perfeccionado las vías de comunicación, que, acortando las distancias, restablecen pronto el equilibrio después de perturbado por una penuria local. Ejemplo ostensible de tan triste verdad es que en la sociedad no es jamás el bienestar general efecto de una conspiración de las voluntades particulares.

Cuanto más se profundice ese sistema de transacciones ilusorias entre el monopolio y la sociedad, es decir, como hemos explicado en el párrafo 19 de este capítulo, entre el capital y el trabajo, entre patricios y proletarios, más se ve que todo está en él previsto, arreglado y ejecutado según esa máxima infernal: todo por el pueblo y contra el pueblo. Mientras el trabajo produce, el capital, bajo la máscara de una falsa fecundidad, goza y abusa. Ofreciendo el legislador su mediación, ha querido traer al privilegiado a los sentimientos de fraternidad, y rodear al trabajador de garantías, y se encuentra ahora, por la contradicción fatal de los intereses, con que cada una de esas garantías es un instrumento de suplicio. Se necesitarían cien volúmenes, la vida de diez hombres y un pecho de hierro para contar los crímenes que por este concepto ha cometido el Estado para con el pobre, y la infinita variedad de tormentos que le ha infligido. Una ojeada sumaria sobre las principales categorías de la policía, bastará para hacernos conocer su economía y su espíritu.

Después de haber turbado los entendimientos con un caos de leyes civiles, comerciales y administrativas; después de haber oscurecido, multiplicando las contradicciones, la noción de lo justo; después de haber hecho necesaria para la explicación de este sistema toda una casta de intérpretes; ha sido preciso aún organizar la represión de los delitos, y procurar su castigo. La justicia criminal, esa rica orden de la gran familia de los improductivos, cuyo sostén cuesta a Francia por año más de 30 millones de francos, ha venido a ser para la sociedad un principio de existencia tan necesario como el pan para la vida del hombre; pero con la diferencia de que el hombre vive del producto de sus manos, mientras que la sociedad devora sus miembros y se nutre de su propia carne.

Cuéntanse, según algunos economistas:

En Londres 1 criminal por cada 89 habitantes
En Liverpool 1 criminal por cada 45 habitantes.
En Newcastle 1 criminal por cada 27 habitantes.

Pero esas cifras carecen de exactitud, y por espantosas que parezcan, no indican el verdadero grado de perversión social por las leyes de policía. No se trata sólo de determinar aquí el número de los culpables reconocidos, sino el de los delitos. El trabajo de los tribunales criminales, no es sino un mecanismo particular que sirve para poner de relieve la destrucción moral de la humanidad bajo el régimen del monopolio; pero esta exhibición oficial está lejos de abrazar la calamidad en toda su extensión. He aquí otras cifras que podrán conducimos a una aproximación más cierta.

Los tribunales correccionales de París han juzgado:

En 1835 106.467 procesos.
En 1836 128.489 procesos.
En 1837 140.247 procesos.

Supongamos que haya continuado la progresión hasta 1846, y que a ese total de causas correccionales se añadan las que van al jurado, las de faltas, y los delitos no conocidos o que quedan impunes, delitos cuya cantidad excede en mucho, al decir de los magistrados, de la de los que caen bajo la acción de la justicia, y llegaremos a que se cometen en un año en la sola ciudad de París más infracciones de ley que habitantes hay. Y como del número de los autores presuntos de esas infracciones hay que deducir necesariamente los niños de siete años abajo, que están fuera de los límites de la culpabilidad, se deberá deducir que cada ciudadano adulto delinque tres o cuatro veces por año contra el orden establecido.

Así, el sistema propietario no se sostiene en París, sino con la consumación anual de uno o dos millones de delitos. Ahora bien, aun cuando todos estos delitos fuesen cometidos por un solo hombre, el argumento siempre subsistiría: sería este hombre el chivo emisario cargado de los pecados de Israel: ¿qué importa el número de culpables desde el instante en que tiene la justicia su contingente?

La violencia, el perjurio, el robo, la estafa, el desprecio de las personas y de la sociedad son hasta tal punto de la esencia del monopolio, derivan de él de una manera tan natural, con una regularidad tan perfecta, y según leyes tan seguras, que se ha podido sujetar su perpetración al cálculo, y dadas la cifra de una población, y el estado de su industria y de sus luces, se deduce rigurosamente la estadística de la moral. Los economistas no saben aún cuál es el principio del valor; pero conocen, algunos decimales más o menos, la proporcionalidad del crimen. Tantas mil almas, tantos malhechores, tantas condenas: la cuenta no marra. Es una de las más bellas aplicaciones del cálculo de las probabilidades, y el ramo más adelantado de la ciencia económica. Si el socialismo hubiera inventado esa teoría acusadora, todo el mundo le habría señalado como reo de calumnia.

¿Qué hay aquí, por lo demás, que deba sorprendemos? Así como la miseria es un resultado necesario de las contradicciones de la sociedad, resultado que es posible determinar matemáticamente por el tipo del interés, la cifra de los salarios y los precios de comercio; así los crímenes y delitos son otro efecto de este mismo antagonismo, susceptible de cálculo como la causa que lo produce. Los materialistas han deducido las más necias consecuencias de esa subordinación de la libertad a las leyes de los números; ¡cómo si el hombre no estuviese bajo la influencia de cuanto le rodea, y estando lo que le rodea regido por leyes fatales, no debiese experimentar en sus más libres manifestaciones los resultados de esas leyes!

El carácter de necesidad que acabamos de señalar en el establecimiento y en las causas que alimentan la justicia criminal, se presenta también, aunque bajo un aspecto más metafísico, en la moralidad de la justicia misma.

Según todos los moralistas, la pena debe ser tal, que procure la enmienda del culpable, y por consiguiente, que se aleje de todo lo que podría degradarle. Lejos de mí el pensamiento de combatir esa buena y provechosa tendencia de los espíritus, ni de denigrar ensayos que habrían constituído la gloria de los más grandes hombres de la antigüedad. La filantropía, a pesar de las veces que se trata de ponerla en ridículo, pasará a los ojos de la posteridad como el rasgo más honroso de nuestra época: la abolición de la pena de muerte, sólo aplazada, la de la marca, los estudios hechos sobre el régimen celular, el establecimiento de talleres en las cárceles, otra multitud de reformas que no puedo ni siquiera citar, atestiguan un progreso real en nuestras ideas y en nuestras costumbres. Lo que el autor del cristianismo, en un arranque de amor sublime, contaba de su místico reino, donde el pecador arrepentido debía tener más gloria que el justo inocente, esa utopía de la caridad cristiana, ha pasado a ser el deseo de nuestra sociedad incrédula; y cuando uno piensa en la unanimidad de sentimientos que sobre este punto reina, se pregunta con sorpresa quién puede impedir que esa aspiración no se realice.

¡Ay! es que la razón es aún más fuerte que el amor, y la lógica más tenaz que el crimen: sobre esto, como sobre todo, reina una contradicción insoluble en nuestra civilización. No vayamos, pues, a perdernos en mundos fantásticos; abracemos en su espantosa desnudez la realidad.

El crimen, no la pena, afrenta,

dice el proverbio. Por el solo hecho de haber sido castigado, con tal que lo haya merecido, el hombre está degradado a los ojos de todos: le infama la pena, no por la definición que de ella hace el Código, sino por la falta que ha motivado el castigo. ¿Qué importa, por lo tanto, la materialidad del suplicio? ¿Qué todos vuestros sistemas penitenciarios? Cuanto hacéis puede satisfacer vuestra sensibilidad, pero en nada rehabilitar al desgraciado sobre el que vuestra justicia ha dejado caer su mano. El culpable, una vez manchado por el castigo, es incapaz de reconciliación: su mancha es ideleble, su condenación eterna. Si pudiese ser de otra manera, la pena dejaría de ser proporcionada al delito; no sería más que una ficción, no sería nada. El que, arrastrado por la miseria, comete un pequeño hurto, como se deje alcanzar por la justicia, se convierte para siempre jamás en enemigo de Dios y de los hombres; más le valiera no haber venido al mundo. Lo ha dicho Jesucristo: Bonum erat ei si natus non fuisset homo ille. Y lo que ha pronunciado Cristo no dejan de realizarlo cristianos e infieles; la irremisibilidad de la afrenta es la única revelación del Evangelio que ha entendido el mundo propietario. Así, separado de la naturaleza por el monopolio, arrancado de la humanidad por la miseria, madre del delito y de la pena, ¿qué refugio le queda al plebeyo que no halla su sustento en el trabajo y no es bastante fuerte para tomárselo?

Para hacer esa guerra ofensiva y defensiva contra el proletariado, era indispensable una fuerza pública: el poder ejecutivo ha nacido de las necesidades de la legislación civil, de la administración y de la justicia. Y en esto, aún las más bellas esperanzas se han convertido en amargas decepciones.

Como el legislador, como el burgomaestre y como el juez, el príncipe se ha hecho representante de la autoridad divina. Defensor del pobre, de la viuda y del huérfano, ha prometido hacer reinar la libertad y la igualdad alrededor del trono, ayudar al trabajo y escuchar la voz del pueblo. Y el pueblo se ha echado con amor en los brazos del poder; y cuando la experiencia le ha hecho sentir que el poder estaba contra él, en vez de quejarse de la institución, se ha puesto a acusar al príncipe; sin querer comprender jamás que, siendo el príncipe por naturaleza y por destino el jefe de los improductivos y el mayor de los monopolizadores, era imposible, por mucho que lo deseara, que tomase partido ni hiciese causa con el pueblo.

Toda crítica, ya de la forma, ya de los actos del gobierno, conduce a esta contradicción esencial. Y cuando pretendidos teóricos de la soberanía del pueblo sostienen que el remedio contra la tiranía del poder consiste en hacerle emanar del sufragio del pueblo, no hacen sino lo que la ardilla, dar vueltas a su jaula. Porque desde el momento en que se conservan las condiciones constitutivas del poder, es decir, la autoridad, la propiedad, la jerarquía, el sufragio del pueblo no es ya más que el consentimiento del pueblo en su opresión, lo cual es puro charlatanismo.

En el sistema de la autoridad, cualquiera que sea por otra parte su origen, monárquico o democrático, el poder es el órgano noble de la sociedad: por él vive ésta y se mueve; de él emana toda iniciativa; obra suya son todo orden, todo género de perfecciones. Según las definiciones de la ciencia económica, definiciones conformes a la realidad de las cosas, el poder es por lo contrario la serie de los improductivos que debe la organización social tender a reducir indefinidamente. ¿Cómo habría, pues, de poder realizarse con el principio de autoridad, tan querido de los demócratas, el voto de la economía política, que es también el del pueblo? ¿Cómo el gobierno, que en esa hipótesis lo es todo, habría de venir a convertirse en un servidor obediente, en un órgano subalterno? ¿Cómo habría de recibir el poder sólo para debilitarle, ni trabajar por su propia eliminación en aras del orden? ¿Cómo no ocuparse más bien en fortalecerlo, en aumentar su personal, en obtener incesantemente nuevos subsidios, y finalmente, en emanciparse de la dependencia del pueblo, término fatal de todo poder nacido del pueblo?

Se dice que el pueblo, nombrando sus legisladores y notificando por ellos su voluntad al poder, se hallará siempre en estado de detener sus invasiones, y así desempeñará a la vez el papel de príncipe y el de soberano. Esta es, en dos palabras, la utopía de los demócratas, 1a eterna mistificación con que alucinan al proletariado.

Mas ¿hará el pueblo leyes contra el poder, contra el principio de autoridad y de jerarquía, que es el principio de la sociedad misma, contra la libertad y la propiedad? En la hipótesis de que hablamos, es esto más que imposible, es contradictorio. Luego se conservará la propiedad, el monopolio, la concurrencia, los privilegios industriales, la desigualdad de las fortunas, la preponderancia del capital, la centralización jerárquica, que todo lo aplasta, la opresión administrativa, la arbitrariedad legal; y como es imposible que un gobierno no obre en el sentido de su principio, el capital quedará como antes, siendo el Dios de la sociedad; y el pueblo, siempre explotado, siempre envilecido, no habrá ganado en el ensayo de su soberanía sino la demostración de su impotencia.

En vano los partidarios del poder, todos esos doctrinarios dinásticos-republicanos que no se diferencian sino por la táctica, se lisonjean de reformarlo todo, una vez apoderados del gobierno. ¿Qué han de hacer?

¿Reformar la Constitución? Es imposible. Aun cuando la nación en masa entrase en la Asamblea Constituyente, no saldría de ella sino después de haber votado bajo otra forma su servidumbre o decretado su propia disolución.

¿Rehacer el código, obra del emperador, sustancia pura del derecho romano y de la costumbre? Es imposible. ¿Qué vais a poner en lugar de vuestras rutinas propietarias, fuera de las cuales no veis ni oís nada? ¿En lugar de las leyes de monopolio, cuyo círculo no puede traspasar vuestra imaginación? Hace más de medio siglo que la monarquía y la democracia, esas dos sibilas que nos ha legado la antigüedad, han emprendido la tarea de poner de acuerdo sus oráculos por medio de una transacción constitucional: desde que la sabiduría del principio se ha puesto al compás de la voz del pueblo, ¿qué revelación hemos tenido? ¿Qué privilegio de orden se ha descubierto? ¿Qué hilo de Ariadna se ha encontrado para salir del laberinto del privilegio? Antes de haber firmado príncipe y pueblo este extraño pacto, ¿en qué dejaban de parecerse sus ideas? Y después de haberse esforzado cada uno de los dos en romperlo, ¿en qué difieren?

¿Disminuir los cargos públicos, repartir la contribución de una manera más equitativa? Es imposible. Para las contribuciones, como para el ejército, tendrá que dar siempre el hombre del pueblo más de lo que le toca.

¿Reglamentar el monopolio, poner freno a la concurrencia? Es imposible. Mataríais la producción.

¿Abrir nuevos mercados? Es imposible (6).

¿Organizar el crédito? Es imposible (7).

¿Atacar la herencia? Es imposible (8).

¿Crear talleres nacionales, asegurar a falta de trabajo un mínimum a los obreros, señalarles una parte en los beneficios? Es imposible. Está en la naturaleza del gobierno que no pueda ocuparse del trabajo sin encadenar a los trabajadores, como no se ocupa de los productos sino para cobrar su diezmo.

¿Reparar, por medio de un sistema de indemnización, los efectos desastrosos de las máquinas? Es imposible.

¿Combatir con reglamentos la embrutecedora influencia de la división del trabajo? Es imposible.

¿Hacer gozar al pueblo de los beneficios de la enseñanza? Es imposible.

¿Redactar un arancel para las mercancías y los salarios, y fijar por decreto de la autoridad suprema el valor de las cosas? Es imposible, es imposible.

De cuantas reformas solicita la sociedad, en medio de su pobreza y su abandono, ni una sola es de la competencia del poder, ni una sola puede ser por él realizada: repugna a su esencia, y el hombre no puede unir lo que Dios ha separado.

A lo menos, dirán los partidarios de la iniciativa del gobierno, reconoceréis con nosotros que para llevar a cabo la revolución prometida por el desarrollo de las antinomias, sería el poder un auxiliar muy poderoso. ¿Por qué, pues, oponeros a una reforma que, poniendo el poder en manos del pueblo, secundaría tan admirablemente nuestras miras? La reforma social es el objeto; la reforma política, el instrumento; ¿por qué, si queréis el fin, rechazáis el medio?

Tal es hoy la manera de razonar de la prensa democrática, a la cual de todo corazón doy gracias por haber proclamado, al fin, con esa profesión de fe casi socialista, la nada de sus teorías. Resulta, pues, que la democracia reclama en nombre de la ciencia, por preliminar de la reforma social, una reforma política. Mas la ciencia protesta contra este subterfugio para ella injurioso, rechaza toda alianza con la política y lejos de esperar ella el menor auxilio, cree justamente que ha de empezar por la política la serie de sus exclusiones.

¡Cuán poca afinidad tiene el espíritu del hombre por lo verdadero! Cuando veo a la democracia socialista de la víspera, pidiendo sin cesar, para combatir la influencia del capital, el capital; para remedio de la miseria, la riqueza; para organizar la libertad, el abandono de la libertad; para reformar la sociedad, la reforma del gobierno; cuando la veo, digo, encargarse de la sociedad con tal que se echen a un lado o estén resueltas las cuestiones sociales; me parece oír a una de esas gitanas que dicen la buenaventura, y antes de contestar a las preguntas de sus consultores, empiezan por enterarse de su edad, de su estado, de su familia, y de todos los accidentes de su vida. ¡Ea, miserable hechicera, si tú conoces el porvenir, tú sabes quién soy yo y lo que quiero! ¿Por qué me lo preguntas?

Contestaré, pues, a los demócratas: si conocéis el uso que debéis hacer del poder; si sabéis cómo el poder ha de ser organizado, poseéis la ciencia económica. Ahora bien: si poseéis la ciencia económica; si tenéis la clave de sus contradicciones; si os halláis en estado de organizar el trabajo; si habéis estudiado las leyes del cambio, no tenéis necesidad de los capitales de la nación ni de la fuerza pública. Sois desde luego más poderosos que el dinero; más fuertes que el poder. Porque puesto que están con vosotros los trabajadores, sois por esto sólo dueños de la producción; tenéis encadenado el comercio, la industria y la agricultura; disponéis de todo el capital social; sois los árbitros de las contribuciones; bloqueáis el poder y pisoteáis el monopolio. ¿Qué otra iniciativa, qué autoridad más grande podéis reclamar? ¿Quién os impide la aplicación de vuestras teorías?

No es, a buen seguro, la economía política, aunque generalmente seguida y acreditada; puesto que en la economía política, teniendo todo un lado verdadero y un lado falso, se reduce el problema para vosotros a combinar los elementos económicos de suerte que no sea ya contradictorio su conjunto.

No es tampoco la ley civil, puesto que, consagrando esta ley la rutina económica sólo por sus ventajas y a pesar de sus inconvenientes, es susceptible, como la misma economía política, de plegarse a todas las exigencias de una síntesis exacta, y no puede, por consiguiente, seros más favorable.

Finalmente, no es tampoco el poder, que, siendo la última expresión del antagonismo, y estando creado sólo para defender la ley, no podría serviros de obstáculo sino abjurándose, negándose a sí mismo.

¿Quién, pues, repito, os detiene?

Si poseéis la ciencia social, sabéis que el problema de la asociación consiste en organizar no sólo a los improductivos -gracias a Dios, poco queda que hacer por ese lado-; sino también a los productores, y por medio de esta organización, someter el capital y subalternizar el poder. Tal es la guerra que tenéis que sostener: guerra del trabajo contra el capital; guerra de la libertad contra la áutoridad; guerra del productor contra el improductivo; guerra de la igualdad contra el privilegio. Lo que pedís para llevar a feliz término la guerra, es precisamente lo que debéis combatir. Ahora bien, para combatir y reducir el poder; para ponerle en el lugar que en la sociedad le corresponde, no sirve de nada cambiar los depositarios del poder, ni introducir alguna variante en sus maniobras; es preciso encontrar una combinación agrícola e industrial, por cuyo medio el poder, de dominador que es hoy de la sociedad, pase a ser su esclavo. ¿Tenéis el secreto de esa combinación?

¿Pero qué digo? Esto es precisamente lo que no consentís. Como no podéis concebir la sociedad sin jerarquía, os habéis hecho los apóstoles de la autoridad; adoradores del poder, no pensáis más que en fortalecerle y en mutilar la libertad; vuestra máxima favorita es que hay que procurar el bien del pueblo a pesar del pueblo; y en lugar de proceder a la reforma social exterminando el poder y la política, necesitáis de una reconstitución de la política y del poder. Luego, por una serie de contradicciones que prueban vuestra buena fe, pero cuyo carácter ilusorio conocen bien los verdaderos amigos del poder, los aristócratas y los monárquicos, vuestros rivales, nos prometéis por medio del poder economías, reparto equitativo de las contribuciones, protección al trabajo, enseñanza gratuita, sufragio universal, y todas las utopías antipáticas a la autoridad y la propiedad. Así el poder, en vuestras manos, ha estado en constante peligro: por esto no habéis podido jamás conservarle; por esto el 18 de Brumario han bastado cuatro homBres para quitároslo, y no está dispuesta a devolvéroslo la clase media, que ama como vosotros el poder y quiere un poder fuerte.

Así el poder, instrumento de la fuerza colectiva, creado en la sociedad para servir de mediador entre el trabajo y el privilegio, se encuentra fatalmente encadenado al capital y dirigido contra el proletariado. No hay reforma política que pueda resolver esta contradicción, puesto que, por confesión de los mismos políticos, una reforma tal no conduciría sino a dar más energía y extensión al poder; y a menos de destruir la jerarquía y disolver la sociedad, no podría tocar el poder a las prerrogativas del monopolio. Consiste, pues, el problema para las clases trabajadoras, no en conquistar, sino en vencer a la vez el poder y el monopolio, lo cual es lo mismo que hacer surgir de las entrañas del pueblo, de las profundidades del trabajo, una autoridad mayor, un hecho más poderoso, que envuelva el capital y el Estado, y los subyugue. Todo proyecto de reforma que no llene esta condición, no es sino un azote más, una vara de centinela, virgam vigilantem, como decía un profeta, que amenaza al proletariado.

El coronamiento de este sistema es la religión. No tengo por qué ocuparme aquí del valor filosófico de las opiniones religiosas, ni por qué contar su historia, ni por qué buscar su interpretación. Me limito a considerar el origen económico de la religión misma, el lazo secreto que la une a la administración, el lugar que ocupa en la serie de las manifestaciones sociales (9).

Desesperando el hombre de encontrar el equilibrio de sus potencias, se lanza, por decirlo así, fuera de sí mismo, y busca en lo infinito esa suprema armonía cuya realización es para él el más alto grado de la razón, de la fuerza y de la dicha. No pudiendo ponerse de acuerdo consigo, se arrodilla y reza. Reza, y su plegaria, himno cantado a Dios, es una blasfemia contra la sociedad.

De Dios, se dice el hombre, me viene la autoridad y el poder: obedezcamos, pues, a Dios y al príncipe. Obedite Deo et principibus. De Dios me viene la ley y la justicia, Per me reges regnant et potentes decernunt justitiam: respetemos lo que ha dicho el legislador y el magistrado. Dios hace prosperar el trabajo, levanta y derriba las fortunas: ¡cúmplase su voluntad! Dominus dedit, Dominus abstulit, sit nomen Domini benedictum. Dios me castiga cuando me devora la miseria, y sufro persecución por la justicia: recibamos con respeto los azotes de que se sirve su misericordia para purificarnos. Humiliamini agitur sub potenti manu Dei. Esta vida que Dios me ha dado, no es más que una prueba que me conduce a la salvación: huyamos del placer, amemos y busquemos el dolor, hagamos de la penitencia nuestra delicia. La tristeza que nos viene por la injusticia es una gracia del cielo: ¡felices los que lloran! ¡Beati qui lugent! ... Haec est enim gratia, si quis sustinet tristitias, patiens injuste.

Hace un siglo que un misionero, predicando ante un auditorio compuesto de banqueros y de grandes señores, hizo de esta odiosa moral el juicio merecido. ¿Qué he hecho yo?, exclamaba con lágrimas. He contristado a los pobres, los mejores amigos de Dios. He predicado los rigores de la penitencia ante desgraciados que carecían de pan. Aquí donde no veo más que poderosos y ricos; aquí donde no veo más que opresores de la humanidad doliente, debería hacer estallar la palabra de Dios en toda su fuerza de trueno.

Reconozcamos, sin embargo, que la teoría de la resignación ha servido a la sociedad impidiendo la rebelión de los pueblos. La religión, consagrando con el derecho divino la inviolabilidad del poder y del privilegio, ha dado a la humanidad fuerza para continuar su camino y apurar sus contradicciones. Sin esa venda, echada a los ojos del pueblo, la sociedad se habría disuelto mil veces. Era preciso que alguien sufriese para que ella curara; y la religión, consoladora de los afligidos, ha decidido al pueblo a sufrir. Este sufrimiento nos ha conducido a donde estamos: la civilización, que debe al trabajador todas sus maravillas, debe aún a su sacrificio voluntario su porvenir y su existencia. Oblatus est quia ipse voluit, et livore ejus sanati sumus.

¡Oh, pueblo de trabajadores! ¡Pueblo desheredado, vejado, proscrito! ¡Pueblo a quien se encarcela, se juzga, se mata! !Pueblo objeto de mofa y de infamia! ¿Ignoras acaso que hay un término hasta para la paciencia, hasta para el sacrificio? ¿No cesarás de prestar oídos a esos oradores del misticismo que te dicen que reces y esperes predicándote la salvación, ya por el poder, ya por la religión, oradores que te cautivan con lo vehemente y sonoro de su palabra? Tu destino es un enigma que no pueden resolver ni la fuerza física, ni el valor moral, ni las alucinaciones del entusiasmo, ni la exaltación de sentimiento alguno. Los que te dicen lo contrario te engañan, y todos sus discursos sirven tan sólo para retardar la hora de tu emancipación, que está para dar. ¿Qué valen el entusiasmo ni el sentimiento, qué una vana poesía en lucha con la necesidad? Para vencer la necesidad no hay más que la necesidad misma, última razón de la naturaleza, esencia pura de la materia y del espíritu.

Así la contradicción del valor, nacida de la necesidad del libre albedrío, había de ser vencida por la proporcionalidad del valor, otra necesidad producida por la unión de la libertad y de la inteligencia. Mas para que esa victoria del trabajo inteligente y libre produjese todas sus consecuencias, era necesario que la sociedad atravesase una larga peripecia de tormentos.

Había, pues, necesidad de que el trabajo, a fin de aumentar su poder, se dividiese; y necesidad de que el trabajador, por el hecho mismo de esta división, se degradase y se empobreciese.

Había necesidad de que esa división primordial se reconstituyera en instrumentos y combinaciones sabias, y necesidad de que subalternado el trabajador por esta reconstrucción, perdiese con el salario legítimo hasta el ejercicio de la industria que le alimentaba.

Había necesidad de que la concurrencia viniese entonces a emancipar la libertad próxima a perecer, y necesidad de que esa emancipación condujese a una vasta eliminación de trabajadores.

Había necesidad de que el productor, ennoblecido por su arte, como lo estaba en otro tiempo el guerrero por sus armas, enarbolase muy alto su bandera, a fin de que el valor del hombre no fuese menos objeto de honor en el trabajo que en la guerra, y necesidad de que del privilegio naciese al punto el proletariado.

Había necesidad de que tomase entonces la sociedad bajo su protección al plebeyo vencido, mendigo y sin hogar, y necesidad de que esa protección se convirtiese en una nueva serie de suplicios.

Encontraremos aún en nuestro camino otras necesidades, que irán desapareciendo todas como las primeras, bajo necesidades mayores, hasta que venga por fin la ecuación general, la necesidad suprema, el hecho triunfador, que ha de establecer para siempre jamás el reinado del trabajo.

Pero esta solución no puede ser hija de un golpe de mano ni de una vana transacción. Es tan imposible asociar el trabajo y el capital, como producir sin capital y sin trabajo; tan imposible crear la igualdad por medio del poder, como suprimir el poder y la igualdad, y constituir una sociedad sin pueblo ni policía.

Es indispensable, repito, que una fuerza mayor invierta las fórmulas actuales de la sociedad; que el trabajo y no la bravura ni los sufragios de los trabajadores, por una combinación sabia, legal, inmortal, ineluctable, someta el capital al pueblo y le entregue el poder (10).


Notas

(1) La nueva ley sobre las libretas ha encerrado en límites más estrechos la independencia de los obreros. La prensa democrática ha hecho estallar de nuevo al respecto su indignación contra los hombres del poder, como si hubiesen hecho ellos otra cosa que aplicar los principios de autoridad y de propiedad, que son los de la democracia. Lo que han hecho las cámaras respecto a las libretas era inevitable, y había que esperarlo. Es también imposible para una sociedad fundada en el principio propietario no llegar a la distinción de castas, como a una democracia no llegar al despotismo, a una religión ser razonable, al fanatismo mostrarse tolerante. Es la ley de la contradicción: ¿cuánto tiempo nos será necesario para comprender? (Se trata de una libreta decretada el 3 de enero de 1813, obligatoria para todo obrero, provista por las autoridades administrativas y visada por ellas a cada cambio de residencia; fue suprimida el 2 de julio de 1813 como atentatoria a la libertad individual).

(2) Autor de un Traité sur les brevets d'invention.

(3) La ley de patentes fue aprobada por la Cámara de los pares mientras Proudhon componía este libro, en 1844.

(4) Horace Say, 1794-1860, hijo de J. B. Say, político y economista.

(5) Político y economista francés de origen polaco, 1810-1876. Fundó la Revue de législation et de jurisprudence.

(6) Véase cap. IX.

(7) Véase cap. X.

(8) Véase cap. XI.

(9) Proudhon, como se ve, no ignoraba la importancia del factor económico en la historia; el materialismo histórico marxista tiene en estas páginas un excelente precursor; pero Proudhon no llegó a las exageraciones y al exclusivismo de Marx.

(10) En la ideología proudhoniana es fundamental la substitución de la jerarquía de las funciones políticas por una organización de las fuerzas económicas, principio que ya había expresado también la escuela saintsimoniana.

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